Los clanes de la tierra helada (51 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Arremetieron contra él sin preámbulos, empuñando las lanzas, y él hizo oscilar la viga a la manera de una gigantesca maza, aplastando los escudos de los tres que tenía más próximos. Uno dio un alarido, con el brazo destrozado, y otro cayó sin conocimiento al suelo. El tercero hizo pasar la lanza por el agujero de su escudo y le infligió un corte en la nariz, pasando a escasa distancia de su garganta. Volviendo a accionar el madero, Arnkel hizo saltar por los aires al hombre, que acabó desplomándose en un ventisquero. Tras la pesada caída se levantó despacio, sacudiendo la cabeza.

Entonces Arnkel vio a Thorleif, que se acercaba con un hacha, flanqueado por Illugi y Thorodd, armados con lanzas. Descargó la viga y Thorodd reculó tambaleándose, con el escudo aplastado en torno al brazo. Arnkel se volvió con celeridad y de un salto se posó en lo alto de la recia pared, desde donde agitó la viga como si de los cuernos de un animal acorralado se tratara. Thorleif se subió a la pared con él, para aguardar el momento en que hiciera girar la viga y pudiera atacarlo. Los demás, que se encontraban ya cerca rodeando la pared, comenzaron a hostigarlo por las piernas. Con una oscilación de su improvisada arma rompió una lanza y luego otra, con tal rapidez que más que de macizo roble parecía que estuviera hecha de aire. Thorleif se precipitó encorvado, tratando de asestarle un hachazo en la pierna. El saldo de su tentativa fue el tachón de su escudo abollado y la mano y el brazo entumecidos. El golpe lo hizo caer de la pared, soltando el hacha y el escudo. Se arrastró con desesperación hacia el hacha mientras los otros estrechaban el cerco sobre el
gothi
. Fue un combate silencioso, en el que solo se oían los resoplidos de esfuerzo y las exclamaciones de dolor. Enseñando los dientes como un león, con los ojos enrojecidos y sangrando por la nariz y por un profundo corte recibido en el muslo, Arnkel dirigió contra el
gothi
Snorri un contundente y mortífero porrazo. Snorri lo esquivó in extremis y la viga fue a dar contra la pared. Rota por la ensambladura, quedó repartida en dos lacios pedazos.

Thorleif recuperó el hacha en el momento justo en que tras lanzar los restos del madero a dos de sus atacantes, aprovechando que estaban desestabilizados, Arnkel saltó para precipitarse hacia la pared del establo, donde tenía apoyados la espada y el escudo. En su recorrido sufrió el acoso de más de una lanza. Antes de que se volviera con el escudo, la punta de la lanza de Illugi se hundió en su pantorrilla, hasta el hueso. Arnkel dio un paso vacilante, con un alarido de dolor, y luego giró sobre sí. La siguiente acometida de Illugi la paró con el escudo y le propinó una patada en el estómago. Illugi cayó de rodillas, sin resuello. Aunque estaba a su merced, Arnkel se limitó a retroceder jadeante, cojeando, con la espada en mano.

Sam y Klaenger lo atacaron de improviso por la derecha. Protegiéndose con el escudo, asestó a Klaenger un tajo en el brazo, que lo hizo retroceder, aferrándose el miembro herido. La lanza de Sam se rompió al chocar contra el escudo, pero enseguida Oreakja se adelantó y le descargó una lanzada de costado. De la tremenda herida que el
gothi
recibió en la cara y en el cuello brotó un abundante chorro de sangre que relució bajo la luz de la luna.

Aquello fue el final. Aunque conservó el escudo en alto, blandía débilmente el arma mientras retrocedía hasta la pared del establo, donde le dieron los golpes de gracia. Snorri le partió el escudo del brazo roto y Thorleif le descargó el hacha en la cabeza. El terrible golpe lo derribó como a un buey sacrificado y, propulsado contra la pared, se deslizó hasta el suelo.

Los demás acudieron y lo cosieron a lanzadas. El cuerpo del
gothi
se agitaba con espasmódicas sacudidas de dolor mientras lo acribillaban.

Finalmente se apartaron con la respiración afanosa y tras el frenesí cayeron de rodillas e inclinaron la cabeza, buscando apoyo en sus armas.

Arnkel yacía con las piernas abiertas, el torso y la cabeza pegados a la pared y los brazos flácidos a ambos lados, pese a que aún no había soltado la espada. Un ojo le colgaba, la sangre manaba de la boca, los oídos y de la descarnada masa del otro globo ocular; tenía la ropa empapada de la sangre de las heridas de lanza. El hacha de Thorleif le había provocado una horrorosa hendidura en la mejilla y la oreja, estriando el hueso del cráneo.

Extrañamente, aún seguía vivo.

El ojo se movió, mirándolos a todos, y luego la mano se levantó para señalar con desmayo a Illugi, antes de volver a caer al suelo. La destrozada boca trató de articular palabras. Illugi miró a los demás, a Thorleif, y luego se acercó, empuñando la lanza.

—Cuidado, muchacho —advirtió Thorodd—. La bestia aún vive. Rematémoslo.

Se dispuso a avanzar, pero Thorleif lo contuvo con el brazo.

Illugi se arrodilló junto al moribundo.

Arnkel levantó la mano vacía y, a pesar de su estado, Illugi quiso retroceder alarmado. La mano se posó, sin embargo, en su brazo.

—¿Cuidarás de mi hija Halla todos los días de su vida? —dijo con voz ronca Arnkel, vocalizando a duras penas a causa de la sangre que le inundaba la boca y las desgarraduras de los labios.

—Sí —respondió Illugi con ojos desorbitados—. Sí,
gothi
Arnkel. ¡Lo juro!

—Entonces te doy mi bendición —susurró Arnkel.

Luego levantó la manaza y la apoyó sobre la cara y la frente de Illugi, untándola de sangre. Después dejó caer el brazo y expiró.

Permanecieron un buen rato en medio de la noche, mirando al
gothi
, rumiando la lección que acababan de recibir, que les agrió el sabor de la victoria en la boca.

En silencio, depositaron las armas en el suelo y trasladaron el cadáver hasta la pared. El
gothi
Snorri y Thorleif transportaron los hombros e Illugi sostuvo la cabeza. Sam y Klaenger aguantaban a duras penas las pesadas piernas, mientras sus hijos servían de soporte al torso. Thorodd y Thorfinn prepararon un lecho de heno encima de la piedra, blando y acogedor, sobre el que dispusieron el cadáver de Arnkel, con las manos plegadas sobre el pecho, los pies juntos y la espada en la mano. Encima de las piernas le desparramaron el heno, a la manera de una capa, a fin de que estuviera abrigado para su viaje.

Después se quedaron un momento al lado, aplicando las manos al cuerpo, recordando quién había sido.

Dim huyó entre la oscuridad, despavorido, y al volver la vista atrás cayó contra una roca. Lo encontraron varios días más tarde, muerto y helado, con la cabeza pegada al suelo a causa de la congelación de la sangre que había perdido por la cabeza.

Olaf dio un rodeo para regresar a Bolstathr, escuchando los sonidos de la batalla, el roce del acero y la madera y los gritos de dolor, y a medida que se fue disipando su miedo, aminoró el paso.

¿Para qué debía apresurarse?, pensaba. ¿Para salvar al hombre que lo había humillado y le había amargado la vida?

Al cabo de una hora, después de dar un largo paseo por los alrededores, se detuvo delante de la puerta de Bolstathr y luego entró como una exhalación. Adoptando una voz aguda, habló precipitadamente para que creyeran que estaba aterrorizado.

—¡Han atacado al
gothi
! —gritó, despertando a los habitantes de la casa.

Thorgils partió con los demás, pero en Orlygstead solo encontró el cadáver del
gothi
cubierto de heno y de un rico manto de plumas de cisne.

XV

Final

Ese invierno cambiaron muchas cosas en Orlygstead.

Desoyendo las temerosas advertencias de su madre, Halla fue a la asamblea de Thorsnes aquella primavera. Thorgils la acompañó, obedeciendo a los ruegos de Hildi. Se mantuvo a su lado cuando presentó una demanda contra el
gothi
Snorri por la muerte de su padre, vilmente asesinado en plena noche. Muchos se quedaron horrorizados al ver una mujer presentando argumentos legales, aunque reconocían que estaba en su derecho de recibir una compensación por la muerte de su padre. Aun así, Halla no pudo lograr ningún apoyo, tal como había pronosticado Thorgils.

Una mujer necesitaba fuerza para obtener lo que la ley decía que era suyo.

El
gothi
Gudmund se daba ya por satisfecho con obtener los árboles de la persona que ahora podía proporcionárselos, de manera que no le interesaron sus ofrecimientos.

Regresó a Bolstathr con un único resultado.

Thorleif se levantó en el juicio y afirmó que solo él había sido el responsable de la muerte, tal como habían convenido con Snorri. De este modo no se trató de un vil asesinato sin honor, sino de un simple homicidio, de una disputa entre hombres zanjada con nobleza. Los jefes allí congregados no apreciaron, sin embargo, el hecho de que un simple
bondi
hubiera destruido a uno de los suyos, una reacción que Snorri se hallaba en mejores condiciones de prever que Thorleif.

A Thorleif lo desterraron de la Isla. Durante un periodo de tres años, no podía poner los pies en el Estado Libre, y si lo hacía, cualquier hombre podría quitarle la vida según se le antojara, sin exponerse a sanciones. Thorleif escuchó estupefacto la sentencia. El
gothi
Snorri le había asegurado que todo podría solventarse mediante un sencillo pago de bienes materiales.

Snorri habló con él después de la asamblea, en la playa cercana a Helgafell, mientras Hrafn aguardaba para llevarse a su amigo en el barco. Los rodeaban los clientes del jefe. Entre ellos, Sam y Klaenger observaban sin simpatía a Thorleif, mientras la viva brisa marina les azotaba los grasientos mechones de pelo. Para ellos, la muerte de Arnkel y tres años de exilio a duras penas compensaban la muerte de Falcón. El cielo estaba cubierto de nubarrones, pero algunos retazos de color azul ofrecían la vaga promesa de diáfanos días.

—Bueno, ahora al menos dispones de tu libertad —señaló Snorri con una bondadosa sonrisa.

—Y tú ya has conseguido vengarte de mí —replicó Thorleif.

—¿Llamas venganza a lo que es gratificación para ti? —contestó Snorri.

Después emprendió el ascenso a la Montaña Sagrada, donde ofreció un sacrificio a Odín y a Thor.

Thorleif se hizo a la mar con Hrafn y vivió muchas aventuras. Con el tiempo regresó a la Isla para ayudar a sus hermanos a arrancar la vida a aquella dura tierra donde había nacido.

Aunque tardó un año, Halla acabó suavizando su desesperada y colérica negativa a aceptar el cortejo de Illugi, apaciguada por las piadosas mentiras de los hijos de Thorbrand y por las sosegadas palabras de Hildi. Al final, según la versión que ella aceptó, Illugi apenas había tenido participación alguna en el ataque contra Arnkel. Se casaron, pero no consintió en vivir en el estuario de Swan con los asesinos de su padre. Illugi aceptó sus condiciones y se trasladó con ella a Bolstathr. Nunca, ni una sola vez, se sentó en el sitial de Arnkel. Halla insistió en que así fuera. Gizur y su familia volvieron a trabajar a Bolstathr, dado que los hijos de Thorbrand reclamaron las tierras que habían pertenecido a sus antiguos esclavos, Ulfar y Orlyg, y nadie se opuso a que se hicieran cargo de ellas. Hafildi permaneció en Hvammr, y Thorgils se encargaba de cobrarle el alquiler, regocijado por recibir dinero de su mano.

Mayor satisfacción le procuraba aún ver crecer a su hijo. Su hijo. Repetía las palabras para sí, como si no pudiera creérselo. Cuando iba a cazar cisnes, el niño le llevaba con orgullo el arco, aunque a veces tropezaba a causa de su longitud. Auln no le había puesto ningún nombre y lo llamaba tan solo «niño», pese a que no cabía duda del amor que le profesaba, a su manera, entre distante y distraída. Thorgils lo llamaba Gunnar, como su padre, y el niño respondía a ese nombre. Thorgils abrigaba la esperanza de que su padre pudiera ver a su nieto. El pequeño nunca preguntaba por qué su madre jamás le dirigía la palabra a su padre, ni lo miraba ni lo tocaba. En su condición de niño, la vida era vida sin más, y no necesitaba otra explicación.

Halla e Illugi tuvieron muchos hijos, que con los años se convirtieron en robustos hombres y mujeres, y juntos mezclaron las dos familias y unieron todas las tierras del fiordo de Swan.

Todos menos el primogénito.

Desde el principio fue un niño atrevido, con aficiones de explorador, que siempre se buscaba alguna que otra complicación. Se llamaba igual que su abuelo Thorbrand, que sentía una gran predilección por él. El anciano lo llevaba en su caballo a las colinas y a las montañas, y a pescar en las aguas del fiordo. El pequeño poseía la fuerza de Arnkel y la sagacidad de Thorbrand, que ya puso de manifiesto en su más tierna edad. Muchos habitantes del valle le predecían al verlo un brillante futuro, demasiado quizá para los confines de la Isla. Él era el único a quien Halla sentaba en el sitial de Arnkel.

—Tú eres el heredero de Arnkel —le susurraba al oído—. Con el tiempo, tendrás la talla adecuada para este asiento y recuperarás todo lo que era nuestro.

Un día se alejó de la casa y no lo volvieron a encontrar, pese a las batidas que organizaron en todo el valle.

Lo único que se encontró fue su camisa, rota y ensangrentada. Al cabo de muchas semanas apareció en la pared de Thorolf, húmeda y descolorida por la intemperie.

Envuelto en su interior había un pequeño tarro de miel de Thorbrand.

La gente contaba que Thorbrand enloqueció cuando le llevaron la camisa y el tarro al estuario de Swan. Se fue a caballo hacia las montañas, aunque entonces nadie sabía por qué. Illugi lo siguió, intuyendo que su padre sabía algo acerca de los asesinos de su hijo. Se fue directo a la casa de Auln, en el valle de Thorswater, con la espada desenvainada en la mano. Thorgils trabajaba en el campo de Bolstathr y, como el sendero pasaba por allí, vio pasar a los dos hombres y advirtió el brillo del arma que empuñaba Thorbrand. Impulsado por una súbita certeza, corrió a buscar su propia montura para ir tras ellos.

Auln aguardaba en su patio, como si los esperase, con las manos posadas en los hombros de Gunnar.

Thorbrand se acercó a ella, con la espada en alto. Cuando vio lo que se proponía hacer, Illugi le retuvo el brazo, horrorizado. Thorbrand se zafó con rabia mientras Auln empujaba al niño en dirección a Illugi.

—Te lo doy en pago por tu hijo —dijo con voz áspera y ronca—. No voy a pedir perdón. Tenía que ser así. De un solo golpe herí en el alma a Arnkel y a Thorbrand por lo que me hicieron. —Una sombra de su antigua expresividad asomó entre su impertérrito semblante de demente—. Lo siento, Illugi.

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