Los clanes de la tierra helada (50 page)

El mensaje era bien claro.

Se fue.

Cuando se hubo disipado el sonido de los cascos del caballo, ella se abrigó y metió al niño en la caliente funda de piel y lana que le había hecho Thorgils. Después se colgó las correas a los hombros, bajo el abrigo.

Echó a andar por la pendiente. El pequeño dormía, acunado por el movimiento y apaciguado por el calor de su cuerpo. Con el impedimento del hielo y la nieve, se tardaba casi tanto en bajar a caballo por el sendero que a pie. Al cabo de una hora pasó junto a Hvammr, escuchando los murmullos de la familia de Hafildi, y luego inició el ascenso de la otra cuesta.

Llegó a la pared del prado.

Aún estaba muy oscuro, pues faltaban varias horas para que saliera la luna. No veía nada.

—¿Quién hay ahí? —llamó—. Enemigos de Arnkel, salid.

Freystein surgió de las sombras con una gran capa blanca de plumas de cisne sobre los hombros, capaz de cubrirlo por entero sobre el fondo de la nieve. Primero miró con desconfianza y luego se aproximó.

—Auln —dijo con tono afable—. ¿Cómo estás? Te hemos echado de menos.

—Tengo un mensaje para tu amo. Ve a ver a Thorleif y transmíteselo.

El
gothi
Snorri dormía.

En su sueño se enfrentaba a varios amenazadores osos y los abatía con el hacha. Uno de ellos, no obstante, lo había agarrado por la pierna y lo zarandeaba. No podía soltarse por más hachazos que descargaba.

Al despertar se encontró con Freystein, que desde los pies de su banco le tiraba de la pierna. El esclavo tenía la precaución de mantenerse agachado, alejado de los brazos, para evitar recibir una puñalada por error. Sabía que el
gothi
Snorri siempre dormía con un cuchillo al lado.

—Pero ¿qué demonios haces, hombre? —refunfuñó Snorri, apoyándose en los codos.

Freystein todavía llevaba la capa y el abrigo de pieles y hedía al frío de afuera.

—Mi amo Thorleif me envía a verte,
gothi
. Me manda decirte que se reunirá contigo en el Orlygstead esta noche —explicó Freystein—. El
gothi
Arnkel va a ir allí con los bueyes y el trineo y con dos esclavos para recoger heno del pajar, cuando salga la luna.

Snorri lo observó, todavía aturdido por el sueño. Luego, cuando se hizo cargo de lo que oía, se sentó sin demora.

Oreakja y Kjartan, que dormían cerca, se habían despertado y se habían levantado de un salto, empuñando las lanzas. Snorri se puso en pie con un gruñido de esfuerzo. Se frotó el pelo medio dormido y después llamó a Ketil.

—Vosotros dos —dijo de mal humor a los muchachos—. Poneos los jubones de cuero y esos yelmos que os compré.

Ketil acudió corriendo y Snorri lo mandó a las dos casas próximas a Helgafell donde vivían Sam y Klaenger con sus familias. Después se vistió y se colocó la coraza de cuero hervido que había comprado a Hrafn sobre la ropa interior. Encima se envolvió con una gruesa capa de lana forrada de piel, capaz de contener alguna puñalada. De la pared cogió un par de lanzas, un escudo y un hacha. Cuando Ketil regresó con los pescadores y dos de sus hijos mayores, estaba listo. Los criados habían encendido lámparas y traído queso y cerveza. Los niños empezaban a despertarse y a ponerse a llorar, alarmados por la intempestiva luz y el ruido.

—Debemos irnos antes de que se despierten todos en la casa —dijo Snorri—. ¿Tienes el caballo fuera, Freystein?

—He venido andando,
gothi
—contestó con una sonrisa—. O más bien corriendo. Por el hielo.

—¿Cómo? ¿Qué desatino es ese?

—El hielo está liso y no entraña peligro,
gothi
, aunque yo a caballo no podría ir. Iremos deprisa a pie y no nos extraviaremos del camino. Lo he visto con toda claridad viniendo de Ulfarsfell.

Eran nueve.

La luna acababa de asomar por las montañas y su luz cubría el mundo de etéreos reflejos blancos, perfilando unas sombras nítidas y precisas. Caminaban en fila india por el camino, siguiendo las huellas dejadas por Freystein, primero por los senderos que llevaban hacia el sur hasta que se desviaron por el este, para volver a encaminarse hacia las heladas aguas del sur, justo al norte del Crowness.

Bordearon el fiordo a distancia del hielo roto de la orilla, por suelo plano y regular donde la capa de hielo estaba cubierta con polvo de nieve. Amortiguados por ella, sus pasos no producían apenas ruido, y al pasar junto al bosque oyeron el leve silbido del viento a través de las desnudas ramas. También oyeron otro sonido, el horrible bisbiseo de las voces de los elfos, presentes en la espesura. Todos rehuyeron la mirada, conscientes de que los observaban.

Freystein se situó junto al
gothi
, con la capa de plumas de cisne dispuesta sobre la cabeza para esconder la cara.

—Saben adónde vamos —dijo con aprensión.

Snorri se encogió de hombros sin hacer ningún comentario. En una ocasión dirigió la mirada hacia el bosque y no pareció perturbado.

—Falcón se lo cuenta —aseguró Snorri.

Los hombres alzaron las lanzas para honrar su espectro.

—Gothi
Snorri, ¿me permitirás que te haga una pregunta?

El
gothi
asintió. Los demás iban unos pasos más atrás a fin de repartir el peso por si la capa de hielo se volviera más delgada en algún trecho, pero las voces viajaban lejos con la fría quietud del aire. Todos habían guardado silencio, sabiendo hacia dónde se dirigían, y el bosque además les había recordado a Arnkel y su fortaleza.

—¿Qué son los elfos? ¿Por qué persiguen a los hombres? —inquirió Freystein casi en un susurro.

Los otros lanzaron temerosas miradas al bosque, como si desde allí pudieran oír tan irrespetuosas palabras. Todos prestaron oídos, sin embargo. Los ancianos raras veces hablaban de aquello por miedo, de modo que ellos también albergaban los mismos interrogantes. Mientras que las historias de Thor, Odín y Freya se relataban una y otra vez, las preguntas de los niños solo provocaban secas advertencias cuando tenían que ver con aquellos seres que vivían en el límite de la visión, no perceptibles del todo pero siempre presentes.

Snorri siguió callado un momento y Freystein ya estaba por pensar que no le hacía caso. Después el
gothi
Snorri se aclaró la garganta.

—Dicen que el inframundo se desvanece en las tierras cristianas, que los elfos han huido frente al Dios Torturado. Los cristianos tienen sus santos y sus demonios, y puede que sean estos los que los han expulsado.

—Pero ¿qué son? —insistió Freystein—. ¿Por qué nunca los podemos ver bien?

—Son los hijos de nuestro terror, Freystein, como todas las criaturas del inframundo, que nacen de nosotros y viven con nosotros. Y los dioses son los hijos de nuestra admiración. Juntos son el fruto de todo aquello que no podemos explicar con nuestros ojos, oídos y cerebro.

Freystein siguió andando un poco a su lado.

—Tal como lo describes pareciera que no son reales —señaló por fin.

—Ah, sí son reales —contestó el
gothi
Snorri, riendo—. Tan reales como los pensamientos que abrigas en el corazón.

Avanzaban a buen ritmo por la plana superficie helada del fiordo, mucho más deprisa de lo que habrían ido por los traicioneros senderos del interior, aun a caballo. Hacia el extremo sur del fiordo el viento había barrido la nieve, y por un momento, pareció como si tuvieran una extensión de agua ante sí. Freystein los animó a avanzar con un gesto.

—El hielo es grueso. Yo mismo he caminado por aquí esta noche, tal como os he dicho. —Señaló hacia delante, a la punta de tierra donde estaba enterrado Thorolf—. Allí, junto a la base de la pared, en su sombra. Allí es donde Thorleif ha dicho que nos encontraríamos.

Freystein se quitó la capa blanca y la guardó en la bolsa. Todos vestían ropa oscura y cuero, y con el telón de fondo del hielo y la negra agua, resultaban casi invisibles. Nadie los vería desde la orilla hasta que se encontraran muy cerca. Snorri indicó a Freystein que se adelantara un poco para guiarlos y lo siguieron en fila, caminando con celeridad y en silencio. Al poco rato, habían llegado a la pequeña playa contigua a la pared de la punta de tierra y emprendieron la subida por el hielo quebrado para buscar el abrigo de la sombra de la pared.

Thorleif y sus hermanos aguardaban agazapados allí, con las lanzas y escudos en el suelo y los ojos relucientes en la oscuridad.

Habían ido los seis. Formaron un círculo con los nueve hombres de Snorri, colocados frente a frente, hombro con hombro. El
gothi
paseó la vista por las borrosas caras, tratando de discernir su disposición.

—Egil vuelve —lo informó escuetamente Thorleif.

El esclavo llegó a la carrera por la nieve, ocultándose tras las rocas y se detuvo, jadeante, en la densa sombra del muro.

—Han empezado a sacar el heno de los almiares —explicó, con la respiración entrecortada—. Es tal como ha dicho Auln. Dos esclavos y el
gothi
Snorri solamente. No tienen caballos, solo un trineo y los bueyes.

—¿Qué armas llevan? —preguntó Thorleif.

—He visto lanzas, y el
gothi
llevaba un escudo. Tiene la espada, pero no en el cinto. No he oído ningún sonido de metal, así que no debe de llevar esa armadura de acero. En todo caso, no he visto ningún yelmo. —Egil sonrió—. Han venido a trabajar, no a luchar.

—Entonces es buen momento —resolvió Snorri. Cambió una mirada con Thorleif—. Esta noche vamos a ajustar muchas cuentas. Por Falcón y por mi hijo, y por la vergüenza que os ha hecho pasar ese bribón. —Paseó la mirada en círculo—. Sabed que por esto contaréis todos con mi protección, y con mi influencia.

Thorleif y el
gothi
Snorri se dieron un apretón de manos. Luego se irguieron.

—Freystein, Egil, vosotros no vendréis —dijo Thorleif. Después alzó la mano para acallar sus protestas—. Los esclavos y criados quedarán desprotegidos ante las consecuencias de lo que va a ocurrir esta noche. Ni siquiera el
gothi
podrá salvaros, por mucho que diga ahora. Vosotros no tenéis derechos, y la persona a la que vamos a matar es un jefe. Las repercusiones se dejarán sentir incluso para los
bondi.

Les indicó que los siguieran casi hasta el final y se escondieran en las proximidades, para así poder transportar al estuario de Swan a quienes resultaran heridos. Aquella alusión ensombreció la expresión de todos. Después Thorleif se encorvó y dibujó un semicírculo en la nieve con el dedo, y un punto en su foco.

—Nos acercaremos en fila, así, entre ellos y Bolstathr, los hombres del
gothi
Snorri a la derecha del arco y nosotros en este lado. Este punto es Arnkel. Hay que avanzar juntos sin abandonar la hilera.

—¿Y por qué no los rodeamos? —objetó Snorri—. Así sería más seguro, porque no tendrían escapatoria.

—Quiero que los esclavos tengan la posibilidad de huir. No cabe duda de que así lo harán, cuando nos vean llegar a todos con los escudos en alto. Si se ven atrapados, lucharán. Más vale quince contra uno que quince contra tres. Además, en la fila podemos vernos unos a otros constantemente y nadie se perderá con la oscuridad.

—¿Y si huye el
gothi
? —planteó Illugi.

—No creo que quiera escapar —opinó Oreakja en voz baja, atrayendo las miradas sobre la horrenda cicatriz de su cara.

—Yo tampoco lo creo —convino Thorleif—. Arnkel cree que el propio Odín tiene predilección por él. Presentará batalla.

A todos se les desorbitó la mirada al oírlo.

—¿Es verdad eso? —dijo Kjartan.

—Por supuesto que sí —confirmó Thorleif con una amplia sonrisa—. Como también es verdad que Odín suele llamar a sus hijos predilectos a su gran sala cuando aún son jóvenes, para que le hagan compañía. ¿Por qué, si no, nos habría enviado esta oportunidad, con el
gothi
solo, sin armadura y con tiempo para congregarnos? —Thorleif agitó el hacha—. Vamos a cumplir las órdenes de Odín.

Egil los condujo hacia Orlygstead, indicando a los hombres de Snorri los mejores lugares para situarse. Iban al trote, procurando no hacer ruido con los escudos y las armas. Al llegar a la atalaya del carnero, se echaron al suelo y asomaron solo la cabeza para espiar.

El
gothi
y los esclavos deshacían los almiares, depositando los haces de heno en el suelo. La pila que había en la nieve era casi suficiente para llenar el trineo.

—Esperemos hasta que bajen y empiecen a cargar el trineo —susurró Thorleif.

Solo fue cuestión de un momento. Cuando los tres hombres bajaron de los almiares y se encaminaron a la pila de heno, Thorleif efectuó un gesto y los demás comenzaron a avanzar en hilera. Los de los extremos caminaban más deprisa a fin de trazar un arco en torno al campo de Orlygstead. Hollaban la nieve con firmes pasos, sin reparar en el ruido, olvidando ya el sigilo pese a que nadie los interpeló. Cada cual sabía el combate que iban a librar y lo vivía de antemano. Habían cruzado la mitad del campo antes de que uno de los esclavos se irguiera y escrutara la oscuridad.

Retrocedió a trompicones, gritando, señalando hacia ellos con el brazo extendido.

Así comenzó.

Sintiendo la cálida envoltura del sudor del trabajo en el cuerpo, Arnkel se hizo el propósito de salir a trabajar de noche en adelante, cuando la luna llena estaba en su punto álgido. La luz era buena para la mayoría de labores que había que realizar a la intemperie, y cuando el sol brillaba tan poco, había que aprovechar bien las horas del día.

Irritado por el grito del esclavo se volvió para increparlo, pues no quería que se enteraran de su presencia los del estuario de Swan. Todavía le quedaba una buena hora para terminar el trabajo.

La sangre se le heló en las venas cuando vio la hilera de redondos escudos que se aproximaba a él. Giró hacia un lado y hacia otro y en ambos vio escudos que convergían, a menos de treinta pasos. Su lanza y escudo se habían quedado a la derecha, junto al establo, al igual que la espada. Dim y Olaf dieron unos pasos atrás, aterrorizados.

—¡Eh, vosotros, manteneos firmes, maldita sea! ¡Coged las lanzas!

En sus caras advirtió que era inútil. No habría forma de hacerlos razonar. Dim se volvió para emprender la huida.

—¡Olaf! —gritó Arnkel—. ¡Ve corriendo a Bolstathr! ¡Despierta a todos!

El esclavo desapareció enseguida por la oscura esquina de la casa.

Lo invadió un repentino sentimiento de rabia, contra sí por su imprudencia y contra aquellos asesinos surgidos de las tinieblas. Durante un breve instante dirigió la mirada tras él, por donde habían huido los esclavos. Después se inclinó y con un gran esfuerzo hizo volcar el pesado trineo, derramando el heno en abultada avalancha. Asustados por el intempestivo tirón en los arreos, los bueyes se alborotaron, lanzando mugidos. Con un par de puntapiés rompió el patín del trineo, una ancha viga cuadrada de buen roble compuesta por dos piezas ensambladas que juntas medían casi el doble que él, acabada en curva. Tomándola de una punta bajo el brazo, se volvió para encararse a los recién llegados.

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