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Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Takhisis (20 page)

BOOK: Los Caballeros de Takhisis
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—Revive la batalla —observó Steel. Viendo que el mago se había calmado, el caballero retiró la mano y volvió el rostro al viento.

La hembra de dragón dejó claro lo que pensaba de este último comentario con un resoplido desdeñoso y una sacudida de su escamosa cabeza azul.

—Fue una derrota absoluta. No la enaltezcas llamando «batalla» a una simple reyerta.

—Los solámnicos combatieron valerosamente —replicó Steel—. Se mantuvieron en sus puestos. No huyeron ni se deshonraron rindiéndose.

Llamarada sacudió la erizada cresta, pero no hizo ningún comentario, y Steel fue lo bastante prudente para no insistir con el tema. La hembra de dragón había luchado en la Guerra de los Dragones, veintiséis años atrás. En aquellos tiempos, los soldados de la Reina Oscura jamás pasaban por alto la oportunidad de ridiculizar o menospreciar a sus enemigos. Cualquier Señor del Dragón que se hubiera atrevido a ensalzar a los Caballeros de Solamnia, como acababa de hacer Steel, habría sido despojado de su rango y, posiblemente, se le habría arrebatado la vida. Llamarada, al igual que la mayoría de los otros dragones leales a Takhisis, estaba teniendo dificultad en acostumbrarse al nuevo estilo de pensar. Un soldado debía respetar a su enemigo; en eso estaba de acuerdo con lord Ariakan. Pero alabarlos excedía un poco el límite, a su forma de entender.

Steel se inclinó hacia adelante para palmear el cuello del reptil, gesto con el que manifestaba que respetaba su punto de vista y que no haría más comentarios al respecto.

Llamarada, que estaba bastante encariñada con su amo —de hecho lo adoraba—, demostró su afecto cambiando de tema. Sin embargo, como se notó por el argumento que eligió, los dragones azules no eran aclamados por su tacto.

—Supongo que no habrás sabido nada de Sara, ¿verdad? —preguntó.

—No. —La voz de Steel era fría y dura, manteniendo a raya los sentimientos—. Y sabes que no debes mencionar su nombre.

—Estamos solos. ¿Quién iba a oírnos? Quizá nos enteremos de algo durante nuestra visita a Solace.

—No quiero saber nada de ella —replicó Steel, todavía con el mismo tono cortante.

—Supongo que tienes razón. Si por casualidad descubriéramos dónde se esconde, tendríamos que capturarla y llevarla de vuelta. Lord Ariakan puede alabar cuanto quiera a sus enemigos, pero no le gustan los traidores.

—¡No es una traidora! —replicó el caballero, su frialdad derritiéndose con el estallido de su genio vivo—. Podría habernos traicionado infinidad de veces, pero permaneció leal...

—A
ti -
-dijo Llamarada.

—Me crió cuando mi propia madre me abandonó. Por supuesto que me quería. Lo contrario no habría sido natural.

—Y tú la querías a ella. Lo digo sin intención de menospreciar a nadie —añadió Llamarada al sentir que Steel se ponía rígido sobre la silla de montar—. También yo quería a Sara, hasta donde un dragón es capaz de querer a un mortal. Nos trataba como seres inteligentes. Nos consultaba, pedía nuestra opinión, escuchaba nuestros consejos.
Casi
siempre. La única vez que podría haberla ayudado, no acudió a pedirme ayuda. —Llamarada suspiró—. Qué lástima que nunca supiera entender nuestra causa. Podría haber recibido la Visión. Que conste que lo sugerí, pero, por supuesto, lord Ariakan no me hizo caso alguno.

—Por lo que sé, no estoy seguro de que mi propia madre hubiera llegado a entender nuestra causa —dijo Steel cáusticamente.

—¿La Señora del Dragón Kitiara? —Llamarada rió bajito, divertida por la idea—. Sí, era de las que marcaba su propio camino, y Takhisis arrolla a cualquiera que se ponga en el suyo. ¡Pero qué gran guerrera! Intrépida, audaz, diestra. Yo estaba entre los que combatieron con ella en la Torre del Sumo Sacerdote.

—No es precisamente una batalla que diga mucho en su favor —comentó el caballero con tono seco.

—Cierto, fue derrotada, pero se levantó de sus cenizas para acabar con lord Ariakas y obtener la Corona del Poder para sí misma.

—Lo que desembocó en nuestra derrota final. «El Mal se vuelve contra sí mismo.» Un credo de envidia y traición que significa destrucción. Nunca más. Somos aliados, hermanos en la Visión, y sacrificaremos cualquier cosa a fin de que se cumpla.

—Nunca has revelado
tu
parte de la Visión, Steel Brightblade —observó Llamarada.

—Me está prohibido hacerlo. Puesto que no acababa de comprenderla del todo, se la relaté a lord Ariakan. Tampoco él la comprendió y dijo que sería mejor que no lo contara ni lo discutiera con otros.

—¡Pero yo no soy «otros»! —se encrespó la hembra de dragón, indignada.

—Lo sé —contestó Steel, suavizando el tono y dando palmaditas en el cuello del reptil otra vez—. Pero mi señor me ha prohibido que hable de ello con nadie. Veo luces. Debemos de estar acercándonos.

—Las luces que ves son de la ciudad de Sanction. Sólo tenemos que cruzar el Nuevo Mar y estaremos en Abanasinia, muy cerca de Solace. —Llamarada escudriñó el cielo y tanteó el viento, que parecía estar disminuyendo—. Falta poco para el amanecer. Os dejaré a ti y al mago en tierra, a las afueras del pueblo.

—¿Dónde te esconderás durante el día? No quiero que seas vista.

—Me refugiaré en Xak Tsaroth. La ciudad sigue abandonada, incluso después de todos estos años. La gente cree que está embrujada, que la frecuentan los fantasmas. Pero no son fantasmas, sino goblins. Me desayunaré unos cuantos antes de dormirme. ¿Regreso por ti a la caída de la noche o espero hasta que me llames?

—Espera mi llamada. Todavía no estoy seguro de cuáles serán mis planes.

Los dos hablaban despreocupadamente, sin mencionar el hecho de que estaban muy dentro de territorio enemigo, que sus vidas corrían peligro en todo momento, y que no podían contar con que nadie los ayudara. Ciertos caballeros de la Orden de Takhisis vivían en el continente de Ansalon, espiando, infiltrándose, reclutando a otros para la causa. Pero, aun en el caso de que Steel conociera a estos caballeros, no podría servirse de ellos, no podría hacer nada que hiciera peligrar el artificio tras el que se enmascaraban. Tenían una misión que cumplir, de acuerdo con la Visión, y él tenía la suya propia.

Salvo que no tenía muy claro cuál era esa misión.

Llamarada dejó atrás tierra firme y sobrevoló el Nuevo Mar. La luna roja no se había puesto todavía, pero la luz grisácea del alba amortiguaba el lustre de Lunitari. La luna se metió tras el horizonte del mar rápidamente, casi como si fuera un alivio para ella cerrar su ojo rojo al mundo.

Palin gimió en sueños y pronunció el nombre de uno de sus hermanos muertos:

—Sturm...

El nombre sonó espeluznante en los retazos de la Visión evocada. Sturm había sido el nombre del hermano del mago, pero se le había puesto tal nombre en memoria del padre de Steel.

—Sturm... —repitió Palin.

Steel se giró en la silla.

—¡Despierta! —ordenó bruscamente, con irritación—. Casi has llegado a casa.

* * *

Ni Steel ni Palin lo sabían, pero el dragón los dejó casi en el mismo sitio que en otro momento fue el punto de encuentro de dos amigos, muchos años antes.

Los tiempos no eran entonces muy distintos de los de ahora. Era otoño, en lugar de verano, pero puede que ésa fuera la única diferencia. Había sido una época de paz, como lo era la de ahora. Muchos decían entonces, como lo decían ahora, que esa paz perduraría para siempre.

Palin Majere se dejó caer en la misma piedra en la que Flint Fireforge había descansado antaño. Steel Brightblade dio unos pasos por el camino que en otro tiempo recorrió Tanis el Semielfo. Palin bajó la vista hacia el valle. Normalmente, los altos vallenwoods ocultaban casi toda señal del pueblo encaramado en sus ramas. Pero el espeso follaje verde tenía ahora un polvoriento tono marrón; muchas de las hojas habían muerto y estaban caídas. Las casas resultaban visibles, como desnudas, desiertas y vulnerables.

Aunque era temprano y los habitantes de Solace estaban despertando e iniciando la jornada, ningún humo de lumbre o forja se elevaba en el valle. Era peligroso encender fuego de cualquier tipo; la semana pasada un vallenwood, seco como yesca, había estallado en llamas y había destruido varias casas. Afortunadamente, no se habían perdido vidas; los que estaban en las viviendas habían conseguido saltar y ponerse a salvo. Pero, desde entonces, la gente había sido reacia a prender fuego para nada.

La posada El Último Hogar era el edificio más grande de Solace y el primero que vieron los dos. Palin miró fijamente su hogar, ansiando correr hacia él y, al mismo tiempo, alejarse de él a todo correr. Steel había descargado del lomo de la hembra de dragón los cadáveres de los hermanos de Palin, y ahora yacían, amortajados en lienzos de lino, sobre una burda narria improvisada por el guerrero con ramas de árbol; Steel estaba acabando de atar las últimas ramas. Cuando terminara, empezarían la caminata colina abajo.

—Listo —dijo Steel. Dio un tirón a la narria, que saltó por encima de una piedra y después se deslizó por el camino, levantando una nube de polvo a su paso.

Palin no la miró. La oyó arañar la tierra conforme avanzaba, pensó en la carga que llevaba y apretó los puños para soportar el dolor desgarrador.

—¿Estás en condiciones de caminar? —preguntó Steel, y, aunque la voz del caballero era severa y dura, tenía un tono respetuoso y no había en ella burla por el pesar de Palin.

El joven mago agradecía esto último, pero ello no era óbice para que se sintiera humillado de que le hiciera tal pregunta. Sturm y Tanin habrían querido que se mostrara fuerte, no débil, ante el enemigo.

—Estoy bien —mintió—. El sueño me ha venido bien, así como el emplasto que me pusiste en la herida. ¿Nos ponemos en marcha?

Se incorporó y, apoyándose en el Bastón de Mago, echó a andar colina abajo. Steel lo siguió, arrastrando la narria detrás de él. Palin echó una fugaz ojeada hacia atrás, vio dar un brinco a los cuerpos, oyó el traqueteo de armaduras conforme la narria avanzaba a saltos sobre el irregular camino de tierra. Tropezó y perdió el equilibrio.

Steel lo agarró para evitar que cayera.

—Hay que mirar hacia adelante, no hacia atrás —manifestó el caballero—. Lo hecho, hecho está. No puedes cambiarlo.

—¡Hablas como si hubiera volcado un cuenco de leche! —replicó Palin iracundo—. ¡Éstos son mis hermanos! Saber que no volveré a hablar con ellos, que nunca los oiré reír otra vez ni... ni... —Tuvo que callar para tragarse las lágrimas—. Supongo que jamás has perdido a alguien a quien querías. A vosotros no os importa nada ni nadie... ¡salvo matar brutalmente!

Steel no hizo ningún comentario, pero su semblante se ensombreció con la alusión de perder a alguien querido. Siguió caminando, tirando de la pesada narria con facilidad. Sus ojos, velados bajo las oscuras cejas fruncidas, se movían sin cesar, no al azar, sino tomando nota del entorno. Observaba atentamente la fronda y la espesa maleza.

—¿Ocurre algo? —Palin echó un vistazo a su alrededor.

—Este sería un sitio excelente para una emboscada —apuntó Steel.

—De hecho, lo fue. —El semblante macilento del mago se relajó levemente—. Justo ahí delante, un goblin llamado Fewmaster Toede dio el alto a Tanis el Semielfo, a Flint Fireforge y a Tasslehoff Burrfoot, y les preguntó sobre un bastón azul. Ese suceso cambió sus vidas.

Guardó silencio, pensando en los espantosos sucesos que habían cambiado la suya y habían acabado con las de sus hermanos. La voz de Steel no interrumpió los pensamientos de Palin, sino que siguió la misma línea:

—¿Crees en el destino, mago? —preguntó de repente, con la mirada prendida en el camino de tierra abrasada—. En ese momento, aquella emboscada, cambió la vida del semielfo, o eso es lo que afirmas. Ello implica que su vida habría sido diferente de no haber tenido lugar tal hecho. Pero ¿y si pasó porque así estaba dispuesto y no había modo de eludirlo? Quizás el destino le había tendido una emboscada, lo estaba esperando, tan seguro como lo estaba esperando el goblin. ¿Y si...? —La sombría mirada de Steel se volvió hacia Palin—. ¿Y si tus hermanos nacieron para morir en aquella playa?

La pregunta fue como un puñetazo en la boca del estómago. Por un instante, Palin fue incapaz de respirar. El propio mundo pareció tambalearse; todo cuanto le habían enseñado pareció escapársele entre los dedos como arena. ¿Había un destino inexorable agazapado detrás de algún arbusto en alguna parte, esperándolo? ¿Acaso sólo era un insecto atrapado en las redes del tiempo, debatiéndose y retorciéndose en un fútil intento de escapar?

—¡No lo creo! —Inhaló hondo y se sintió mejor. Su mente se aclaró—. Los dioses nos dan libertad para elegir. Mis hermanos eligieron hacerse caballeros. No tenían que hacerlo. De hecho, puesto que no eran solámnicos ni tenían antepasados que hubieran pertenecido a la caballería, no les resultó fácil conseguirlo...

—En tal caso, también eligieron morir, ¿no? —argumentó Steel, cuya mirada fue hacia los cadáveres—. Podrían haber huido, pero no lo hicieron.

—No, no lo hicieron —repitió Palin suavemente.

Asombrado por la cuestión planteada por el caballero, preguntándose qué había tras ella, Palin observó fijamente a Steel, y el joven mago vio, por un breve instante, retirarse la férrea máscara de dura y fría resolución, y bajo ella pudo contemplar el rostro humano. En él se reflejaba la duda, la búsqueda, el sufrimiento.

Estaba pidiendo algo, pero ¿qué? ¿Consuelo? ¿Comprensión? Palin olvido su propia aflicción; se disponía a tender la mano y ofrecer el apoyo que pudiera, por poco que fuera, cuando en ese momento Steel se volvió y vio que Palin lo estaba observando. La máscara de hierro reapareció de inmediato.

—Entonces, eligieron bien. Murieron con honor.

También reaparecieron la amargura y la ira de Palin.

—Pues hicieron una mala elección.
Yo
hice una mala elección. ¿Qué hay de honorable en eso? —Señalo los cadáveres tendidos sobre la burda narria—. ¿Qué hay de honorable en tener que decir a mi madre...? ¿En tener que...?

Girando sobre sus talones, Palin se alejó del punto donde Tanis había oído hablar del bastón azul por primera vez, y siguió caminando sendero abajo.

A su espalda oyó la voz de Steel con un tono reflexivo, pensativo:

—De todas formas, sigue siendo un sitio estupendo para una emboscada.

Y a continuación sonó el ruido de la narria, brincando y arrastrándose sobre la tierra del camino.

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