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Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Takhisis (19 page)

—Gil está bien, o ésas son las noticias que tengo. Tengo prohibido, bajo pena de muerte, verlo, ya lo sabes.

Caramon asintió con un cabeceo, su ancho rostro suavizado por la compasión.

—Laurana sigue intentando entrar en Qualinesti. Lleva meses negociando con ellos. En su última carta dice que cree que empiezan a ceder. Gil tiene algo que ver en ello. Es más fuerte de lo que pensaban. Pero —Tanis sacudió la cabeza— lo echo de menos, Caramon. No puedes imaginar...

Caramon, que echaba de menos a sus propios hijos, podía imaginarlo muy bien, pero sabía a lo que se refería Tanis. Había una diferencia. El muchacho de Tanis era virtualmente un prisionero de su propio pueblo, mientras que cualquier día de éstos, muy pronto, sus chicos regresarían a casa.

Los dos seguían hablando de cosas del pasado y del presente cuando fueron interrumpidos por una suave llamada a la puerta. Caramon se incorporó de un brinco, sobresaltado.

—¿Quién infiernos será? ¡A esta hora de la noche! No oí que nadie subiera la escalera...

—Te resultaría difícil —dijo Tanis mientras se ponía de pie—. Debe de ser la escolta de Porthios, y estos soldados son silenciosos incluso para ser elfos. La luz de la luna reflejándose en la hierba hace más ruido que ellos.

Llegó a la puerta y agarró el picaporte. Consciente de la advertencia que le había hecho a Caramon acerca de los asesinos, Tanis emitió un suave silbido.

Le contestaron con otro de tono más agudo. La llamada a la puerta se repitió.

Tanis abrió.

Un guerrero elfo se deslizó dentro. Echó una rápida ojeada alrededor de la sala y después asintió con gesto satisfecho. Concluida la inspección, dirigió la mirada hacia Tanis.

—¿Todo en orden?

—Todo en orden. Te presento a vuestro anfitrión, Caramon Majere. Caramon, te presento a Samar, de la Protectoría.

Samar contempló a Caramon con una fría mirada evaluativa. Reparando en el estómago dilatado y el rostro jovial, el elfo no pareció muy impresionado.

Los que conocían a Caramon por primera vez confundían su afable sonrisa y su cachaza como indicativos de simpleza. No era éste el caso, como sus amigos acababan descubriendo. El hombretón nunca llegaba a una respuesta hasta haber dado vueltas a la pregunta, estudiándola y examinándola desde todos los ángulos. Cuando acababa, a menudo sacaba conclusiones astutas en extremo.

Sin embargo, Caramon no era alguien a quien pudiera intimidar un elfo. El hombretón le devolvió la mirada, en una actitud firme, de seguridad en sí mismo. Después de todo, ésta era su posada.

El frío rostro de Samar se relajó con una media sonrisa.

—Caramon Majere, un Héroe de la Lanza. «Un hombretón, pero con un corazón más grande que su cuerpo», es lo que dice mi soberana. Te saludo en nombre de Su Majestad.

Caramon parpadeó, algo desconcertado. Hizo una leve inclinación de cabeza al elfo, con torpeza.

—Claro, Samar. Encantado de serle útil a Alhana, quiero decir... a Su... eh... Majestad. Vuelve y dile que todo está dispuesto y que no tiene por qué preocuparse. Pero ¿dónde está Porthios? Creí que...

Tanis le dio un pisotón.

—No menciones a Porthios ante Samar. Te lo explicaré después —susurró. En voz más alta, se apresuró a cambiar de tema—: Porthios vendrá enseguida, con otra escolta. Llegáis pronto, Samar. No os esperaba hasta...

—Su Majestad no se encuentra bien —lo interrumpió Samar—. De hecho, con vuestro permiso, caballeros, he de regresar con ella. ¿Está preparado su cuarto?

Tika bajaba presurosa la escalera en ese momento, el semblante crispado por la ansiedad.

—¡Caramon! ¿Qué ocurre? He oído voces, y... ¡Oh! —Acababa de ver a Samar—. ¿Cómo está usted?

—Mi esposa, Tika —la presentó Caramon enorgullecido. Después de veintitantos años de matrimonio, todavía la consideraba como la mujer más hermosa del mundo, y a sí mismo un hombre afortunado.

—Señora. —Samar hizo una cortés, aunque apresurada, reverencia—. Y ahora, si me disculpáis, mi soberana no se encuentra bien...

—¿Han empezado ya las contracciones del parto? —preguntó Tika mientras se enjugaba la cara con el delantal.

Samar se sonrojó. Entre los elfos, este tipo de cosas no se consideraban temas adecuados para una conversación entre hombres y mujeres.

—No sabría deciros, señora...

—¿Ha roto aguas? —siguió preguntando Tika.

—¡Señora! —El rostro de Samar se había puesto rojo como la grana. Era obvio que estaba escandalizado, e incluso Caramon se había sonrojado.

—Tika —Tanis carraspeó—, no creo que...

—¡Hombres! —resopló la posadera. Cogió la capa de una percha que había junto a la puerta—. ¿Y cómo planeabas subirla por la escalera? ¿Acaso puede volar? ¿O esperabas que la subiera caminando en su condición, con el bebé a punto de llegar?

El guerrero echó un vistazo a los numerosos peldaños que conducían a la posada desde el suelo. Obviamente, la idea no se le había pasado por la cabeza.

—Eh... no sabría deciros...

Tika lo apartó de un empujón y pasó ante él, camino de la puerta, dando instrucciones mientras se marchaba:

—Tanis, enciende la lumbre del fogón y pon la tetera a hervir. Caramon, ve corriendo y trae a Dezra. Es nuestra partera —le explicó a Samar, al que agarró por una manga mientras pasaba a su lado y lo arrastró tras de sí—. Le advertí que estuviera preparada para esta posibilidad. Vamos, Samovar o como quiera que te llames. Llévame junto a Alhana.

—¡Señora, no podéis! —Samar se liberó de un tirón—. Eso es imposible. Mis órdenes son...

Tika clavó sus verdes ojos en él, las mandíbulas encajadas en un gesto firme. Caramon y Tanis intercambiaron una mirada. Ambos conocían esa expresión.

—Eh, si me disculpas, querida. —Caramon pasó entre los dos y salió por la puerta, dirigiéndose a la escalera.

Tanis, esbozando una sonrisa que ocultaba su barba, se marchó rápidamente, retirándose a la cocina.

—Si no me llevas con ella, saldré ahí fuera, me plantaré en medio de la plaza del mercado, y empezare a chillar a pleno pulmón.

Samar era un guerrero valiente. Había combatido contra todo, desde ogros hasta draconianos. Tika Waylan Majere lo desarmo, lo derrotó en una única escaramuza.

—¡No, señora! —suplicó—. ¡Por favor! Nadie debe saber que estamos aquí. Os llevaré con mi reina.

—Gracias, señor. —Tika era generosa en la victoria— ¡Y ahora, muévete de una vez!

13

Vuelo de dragón.

El consejo del dragón.

Captor y cautivo

La hembra de dragón azul y los que montaban en ella partieron de Valkinord después de ponerse el sol, y volaron sobre Ansalon en la oscuridad, en silencio.

El cielo nocturno estaba despejado y aquí arriba, por encima de los jirones de nubes, hacía un fresco que no se notaba en ninguna otra parte de Ansalon. Steel se quitó el yelmo, que tenía la forma de una calavera, y sacudió el largo y negro cabello, dejando que el viento que levantaban las alas del dragón secara el sudor de su cabeza y su nuca. Se había despojado de la mayor parte de la pesada armadura que llevaba en batalla, dejando únicamente el peto debajo de una capa de viaje de color azul oscuro, brazales de cuero, y espinilleras por encima de las botas altas de cuero. Iba fuertemente armado, ya que se aventuraba en territorio enemigo. Un arco largo, una aljaba llena de flechas, y un venablo iban sujetos a la silla del dragón. Sobre su persona llevaba una espada, la de su padre, la antigua espada de un Caballero de Solamnia que en un tiempo perteneció a Sturm Brightblade.

La mano de Steel descansaba sobre la empuñadura, un gesto que había cogido por costumbre. Escudriñó atentamente hacia abajo a través de la oscuridad, procurando ver algo aparte de negrura; las luces de un pueblo, quizás, o la rojiza luz de luna reflejada en un lago. No vio nada.

—¿Dónde estamos, Llamarada? —inquirió bruscamente—. No he visto señales de vida desde que dejamos la costa.

—No imaginé que querrías verlas —replicó la hembra de dragón—. Cualquier ser vivo que encontremos aquí será hostil con nosotros.

Steel desestimó el comentario encogiéndose de hombros, como dando a entender que podían cuidar de sí mismos. Trevalin había hablado de «inmenso peligro», ya que viajaban sobre territorio enemigo, pero, en realidad, era mínimo. La mayor amenaza para ellos eran los otros dragones, los plateados y los dorados. Los pocos que se habían quedado en Ansalon cuando sus hermanos regresaron a las islas de los Dragones estaban, según los informes, concentrados en el norte, alrededor de Solamnia.

Pocos en esta parte de Ansalon se arriesgarían a entrar en combate con un caballero negro y un dragón azul. Llamarada, aunque pequeña para los de su raza, ya que medía sólo unos once metros de longitud, era joven, feroz y tenaz en la batalla. La mayoría de los dragones azules eran excelentes hechiceros; Llamarada era la excepción. Era demasiado impetuosa, carecía de la paciencia necesaria para lanzar conjuros. Prefería luchar con colmillos, garras y su devastador aliento de ardientes rayos, con los que podía hacer pedazos las paredes de un castillo y prender fuego a un bosque. Llamarada no tenía muy buena opinión de los magos y no le había hecho gracia la perspectiva de tener que transportar a uno de ellos. Había hecho falta un montón de súplicas y zalamerías por parte de Steel, así como el cuarto trasero de un ciervo, para por fin persuadirla de que permitiera que Palin montara en su espalda.

—Sin embargo, no lo hará, ¿sabes? —había comentado Llamarada con una sonrisa de satisfacción mientras devoraba el tentempié—. Me echará un ojeada y se asustará de tal modo que se ensuciará su bonita túnica blanca.

Steel había temido que ocurriera esto. El guerrero más valeroso del mundo podía perder la presencia de ánimo por lo que se conocía como «miedo al dragón», el terror y el sobrecogimiento que estos enormes reptiles inspiraban a sus enemigos. En efecto, Palin se puso lívido al ver a la hembra de dragón, con sus rutilantes escamas azules, sus llameantes ojos y las hileras de afilados dientes, que en ese momento chorreaban sangre del reciente refrigerio.

Al principio, Steel pensó que habría de renunciar a llevar consigo al joven o que tendrían que buscar otro medio de transporte más lento. Pero la imagen de los cuerpos de sus hermanos, envueltos y atados a la parte trasera de la silla de montar, había prestado coraje al mago. Palin había apretado los dientes, había caminado con resolución hacia el flanco del dragón, y, con ayuda de Steel, había montado.

El caballero había sentido temblar al joven mago, pero Palin se guardó de gritar o pronunciar una sola palabra. Se mantuvo erguido, con dignidad; una demostración de coraje cuyo mérito Steel no pudo menos de reconocer.

—Sé dónde estamos, en caso de que creas que me he perdido —añadió Llamarada suavemente—. Sara y yo recorríamos esta ruta... aquella noche, en que se encontró con Caramon Majere y te traicionó.

Steel sabía a qué noche se refería la hembra de dragón, y mantuvo un hosco mutismo.

Sara había volado hasta Solace una noche, buscando a Caramon para pedirle ayuda. Steel iba a llevar a cabo la Prueba de Takhisis a fin de ser nombrado Caballero del Lirio. Después de explicar a Caramon las circunstancias del nacimiento de Steel, le pidió que la ayudara a llevar al joven hasta la tumba de su padre, en la Torre del Sumo Sacerdote, confiando en que al verla y comprender lo que había representado Sturm, cambiara de parecer.

Caramon accedió, pero con la condición de que los acompañara Tanis, ya que no estaba muy convencido de que el padre de Steel fuera Sturm, y no el semielfo. Los tres, volando a lomos de Llamarada, habían entrado en el alcázar de las Tormentas, y sacaron a Steel dormido bajo los efectos de un narcótico. Por el aspecto del joven, tanto Tanis como Caramon comprendieron que no era hijo del semielfo. La primera reacción del joven al despertar fue violenta, pero una vez que Tanis y Caramon le explicaron sus motivos y se comprometieron a defenderlo con sus vidas, Steel accedió a viajar a la Torre del Sumo Sacerdote.

Entraron en ella sin dificultad pues, por voluntad de Paladine, tomaron a Steel por uno de sus caballeros, a pesar de su armadura negra. Dentro ya de la tumba, donde descansaba el cuerpo incorrupto de Sturm Brightblade, ocurrió algo extraño. Surgió una luz cegadora y, cuando se apagó, Steel tenía la espada de su padre y la Joya Estrella. También acabó entonces la ilusión que ocultaba el verdadero aspecto de Steel, y los caballeros de la torre se lanzaron contra él. Sólo gracias a la ayuda de Caramon y Tanis, el joven logró escapar con vida.

Ahora, sentado detrás de él —el caballero había cambiado la silla individual por otra en la que cabían dos personas—, Palin rebulló y masculló palabras incoherentes. Ni siquiera el miedo al dragón había podido competir con el agotamiento. El mago se había sumido en un sueño que no parecía proporcionarle mucho descanso, ya que dio un respingo, lanzó un grito agudo y penetrante, y empezó a agitarse.

—Haz que se calle —advirtió Llamarada—. Puede que no veas señales de vida en el suelo bajo nosotros, pero la hay. Estamos volando sobre las montañas Khalkist, y en ellas habitan Enanos de las Colinas. Sus exploradores están alerta y son astutos. En contraste con el cielo estrellado somos una silueta negra. Nos identificarían con facilidad y harían correr la voz.

—De poco les iba a servir ni a ellos ni a cualquier otro —comentó Steel, pero conocía lo bastante bien a su montura como para no provocar su enfado, así que se giró sobre la silla y puso una mano firme y persuasoria sobre el brazo del mago.

Palin calló al notar el contacto. Suspiró hondo y rebulló hasta encontrar una postura más cómoda. La silla de dos plazas había sido diseñada para transportar dos caballeros a la batalla, uno blandiendo las armas y el otro lanzando conjuros, ya fueran mágicos o clericales, útiles para contrarrestar los ataques mágicos del enemigo. La silla estaba fabricada con madera ligera que iba forrada con cuero y estaba equipada con bolsillos y arneses pensados para guardar y sujetar no sólo armas, sino componentes de hechizos y artilugios mágicos. Los jinetes iban separados por una especie de moldura hueca, forrada con cuero acolchado; dentro había un cajón, concebido para guardar rollos de pergaminos, provisiones u otros objetos. Palin tenía apoyada la cabeza en esta moldura, con la mejilla manchada de sangre recostada sobre un brazo. La otra mano, aun estando dormido, mantenía aferrado el Bastón de Mago, que, siguiendo sus instrucciones, había sido atado a la silla de montar, junto a él.

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