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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (27 page)

Contraje durante aquellos días, de isla en isla y de volcán en volcán, una deuda de gratitud con Juan Bautista Duizeide. Y dedicar unas pocas líneas a la presentación de esta antología, Cuentos de navegantes, es una forma de poner, al menos en parte, las cosas en su sitio. Para ser del todo consecuente, la lectura de las páginas de pruebas, que me envió a España su editor y el mío en la Argentina, mi amigo Fernando Esteves, también la hice a bordo; esta vez no entre singladura y singladura italiana, sino fondeado durante la pasada Semana Santa en Ibiza, islas Baleares, al socaire de un temporal de Levante que hacía imposible asomar la proa fuera de la cala donde había echado dos anclas engalgadas, sintiéndome muy aliviado de poder hacerlo, en seis metros de sonda con cincuenta y cinco de cadena —que era, en realidad, cuanta cadena llevaba a bordo—. Tuve así tiempo, durante aquellos tres días sin otra ocupación que vigilar no garrease el fondeo, de leer despacio cuanto en este volumen, ahora en manos del lector y ya editado como Dios manda, viene a continuación. Y tal vez sea que me ciega la pasión, o la afición, o como diablos se considere el asunto náutico; pero lo cierto es que permanecí atornillado —trincado, diría un marino— a sus páginas, entre otras cosas porque más de la mitad de estas historias breves, incluso los dos tercios, si ceñimos mucho el viento, me eran completamente desconocidas. Así que las cosas se han complicado por mi parte con el antólogo responsable del asunto: ocuparme de leer y prologar modestamente esos relatos no sólo no equilibra mi deuda con él, sino que la incrementa. El trabajo de rastreo y selección resulta oportuno e impecable, y su resultado es de una belleza que sabrán apreciar tanto los lectores aficionados al mar como los que se conforman —cada cual tiene sus gustos, y en materia de gustos no me meto— con mantener asentados los pies en una tierra firme que, lamento ser aguafiestas, no es en realidad tan firme como parece. Me encanta, por cierto, el detalle de registrar casi notarialmente, negro sobre blanco, que los escritores anglosajones no tienen, pese a la tradición y a una fama por otra parte merecidísima, el monopolio de la buena literatura escrita sobre el mar. Los textos de Maupassant, de Schwob o del entrañable Pierre Mac Orlan demuestran que también en otras lenguas hubo y hay mucho que decir al respecto. En cuanto al idioma extraordinario, bellísimo, que hablan cuatrocientos cincuenta millones de personas en España y América, también se encuentra aquí dignamente representado: Arlt, Borges, Mutis, Coloane, García Márquez, Quiroga y otros. Que se dice pronto. No están todos los autores ni todos los relatos navales que merecen estar, por supuesto; pero ésta es sólo una antología —decir limitada sería una redundancia—, y a ese efecto resulta objetivo cumplido y más que suficiente. O a mí me lo parece.

Por todo eso, envidio la oportunidad que se ofrece al lector de este volumen de enfrentarse por primera vez, si es que las desconoce, a las historias que le aguardan amarradas, fondeadas, navegando, al garete o en las profundidades del mar, en cada una de estas líneas y en cada una de estas páginas: el enamorado que se embarca para olvidar, el thriller náutico, la capitana pirata, la Tierra del Fuego, la Patagonia chilena, el ansia de partir, el naufragio, el Río de la Plata, el mercante desaparecido, el buque fantasma, la lucha con el mar, la víspera del día D, el encuentro inquietante, el submarino, el puerto, la dama misteriosa, el gaviero, el diálogo filosóficohumorístico entre el capitán y el oficial de un buque a punto de hundirse… Mar y marinos, peripecias, aventuras, reflexiones, vida y muerte en los escenarios sobre los que el hombre navega y escribe desde que existe su memoria. Una forma estupenda de adentrarse en la vasta, inmensa geografía de la literatura naval. Así que, si aceptan un humilde consejo, busquen el lugar adecuado: un sillón cómodo, un hueco en la arena de la playa, un banco frente al mar, la cubierta de un barco, un puerto, la orilla de un río, el lugar del autobús donde, inclinados sobre las páginas de un libro, nadie puede arrebatarnos los sueños. Suban a bordo, lean y naveguen, si gustan. Como decían los viejos corsarios, les deseo buen viento y buena caza.

Un gudari de Cartagena

Colecciono combates navales desde niño, cuando mi abuelo y mi padre me contaban Salamina, Actium, Lepanto o Trafalgar, veía en el cine películas como Duelo en el Atlántico, Bajo diez banderas, Hundid el Bismarck, La batalla del Río de la Plata o El zorro de los océanos -John Wayne haciendo de marino alemán, nada menos-, o leía sobre el último zafarrancho del corsario Emden con el crucero Sidneyfrente a las islas Cocos. Dos episodios de la Guerra Civil española se contaron siempre entre mis favoritos: el hundimiento del Baleares y el combate del cabo Machichaco. Los conozco de memoria, como tantos otros. Cada maniobra y cada cañonazo. A veces, en torno a una mesa de Casa Lucio, cambio cromos con Javier Marías o Agustín Díaz Yanes, a quienes también les va la marcha aunque sean más de tierra firme: Balaclava, Rorke's Drift, Stalingrado, Montecassino. Sitios así.

La del cabo Machichaco es mi historia naval española favorita del siglo XX. Sé que lo de historia española incomodará a alguno, pues se trata del más gallardo hecho de armas de la marina de guerra auxiliar vasca durante la Guerra Civil; pero luego matizo la cosa. Un episodio, éste, heroico y estremecedor, que tuvo lugar el 5 de marzo de 1937 frente a Bermeo, cuando el crucero Canarias dio con un pequeño convoy republicano formado por el mercante Galdames y cuatro bous armados de escolta. La mar era mala; el Canarias, el buque más poderoso de la flota nacional; y los bous, unos simples bacaladeros grandes, armados de circunstancias. Después de incendiar uno de ellos, el Gipúzkoa, que tras combatir pudo refugiarse en Bermeo, y alejar a otros dos, el crucero nacional dio caza al mercante, que paró sus máquinas. Luego decidió ocuparse del Nabarra.

Háganse idea. Un crucero de combate, blindado, de 13.000 toneladas, con cuatro torres dobles de 203 milímetros, capaces de enviar proyectiles de 113 kilos a 29 kilómetros de distancia, enfrentado a un bacaladero -el ex Vendaval, incautado por el gobierno vasco- de 1.200 toneladas, dotado con sólo un cañón de 101,6 a proa y otro igual a popa. El comandante del Nabarra era un marino mercante asimilado a teniente de navío, que había pasado toda su vida profesional en los bacaladeros de la empresa pesquera PYSBE, y que al estallar la contienda civil decidió seguir la suerte que corrieran los barcos de ésta. Y al verse encima al Canarias, que lo batía desde 7.000 metros de distancia con toda su artillería, decidió pelear. Puesto a ser hecho prisionero y fusilado, dijo tras reunir a sus oficiales en el puente, prefería hundirse con el barco. Todos estuvieron de acuerdo. Así que se pusieron a ello.

Fuerte marejada. Un cielo gris, viento y chubascos. Y hombres que se vestían por los pies. Arrimándose cuanto pudo, el humilde bacaladero consiguió meterle al crucero algún cañonazo en la amura de babor y otros que le tocaron palos y antenas. Durante una hora, maniobrando entre el oleaje, el Nabarra sostuvo el fuego de un modo que los mismos enemigos -el comandante y el director de tiro del Canarias- calificarían luego en sus partes de eficaz y admirable. Al fin, el cañoneo devastador del crucero liquidó el asunto cuando un impacto directo acertó en el puente del Nabarra, matando al timonel y al segundo oficial. Otro proyectil de 203 milímetros alcanzó la sala de máquinas y destrozó a cuantos estaban allí. Ya sin gobierno, aunque disparando sin cesar, el bacaladero encajó nuevos cañonazos enemigos. Al fin, viendo imposible proseguir el combate, su comandante dio orden a los supervivientes de que intentaran salvarse, quedándose él a bordo con el primer oficial hasta que el barco estalló y se fue a pique. Sólo veinte de los cuarenta y nueve tripulantes consiguieron llegar a los botes salvavidas. El resto, comandante incluido, desapareció en el mar.

Y ahora quiero apuntar un detalle que las fanfarrias oficiales y algún historiador de pesebre local suelen dejar de lado cuando se menciona la acción del cabo Machichaco: el comandante que de ese modo cumplió su deber y su palabra, hundiéndose con el barco después de tan atrevido combate, respetado y obedecido por sus hombres hasta el último instante de sus vidas, no era vasco. Había nacido en La Unión, Cartagena. Paisano mío. Estaba casado con una guipuzcoana llamada Natividad Arzac, hija del médico de Pasajes -una sobrina suya, Pilar Echenique Arzac, vive todavía en San Sebastián-, y peleó, como mandaban las ordenanzas, con la ikurriña izada en la proa y la bandera tricolor de la República Española ondeando en la popa, hasta que a las dos las desgarró, juntas y al mismo tiempo, la metralla del Canarias. Enrique Moreno Plaza, se llamaba el tío. Teniente de navío de la Euzkadiko Gudontzidia. Con un par de huevos exactamente donde hay que tenerlos. Acababa de cumplir treinta años.

2009
Megapuertos y pijoyates

Hay algo equivocado en la idea que los españoles tenemos de la navegación deportiva: competiciones transoceánicas, yates fondeados en lugares lujosos, regatas con la familia real al completo y nietecitos rubios incluidos, ropa supermegapija de marca y mucha America’s Cup, que es como –tan idiotas para estas cosas como para otras– llamamos ahora a la Copa América de toda la vida. Esa idea errónea se ve reforzada por nuestro sistema de puertos deportivos, y por la imagen que de ellos dan ciertas organizaciones ecologistas, bloqueando proyectos que, ejecutados con honradez e inteligencia, serían beneficiosos para todos. Y así, España, pese a estar hormigonada de costa a costa, es paradójicamente uno de los lugares peor dotados en puertos deportivos de la Europa mediterránea. Y cuando se construyen, es para dejar fuera a los auténticos navegantes. A la gente de mar con vocación y ganas.

Para advertir la diferencia, basta mirar afuera. En cualquier época del año, haga frío o calor, con sol o nublado, con viento o sin él, te asomas un fin de semana al fiordo de Oslo, a los alrededores de la isla de Wight o a la bahía de Hyeres, por ejemplo, y encuentras el mar lleno de velas de todos los tamaños; de familias que navegan lo mismo en barcos de esloras grandes como en veleros de cinco o siete metros, o pequeños balandros. Se trata allí de una afición real a los barcos y la navegación, practicada lo mismo por fulanos canosos con pinta de patrones curtidos, que por señoras intrépidas y tranquilas amas de casa, o niños de pocos años que, con sus chalecos salvavidas puestos, manejan con soltura cañas y escotas. Todo eso crea un ambiente marino auténtico, de lo más agradable. La sensación de que esa gente ama el mar y lo disfruta.

Aquí es diferente. Excepto los admirables pescadores deportivos, que salen con sus barquitos en cualquier tiempo, los navegantes españoles suelen ser de verano y domingo soleado con poco viento. Sobre todo en el Mediterráneo. Si navegas en invierno por las costas españolas, cuando ves una vela que viene de vuelta encontrada sabes que, en nueve de cada diez casos, se trata de un inglés, un holandés o un francés. Pero ésa no es la cuestión. En los barcos españoles, lo usual son las esloras largas, de doce metros para arriba. Es frecuente, incluso, cierta proporción inversa: a menos horas navegadas, más enorme es el barco. Y si se trata de barcos a motor, ni te cuento. Lo nuestro es barco grande, ande o no ande. Con el resultado de que los pantalanes están llenos de yates a motor y veleros ridículamente enormes, que nadie usa más que un mes al año; pero que sirven para pasear por el club con ropa náutica a la última, ir quince días a Ibiza o, como mucho, fondear a dos millas del puerto, los domingos de sol, con la familia y los amigos. Ése es el tipo común de propietario que ocupa puntos de amarre en los puertos españoles. Y lo que es peor: el personaje a cuya imagen y semejanza esos puertos se han construido en los últimos veinte años, y se van a seguir construyendo, ahora más que nunca.

Porque ésa es otra. Puesto que de momento el ladrillo tierra adentro se ha ido a tomar por saco, algunos de los sinvergüenzas que mataron a la gallina de los huevos de oro le han echado el ojo a los puertos deportivos. Toda esa posibilidad de cemento y dinero –negro, como de costumbre– los pone calientes. Y como se da la oportuna casualidad de que nuestros puertos están bajo la jurisdicción de las mismas autoridades autonómicas con las que esos pájaros se comen las gambas a la plancha, todo es cosa de reconvertir objetivos. De pronto, sospechosamente, las concesiones que antes tenían modestos clubs náuticos y pequeños puertos locales, donde aún se respetaba el barquito pesquero o el velerillo de poca eslora, se han vuelto presa codiciada para una increíble cantidad de golfos ladrilleros, con sus padrinos, que buscan adjudicarse ampliaciones y concesiones portuarias en las que, naturalmente, las palabras navegación y deportiva son lo de menos. Mucho punto de amarre, en cambio, para grandes esloras, que son las que dejan pasta: de cien mil euros para arriba por barco. Figúrense. Así, a los promotores –que además lo ignoran todo sobre el mar– les da igual que esté allí un español que un jubilata extranjero, que al final suele ser quien afora. Y a los usuarios de toda la vida, que les den. Si antes resultaba difícil para los patrones humildes encontrar amarres, a partir de ahora será imposible. Ya lo es. A eso añadan el calvario del papeleo, la burocracia infame y la absurda normativa que el Ministerio de Fomento exige a la navegación deportiva en España. El resultado es que esa jábega de golfos está consiguiendo hacer verdad lo que antes era mentira: que el mar sea un lugar para ricos y domingueros, y que ni siquiera un modesto barquito de vela esté al alcance de todos.

Esos meteorólogos malditos

Decía Joseph Conrad que la mayor virtud de un buen marino es una saludable incertidumbre. Después de quince años navegando como patrón de un velero, y con la responsabilidad que a veces eso te echa encima -el barco, tu pellejo y el de otros-, no sé si soy buen marino o no; pero lo cierto es que no me fío ni del color de mi sombra. Eso incluye la meteorología. Y no porque sea una ciencia inexacta, sino porque la experiencia demuestra que, en momentos y lugares determinados, la más rigurosa predicción es relativa. Nadie puede prever de lo que son capaces un estrechamiento de isobaras, una caída de cinco milibares o el efecto de un viento de treinta nudos al doblar un cabo o embocar un estrecho. Pese a todo, o precisamente a causa de eso, siento un gran respeto por los meteorólogos. Buena parte del tiempo que paso en el mar lo hago en tensión continua: mirando el barómetro, atento al canal de radio correspondiente con libreta y lápiz a mano, o sentado ante el ordenador de la mesa de cartas, consultando las previsiones meteorológicas oficiales e intentando establecer las propias. Hace años las completaba con llamadas telefónicas a los viejos compañeros de la tele -mis queridos Maldonado y Paco Montes de Oca-, que me ponían al corriente de lo que podía esperar. Los medios de predicción son ahora muchos y accesibles. España, que cuenta con un excelente servicio de ámbito nacional, carece sin embargo de cauces eficaces de información meteorológica marina: sus boletines públicos son pocos y se actualizan despacio, y su presentación en Internet es deficiente. Por suerte, funcionan páginas de servicios franceses, ingleses e italianos, entre otros, que permiten completar muy bien el panorama. Para quien se preocupa de buscarla, hay disponible una información meteorológica marina -o terrestre, en su caso- bastante razonable. O muy buena, en realidad.

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