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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (26 page)

Vayamos al turrón: en 1779, al declararse la guerra, don Bernardo decidió madrugarles a los rubios. Así que, poniéndose en marcha desde Nueva Orleáns con mil cuatrocientos hombres entre españoles, milicias de esclavos negros, aventureros y auxiliares indios, cruzó la frontera de Luisiana para invadir la Florida occidental, tomándoles a los malos, uno tras otro, los fuertes de Manchak, Baton-Rouge y Natchez, y cuantos establecimientos tenían los súbditos de Su Graciosa en la ribera oriental del Misisipí. Al año siguiente volvió con más gente y se apoderó de Mobile en las napias mismas del general Campbell, que acudía con banderas, gaitas y toda la parafernalia a socorrer la plaza. En 1781, Gálvez volvió a la carga y estuvo a pique de tomar Pensacola. No pudo, por falta de gente y recursos –los milagros, en Lourdes–; así que regresó al año siguiente desde La Habana con tres mil soldados regulares, auxiliares indios y una escuadra de transporte apoyada por un navío, dos fragatas y embarcaciones de guerra menores.

La operación se complicó desde el principio: a los españoles parecía haberlos mirado un tuerto. Las tropas desembarcaron y empezó el asedio, pero los dos mil ingleses que defendían Pensacola –el viejo amigo Campbell estaba al mando– se atrincheraban al fondo de la bahía, protegida a su vez por una barra de arena que dejaba un paso muy angosto, cubierto desde el otro lado por un fuerte inglés, donde al primer intento tocó fondo el navío San Ramón. Hubo que dar media vuelta y, muy a la española, el jefe de la escuadra, Calvo de Irazábal, se tiró los trastos a la cabeza con Gálvez. Cuestión de celos, de competencias y de cada uno por su lado, como de costumbre. Calvo se negó a intentar de nuevo el paso de la barra. Demasiado peligroso para sus barcos, dijo. Entonces a Gálvez se le ahumó el pescado: embarcó en el bergantín Galveztown, que estaba bajo su mando directo, y completamente solo, sin dejarse acompañar por oficial alguno, arboló su insignia e hizo disparar quince cañonazos para que los artilleros guiris que iban a intentar hundirlo supieran bien quién iba a bordo. Luego, seguido a distancia sólo por dos humildes lanchas cañoneras y una balandra, ordenó marear velas con la brisa y embocar el estrecho paso. Así, ante el pasmo de todos y bajo el fuego graneado de los cañones ingleses, el bergantín pasó lentamente con su general de pie junto a la bandera, mientras en tierra, corriendo entusiasmados por la orilla de la barra de arena, los soldados españoles lo observaban vitoreando y agitando sombreros cada vez que un disparo enemigo erraba el tiro y daba en el mar. Al fin, ya a salvo dentro de la bahía, el Galveztown echó el ancla y, muy flamenco, disparó otros quince cañonazos para saludar a los enemigos.

Al día siguiente, con un cabreo del catorce, el jefe de escuadra Calvo de Irazábal se fue a La Habana mientras el resto de la escuadra penetraba en la bahía para unirse a Gálvez. Y al cabo de dos meses de combates, en «esta guerra que hacemos por obligación y no por odio», según escribió don Bernardo a su adversario Campbell, los ingleses se tragaron el sapo y capitularon, perdiendo la Florida occidental. Por una vez, los reyes no fueron ingratos. Por lo de la barra de Pensacola, Carlos III concedió a Gálvez el título de conde, con derecho a lucir en su escudo un bergantín con las palabras «Yo solo»; aunque en justicia le faltó añadir: «y con dos cojones». En aquellos tiempos, los reyes eran gente demasiado fina.

Océanos sobre la mesa

Me gustan mucho los modelos de barcos a escala, y durante cierto tiempo los construí yo mismo. Algunos siguen en casa, en sus vitrinas: un bergantín de líneas afiladas como las de un cuchillo, una elegante urca llamada Derflinger, el Galatea, el Elcano, el San Juan Nepomuceno, la Bounty -naturalmente- y algún otro. También hay medios cascos barnizados en sus tableros, un gran modelo de arsenal del navío Antilla que usé para la novela Cabo Trafalgar, la sección transversal del Victory con palo mayor incluido, y un diorama, con todos los accesorios y las portas abiertas, de la batería inferior de una fragata de 44 cañones. Aunque conozco cada uno de esos barcos de memoria, sigo contemplándolos con extremo placer, recreándome en sus detalles mientras recuerdo las muchas horas pasadas con ellos; la lentitud del trabajo minucioso y paciente, lijando tracas, curvándolas húmedas con el calor, clavándolas en las cuadernas, modelando las piezas de cubierta, tejiendo de proa a popa la compleja telaraña de la jarcia.

Hacer aquello no era sólo realizar un trabajo artesano y ameno, sino también, y sobre todo, navegar por los mares que habían surcado esos barcos. Suponía moverse con la mente por los libros, los paisajes y las historias de las que eran protagonistas. Borrar el resto del mundo, distanciándolo hasta olvidarme de él por completo. Recuerdo la paz de tantas noches, de tantas madrugadas entre café y humo de cigarrillos, cuando aquellas maderas, cabos y velas que tomaban forma entre mis dedos cobraban vida propia, se enfrentaban en mi cabeza a los vientos, las corrientes y los temporales. Y el orgullo intenso, extremo, tras meses de trabajo, de anudar el último cabito o dar la pincelada definitiva de barniz y retroceder un poco, quedándome largo rato inmóvil para contemplar el resultado final. Y qué curioso. Siempre tuve unos dedos torpes e inhábiles para el bricolaje. Soy lo más patoso del mundo: incapaz de dar cuatro martillazos a un clavo sin aplastarme un dedo. Y ya ven. Ahora miro esas maquetas y me pregunto cómo pude hacerlas; de dónde diablos saqué la pericia precisa. Amor, supongo. Amor al mar, a los viejos planos y grabados, a la madera barnizada y al metal bruñido. Amor a lo que esos barcos representaban. A su historia: los mares que cruzaron y los hombres que los tripularon, subiendo a las vergas oscilantes a gritar su miedo y su coraje entre temporales y combates. Sí. Supongo que se trataba de eso. Que de ahí obtuve la habilidad y la paciencia necesarias.

Imagino que esto explica, en parte, el inmenso respeto que tengo por quienes hacen trabajos artesanos a la manera de siempre. A los que todavía trabajan sin prisas, poniendo lo mejor de sí mismos; recurriendo a las viejas técnicas manuales que tanto dignifican la obra ejecutada. Dejando su impronta inequívoca en ella. En estos tiempos de tanto apretar botones, de máquinas sin alma, de pantallas electrónicas, de visto y no visto, de tenerlo todo hecho, comprable y listo para usar y tirar, me inspiran admiración sin límites esos orfebres, encuadernadores, luthiers, pintores de soldaditos de plomo, carpinteros o alfareros que, para ganarse la vida o por simple afición, mantienen el antiguo vínculo de la mente lúcida con el pausado trabajo manual. Con el orgullo legítimo de la obra concienzuda, perfecta, bien hecha. Con lo singular, hermoso, útil y noble que siempre es capaz de crear, cuando se lo propone, el lado bueno del corazón humano.

Ya no puedo hacer maquetas de barcos. La vida me privó del tiempo y de las circunstancias necesarias. Aquellas noches silenciosas entre dos reportajes, trabajando a la luz del flexo entre maderas, libros y planos antiguos, hace tiempo que se transformaron en jornadas de trabajo profesional dándole a la tecla. En la artesanía de contar historias. Ahora mi tiempo libre, cuando lo tengo, se lo lleva el mar de verdad: eso gané y perdí con los años y las canas. Conservo, sin embargo, la afición por los modelos de barcos a escala: siguen llamándome la atención en museos, colecciones privadas, anticuarios, revistas y tiendas especializadas. A veces entro en alguna de estas tiendas y acaricio, como antaño, las tracas dispuestas en sus estantes, los rollos de cabo para jarcia, las piezas modeladas, las cajas magníficas, bellamente ilustradas con el modelo del barco en la tapa, que tantos meses de placer y trabajo contienen para los felices aficionados que se enrolen a bordo. Hace días pasé un melancólico rato ante una caja enorme: modelo para construir del Santísima Trinidad: uno de los muchos barcos -cuatro puentes y 140 cañones- que siempre quise hacer y nunca hice. Casi un par de años de trabajo, calculé a ojo. Como una novela de esas cuyo momento pasa, y sabes que ya no escribirás nunca.

Al final todo se sabe

Por fin se desveló el misterio. Desde hace cuatrocientos cincuenta años, los investigadores navales ingleses se han esforzado en averiguar por qué el Mary Rose, ojito derecho de la flota de Enrique VIII, se fue a pique en el año 1545 frente a Portsmouth, durante un combate con los franchutes. En realidad ya se sabía algo: el barco no se hundió por los cañonazos enemigos, sino porque las portas de las baterías bajas estaban abiertas durante una maniobra complicada, entró agua por ellas y angelitos al cielo. Glu, glu, glu. Todos al fondo. Pero faltaba el dato clave: un estudio médico del University College de Londres –eso suena a serio que te rilas, colega– acaba de establecer la causa exacta del hundimiento. El agua entró por las portas abiertas, en efecto. Pero tan imperdonable descuido marinero fue posible porque la tripulación de esa joya de la marina inglesa no era inglesa, pese a lo que su propio nombre indica. Ni hablar. El Mary Rose estaba tripulado por spaniards. Sí. Por españoles. Naturalmente, eso lo explica todo.

No estoy de coña, señoras y caballeros. O la guasa no es mía. Los perspicaces investigatas del University College afirman eso después de pasar veinte años estudiando dieciocho cráneos rescatados del barco. Tras concienzudos estudios antropológicos, la conclusión es que diez de esos cráneos procedían del sur de Europa, debido, ojo al dato, a la composición específica de sus dientes. Se dice, por otra parte, que Enrique VIII iba escaso de marineros cualificados y enroló a extranjeros. Así que, con aplastante lógica científica, los investigadores han llegado a la conclusión de que éstos sólo podían ser españoles. Tal cual, oigan. Ni italianos, ni portugueses ni franceses. Lo de los dientes es decisivo. A ver quién tiene el colmillo así de retorcido, o tantas caries. O tan malos dientes de leche. Vaya usted a saber. El caso es que,bueno. Blanco y en tetrabrik, eso. Leche.

Lo más fino es la conclusión del profesor Hugo Montgómery, jefe del equipo investigador. «En el estruendo de la batalla, se habría necesitado una cadena de mando muy clara y disciplinada para cerrar a tiempo las portas», afirma este Sherlock Holmes de la osteología náutica. Y es que la palabra disciplina en boca de un inglés lo explica todo. Otra cosa habría sido que el Mary Rose hubiese estado en las competentes manos de leales súbditos británicos. No se habría hundido bajo ningún concepto. Pero a ver qué se podía esperar con una tripulación española –lo más normal del mundo, por otra parte, a bordo de un barco inglés–. O sea. Con torpes y sucios meridionales, todo el día oliendo a ajo y rezando el rosario, flojos de idiomas, que no entendían las eficaces órdenes que se les daban en perfecta parla de allí. Así, el hundimiento estaba cantado, claro. Elemental, querido Watson.

Yo mismo, modestia aparte, también he investigado un poco el asunto. Y fíjense. No sólo coincido con las conclusiones británicas, sino que, tras estudiar con una lupa la dentadura postiza de la madre que parió al profesor Montgómery, me encuentro en condiciones de iluminar otros rincones oscuros del naufragio. Y puedo confirmar que, en efecto, así no había quien mandara un barco. Sé de buena tinta –una tinta Montblanc, cojonuda– que el naufragio se produjo cuando el almirante british, que se llamaba George Carew, ordenó «Todo a estribor» y el timonel, que casualmente era de Ondarroa, respondió «Errepika ezazu agindua, mesedez», que significa, más o menos, repíteme la orden en cristiano o verdes las van a segar. Y mientras el almirante mandaba a buscar a alguien que tradujese aquello a toda tralla, una marejada cabroncilla empezó a colarse dentro. «Cierren portas, voto al Chápiro Verde», ordenó entonces el almirante, algo inquieto. Entonces, desde abajo, el contramaestre, un tal Jordi, que era de Palafrugell, respondió. «Digui’m-ho an català si us plau», con lo que míster Carew se quedó de boniato a media maniobra. «Pero de qué van estos mendas» inquirió, ya francamente contrariado. Mientras tanto, los demás tripulantes, que también eran indígenas de aquí, estaban en los entrepuentes tocando la guitarra y bailando flamenco, costumbre habitual de todos los marineros españoles, sin excepción, en situaciones de peligro. Fue entonces cuando los oficiales, nativos de Bristol y de sitios así, rubios y tal, empezaron a gritar: «¡El barco zozobra, el barco zozobra!». Y abajo, algunos tripulantes, que eran tartamudos y además de Cádiz, respondieron, con palmas de tanguillo y mucho arte: «Pues más vale que zo-zobre a que fa-falte, pi-pisha». Y claro. En dos minutos, el Mary Rose se fue a tomar por saco.

Dicen los libros de Historia que las últimas palabras del almirante Carew, antes de ahogarse como un salmonete, fueron: «No puedo controlar a estos truhanes». Pero no. Lo que realmente dijo fue: «No puedo controlar a estos hijos de puta».

Marinos y libros

Desde que accedí al privilegio de viajar en un velero propio, con el que suelo moverme por el Mediterráneo —navegar por ese mar venerable es hacerlo por la propia memoria—, cuando subo a bordo sólo llevo libros relacionados con la navegación: novela, ensayo marítimo, historia naval, exploraciones o maniobra. Desde las series marineras de Patrick O’Brian, Forester o Kent a Ferdinand Braudel, pasando por los grandes nombres, Conrad, Melville y compañía, las memorias del capitán Alonso de Contreras, la Naval Chronicle o las relaciones de las campañas navales napoleónicas, La cacería de Alejandro Paternain, la Odisea, el periplo del cartaginés Hannón o El cazador de Barcos de Justin Scott, eso incluye todo cuanto sobre el mar se ha escrito y llega a caer en mis manos. Cualquier otro libro está proscrito a bordo, y en caso de ser descubierto como polizón es pasado en el acto por la quilla. Las tradiciones son las tradiciones, aunque sea uno mismo quien se las invente; y en el mar, mucho más que en tierra firme. Fue así como Kanaka, novela marítima de Juan Bautista Duizeide, plenamente ortodoxa en cuanto a materia narrativa, me hizo oportuna y buena compañía en cierta ocasión, durante un recorrido otoñal entre la costa española y las islas Eólicas, donde el Strómboli, rumbo a Nápoles. La lectura fue grata, el viaje no tuvo más vientos equivalentes o superiores a fuerza siete que los inevitables en esa época del año, y llegué a la última página con la melancolía de quien se despide de un viejo amigo, justo cuando me hallaba en lugar tan añejamente literario como el que los antiguos navegantes situaban, con respetuoso temor, entre Scylla y Caribdis; y donde hoy, bajo el más prosaico nombre de estrecho de Messina, el principal peligro para el marino no es ya la furia de los elementos o la cólera de los dioses, sino los ferrys que, a veinte nudos de velocidad, cruzan a cada momento entre Sicilia y la península italiana.

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