Read Locuras de Hollywood Online

Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

Locuras de Hollywood (14 page)

—Hábleme de usted, Phipps —dijo, charlando mientras mezclaba los ingredientes—. Nuestros caminos se separaron después del juicio. Yo, por decirlo así, tomé la autopista, y usted la carretera. Empalmemos los cabos. ¿Qué hizo usted después de graduarse en Sing-Sing?

—Volví a trabajar como mayordomo. Muchas gracias, señora —dijo Phipps, tomando nuevamente el vaso.

—¿No le costó encontrar trabajo?

—¡Oh, no, señora! Tenía excelentes referencias de las casas en que había servido en Inglaterra, y me vine a California aparentando ser un inmigrante recién llegado. He podido observar que las damas y caballeros de California rara vez leen la prensa de Nueva York. Y, después de todo, habían pasado ya tres años desde mi desagradable experiencia. No hallé la más mínima dificultad.

—¿Y qué me dice de su antigua actividad profesional?

—¿Señora?

—¿Siguió usted sirviendo las patatas con una mano y descerrajando cajas con la otra?

—¡Oh, no, señora!

—¿Mayordomeando sólo?

—Precisamente, señora.

—Es decir, que han pasado ya unos cuatro años desde su último golpe…

—En efecto, señora.

—Así no me extraña que se haya acobardado usted —dijo Bill.

El mayordomo se sobresaltó. Un fosco sonrojo se extendió por su cara, acentuando el rubor ya pintado en ella por los Especiales Wilhelmina Shannon.

—¿Señora? —dijo.

La actitud de Bill era amistosa, pero también muy franca.

—¡Hombre, Phipps…! ¿No creería que iba usted a engañarnos? Estuvo bien esa excusa suya con su cláusula de moralidad, pero todos sabemos lo que hay detrás. —Se volvió a Joe—. ¿No es así?

—Así es —dijo Joe.

—Está perfectamente claro que después de tan larga inactividad se ha dado usted cuenta de que ya no es el que era. Ha perdido su don, y lo sabe. —Se volvió a Kay—. ¿No es verdad?

—Es verdad —dijo Kay.

—Escuchen… —dijo Phipps.

Pronunció esta palabra en tono desabrido, sin rastro de su suavidad y deferencia habituales. Su voz había adoptado una inusitada aspereza. Como él mismo había confesado, jamás había resistido bien el alcohol, y en el cóctel preparado por Bill había alcohol más que suficiente para enronquecer la voz del borracho más curtido. Fue como si el mayordomo que había en él se desprendiera como una máscara, dejando al descubierto el hombre que había debajo. Era asimismo evidente que había recibido una profunda herida en su
amour-propre
.

—Oh, no crea que se lo reprochamos —dijo Bill—. Alguien podría decir que es usted un cagueta sin carácter…


¡Queeé!

—… pero son bobadas. Usted no es un cagueta; es, digamos…, prudente. Sabe muy bien cuándo un asunto excede sus posibilidades, y declina aceptarlo. Lo respetamos por ello. Aplaudimos su sentido común. Lo admiramos enormemente. ¿No es cierto?

—Muy cierto —dijo Joe.

Phipps tenía el ceño fruncido. Miraba torvamente con ojos duros y hostiles.

—¿Piensan que me he achantado porque no soy capaz de darle un tiento a ese trasto?

—Parece la única explicación razonable. Y no nos extraña. Es un trabajo duro.

—¿Duro? ¿Una piojosa caja doméstica en el campo? Escuchen: yo he reventado muchas.

—¿Huchas?

—No, huchas no. Muchas cajas fuertes. Hasta de bancos. Se lo demostraré —dijo Phipps encaminándose a la puerta—. Se lo demostraré —repitió con la mano ya en la manecilla.

—Pero… ¿dónde tiene sus herramientas? —gimoteó Smedley.

—Phipps no necesita herramientas —dijo Bill—. Lo hace todo con las yemas de los dedos, como Jimmy Valentine. Es un artista excepcional… O, mejor dicho, era.


¡Era!
—estalló Phipps. Abrió de un empujón la puerta—. Venga. Vamos allá.

—Voy con usted —dijo Smedley, entusiasmado.

—Yo también —dijo Joe—. Y por si se sintiera débil…

Agarró la bandeja y se sumó con ella a la comitiva. Bill cerró la puerta al salir ellos y regresó al lado de Kay, que la estaba mirando con ojos en que brillaban admiración y respeto. El brillo que con frecuencia aparecía en los ojos de cuantos gozaban del privilegio de observar a aquella mujer de fiar en sus momentos más creativos.

—Así son las cosas —comentó Bill—. Es sorprendente lo que puedes conseguir con un poco de tacto. Y ahora que estamos las dos solas, pequeña, siéntate y escúchame bien, porque tengo que ajustarte las cuentas. ¿Qué es todo eso que he oído acerca de Joe y tú?

XI

Kay se echó a reír.

—¡Oh, Joe! —se burló.

Una sombra de severidad oscureció el ceño de Bill. Desaprobaba aquella ligereza inconsciente. Fiel amiga, como siempre, la había impresionado mucho el relato que Joe le había hecho de su romance con Kay, con su moderna tendencia a rehuir el final feliz. Y sintiendo lo que sentía por Smedley, estaba en situación de entender y compadecer al pobre muchacho.

—Déjate de risitas descaradas —la reprendió—. Joe Davenport es un muchacho buenísimo, y te quiere.

—No para de decírmelo.

—«Bill», me dijo a mí anteayer; y si cuando hablaba no había lágrimas en sus ojos, es que yo ya no sé lo que es una lágrima. «Bill, vieja amiga: ¡estoy enamorado de esa chica!». Y luego no sé cuántas cosas más acerca de depresión, debilidad, sudores nocturnos y pérdida de apetito. Pero es que, además de las lágrimas en los ojos, el pobre sollozaba: se le ahogaba la voz y chirriaba como una dinamo. Ese chico te admira. Te adora. Moriría por un capullo de rosa que adornara tu pelo. ¿Y tiene ese capullo? Ni tan sólo un miserable pétalo. En lugar de dar gracias al cielo y ayunar porque te ha concedido el amor de un buen hombre, respondes a sus súplicas con carcajadas y le das con la puerta en las narices. ¡Bonita actitud, si me permites que te lo diga!

Kay se inclinó y le dio a Bill un beso en la coronilla. Había tenido el presentimiento de que aquella conversación prometía, y vio que no andaba desencaminada.

—Eres muy elocuente, Bill.

—¡Pues claro que soy elocuente! Te hablo con el corazón y con tres copas de champán encima. ¿Por qué le estás dando a Joe un trato tan duro? ¿Qué hay de malo en ese pobre diablo?

—Él ya lo sabe. Le dije exactamente por qué no quería casarme con él cuando almorzamos juntos el otro día, la víspera de dejar yo Nueva York.

—¿No vas a casarte con él?

—No.

—Estás loca.

—Él está loco.

—Por ti.

—Por todo.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es verdad. ¿O no?

—No, en absoluto. Es un hombre al que respeto y admiro. ¿No te cae bien?

—Sí, mucho. Es muy divertido.

—Me alegra que no hayas dicho «Es un buen chico».

—¿Por qué? ¿Está mal decirlo?

—Fatal. Significaría que ya no hay esperanzas para él. Es lo que los muchachos solían decir de mí hace veinte años. «¡Oh, Bill!», decían. «¡La buena de Bill! Me cae bien Bill. Es una buena chica». Y luego me dejaron para vestir santos y para que fuera a comprar a las otras pastelillos y orquídeas, ¡malditas sean sus entrañas!

—¿Por eso eres una ramita solitaria llevada de acá para allá por la corriente del río de la vida?

—Por eso mismo. Muchas veces dama de honor, pero ninguna novia.

—¡Pobre desecho humano!

—Oye, no me llames desecho humano. ¿O es que no significa nada para ti el respeto debido a una tía? Y no trates de desviarme del tema de Joe. ¡Lo has rechazado catorce veces!, según él.

—Quince. Se me ha vuelto a declarar en la rosaleda esta tarde.

Bill bufó indignada. Se puso en pie y se acercó al escritorio con paso decidido, deseosa de restaurar su compostura con un poco más de champán. Pero al observar que ya no estaba allí la bandeja con las bebidas, bufó de nuevo, esta vez con decepción, suspiró hondamente y regresó a su asiento.

—Bien… La verdad es que no te entiendo —dijo—. Simplemente eso: que no te comprendo. Las ideas de tu cabecita son un libro sellado para mí. Si yo tuviera tu edad y Joe Davenport se me acercara para pedirme que me casara con él, lo sujetaría a mi alma con flejes de acero. ¡Dios santo! ¡Si cuando una mira a su alrededor y ve lo pelma que es hoy el joven promedio, la idea de que haya una chica con alguna pizca, de sentido común capaz de rechazar a un tipo como Joe resulta sencillamente increíble!

—Parece tener un gran ascendiente sobre ti.

—Lo tiene. Lo considero un hijo.

—Nieto.

—He dicho
hijo
. Sí, para mí es como un hijo. Y tú ya sabes lo que he sentido siempre por ti. Eres fresca como una lechuga, gastas bromas impertinentes acerca de nietos, te burlas de mis canas y más pronto o más tarde me matarás a disgustos, pero te quiero.

—El sentimiento es mutuo, Bill.

—No me interrumpas. He dicho que te quiero. Y me preocupo por tus intereses. Pienso que ese tal J. Davenport es el hombre que te conviene, y mi más ferviente deseo es instalarme en un banco de primera fila para cantar a voz en grito «El Señor los juntó en el paraíso» mientras tú y él avanzáis por el pasillo central. Me desconcierta ver que tú razonas de otro modo. Y no es que tengas nada en contra de ese pobre chico: reconoces que te cae bien…

—¡Pues claro que me cae bien! ¿Cómo va a ser posible que haya alguien a quien no le caiga bien Joe?

—Entonces… ¿cuál es el problema?

Kay no respondió en seguida. Su rostro había asumido la expresión grave y decidida que tanto le gustaba a Joe. Con la punta de una de sus zapatillas trazó un arabesco en la alfombra.

—¿Tengo que ser completamente sincera contigo, Bill?

—Claro que sí. Cuéntamelo todo.

—Bueno… Mira: podría enamorarme de Joe en un minuto…, ¡zas!…, si no me frenara a mí misma.

—¿Y por qué te frenas?

Kay se acercó a la cristalera y contempló las estrellas.

—Soy… precavida.

—¿Qué quieres decir?

—Bien… ¿Qué opinión tienes tú del matrimonio, Bill? En otras palabras: ¿es para ti algo solemne, sagrado o como quieras llamarlo, que ha de durar el resto de tu vida…, o una especie de divertido fin de semana como algunos de los que suelen darse en Hollywood? Yo lo veo como algo solemne y sagrado, y ahí es donde Joe y yo no parecemos estar de acuerdo. No, no me interrumpas o no seré capaz de explicarme. Lo que estoy tratando de decir es que no logro convencerme de que puedo fiarme de Joe. No puedo creer que sea sincero.

Haciendo un poderoso esfuerzo, Bill se las había arreglado para reprimir su impulso de cortar lo que consideraba el discurso más absurdo que hubiera oído en su vida, y eso que había asistido a un centenar de conferencias en los estudios, pero ya no pudo guardar silencio por más tiempo.

—¿Que no es sincero? ¿Joe? ¡Por amor del cielo, Kay! ¿Cuántas veces tendrá que pedirte en matrimonio antes de que en tu testaruda cabecita se abra paso la idea de que está enamorado de ti?

—No son las veces: es la forma de proponérmelo. Lo hace como si estuviera tomándoselo a broma. Y, para mí, el amor no es un chiste. Estoy chapada a la antigua, soy sentimental y me lo tomo muy en serio. Quiero alguien que se lo tome tan en serio como yo, y no un payaso incapaz de declararse a una chica sin hacer que se vea a sí misma como un personaje de vodevil. Cómo espera que me sienta —dijo Kay exaltándose, porque aquello lo llevaba hondamente clavado—, cuando su idea de una declaración romántica es soltar una risita de conejo y decirte: «No, no mires…, respóndeme sólo. ¿Quieres casarte conmigo?». Cuando una chica está con el hombre que ama, lo último que quiere es sentirse como si hubiera naufragado e ido a parar a una isla desierta con Groucho Marx.

Reinó el silencio por unos momentos.

—Entonces, entre tú y yo… ¿quieres a Joe?

—¡Pues claro que le quiero! —respondió Kay—. Desde el primer día. Pero no me fío de él.

De nuevo se hizo el silencio. Bill empezaba a ver que la cosa iba a resultar difícil.

—Comprendo lo que quieres decir —asintió finalmente—. Joe tiene cualidades de payaso. El tono ligero de comedia. La actitud bromista… Pero no olvides que esa actitud es a menudo sólo una coraza defensiva contra la timidez.

—¿Estás tratando de decirme que Joe es tímido?

—¡Naturalmente que es tímido… contigo! Todos los hombres son tímidos cuando están enamorados de veras. Por eso actúa así. Es un chiquillo que busca aliviar su desazón de haberse chiflado por la reina del jardín de infancia haciendo cabriolas. No te dejes engañar por las apariencias, pequeña. Mira su corazón sensible debajo.

—¿Crees que Joe tiene un corazón sensible?

—Te apuesto a que sí.

—No, si yo también lo creo… Creo que hace tilín por cualquier chica que conozca que no sea un perfecto adefesio. Ya he visto su librito rojo.

—¿Su qué?

—Números de teléfono, Bill. Teléfonos de rubias, morenas, pelirrojas y rubias de segunda clase. ¿Tengo que abrirte los ojos a la realidad de la vida, hija mía? Joe es un mariposón, que va de flor en flor haciendo la corte a todas las chicas que conoce.

—¿Es eso lo que hacen los mariposones?

—No hay forma de pararles los pies. Es otro Dick Mills.

—¿Otro quién?

—Uno con quien salía yo antes. Rompimos.

—¿Porque era un mariposón?

—Sí, Bill, porque lo era.

—¿Y crees que Joe es como él?

—El mismo tipo.

—Estás muy equivocada.

—No me lo parece.

Bill se encrespó en actitud beligerante. Sus ojos azules arrojaron fuego. Aunque de temperamento más ecuánime que su hermana Adela y no tan presta como aquella formidable mujer a cortar por lo sano cualquier tontería, podía ser empujada hasta su misma extremosidad. Al igual que decía míster Churchill, había cosas que no podía consentir.

—No importa lo que te parezca, jovencita. Toma buena nota de lo que te digo. Mi opinión inquebrantable es que tú y Joe estáis hechos el uno para el otro. Os he estudiado a los dos con afectuosa atención, y estoy convencida de que casáis tan bien como el jamón con los huevos, por lo que no omitiré ni palabras ni hechos para promover vuestra unión. Me propongo juntaros, aunque sea la última cosa que haga. Y tú ya me conoces: lo que digo va a misa. Soy de fiar, recuerda. Ahora ve a preparar esos emparedados. Con tanta charla me ha entrado hambre.

Cuando Kay iba hacia la puerta, ésta se abrió para dar paso a Smedley. Las dos se sobresaltaron pues, absorbidas por su propio tema, se habían olvidado de los otros.

Other books

Coffin Island by Will Berkeley
Vintage Soul by David Niall Wilson
Rane's Mate by Hazel Gower
Renegade by Elaine Barbieri
A Meeting With Medusa by Arthur C. Clarke
Strangers in Death by J. D. Robb


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024