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Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

Locuras de Hollywood (13 page)

BOOK: Locuras de Hollywood
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—Ni rastro de él. No está en su habitación. ¿Qué demonios puede haberle pasado a ese individuo? —De repente se cortó, brincando como de costumbre y con los ojos a punto de salírsele de las órbitas—. ¿Qué ha sido eso?

—¿A qué te refieres?

—He oído algo. Fuera. Unos pasos.

—Tranquilízate, Smedley —dijo Bill—. Probablemente será Phipps. Os apuesto a que es Phipps. Creo que es Phipps. Es Phipps —concluyó, en el instante en que una solemne figura se destacó en la oscuridad de la noche por la parte exterior de la cristalera—. Buenas noches, Phipps.

—Buenas noches, señora —dijo el mayordomo.

X

Con la llegada del intérprete estelar, la punta de lanza del movimiento y, si vale describirlo así, el timonel con quien contaban todos para capear la tormenta, un sentimiento general de alivio y de confianza se extendió por entre los demás miembros de la fuerza expedicionaria. Smedley gruñó. Joe hizo otro tanto. Kay esbozó una sonrisa de bienvenida. Y Bill, como si la hubiera abandonado el sentido del decoro, llegó al extremo de propinarle unas palmaditas en el hombro. Vestido con el que parecía ser su traje de los domingos, con la mirada serena y firme, ¡parecía tan competente, tan de fiar, tan evidentemente capaz de culminar con éxito cualquier tarea en que pusiera la mano…, esa mano que sostenía el bombín sin el que ningún mayordomo inglés osa viajar al extranjero!

—¡Bien hallado a la luz de la luna, noble Phipps! —dijo Bill—. Pensábamos que ya no vendría. —Temo que me he retrasado un poco, señora. Me han entretenido. Lo siento.

—No tiene importancia. Aunque reconozco que habíamos empezado a ponernos un poco nerviosos.

Míster Smedley, en particular, había llegado a un extremo que hubiera podido dar ciento y raya a la protagonista de una película de terror. ¿Qué lo entretuvo?

—Estuve conferenciando con míster Glutz, señora.

Los ojos de Smedley, que habían vuelto al abrigo de sus órbitas, se desencajaron de nuevo.

—¿Míster qué?

—Glutz, señor. De Medulla-Oblongata-Glutz. El caballero que estuvo almorzando hoy aquí. Envió a buscarme para discutir los detalles de mi contrato.

—¿De su
qué
?

El mayordomo depositó su bombín sobre el escritorio, cuidadosa y ceremoniosamente, como cuando algún miembro de la Realeza pone una primera piedra.

—Mi contrato, señor. Si me permite que le explique… Esta tarde, al concluir el almuerzo, me había retirado yo a las dependencias del servicio cuando se presentó en ellas míster Glutz y, tras unos cumplidos preliminares, inició negociaciones con vistas a mi posible incorporación para interpretar papeles de mayordomo en su organización.

—¡Santo Dios!

—En efecto, señor. Debo confesar que yo también experimenté cierta sorpresa al oírle formular su propuesta. En realidad, creí por un momento que se trataba de una simple broma por parte del caballero…, lo que en mi país nativo se denomina un poquito de guasa y en los Estados Unidos de Norteamérica se designa como una tomadura de pelo. Pero en seguida me di cuenta de que hablaba en serio. Por lo visto le había impresionado mucho mi actuación a la hora de servirse el almuerzo.

—No me extraña —dijo Bill—. Estuvo usted en plena forma. En plan supermayordomo.

—Muchas gracias, señora. Uno hace lo que puede por cumplir. Míster Glutz fue de su misma opinión. Daba la impresión de creer que si talentos como el mío (dotes artísticas como las mías, tuvo la amabilidad de decir) fueran llevadas a la pantalla, el resultado tendría que ser excelente. Me hizo la oferta a que antes aludí, y la acepté.

Finalizadas sus explicaciones, fue a tomar el bombín de donde lo había dejado, le quitó amorosamente con el dedo una partícula de polvo y adoptó de nuevo la pose hierática que tenía por costumbre asumir durante las comidas, como si estuviera posando para ser retratado por un artista especializado en pintar mayordomos. Siempre es emocionante asistir al nacimiento de una estrella.

—Bueno, bueno… —dijo Smedley.

—¡Fantástico! —dijo Kay.

—Así que ha entrado usted en el mundo del cine… —comentó Joe.

—En efecto, señor.

—Es extraordinario, pero todo el mundo en Hollywood quiere entrar en el mundo del cine —dijo Bill.

—Sí, señora. Parece ser una aspiración universal.

Bill observó que debía de ser algo que estaba en el ambiente, en lo que Phipps convino diciendo que era lo que uno se veía movido a imaginar, y añadiendo que, por extraño que pareciera, también él había barajado ocasionalmente la idea de emprender una carrera cinematográfica, pero que jamás había encontrado tiempo para ponerla en práctica. Y la conversación habría podido proseguir en este tono puramente profesional, de no ser porque Smedley, recobrado ya de su primera reacción ante la sensacional nueva, volvió a mostrarse malhumorado y quisquilloso.

—Pero ¿por qué diablos tuvo que ir a verle a estas horas de la noche? —preguntó, tal vez con cierta lógica—. ¡A la una de la madrugada!

Las cejas de un mayordomo bien entrenado jamás se enarcan realmente, pero las de Phipps temblaron como si estuvieran en un tris de iniciar aquel movimiento, y en su voz, cuando respondió, había una clara nota de reproche.

—Mis deberes domésticos no me permitirían salir de casa antes de las once y media, señor, y míster Glutz insistió en que las negociaciones fueran ultimadas sin demora. Interpreté su deseo como una orden.

—Bien hecho —dijo Bill—. Siempre hay que estar a buenas con el jefe, por más que se parezca a una langosta. Porque míster Glutz tiene aspecto de langosta, ¿verdad?

—Tal vez guarde cierto parecido con el crustáceo a que usted se refiere, señora.

—Aunque eso no importa, con tal de que tenga el corazón en su sitio, ¿verdad?

—Así es, señora.

—La gente dice de mí que me parezco a un perro bóxer alemán.

—Un bóxer muy atractivo, señora.

—Muy amable de su parte, Phipps. ¿Le ha ofrecido un buen contrato?

—De lo más satisfactorio, señora; muchas gracias.

—Vigile el tema de las opciones.

—Sí, señora.

—Bien, pues… Seguiré con mucho interés su futura carrera.

—Muchas gracias, señora. Me esforzaré en no defraudar a la señora.

Smedley, cuya mente era de piñón fijo, puso la nota práctica.

—Bueno, ahora que ya está aquí, pongamos manos a la obra. Hemos desperdiciado media noche.

—No nos llevará mucho —lo tranquilizó Bill—, si Phipps es el que era. ¿Verdad, Phipps?

El mayordomo pareció dudar. Tenía el aspecto de un mayordomo dispuesto a dar malas noticias.

—Lo lamento, señora —dijo en tono de disculpa—, pero me temo que voy a causarle una pequeña decepción.

—¿Eh?

—He venido para informarles, muy a mi pesar, que no puedo llevar a cabo la tarea solicitada.

Si esperaba provocar sensación, no andaba errado. Sus palabras tuvieron el efecto de un bombazo.

—¡Cómo! —exclamó Joe.

—¡Pero, Phipps…! —dijo Kay.

—¿No llevar a cabo? —gimió Smedley—. ¿Qué quiere decir?

Era evidente que a la punta de lanza del movimiento le preocupaba algo. Le había abandonado su impasibilidad oficial, hasta el punto de estar arrastrando un pie por la alfombra y jugueteando con sus dedos. Pero al punto sus ojos se fijaron en el bombín y pareció cobrar fuerzas de él.

—Este imprevisto acontecimiento ha supuesto una notable alteración en mis planes, señor. Es muy lógico. Como artista contratado por la Medulla-Oblongata-Glutz, no puedo correr el riesgo de ser sorprendido desvalijando cajas fuertes. Hay una cláusula de moralidad en mi contrato.

—¿Una
qué
?

—Una cláusula de moralidad, señor. Párrafo seis.

Smedley explotó. Su presión sanguínea había alcanzado un nivel sin precedentes. Cualquier médico que hubiera observado su rostro enrojecido habría chasqueado la lengua con gesto de preocupación…, o tal vez se habría frotado las manos ante la perspectiva de un excelente negocio a razón de diez dólares por visita.

—Jamás en la vida he oído tonterías tan grandes.

—Lo lamento, señor. Pero temo no poder transigir.

—¡Piense en los cinco mil dólares!

—Una suma insignificante, señor. Para nosotros, los actores cinematográficos, cinco mil dólares son sólo calderilla.

—¡No hable así! —exclamó Smedley, herido hasta la médula—. Es…, es una blasfemia.

Phipps se volvió a Bill, en quien le parecía tener una aliada e interlocutora más a su altura.

—Estoy seguro de que usted comprenderá que no puedo arriesgar mi contrato, señora.

—¡Claro que no puede! Su arte es lo primero.

—Es lo que yo me digo, señora.

—Ha firmado usted en la línea de puntos, y hay que conservar ese contrato.

—Justamente, señora.

—Pero ¡maldita sea!…

—Calla, Smedley. Tranquilo.

—¡Tranquilo!

—Lo que tú necesitas es un trago —dijo Bill—. Por favor, Phipps: ¿podría traernos usted unos cuantos dedos de estimulante ambrosía líquida?

—Ciertamente, señora. ¿Qué desea que sirva?

Smedley se dejó caer en un sillón.

—¡Traiga todas las malditas botellas que encuentre!

—Muy bien, señor —respondió Phipps.

Tomó el bombín del escritorio y pareció, por un instante, que iba a ponérselo en la cabeza; pero reaccionó a tiempo y salió de la salita a cumplir aquella obra de misericordia.

Reinaron en la salita unos momentos de silencio después de marchar él. Smedley, hundido en su sillón, estaba a punto de esconder el rostro entre las manos. Joe se había aproximado a la cristalera y contemplaba las estrellas con ojos apagados. Kay se acercó adonde estaba Smedley y empezó a consolarlo dándole golpecitos en la cabeza, casi maquinalmente. Tan sólo Bill continuaba inmóvil.

—Bien —dijo Smedley desde sus profundidades—, es lo último que podía pasarnos.

—Cosas de Hollywood —sentenció Bill.

—Si uno es mayordomo, ¿por qué no puede seguir siéndolo, en lugar de corretear por los estudios para que lo contraten? ¡Y todas esas memeces de cláusulas de moralidad!

—Anímate, Smedley. No está todo perdido. Tengo la situación bien controlada —dijo Bill. Y era tal el magnetismo de su personalidad, que en lo más íntimo de Smedley brilló una lucecita de esperanza. Pudiera ser, pensó, que incluso la presente crisis se despejara por obra y gracia de la mujer en quien, aunque no tuviera intención de casarse con ella, reconocía cualidades asombrosas que la acreditaban merecidamente como una mujer de fiar. La miró con el rostro extraviado.

—¿Qué vas a hacer?

—Lo primero, tomar un trago.

Desde la cristalera, Joe chilló amargamente como la foca con que en cierta ocasión lo había comparado Kay.

—¡Muy bien! —dijo—. ¡Espléndido! Vas a tomar un trago, ¿no? Con eso me quitas un gran peso de encima. Era mi gran preocupación: saber si querrías o no beber algo.

—Y una vez lo haya hecho —prosiguió Bill sin alterarse—, apretaré las tuercas a Phipps. Cuando vuelva, me propongo emborracharlo y, una vez que se haya desequilibrado convenientemente su cordura, provocarlo.

—¿Provocarlo?

—¿Qué quieres decir con eso de que vas a provocarlo? —preguntó Smedley, perplejo pero aún esperanzado.

—Picar su orgullo profesional con algunos sarcasmos bien medidos. Mofarme y burlarme de él por haber perdido su destreza. Tiene que funcionar. Phipps, no lo olvidéis, fue un eminente revientacajas hasta que se reformó, y no puedes ser eso si no tienes alma de artista y eres sensible, orgulloso de tu talento, susceptible a las críticas. Imagínate cómo se habría sentido Shakespeare si, una vez retirado en Stratford, se le acercara alguien para felicitarle por haber dejado el teatro justo a tiempo, ya que era obvio para todo el mundo que en sus últimas obras chocheaba.

Se abrió la puerta y regresó Phipps, tambaleándose ligeramente bajo el peso de una enorme bandeja llena de botellas y vasos. La dejó sobre el escritorio.

—He hecho una selección amplia, señora —dijo.

—Sí, ya veo —reconoció Bill—. Comienza a llenar vasos, Joe.

—En seguida —dijo Joe entrando en acción—. ¿Te pongo champán, Bill?

—Un dedito, bueno. Suelo decir que no hay nada como beber un dedito de algo a estas horas de la noche para entonarte. Gracias, Joe. ¿Usted no nos acompaña, Phipps?

—No, a mí no me ponga. Muchas gracias, señora.

—¡Oh, vamos! Tenemos que brindar por sus éxitos. Está usted a punto de iniciar una carrera que lo hará amado, aclamado, adorado por el príncipe en su palacio, el campesino en su cabaña, el explorador en la jungla y el esquimal en su helado iglú, y su lanzamiento hay que celebrarlo como debe ser. Propiamente hablando, deberíamos romper una botella en su frente.

—Bueno, pero algo muy suave, señora… Siempre he sido muy sensible a los efectos del alcohol. Precisamente fue esto lo que me valió ser llevado a juicio en aquella ocasión en que la señora formó parte del jurado.

—¡No me diga!

—Sí, señora. Los agentes jamás me hubieran detenido de no estar bajo su influencia.

—Por supuesto… Ahora lo recuerdo. Figuró entre los hechos probados, ¿verdad? Su patrón oyó ruidos de noche, siguió su pista hasta la biblioteca, donde tenía la caja de caudales…, y allí estaba usted, repantigado en un sillón, con los pies en la mesa y una botella en la mano, cantando «Dulce Adelina».

—Precisamente, señora. Aquello me delató.

Durante este diálogo, con su recia figura interpuesta entre el mayordomo y el escritorio, Bill había estado seleccionando con amoroso cuidado una botella tras otra, y mezclando sus respectivos contenidos en un vaso grande. Era dinamita líquida lo que preparaba, pero sus palabras al ofrecerle el combinado fueron tranquilizadoras.

—Pruebe esto a ver qué le parece —dijo Bill—. Creo que le gustará. Lo llamo un Especial Wilhelmina Shannon. Muy suave, casi sin alcohol, pero refrescante.

—Muchas gracias, señora —dijo Phipps, aceptando el vaso y llevándoselo a los labios con un respetuoso «A su salud, señora». Tomó un sorbito de prueba, luego otro más largo, y finalmente apuró el contenido con evidente fruición.

—¿Qué tal estaba? —preguntó Bill.

—Extremadamente bueno, señora.

—¿Tomará usted otro?

—Me parece que sí, señora.

Bill le quitó el vaso de la mano e inició la preparación de un segundo Especial Wilhelmina Shannon.

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