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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (49 page)

Y, aunque había considerado que sobrevivir a la noche era poco probable… al menos hasta la presentación del nuevo plan de Hawker, había empezado a entender que había en juego algo más que sus vidas. Al fin habló:

—Creo que deberíamos quedarnos.

El movimiento a su alrededor se detuvo.

—¿Cómo? —preguntó alguien.

—Creo que deberíamos quedarnos —repitió.

Devers dejó caer su mochila.

—Tiene que estar bromeando…

—Aquí no duraríamos —le explicó Hawker en un tono más amable—. Si quiere volver a ver su casa, éste es el único modo posible.

—Esto es responsabilidad nuestra —le replicó McCarter—. Esas cosas están libres porque nosotros las dejamos salir. Abrimos el templo, igual que antes de nosotros lo hizo el grupo de McCrea. Ignoramos la advertencia. Y ahora que la losa ha sido destruida y el templo no puede ser cerrado de nuevo, ¿vamos a irnos así, sin más? ¿Vamos a dejar a los
chollokwan
luchar solos con esas cosas… o morir en el intento?

Los otros se quedaron callados.

—No somos los únicos que estamos en peligro aquí —continuó McCarter—. Toda esta zona está en peligro: los
chollokwan
, las otras tribus que hay por aquí, los
nuree
río abajo. Esas cosas son como una plaga, como una nube de langostas, sin ningún enemigo natural… pero no son cosechas lo que están devorando, acaban con todo ser vivo de estos contornos.

Los miró uno a uno.

—Aparte de los
chollokwan
y la lluvia, no hay nada más que los pueda contener. Bueno, lo que queda de la tribu no va a durar mucho más y, con el templo abierto, ni siquiera las lluvias podrán dañar mucho a esas bestias. Se arrastrarán de vuelta al interior, como cucarachas huyendo de la luz y, cuando pasen las tormentas saldrán de nuevo, y continuarán vaciando de vida la jungla, antes de pasar a nuevos territorios. Arrasarán la selva a su paso, como un incendio forestal en busca de más combustible, hasta que eventualmente lleguen a otros lugares en los que se puedan esconder de las lluvias, lugares con puertas, ventanas y sótanos. Los chollokwan tomaron sobre sí la responsabilidad de luchar contra esas cosas. Están cumpliendo una promesa hecha hace tres mil años, y lo están pagando con sus vidas.

De todos los presentes, fue Devers quien le contestó:

—¿Y a quién le importa?

Verhoven lo empujó al suelo.

—Tú no tienes voto —le dijo, y luego miró a McCarter—: Si quiere quedarse aquí, es que está usted jodidamente loco,…

McCarter no se echó atrás:

—Si nos vamos ahora, puede que vivamos. Aunque también puede ser que no —se volvió hacia Hawker—: Lo admito, puede que su plan funcione… si es que podemos llegar al agua. De lo que no podemos estar seguros, pues queda menos de una hora de luz y no vamos a poder llevar un paso muy rápido.

Miró a Brazos, que prácticamente no podía caminar: había estado cojeando, por el seco y llano terreno del claro, con gran dificultad. En la jungla frenaría el ritmo de su avance en tres cuartas partes o más. Y Brazos no era el único problema: el asma impedía a Susan correr, e incluso caminar deprisa, durante ratos largos. Y Danielle había estado cojeando desde que le habían herido la pierna en la caverna: le había costado mucho esfuerzo realizar la caminata de cuatro horas hasta el poblado de los
chollokwan
, y durante la última hora había tenido dolorosos calambres. La marcha de una hora de Hawker se iba a alargar tres o cuatro, o quizá cinco… y la mayor parte de ellas en la oscuridad. Mientras hablaba, los otros siguieron su mirada, y esperaba que también sus pensamientos.

—Si nos marchamos de aquí, nos iremos sabiendo que hemos matado a toda una raza de nativos, que hemos hecho caer sobre ellos esta maldición y que los hemos dejado aquí para morir. A hombres, mujeres y niños, a un poblado entero. Pero si nos quedamos, podemos defender el terreno alto. Podemos luchar contra esas cosas en nuestros propios términos y, tal vez, mantenerlos alejados de aquí el suficiente tiempo para que los
chollokwan
se recuperen, lo bastante como para que ellos sean los que lleven las de ganar. No podemos volver a sellar el templo —dijo—, pero si podemos impedir que esas cosas vuelvan a meterse dentro, al menos por un tiempo… ¿quién sabe lo que eso puede ayudar?

McCarter hizo una pausa: ya había expuesto su punto de vista. Realmente no creía que pudieran atravesar la jungla si se iban ahora, y, de todos modos, no sabía si tenían derecho a marcharse.

—Quizá ya no se trate de si vivimos o morimos. Sino de aquello por lo que vivimos y, si es preciso, por lo que morimos.

Cuando McCarter acabó de hablar, un pesado silencio siguió a sus palabras. Algunos de los que le habían escuchado miraban a la distancia, otros cabizbajos al polvoriento suelo: a cualquier parte, menos a él.

Danielle escuchó a McCarter atentamente, con su propio corazón pesaroso por todo lo que había sucedido. Pensó en las palabras de Hawker, su predicción de que lamentaría quedarse, y que habría un precio que pagar por lo que habían hecho. Ahora lo lamentaba con todo su corazón: parecía poco probable que ninguno de ellos lograse salir de allí con vida, pero mientras miraba a Brazos, el único superviviente del grupo de porteadores que ella había contratado, supo que iba a ser casi imposible para él. De hecho, y tal como ella veía las cosas, si se quedaban, los animales iban a avasallarlos pronto y a recuperar el templo. Aunque, si se marchaban, los animales reclamarían con toda facilidad su nido, para luego regresar en seguida a la jungla, en busca de nuevas presas. Hallarían rápidamente al grupo del NRI, mucho antes de que los titubeantes humanos alcanzasen el río más cercano; y eso sería el final para todos ellos.

«Son buena gente», pensó. Su gente. Y en un día o dos todos iban a estar muertos.

Se volvió de nuevo hacia McCarter.

—Yo les he traído a todos aquí —dijo—. Les mentí sobre las razones y el peligro. La verdad es que ya no importan las explicaciones, pero tienen que creerme si les digo que lo lamento mucho. Puedo entender que quieran quedarse… pero no deben hacerlo. Tienen que irse, todos ustedes. Esto es responsabilidad mía: yo me quedaré, y mantendré a raya a esas cosas todo el tiempo que me sea posible. Si usted y Bosch pueden ayudar a Brazos, mientras Hawker y Verhoven cubren los flancos, van a poder moverse más deprisa. Yo me quedaré y mantendré ocupados a esos bichos mientras ustedes hacen camino. Quizá logre distraerlos el bastante tiempo como para que lleguen hasta el río. Nunca se sabe: quizá sólo necesiten un par de horas.

McCarter sonrió ante el ofrecimiento.

—Es un gesto muy bonito por su parte —dijo—, y muy valiente. Pero para mí, no cambia las cosas. Yo no me voy, esta vez no…

El doctor Singh que había pasado su vida en lugares peligrosos, fue el siguiente en hablar:

—Hemos hecho daño —afirmó.

—Yo también me quedaré —dijo Susan—. Si eso es lo que decidimos.

Brazos asintió: sabía que no iba a poder cruzar la jungla.

—Tal vez llegue el helicóptero —sugirió.

Devers maldijo y se quejó, pero teniendo buen cuidado de mantenerse fuera del alcance de Verhoven. Y, entonces, todos los ojos se volvieron hacia Hawker.

Lo único que Hawker quería, lo único que había querido desde que todo se había ido al traste, era sacarlos de aquel condenado lugar. Llevar a Susan, y a Brazos, y a McCarter, y a Singh, a Manaos, donde estarían a salvo, donde su sangre no mancharía sus manos. Aparentemente McCarter pensaba lo mismo, sólo que para su mente los límites de su responsabilidad eran mucho más amplios. Y Danielle… se volvió hacia ella, mirándola a la cara, a su sudada, sucia y asombrosamente hermosa cara. Parecía estar de acuerdo con el profesor, eso era algo que no había esperado.

—Saben que no podemos ganar —les dijo a todos—, es prácticamente una lucha sin esperanzas. Lo entienden, ¿no?

McCarter se encogió de hombros.

Danielle se permitió una sonrisa.

—Suena a tu tipo de lucha.

Hawker miró alrededor y luego al crepúsculo que se aproximaba. Él hubiera elegido marcharse de allí, aunque sólo fuera por hacer caso a su instinto de supervivencia, pero comprendía mejor que los otros cómo se sentían McCarter y Danielle, comprendía exactamente por qué habían hecho aquella elección. Para McCarter aquello representaba vivir por algo que importaba, y morir por ello si era preciso; un acto que daba significado a su vida. Y para Danielle era una penitencia, una oportunidad de compensar sus errores previos. Para él, podía ser ambas cosas.

Los miró a los dos, y casi les dio las gracias.

—Vamos a necesitar fuego —dijo, pensando en el poblado
chollokwan
—. Tantos fuegos como podamos hacer.

Frente a ellos, Pik Verhoven agitó la cabeza disgustado. No le importaban una mierda los
chollokwan
, el ecosistema ni ninguna de las otras cosas de la larga lista de McCarter, pero creía en el código del soldado: nunca abandonas a tus camaradas. Hawker había vuelto a por ellos y, aunque él podría haber llegado al río, solo o acompañado por Bosch, ahora no se iba a ir. Miró con aspereza al piloto.

—De modo que las cosas están así, ¿eh? ¿Es otra maldita cruzada? —los dos se miraron un largo momento, y luego el sudafricano se volvió a los otros—. Bueno, ya habéis oído al jefe… vamos a prepararle unos jodidos fuegos.

Durante la siguiente hora prepararon una pequeña red de fuegos, usando chorros de fuel vertidos sobre montones de ropa, hojarasca seca y ramas. Pronto treinta pequeñas fogatas estuvieron ardiendo alrededor del perímetro, con otras más rodeando su grupo de pozos de tirador. Bañados por el parpadeante resplandor, esperaron mientras las sombras se hacían más profundas y caía la noche.

CAPÍTULO 48

Esa noche, Danielle Laidlaw se vio a sí misma en un sueño: yacía dormida e inmóvil, a pesar de que dos grandes pájaros caían hacia ella desde el cielo de medianoche. Se lanzaban zarpazos y se herían el uno al otro: eran un búho y un halcón que se enfrentaban y caían en picado hacia el suelo de la selva, aparentemente sin darse cuenta de que se acercaban a tierra a gran velocidad.

En el último momento se separaron, volando en diferentes direcciones; planearon sobre la hierba y luego volvieron a alzarse hacia la oscuridad de arriba, por encima del templo, para reiniciar su combate.

Mientras caían por segunda vez, los árboles comenzaron a estremecerse y los
zipacna
cargaron desde la espesura. Ella no podía correr, ni moverse, ni siquiera gritar una advertencia a los otros, que dormitaban.

Se despertó de ese sueño con un sobresalto, con la cabeza latiéndole y la camisa empapada en sudor. Miró alrededor: la noche era tranquila y silenciosa. Una suave y húmeda brisa le acariciaba el rostro.

A pesar del sueño y de la batalla no resuelta, Danielle se despertó sintiéndose extrañamente repuesta. Quizá unas horas de sueño le habían hecho más bien de lo que imaginaba, o quizá era la sensación de que, finalmente, había tomado la decisión correcta entre todas aquellas oleadas de locura.

Exhalando lentamente, se recostó contra la pared inclinada de su pozo de tirador y se fijó en Hawker, que montaba guardia a poca distancia. No podía estar segura por los parpadeos de la luz de los fuegos, pero le pareció que estaba sonriendo.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.

—Solamente mirarte dormir —le contestó.

—¿No tienes nada más importante que hacer?

—Ajá —afirmó él—, pero nada tan divertido. Hablas en sueños, y te mueves un montón.

Siempre había tenido un dormir inquieto.

—Estaba soñando —le explicó. McCarter me había estado hablando de esos pájaros, mensajeros de los dioses—. Veía un halcón y un búho de una sola pata. En mi sueño se estaban peleando, hiriéndose el uno al otro, en una especie de lucha a muerte.

—¿Un búho de una sola pata?

—Es el símbolo que hallamos en la piedra de Culaco: el mensajero de
Xibalba
. El halcón es el mensajero de Huracán, el dios del cielo, el que manda la lluvia. Y se peleaban por éste lugar —miró alrededor: el claro estaba tranquilo, las pequeñas fogatas ardían en la distancia.

—¿Y quién ganó? —le preguntó él.

Ella se frotó la nuca.

—No lo sé. Entonces cargaron los
zipacna
y yo… —su voz se apagó. Se preguntó si su sueño significaría que ella los había llevado a la muerte por su incapacidad de hablar con ellos y prevenirlos, y sobre todo mentirles acerca de la expedición. Escudriñó el claro en busca de movimiento, de algo fuera de lugar. La absoluta paz y el silencio la asombraron. Y por fin dijo—: Sólo fue un sueño.

Lo dijo como si, por primera vez, estuviera segura de ello.

Hawker la miró, directamente a los ojos, lo bastante como para hacerla ponerse nerviosa.

—Tal vez —dijo, apartando la vista—. Y tal vez no.

Danielle le volvió a estudiar el rostro. Ahora reconocía su expresión: era la misma sonrisa de tramposo que le había visto en Manaos.

—¿Qué quieres decir?

Él señaló con la cabeza al cielo y ella miró en esa dirección. La luna llena brillaba como un foco, su luz era tan intensa que provocaba sombras, algo que ella nunca había visto en la ciudad, por el brillo de las luces de las calles. La estudió como lo había hecho de niña, cuando surgió su interés por las ciencias. Trató de recordar los nombres de los cráteres y de los grandes mares grises, buscando el mar de la Tranquilidad, que era donde los humanos habían puesto el pie por primera vez cuando viajaron hasta allí.

Era una visión tranquilizadora, pero no especialmente interesante, al menos hasta que dejó de forzar la vista y la relajó. Entonces vio lo que Hawker quería que viese: un fantasmal halo blanco que rodeaba a la luna.

—En Marejo a eso le llaman la
Lua de Agua
—le explicó Hawker—, la Luna de Agua. Es la luz lunar que se difunde a través de la humedad que hay en la atmósfera. Significa que llegan las lluvias.

Una oleada de esperanza le recorrió el cuerpo, acompañada por el miedo a que fuese una falsa esperanza.

—Los vientos también han cambiado —añadió Hawker—, ahora vienen del norte, del mar Caribe… seguro que nota la humedad en la piel.

La notó: el aire era suave y la humedad alta, como cuando uno se encuentra en los trópicos… una sensación que, extrañamente, habían echado en falta desde que habían salido de Manaos.

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