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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (46 page)

BOOK: Lluvia negra
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—¿Y la segunda cosa? —le urgió Danielle.

—Esos animales se enfrentan a un dilema —le explicó—: cuanta más vida destruyen, menos les queda para alimentarse o para poner sus huevos. Tal como van las cosas, es muy probable que se conviertan en aún más agresivos y menos discriminatorios.

Danielle se estremeció al pensar en ello.

—Apenas si hemos visto vida salvaje por ahí fuera…

El doctor Singh asintió:

—Lo más probable es que hayan matado o se hayan comido todo lo que había por esta zona, y luego hayan ido más allá, en busca de mejores presas. Supongo que es por eso por lo que no nos topamos con ellos cuando llegamos por primera vez aquí: esencialmente estábamos entrando en un espacio vacío, uno que ellos habían vaciado.

—Eso fue una suerte para nosotros —dijo Hawker—. Pero, ¿por qué están regresando?

Singh se alzó de hombros:

—Ni idea.

Antes de que pudieran acosarlo con más preguntas, la atención del médico se centró en un punto por encima del hombro de Danielle: el profesor McCarter y Susan Briggs iban hacia ellos a buen paso.

McCarter habló sin tapujos, nada más llegar:

—Estamos cometiendo un grave error.

—¿De qué está hablando? —quiso saber Danielle.

—Quedarnos aquí es un error, deberíamos estar allí —señaló hacia los árboles—, con los
chollokwan
.

Las cejas de Hawker se alzaron:

—¿Con los que nos han echado la maldición de las mil muertes?

—Lo sé, lo sé —aceptó McCarter, alzando una mano para detener sus interrupciones—. Recuerdo lo dicho… pero creo que si nos hicieron esa amenaza era porque sabían lo que pasaría si entrábamos en el templo.

—¿Y cómo iban a saberlo? —le preguntó Danielle.

McCarter les miró, a uno tras otro.

—Sé que esto suena a locura —dijo—, pero piensen en esto: sólo habían cuatro cristales de Martin, pero habían cinco muescas en la cuna, la bandeja de oro, y cinco depresiones en el altar del templo. Kaufman tenía un quinto cristal, me lo dijo cuando estaba tratando de sobornarme para que le ayudase, mientras estábamos buscando su radio.

Miró a Danielle.

—Insistió en que lo había obtenido de una partida anterior del NRI, uno que desapareció tras hallar este lugar: de un hombre llamado McCrea, que era el único superviviente… que salió arrastrándose de aquí con una pierna rota, que luego perdió.

Danielle asintió, con el rostro muy serio:

—Kaufman era una serpiente —dijo con calma—, pero me imagino que eso que dijo era verdad.

—Si lo es —prosiguió McCarter—, eso significa que su partida hizo algo más que hallar este lugar. Significa que abrieron el templo, y entraron dentro. Y, sin embargo, cuando llegamos nosotros el templo estaba sellado. Eso significa que alguien lo tuvo que sellar, y ciertamente no serían los hombres que estaban huyendo a la carrera por la jungla, y que fueron muriendo uno tras otro. Entonces, ¿quién fue? La única respuesta posible son los
chollokwan
. Vinieron aquí y volvieron a poner la piedra en su lugar, para mantener a los animales dentro.

Danielle y Hawker intercambiaron miradas.

—Aun así, a nosotros trataron de quemarnos, ¿recuerda? —insistió Danielle—. Forman parte de esto. Anoche los volvimos a oír.

McCarter asintió.

—Lo sé —aceptó—. Y, según Kaufman, McCrea creyó que lo estaban persiguiendo. Pero, si ese es el caso, ¿por qué no lo mataron después de que se rompiese la pierna? Y, hablando de eso, también los animales podrían haberlo matado, pero ninguno de los dos grupos lo hizo. Y creo saber el porqué: porque en ese momento ambos estaban preocupados a causa del otro. Eran enemigos mortales enzarzados en una lucha entre sí… demasiado ocupados para preocuparse por un intruso que ya estaba medio muerto.

Danielle y Hawker volvieron a mirarse. Aún no parecían convencidos, y McCarter supuso que dudaban de cualquier cosa que hubiese dicho Kaufman.

—Miren —dijo—, no niego que los
chollokwan
tienen reputación de ser un pueblo violento, pero pienso que los nativos que vio McCrea hacia el final no lo estaban persiguiendo: estaban cazando a los animales que le cazaban a él. Y, probablemente sin querer, le salvaron la vida.

—¿Y que hay del fuego? —preguntó Hawker—. ¿Qué hay de anoche?

—Es lo mismo —le respondió McCarter—: falsas conclusiones basadas en falsas suposiciones. «Fuego por fuego», ¿recuerdan? «Fuego para la plaga.» Supusimos que nosotros éramos la plaga, pero el fuego lo prendieron en los árboles, que fue donde encontramos a esa cosa. —Señaló a la larva enjaulada—. Me imagino que era para quemarlos, para destruir los árboles antes de que las larvas eclosionasen. Y anoche, cuando oímos de nuevo las voces y los tambores, supusimos que estaban preparando una partida de guerra, o algo así. Pero no nos atacaron y, si recuerdan la secuencia, los animales desaparecieron justo cuando empezaron a sonar los tambores. Apostaría a que los
chollokwan
también los estaban cazando anoche.

—¿Con porras y lanzas?

—Y con trampas: pozos llenos de agua —dijo, haciéndole recordar a Hawker la extraña trampa del Muro de los Cráneos.

—Pero, ¿por qué iban a intentar cazarlos? —preguntó Danielle—.¿Por qué iban siquiera a intentarlo? ¡Es casi un suicidio!

McCarter había estado aguardando a aquello:

—Porque no son sólo unos nómadas primitivos que viven en la jungla pluvial: son los descendientes de los mayas que vivieron aquí. Los que se quedaron.

—¿Habla de la leyenda de
Tulum Zuyua
? —le preguntó Danielle.

—Sí, una leyenda que es pura realidad —dijo convencido de que la leyenda era historia, al menos en aquel lugar. —Se volvió hacia Hawker—: ¿Es que no lo ve? Es la respuesta a su pregunta. Me preguntó por qué se preocupaban tanto por este lugar, y la única respuesta que supe darle es que no deberían hacerlo. Tendrían que pasar por aquí como por cualquier otro lugar de la jungla, ignorándolo o, a lo sumo, considerándolo como algún tipo de curiosidad. Pero no lo ignoran: vienen aquí cada año y queman los árboles para mantener este lugar libre del follaje, justo tal cual Blackjack Martin decía que habían hecho en el Muro de los Cráneos. Cuidan este lugar y mantienen alejados a los intrusos, año tras año, siglo tras siglo, porque es suyo. Como una bendición o maldición, pero les pertenece.

—Pero usted dijo que la ciudad había sido abandonada —le recordó Danielle.

—Lo fue —asintió McCarter—. Sus habitantes abandonaron el lugar. Encerraron dentro a esos animales, tal cual cuenta la historia de
Zipacna
, que fue enterrado bajo una montaña de piedra… y huyeron hacia el norte. Supongo que los
chollokwan
se quedaron atrás, porque eran el grupo de guerreros dejados aquí para protegerles las espaldas a los otros, para mantener el templo por siempre cerrado.

—Pero no escriben, ni cuentan el tiempo que pasa, ni construyen nada —observó Hawker.

—Si nuestra civilización fuera aniquilada hoy en día, mañana ya nadie seguiría construyendo rascacielos o aviones a reacción. Tendríamos mucha suerte si pudiésemos edificar una casa que no tuviese goteras en el techo. Todas las civilizaciones construyen un cuerpo de lo que llamamos conocimiento social, conocimiento que sólo es de utilidad en tanto que ese cuerpo siga intacto: la especialización lleva a la interdependencia, y la interdependencia lleva a la vulnerabilidad. Si se destruye una civilización, las habilidades especializadas son las primeras en desaparecer, mientras la gente lucha por cubrir sus necesidades básicas. En el mundo maya solamente los sacerdotes sabían escribir o entender los calendarios. Y solamente los artesanos sabían grabar los glifos y edificar. Así es como la élite controlaba a las masas. Una tropa de guerreros no tendría ninguna de esas habilidades, lo único que sabrían es cómo luchar.

La mirada de McCarter pasó de rostro en rostro, y decidió atacar el tema desde otro ángulo:

—Les voy a dar la prueba: hace unos ochenta años Blackjack Martin les robó esos cristales a los
chollokwan
, después de que fueran usados en una ceremonia pidiendo las lluvias. Ahora bien, pregúntense a ustedes mismos: ¿para qué iban a querer lluvia los
chollokwan
? Son las sociedades agrícolas las que necesitan la lluvia, no las cazadoras. Y los
chollokwan
no son ni han sido agricultores, sino cazadores y recolectores, nómadas o migradores periódicos. La lluvia hace que sus vidas sean exponencialmente más difíciles: convierte la tierra en barro y hace que los animales se queden escondidos en sus nidos y madrigueras. Y permite a la caza que haya que se disperse más ampliamente, en lugar de concentrarse al borde de los ríos. Si los
chollokwan
fuesen unos simples nómadas aborrecerían las lluvias, las despreciarían… pero no lo hacen, por el contrario ruegan porque lleguen, tal cual hacían los antiguos mayas.

—¿Por qué? —le preguntó Danielle.

—En parte a causa de su herencia. Es un comportamiento aprendido y asumido. Pero creo que hay otra razón, una razón mucho más importante.

McCarter hizo una pausa, tras decidir que la acción iba a hablar con más fuerza que las palabras.

Descolgó la cantimplora de su cinto, desenroscó el tapón y empezó a verter el contenido sobre el bichejo con forma de torpedo que había en la caja.

Cuando el agua tocó a la cosa, ésta dio un salto, gritando como si le hubiesen dado una descarga de un millar de voltios. Se golpeó contra la rejilla que cubría la caja y luego cayó de nuevo, culebreando violentamente de un lado a otro, poniéndose en pie cada vez que se desplomaba y corriendo otra vez de rincón en rincón, en busca de lugar seguro.

Mientras McCarter seguía vertiendo agua, el parásito siseó y escupió, arañando las lisas paredes metálicas, tratando de subir por ellas. Dio un salto y se agarró a la rejilla, cayendo una vez más cuando McCarter le echó encima el resto del agua de la cantimplora.

Por ese entonces ya chapoteaba en un par de centímetros de agua, que llenaba el fondo de la caja de la que el ser no se podía escapar. Corrió a uno de los rincones y trató en vano de subir por él. Saltó y cayó, y saltó otra vez. Saltaba repetidamente, haciendo todo lo posible por mantenerse fuera del agua, hasta que cayó de espaldas y empezó a convulsionarse en una serie de violentos espasmos. La caja se estremeció con sus movimientos, cuando las convulsiones se hicieron más pronunciadas. En treinta segundos se estremecía en una mortal espiral de agonía.

Al cabo, empezó a disminuir la intensidad de sus reacciones; los ángulos del bicho empezaron a suavizarse y su cuerpo se fue disolviendo en una sustancia líquida oscura: las uniones químicas de su estructura estaban rompiéndose y separándose. Se fundía, como una babosa cubierta por una gruesa capa de sal, y el agua de la caja se fue tornando oscura y cenagosa con el residuo.

—«Lluvia el día entero, lluvia toda la noche» —citó McCarter—, «y a causa de ella la tierra quedó ennegrecida». Así es como fueron destruidos los seres de madera, y éstos son los
zipacna
, los hijos o las creaciones de esos seres, que hubieran muerto de la misma manera, pero que ya habían sido encerrados dentro del templo, atrapados bajo la Montaña de Piedra.

—Es lo que contaba la leyenda —dijo Danielle y, antes de que él pudiera corregirla—: y así fue en realidad.

McCarter asintió.

—Por lo que he visto, creo que el cuerpo que hay en el templo entró en la mitología maya como un ser de madera, quizá como el mismísimo Siete Aras, y que esos animales son los
zipacna
. En la leyenda, tan sólo los seres de madera estuvieron presentes en el diluvio, pero la lluvia, nuestra lluvia, les hará lo mismo a los
zipacna
.

Danielle miró a Hawker, y luego a Singh.

—¿Y los nativos? —inquirió.

—Ellos lo saben, siempre lo han sabido, porque sus antepasados lo vivieron hace tres mil años. La lluvia destruyó a sus enemigos, a aquellos que habían oprimido a sus ancestros, y todo aquello se convirtió en su religión —hizo un gesto con la barbilla hacia la jungla—. Durante tres mil años han estado viniendo aquí en sus desplazamientos nómadas. Siempre aquí, siempre en la estación seca, guardando el lugar y esperando que lleguen las lluvias, para que éstas les otorguen la absolución para el resto del año. Hace ochenta años, cuando Blackjack Martin les quitó esos cristales, estaban esperando que llegaran las lluvias, rogando por su llegada porque ése es su dogma espiritual, y también por puro hábito. Ahora, en alguna parte de ahí fuera, están haciendo lo mismo, pero por una necesidad desesperada. Si queremos sobrevivir hemos de hallarlos. Tenemos que mostrarles que lo sabemos todo.

CAPÍTULO 45

Danielle había visto la demostración de McCarter y estaba de acuerdo. Veinte minutos más tarde ya estaba caminando por el interior de la selva pluvial, acompañada por Hawker, McCarter y Devers. Verhoven se ofreció a ir en lugar de ella: después de todo tenía una pierna herida y era sabido que los
chollokwan
eran una sociedad patriarcal, pero Danielle se había negado. Para empezar, la mano de Verhoven estaba peor que su pierna, y la caminata por la jungla precisaba de casi tanto trabajo de manos como de piernas. Además, tenía la sensación de que aquella era su mejor oportunidad, quizá la única, de salir de aquella situación con vida: era un momento trascendental, demasiado importante como para ser dejado a otros. Pero, al aceptar, McCarter le había suplicado que, si tenían la oportunidad de hablar, ella no lo hiciese, y había insistido en que siendo la suya una sociedad dominada por los machos, a los
chollokwan
no les haría ninguna gracia que una forastera les hablase. Ella aceptó, pero de ningún modo se iba a quedar atrás.

Verhoven permaneció en el campamento con el resto del grupo, armado y esperando. Y cada uno de ellos se preguntó si vería otra vez a los demás.

Ahora ya caminaban a través de la selva pluvial propiamente dicha, no por el borde del claro, en donde McCarter y Hawker habían estado antes, sino por la profundidad de la espesa jungla. Los enormes árboles con sus ramas que formaban bóvedas y las lianas, el enmarañado sotobosque que ocultaba cosas que correteaban… ahora, todo aquello le parecía extraño, tan oscuro y siniestro como la caverna bajo el templo, y similar en muchos aspectos.

La opresiva oscuridad hacía sentir un raro nerviosismo, una cierta ansiedad, que parecía ir creciendo cuanto más se alejaban del claro y su relativa seguridad… era como el viejo temor de los marineros a perder el contacto con la costa.

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