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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (20 page)

BOOK: Lluvia negra
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—Pero no es la ciudad —supuso ella—. No es
Tulum Zuyua
.

McCarter agitó la cabeza.

—No, no lo es. Por lo que puedo ver, nadie vivía aquí. Y en nuestra búsqueda por los alrededores no hemos encontrado señales de otras estructuras. Este lugar parece haber tenido un significado religioso, pero no era un centro de población.

Desencantada, Danielle miró hacia el cielo. Tendrían que volver a empezar, encontrar algo más, o darlo todo por terminado. No le gustaba ninguna de las opciones y, evidentemente, a Gibbs aún le iban a gustar menos. Miró a McCarter:

—Desde luego, hemos de llegar a una definición de buenas noticias que nos convenza a ambos.

McCarter sonrió:

—No desespere todavía —le dijo—. No todo está perdido en nuestra misión para convertir al viejo Stanley Morrison en un oráculo. Hay glifos, en la base misma de la losa, que hablan de otro lugar, un poblado o quizá incluso una ciudad. Un sitio con grandes fuegos.

Ella se animó visiblemente. Él alzó una mano, como pidiéndole cautela:

—Pero no se excite demasiado. No la nombran, sólo la describen. Sin embargo, si los estamos leyendo bien, los glifos afirman que los Cuatrocientos Muchachos vinieron desde allí en busca de
Zipacna
. Sea lo que sea ese lugar, está a dos días de marcha de aquí, en una dirección definida por el sol poniente, en una fecha dominada por el Noveno Señor de la Noche, una fecha a la que los mayas llamaban 8 Imix, 14 Mak.

Hawker movió la cabeza:

—Creo que ese día tengo una cita con el dentista.

Danielle le dio un puñetazo en un brazo, aunque no pudo contener una risita ante su comentario. Se volvió hacia Carter.

—Por favor, dígame que sabemos qué día es ése en nuestro calendario…

—Bueno… no exactamente.

Ella exhaló su frustración. Y McCarter elaboró su respuesta:

—El problema es que los mayas usaban varios calendarios. La fecha que le he dado está en un formato que no se corresponde con nuestro calendario.

—¿Y qué hay de las otras fechas? —preguntó Danielle—. Las fechas de la Cuenta Larga, ésas que usted dijo que eran más exactas que nuestro propio calendario, ¿tenemos alguna de ellas?

La Cuenta Larga era el supercalendario de los mayas, un ciclo de entrecruzados nombres y números que le daban a cada día un nombre y número de múltiples partes en una secuencia que no se iba a repetir en cinco mil años. Una fecha en ese formato podía ser confrontada a una fecha exacta del calendario gregoriano: día, mes y año. Y también les permitiría ubicar la ruina exactamente donde le correspondía en la línea temporal y probar más allá de toda duda si su descubrimiento precedía a otras estructuras mayas.

—Lo siento —dijo McCarter—, aún no hemos encontrado ninguna de esas fechas.

—Otra vez —susurró ella—. No… son… buenas… noticias…

Él sonrió y ella se dio cuenta de que se estaba guardando algo.

—Me está torturando, profesor. Limítese a darme una respuesta: ¿podemos ir allí o no?

Susan se echó a reír:

—Siempre lo hace —explicó—. Lo llamamos el síndrome McCarter. Es como el método socrático, sólo que peor. Puede llevarle tres clases el contestarte a una pregunta, y cuando lo hace, ya no te acuerdas de lo que le has preguntado.

McCarter sonrió y se excusó:

—Lo lamento —dijo—, son las viejas tradiciones universitarias. Hay otro glifo relacionado con el de la fecha, que nos dice que algo especial ocurrió el día en cuestión. Llama a esa fecha «El Día del Sol Amarillo». Pero no está usando amarillo para describir el color, más bien corresponde a una dirección. En el esquema maya, cada punto cardinal tenía un color: rojo para el este, negro para el oeste, blanco para el norte y amarillo para el sur. El Día del Sol Amarillo significa el día del sol más al sur: el solsticio. Y aquí al sur es el día más largo del año. Así que, fuera el año que fuese, ese 8 Imix, 14 Mak ocurrió un 21 o 22 de diciembre.

Danielle estaba sonriendo de oreja a oreja: al fin tenía algo a lo que poder aferrarse.

—Así que sólo necesitamos un poco de trabajo astronómico, para saber dónde se pondría el sol en esa fecha.

—Supongo que lo necesitaremos para mayor exactitud —dijo el profesor—, pero, por suerte, sólo estamos en enero, tan cerca del pasado solsticio que puedo señalarle la dirección aproximada.

Extendió el brazo hacia el horizonte oeste, con su palma plana y vertical como la hoja de un cuchillo. La línea de visión corría a lo largo de su brazo y sobre su pulgar indicando la dirección.

—Justo por ahí —dijo—. Justo al sur de donde se ha puesto el sol.

Mientras miraba en aquella dirección, Danielle pudo notar cómo se le aceleraba el corazón. Tenía que creer que allí encontraría lo que andaba buscando. Tenía sentido: un gran centro de población sería más importante que una simple reliquia religiosa lejana. Los artículos importantes serían llevados allí, para ser guardados: oro, plata, joyas y, posiblemente, cristales como los que había hallado Blackjack Martin. Estaba un paso más cerca, pensó.

—Esto es increíble —dijo—. Un trabajo asombroso.

Se volvió hacia Hawker, que parecía menos entusiasmado. De hecho, parecía insatisfecho.

—¿Qué pasa con usted? —le preguntó—. ¿No está impresionado?

—Muchísimo.

—Pues no suena muy excitado…

—No, realmente lo estoy —insistió—. Es que, bueno, querría oír el resto de la historia de
Zipacna
y los Cuatrocientos Muchachos. Quiero decir que no puede acabar así, seguro que alguien le devolvió la pelota. Alguien le hizo pagar a
Zipacna
por lo que hizo, ¿verdad?

Danielle se echó a reír:

—¿Venganza?

—Justicia —le corrigió Hawker sonriendo.

Susan habló:

—En realidad alguien le hizo pagar a
Zipacna
que acabase con los Cuatrocientos Muchachos. Fueron los mismos héroes gemelos que destruyeron a
Vucub-Caquix
.

—¿Cómo? —preguntó Hawker.

Esta vez fue McCarter quien contestó:

—Lo llevaron engañado a un punto bajo una de las montañas que él había levantado, atrapándolo debajo de ella y encerrándolo en las profundidades. Es un lugar al que llaman
Meauan
, que significa la Montaña de Piedra.

CAPÍTULO 20

En pie, a la orilla del río, Danielle se echó a los hombros la mochila y se apretó fuerte la cincha de la cintura. Hawker estaba a su lado, mientras que el resto del equipo estaba a unos cuarenta metros de distancia, sobre la parte plana de la orilla, recogiendo y preparándose para partir.

Había llegado el momento de separarse temporalmente. El
Ocana
regresaría de vuelta a Manaos con Hawker, Carlos y Culaco a bordo, mientras que el resto del grupo se movería hacia el oeste por la selva, en la dirección indicada por los glifos que habían descubierto. Tras descubrir cualquier signo del esperado asentamiento maya, entrarían en contacto con Hawker y despejarían en la jungla una zona de aterrizaje, para que pudiera llevarles por aire los suministros necesarios.

—¿Está seguro de que lo registró todo? —le preguntó Danielle a Hawker.

Él le sonrió, tan desinhibido como siempre.

—Miré en las cosas de todos, mientras estaban trabajando. Ni radios, ni transmisores, ni teléfonos por satélite. La única persona que puede entrar en contacto con el mundo exterior es Polaski, así que más vale que lo vigile a él.

Danielle enarcó las cejas.

—¿Realmente cree que Polaski es un infiltrado? Quiero decir que no hay más que mirarlo: es un tipo inofensivo.

—Ajá, justo lo que se supone que debe parecer un infiltrado.

Danielle lo sabía, pero también sabía que a Polaski le iba a ser prácticamente imposible entrar en contacto con nadie sin que ella se enterase. Para empezar, su contacto por satélite, el Satlink, estaba precodificado, para que sólo pudiera funcionar con los satélites del NRI… la verdad es que, más que una radio, era como una muy avanzada lata unida a un hilo, a través de la cual sólo se podía hablar con la lata que había al otro extremo del hilo. E incluso la onda corta que llevaban como sistema secundario tenía sus salvaguardias.

—No le perderé de vista —dijo—, pero creo que no hay problema en eso. Mi mayor preocupación es que estemos tan lejos de los suministros. Usted es ahora nuestro único nexo con la civilización, así que no se caiga a un agujero o algo así…

Él se echó a reír y ella sonrió. Ni recordaba cuánto tiempo hacía que no había bromeado tan fácilmente con alguien. Dejándose llevar por un impulso, empezó a tutearlo:

—Me pondré en contacto contigo en cuanto encontremos el lugar. Estate preparado para traernos el equipo de la lista que te he dado.

—¿Tu sistema de defensa? —también él la tuteó.

—Y los perros de Verhoven…

—Justo —dijo él—, nada me apetece más que llevar el helicóptero lleno de chuchos ladrando.

Tras ellos, el gran diesel del
Ocana
rugió al ponerse en marcha, y Carlos le silbó a Hawker, que asintió con un gesto y luego se volvió hacia Danielle. Tendió una mano y le ajustó una de sus sujeciones, como un padre antes de mandar a su hija al colegio. Ella le apartó la mano de un manotazo y luego se dio la vuelta para ir con el grupo.

Diez minutos más tarde el
Ocana
se había perdido de vista y Danielle y su grupo se estaban internando más profundamente en la jungla. Al dejar atrás al río, perdieron la sensación de brisa fresca que allí había, y el aire sin movimiento y caldeado por el sol se fue haciendo más ardiente a cada hora que pasaba.

Un mes antes de la expedición, la idea de que pudieran encontrarse con una estación seca en el Amazonas hubiera hecho aparecer una sonrisa en la cara de Danielle: aparte de la interferencia por parte de sus competidores, su principal preocupación era la llegada de los aguaceros de la temporada de las lluvias. Las lluvias iniciales ya serían bastante malas, al saturar el terreno y convertirlo, en buena parte, en un lodazal. Pero a medida que prosiguiesen las lluvias, una gran parte del cauce del río se inundaría, y ya no habría modo de continuar. Después de todo, habían sido las lluvias las que, tantos años antes, habían echado a Blackjack Martin de esa misma jungla. Y se temía que harían lo mismo con el grupo del NRI.

Hasta el momento las lluvias no habían llegado, cosa destacable en sí, y producto de un modelo de clima influenciado por la formación de ese fenómeno meteorológico llamado El Niño. En general esto había sido una bendición para ellos, pero después de dos semanas sin que se viera una sola nube, una breve y fría lluvia habría sido un alivio muy bien recibido.

No obstante, a pesar de las condiciones climáticas, la moral del grupo estaba alta, así que caminaban a buen ritmo en el crepúsculo reinante bajo el techo de hojas, rodeados por las imponentes formas de árboles imposiblemente grandes. McCarter en especial parecía caminar con renovada energía, y Danielle no paraba de contemplarlo, mientras él señalaba cosas por el camino: determinadas plantas y brillantes orquídeas, o árboles muriendo entre el abrazo de una parra estranguladora. Y si bien el ver esto último parecía molestarle a McCarter, aun así se tomaba la molestia de describirlo y explicarlo.

Danielle trató de ignorarlo. A medida que se acercaban a lo que ella creía que era la fuente de los cristales de Martin y a un descubrimiento que, literalmente, iba a cambiar al mundo, no podía evitar sentir la presión del momento. La fe de Moore en ella, la apasionada llamada a su patriotismo de Gibbs, en pro de la seguridad nacional, su propia necesidad de acabar lo que había empezado… ¡había tanto en juego, personal y profesionalmente! Y ninguno de los que la rodeaban sabía nada de todo ello.

Y todo junto la dejaba con la sensación de estar muy sola, aislada, de vuelta en aquella isla que Hawker había descrito con tanta exactitud. Él era el único que tenía alguna idea de por lo que ella estaba pasando, y Danielle estaba empezando a disfrutar con ese lazo que los unía, y había comenzado a confiar en él. Odiaba admitirlo, pero echaba de menos su presencia, incluso sus chistes malos. Ansiaba que regresase, hasta un punto que no hubiese imaginado.

Mientras tanto, su atención volvió a la marcha y al último retraso en su avance: McCarter había detenido la caminata para ofrecerles otro de sus momentos a lo Canal Discovery, mostrándoles a los demás algo que había en un enorme árbol de caucho, de lisa madera parecida al yeso, y cuyo tronco se abría como en una serie de hojas verticales. Una delgada línea negra de hormigas estaba correteando por el tronco, centenares de ellas en fila india, llevando pequeñas hojas en sus bocas.

¡Hormigas! ¡Había detenido el avance por unas hormigas!

—¡Miradlas! —decía—. ¿No os recuerdan a nosotros, avanzando con sus pequeñas cargas?

Ella negó con la cabeza.

—No, a menos que pueda mostrarme la que no deja de parar al grupo e interrumpir su avance…

El rostro de él se arrugó: había estado tan contento como un colegial desde el descubrimiento del muro. Y se había estado portando como tal.

—No —le contestó—, pero mire a esta pequeña de aquí, que no para de mandar a las otras. Me recuerda a…

Le lanzó la mirada especial, que le hizo callarse a media frase. Con una sonrisa el arqueólogo abandonó a las hormigas y volvió a ponerse en camino, aunque poniéndose a silbar a todo pulmón el coro de «Grandes esperanzas». Esta vez ella no pudo evitar reír: todo le parecía bien, con tal de mantener la marcha.

Hacia el quinto día se encontraron con los restos de una pequeña estructura. No era mucho más que un montón disperso de piedras, cubiertas por vegetación y moho, pero era suficiente para indicarles que estaban en la buena zona. Y unas horas más tarde se toparon con una vista que Danielle no se podía explicar, y tuvo que limitarse a mirarla asombrada.

Habían salido de las sombras de la selva pluvial a un gran claro circular, que sólo estaba poblado por matorrales enclenques y hierba seca y descolorida. Tras ella, se extendía la penumbra por la que habían caminado durante los pasados cinco días, por delante brillaba sin impedimentos un sol cegador. En aquel lugar la selva, que reinaba por centenares de kilómetros en cualquier dirección, se rendía. Pero ésa no era la sorpresa más grande.

Danielle entrecerró los ojos ante el repentino brillo, usando una mano para hacer sombra sobre sus ojos. En el centro del claro, sobre el plano y yermo terreno, se alzaba una pirámide gris de piedra. Sus muy inclinadas paredes eran lisas y sin marcas por tres de sus cuatro lados, mientras que una pequeña escalera subía por la cara restante, hasta llegar a un techo, pequeño y cuadrado, a quince pisos por encima del suelo de la jungla.

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