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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (18 page)

BOOK: Lluvia negra
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—Aparentemente, pudieron salir de ésa… —hizo notar Kaufman.

—Sí, salimos, pero ninguno de nosotros quería volver a ver a esa gente, así que empezamos a hablar con Dixon, tratando de meterle algo de sentido en la mollera, pero no cedió. No iba a ir a ninguna parte hasta que no encontrase lo que quería, Probablemente le esperaba una gran recompensa o algo así.

—Así que se quedaron…

—Sí, seguimos adelante. Y la siguiente noche fue tranquila, o eso creímos. Por la mañana encontramos dos rastros de sangre que iban hasta los árboles: algo había entrado en nuestro campamento sin que nos diésemos cuenta y Ray, un amigo mío de Texas, había desaparecido, junto con uno de los nativos. Los hallamos en la espesura… o, al menos, lo que quedaba de ellos.

—¿No habían puesto una guardia?

—Joder, sí, claro que habíamos puesto una guardia: Ray y el nativo… ellos eran los centinelas. Quizá se quedasen dormidos o algo así, no sé, pero el caso es que, después de eso, las cosas se pusieron realmente mal. Nuestros indios empezaron a charlotear de nuevo sobre los espíritus, y Dixon estaba seguro de que habían sido los
chollokwan
; pero yo miré los rastros y los pedazos que les habían arrancado a aquellos dos, y ya no estuve tan seguro. Por allí se veían pisadas humanas, seguro… pero también habían otras huellas. No sabía cuál era la respuesta al misterio, pero lo que sí sabía es que quería irme bien lejos de allí. Pero Dixon quería dar una última ojeada al templo. Ninguno de nosotros nos lo podíamos creer, pero si eso significaba que después nos largaríamos, yo estaba dispuesto a acompañarle. Así que, mientras Pritchard y los otros recogían el campamento, Dixon y yo volvimos adentro. Golpeamos las paredes, tanteando por si hallábamos un muro falso o una trampilla. Cavamos por debajo de unos huesos y tratamos de forzar algunos de los bloques de piedra, que parecían un poco sueltos. Dixon incluso escaló, bajando parte del pozo, pero no hallamos nada. Finalmente se dio por vencido, y salimos…

Palmer agitó la cabeza.

—¿Y sabe lo que había pasado? ¡Que aquellos jodidos puercos se habían ido!

—¿Su equipo?

Palmer asintió con la cabeza.

—Se habían largado —dijo—. Aunque, honestamente, no puedo culparles por hacerlo. Si yo hubiera estado fuera, posiblemente también me hubiera ido. Pero Dixon, bueno… —A pesar de su mal aspecto, Palmer se echó a reír de nuevo—. Él se lo tomó mucho peor. Claro que, para empezar, ya estaba muy hundido por no haber tenido suerte en el templo, pero cuando se dio cuenta de que el cristal y las piedras ya no estaban en su mochila… bueno, le dio un ataque de locura. Quiero decir que pensé que le iba a estallar la cabeza.

Así que, después de todo, Pritchard había actuado, pensó Kaufman.

—Pero Dixon y usted los atraparon, ¿no?

—Más o menos —el rostro de Palmer parecía muy apesadumbrado—. A unos kilómetros del claro hallamos los cuerpos de Hernández y los nativos, cosidos a balazos. Eso significaba que los únicos que quedaban eran Pritchard y Vásquez. Eso tenía sentido, pues ese par eran muy colegas. Seguimos su rastro y fuimos tras ellos. A la siguiente mañana encontramos el fuego que habían hecho para acampar, pero algo no estaba bien: todo estaba hecho un lío y el fuego aún humeaba. Y Pritchard no era ningún tonto: no hubiera dejado las cosas así, no a propósito. Les seguimos la pista y una hora más tarde encontramos a Pritchard, caído boca abajo en el suelo, pero no le habían disparado. Los nativos lo habían cazado: le habían rajado y clavado una lanza en la espalda.

—¿Y Vásquez?

Palmer se quedó en silencio.

—Peor —dijo al fin—, mucho peor.

—Eso explica lo del cristal —dijo Kaufman—, pero no explica todo eso…

Ondeó una mano hacia Palmer, indicando su aspecto general, sus heridas y especialmente la pierna que le faltaba.

Palmer ahora le contestó más lentamente:

—Mientras Dixon vigilaba, yo registré a Pritchard. Encontré las piedras y el cristal en su mochila. Iba a dárselo todo a Dixon, pero de nuevo escuchamos aquel grito, y Dixon se dio la vuelta, sin agarrar lo que le tendía. Se adelantó un poco, buscando un blanco… y todo se acabó para él: algo le alcanzó, saliendo de la nada, y luego ya no estaba. Quiero decir que desapareció justo ante mis ojos.

—¿Algo le alcanzó? —preguntó Kaufman—. ¿Qué quiere decir con eso de que «algo le alcanzó»?

—Que no sé lo que era: pasó justo ante mí, pero sólo pude ver como una mancha borrosa. Y después de que echase a correr una de esas cosas me atrapó. Nunca había visto nada parecido, era como si estuviera hecho de roca o hueso, de algo duro. Se movía muy deprisa, como la araña que sale disparada de su agujero para atrapar una presa, o como una barracuda en el agua. ¡Bang! —Palmer estampó una muleta contra el armazón de hierro de la cama—. ¡Estás muerto! Uno de ellos me atacó y no le miento cuando le digo que le disparé y le acerté de lleno, pero no cayó, se limitó a cambiar un poco de dirección, luego me partió la pierna y me dejó allí para que los nativos acabasen conmigo.

Kaufman alzó una ceja.

—Y, sin embargo, sigue usted vivo.

—No paré de dispararles —explicó Palmer—, no les dejé que se acercaran lo bastante como para hacerme daño. Y entonces llegó un frente de chubascos, y todos desaparecieron justo antes de que empezara a diluviar. Probablemente pensaron que, de todos modos, iba a morir pronto… ¿por qué no dejarme sufrir un poco? Bueno, el caso es que después de la lluvia pude ponerme en marcha, y cuatro días más tarde llegué a los botes que habíamos dejado en el río. Con mi pierna así, me llevó esos cuatro días cubrir solamente ocho o diez kilómetros, pero lo logré.

La frente de Kaufman se arrugó por la sospecha:

—¿Caminó cuatro días con una pierna rota?

—Más que nada me arrastré, con la ayuda de estimulantes. No habríamos podido cubrir todo el terreno que recorrimos sin la ayuda de estimulantes.

Kaufman no parecía muy impresionado:

—A mí todo esto me parecen las alucinaciones que le produce la droga a un dopado privado de sueño.

—Mire, le he dicho que no tenía las cosas claras —se defendió Palmer—, pero no me he inventado toda esa mierda. Quiero decir que, cuando me desperté, no es que tuviera la pierna bien…

Kaufman contempló a Palmer: había estudiado las fichas de personal del NRI y empezaba a creer que reconocía al hombre, a pesar de la pérdida de peso, las heridas y su aspecto general. Miró su reloj.

—Debería usted presentarse a las elecciones, señor Palmer. Le he hecho una pregunta simple y usted ha estado hablando quince minutos sin parar, sin contestármela. Así que se la voy a hacer una vez más, y usted me va a decir lo que quiero saber, o me voy a marchar y jamás volverá a verme la cara. ¿Cómo supo usted lo de Helios? ¿Dónde escuchó ese nombre?

Palmer puso la cara de disgusto de un crío al que le obligan a hablar de un incidente que él preferiría que fuese olvidado.

—Ya le dije que le cogí el cristal a Pritchard. Al mismo tiempo le cogí sus identificaciones: su pasaporte y su cartera. Me dije que él ya no necesitaba esas cosas. El caso es que, cuando estaba mirando sus cosas, encontré un papelito metido dentro. Sólo tenía un nombre escrito, Helios, y dos números que me di cuenta que eran frecuencias de radio. En aquel momento eso no tuvo sentido para mí: Pritchard jamás había tocado la radio… Dixon se encargaba personalmente de todas las comunicaciones. Pero, de algún modo, ya entonces comprendí que aquello era algo importante. —Palmer miró a la distancia como si estuviese recordando la sensación—. Pasé ocho días en aquel bote hasta que alguien me halló. Ocho días flotando río abajo, quemándome al sol, más muerto que vivo. Pero tuve momentos de claridad, y no paraba de pensar en Pritchard y en la nota. ¿Adónde iba? ¿Y qué era Helios? A mí me sonaba al nombre de una empresa. Después de que me metieran en la clínica y lograran bajarme la fiebre, vi las cosas un poco más claras. Yo conocía a Pritchard y ya le he dicho que no era ningún tonto: si iba a traicionar a Dixon no lo iba a hacer gratis, y no sin tener un comprador esperando lo que le fuese a vender. Ésa era la única respuesta que tenía sentido —la cara aún en curación de Palmer le impedía mostrar una auténtica sonrisa, pero logró hacer una mueca—. Lo curioso es que si hubiéramos salido todos juntos de allí, Pritchard podría habernos matado mientras dormíamos, podría haberse salido con la suya; pero no, tuvo que apresurarse y escapar, y las cosas no le salieron bien…

—Pero a usted le han ido mejor —comentó Kaufman—, supongo que espera hacerse con lo que iba a cobrar Pritchard.

—Tengo el cristal —señaló Palmer.

Kaufman negó con la cabeza:

—Un abalorio —dijo—. Ya tengo una docena como ése.

Palmer pareció perdido, luego se animó:

—Tengo las otras piedras. Le daré una para que la someta a pruebas y luego le venderé el resto.

—Me interesa, pero si quiere recibir el cheque de Pritchard, tendrá que darme lo que se suponía que me conseguiría él: la localización del templo. ¿Sabe dónde estuvieron? ¿O se limitó a seguir a Dixon en medio de una neblina inducida por los estimulantes?

Palmer parecía auténticamente confuso:

—¿Para qué quiere usted volver allí? Nos llevamos todo lo que pudimos encontrar…

—Tengo mis razones —le contestó Kaufman—. Bueno, ¿puede llevarme allí o no?

—No voy a volver allí —afirmó Palmer.

El superviviente del naufragio negó con la cabeza, nada decidido a volver a meterse en el mar.

—Espero que se dé cuenta de lo que se está usted perdiendo…

La emoción desapareció de la faz de Palmer, y cuando habló de nuevo su voz era más baja:

—La mayoría de la gente nace con miedo —dijo—, pero algunos de nosotros sólo aprendemos a tenerlo en el transcurso de la vida. Y le diré una cosa: es peor para los que somos así, porque nos pasamos el tiempo suspirando por los días aquellos en que no sabíamos lo que era eso del miedo.

De nuevo tragó el bulto que se le había hecho en la garganta y uno de sus ojos empezó a moverse con un tic.

—Ni como ni duermo. Cada vez que cierro los ojos veo a Ray, o a ese pobre indio, o a Vásquez, hechos pedazos ensangrentados. En la oscuridad, todo sonido me sobresalta, cada ruido fuerte me asusta. Los doctores dicen que es una respuesta al sobresalto… será eso, pero de todos modos es sólo llamar de otro modo al miedo. Y, a veces… a veces oigo a esas cosas llamándose las unas a las otras, acechándonos —agitó la cabeza de modo enfático—. No me importa cuánto dinero tenga: no es bastante para hacerme volver allí.

—Entonces puede darme la localización —le propuso Kaufman—, señalarme el punto en el mapa. Eso bastaría para que le pague una parte…

Palmer dudó demasiado tiempo.

—En ese caso, no le daré nada —dijo Kaufman, arrebatándole la mochila a Palmer—. Pero me llevaré este cristal y cualquier otra cosa que tenga, como pago por el tiempo que me ha hecho perder.

Palmer se abalanzó hacia Kaufman lo mejor que pudo, tratando de agarrarle por las solapas. Fue un esfuerzo torpe y en vano, Kaufman se libró de él.

—No puede coger mis cosas e irse sin más…

Kaufman miró al cojo.

—Señor McCrea —dijo, usando su verdadero nombre—. Usted no me conoce; si me conociese sabría que puedo hacer lo que me apetezca hacer. Puedo entregarle a las autoridades brasileñas, por crímenes contra las tribus indígenas, o puedo entregarle al consulado estadounidense, e incluso puedo hacer una llamada a los agentes del NRI que han estado buscándole… estoy seguro de que ésa sería una reunión muy placentera. O puedo arreglarlo todo para que salga usted del país en un avión privado, pagarle una sustanciosa cantidad y hacer que le den una pierna artificial nueva que sea más parecida a la de verdad. Pero, para ese tipo de caridad, tiene usted que darme a cambio algo mejor de lo que me ha dado.

Kaufman se apartó del paciente y golpeó con los nudillos la puerta cerrada de la habitación. Un momento más tarde se abrió, y entraron los dos hombres robustos que inicialmente habían encontrado a McCrea/Palmer. La cabeza de éste estaba gacha, miraba al suelo.

—Puedo decirle cuál es la zona general —dijo, alzando finalmente los ojos—. Eso tiene que valer algo.

Kaufman apretó los dientes, notando cómo se le escapaba la oportunidad. A pesar de sus esfuerzos, a pesar de haber raptado a los porteadores del NRI, a pesar de haber entrado a lo
hacker
en su base de datos y a pesar de estar interrogando a uno de los antiguos empleados del Instituto que había estado en el lugar, aún se le escapaba la localización del templo.

—¿Cómo de general?

McCrea no le respondió de inmediato y el tic del ojo le empezó de nuevo.

Kaufman agitó la cabeza: no era suficiente.

CAPÍTULO 19

El descubrimiento del NRI del Muro de los Cráneos había sido el resultado de combinar información con trabajo duro. El descubrimiento del pozo había sido pura suerte. Ambos hallazgos habían resultado provechosos.

El muro en sí era bastante parecido a cómo lo había descrito Blackjack Martin: una pared con cráneos metidos y cementados a todo lo largo de su longitud, mientras que glifos y otras marcas decorativas poblaban la base y el coronamiento de la construcción. Tras una semana de esfuerzos sólo habían limpiado la mitad del follaje, pero el resultado era impresionante, aunque no fuese el gran monumento del que había hablado Blackjack.

De extremo a extremo el muro tenía unos treinta metros y se alzaba un poco más de los dos metros: ambas medidas eran casi una quinta parte de lo descrito, exageradamente, por el anterior explorador.

Colgando dentro del pozo, suspendido de un arnés unido por una cuerda a una polea, el profesor McCarter se preguntó qué sería lo que Blackjack habría escrito sobre esto: el pozo tenía casi diez metros desde la superficie al lodazal del fondo, pero se imaginaba que Martin le habría dado un profundidad de más de treinta metros, o quizá lo hubiera calificado como «sin fondo». Mientras giraba, colgado de la cuerda, McCarter decidió que no importaba, que diez metros ya eran bastante.

—Bajadme al fondo —dijo, empezando a ponerse nervioso—, antes de que cambie de idea…

Abajo le aguardaban Danielle y Susan, con aspecto ridículo por llevar puestas unas botas de pescador demasiado grandes para ellas y que les llegaban hasta la cintura.

Los porteadores soltaron cuerda, y McCarter empezó a bajar. Éste era su quinto viaje abajo, de hecho, había pasado más tiempo allá que nadie, pero no acababa de acostumbrase al trayecto de entrada o de salida. Cuando la polea chirrió y lo bajaron por debajo del nivel del suelo, la atención de McCarter se centró en la losa de piedra que ocupaba buena parte de la pared este del pozo. Un gran rostro, de metro y medio de ancho, dominaba la losa. Tenía unos ojos tristes, redondos, de los que caían lágrimas de piedra, irónicamente resaltadas por la goteante condensación. Sus delgados labios estaban apretados, y unas espinas le atravesaban ambos lóbulos de las orejas, haciéndole brotar ríos de sangre. Unas antorchas estilizadas ardían a ambos lados de la cara, mientras que debajo de la misma había sido cincelada lo que parecía ser una cabeza de cocodrilo, completada por algo sanguinolento que llevaba entre sus fauces.

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