—¿Qué es esto, Ginebra? —preguntó contra su boca.
—Nada —dijo ella—. Una tontería que me dio Morgana.
Y la desató para arrojarla a un rincón. Luego, se hundió en los brazos de su esposo y en los de su amante.
El macho rey
E
n Lothian, en aquella época del año, el sol casi no se daba reposo; la reina Morgause despertó cuando la luz empezó a filtrarse por entre las colgaduras, aunque era tan temprano que las gaviotas apenas se movían. Pero ya había suficiente claridad para divisar el cuerpo velludo y musculoso del joven que dormía a su lado… privilegio que había disfrutado durante la mayor parte del invierno. Era uno de los escuderos de Lot, y había dirigido miradas lánguidas a la reina aun antes de que muriera su señor. Y en la larga oscuridad del invierno pasado era demasiado pretender que durmiera sola en la fría alcoba real.
Lot no había sido tan buen rey, pensó Morgause, entornando los ojos ante la luz creciente. Pero su gobierno había sido largo: reinaba ya antes de que Uther Pendragón llegara al trono y su pueblo se había acostumbrado a él. Su sucesor habría tenido que ser su primogénito pero, desde la coronación de Arturo, Gawaine apenas visitaba su tierra natal y el pueblo no lo conocía. En Lothian, con la región en paz, las Tribus no tenían inconveniente en dejarse gobernar por su reina, con su hijo Agravaín cerca por si, en caso de guerra, se necesitaba un jinete. Desde tiempos inmemoriales era una reina quien ocupaba el trono, así como la Diosa imperaba sobre los dioses, y estaban satisfechos con ese orden de cosas.
Pero Gawaine no se apartaba de Arturo, ni siquiera cuando Lanzarote fue al norte para comprobar, según dijo, que los faros de la costa funcionaban bien. Morgana suponía, antes bien, que llegaba a averiguar si había allí oposición al mando del gran rey.
Fue entonces cuando supo de la muerte de Igraine. En su juventud no habían sido amigas; Morgause siempre envidió la belleza de su hermana mayor y el hecho de que Viviana la hubiera escogido para Uther Pendragón. Sin embargo, al saber que Igraine había muerto la lloró sinceramente, lamentando no haber tenido tiempo para visitarla en Tintagel antes de morir. Tenía ahora tan pocas amigas… Sus damas habían sido escogidas por Lot, principalmente por su belleza o su buena disposición hacia él. Respetaba el talento de su esposa y la consultan en todo, pero para su lecho prefería a las mujeres hermosas de poco seso.
Lochlann se movió a su lado, soñoliento, y la encerró entre sus brazos; por el momento, Morgause dejó de reflexionar Pasado el entusiasmo, cuando el joven bajó la escalera hacia la letrina exterior, Morgause pensó súbitamente que echaba de menos a su esposo. No porque hubiera sido muy diestro en aquel tipo de juegos (ya era anciano cuando la desposó), sino porque, cuando aquello terminaba, sabía hablar con juicio sobre lo que se tenía que hacer en el reino o lo que acontecía en Britania.
Cuando Lochlann volvió, el sol ya estaba cobrando fuerzas y el grito de las gaviotas daba vida al aire. Morgause percibió ligeros ruidos en la planta baja. Alguien estaba horneando tortitas de avena. Le dio un beso rápido y le dijo:
—Tienes que irte, querido. Te quiero fuera de aquí antes de que venga Gwydion. Ya es mayor y empieza a darse cuenta de las cosas.
Lochlann rió entre dientes.
—Ése empezó a darse cuenta de todo cuando lo destetaron. Durante la estancia de Lanzarote vigilaba cada uno de sus movimientos, hasta en Beltane. Pero no creo que debas preocuparte; no tiene edad para pensar en esto.
—No estoy tan segura —replicó Morgause, dándole una palmadita en la mejilla.
Gwydion tenía por costumbre actuar sólo cuando estaba seguro de que nadie se reiría de él por su corta edad. Dueño de sí como era, no soportaba que le prohibieran algo por ser demasiado pequeño. Morgause recordaba algunas ocasiones en que le había contestado, con gran decisión en la carita morena: «Lo haré y no podéis impedírmelo.» Ante lo cual sólo podía advertirle: «No lo harás o yo misma te daré una paliza.» En realidad, los castigos no hacían sino acentuar su actitud desafiante. Ninguno de sus hijos, ni aun el empecinado Gareth, había sido tan rebelde. Gwydion decidía y actuaba por cuenta propia. Por eso, con el correr del tiempo, Morgause había adoptado métodos más sutiles: «No lo harás, si no quieres que mande a tu niñera bajarte los pantalones y azotarte delante de toda la casa, como al niño de cuatro años.» Aquello fue efectivo durante un tiempo, pues él era muy consciente de su dignidad. Pero ya no había modo de impedirle nada. Habría hecho falta mano de hombre duro para azotarlo como era necesario, pero Gwydion se las componía para inspirar arrepentimiento a quien lo ofendiera, tarde o temprano.
Probablemente sería más vulnerable cuando comenzara a interesarse por lo que las damiselas pensaran de él. Era moreno y del pueblo de las hadas, como Morgana, pero muy apuesto, al estilo de Lanzarote, y con su misma indiferencia exterior hacia las mujeres. Morgause reflexionó un momento sobre el tema, sintiendo el aguijonazo de la humillación. Lanzarote era el hombre más gallardo que había visto en muchos años, pero cuando le dio a entender que, aun siendo la reina, no estaba fuera de su alcance, fingió no entender y cuidó de llamarla «tía» en todo momento.
Mientras desayunaba en el lecho discutió con sus damas los deberes del día. Se demoró entre los almohadones hasta que entró Gwydion.
—Buenos días, madre —le dijo—. He salido y os he traído algunas bayas. En la despensa hay crema. Si queréis, correré a buscarla.
Morgause contempló las bayas, húmedas de rocío en su cuenco de madera.
—Qué consideración la tuya, hijo —musitó, incorporándose para darle un gran abrazo. Años antes Gwydion se habría escurrido bajo las mantas, a su lado, para que le diera tortitas calientes con miel, como a cualquier hijo menor malcriado.
Gwydion irguió la espalda, arreglándose el pelo; no le gustaba ir desaliñado. También Morgana había sido siempre una pequeña muy pulcra.
—Saliste temprano, tesoro —dijo Morgause—. ¿Y todo Por tu anciana madre? No, no quiero crema. ¿Quieres que me ponga gorda como una cerda?
El torció la cabeza como un pajarillo y la observó con detenimiento.
—No importaría —dijo—. Aun gorda seríais bella. Comedlas con crema si gustáis, madre.
Se había lavado la cara y llevaba el pelo bien cepillado.
—Qué guapo estás, amor mío —comentó Morgause, Centras los dedos del niño descendían hacia el cuenco para adueñarse de una baya—. ¿Has hecho que te corten el pelo?
—Estaba cansado de parecer el perro de la casa. Lot iba siempre bien afeitado y llevaba el pelo corto. Y también Lanzarote, durante toda su estancia. Me gusta parecer un caballero.
—Y así es, querido. —Morgause contempló la mano morena que tenía la baya. Tenía los nudillos ásperos y estaba arañada por las zarzas, como la mano de cualquier niño activo, pero se la había restregado bien y tenía las uñas cortas y limpias—. Pero ¿por qué te has puesto la túnica de gala?
—¿Llevo la túnica de gala? —preguntó con expresión inocente—. Sí, bueno… Es que me mojé la otra de rocío al recoger las bayas, señora —Y luego, súbitamente, añadió—: Esperaba odiar al señor Lanzarote, madre. Gareth estaba siempre hablando de él como si fuera un dios.
Gareth era la única persona que tenía influencia sobre Gwydion y podía hacerlo obedecer sin alzar la voz. Desde que se fue a la corte del rey Arturo, el niño no escuchaba a nadie.
—Supuse que sería un necio con muchas ínfulas —continuó—, pero no es así. Me enseñó mucho sobre faros. Y me dijo que, cuando sea mayor, podré ir a la corte de Arturo para que me armen caballero, si me porto bien y con honor. Todas las mujeres decían que me parecía a él. Y preguntaban, y a mí me enfurecía no saber qué responderles. —Se inclinó hacia delante; el pelo oscuro y suave, caído sobre la frente, daba a su cara una vulnerabilidad desacostumbrada—. Decidme la verdad, madre: ¿Lanzarote es mi padre? Se me ocurrió que tal vez por eso Gareth le tenía tanto cariño.
«Y no eres el primero en preguntarlo, amor mío», pensó Morgause, acariciándole el pelo. Su expresión, inusualmente infantil, hizo que respondiera con mayor amabilidad.
—No, pequeño, Lanzarote no puede ser tu padre. Me ocupé de averiguarlo. Durante todo el año en que fuiste concebido estuvo en la baja Britania, combatiendo junto al rey Ban. Si te pareces a Lanzarote es porque es primo de tu madre, y sobrino mío.
Gwydion la estudió con aire escéptico. Morgause casi pudo leerle los pensamientos: eso era exactamente lo que le habría dicho si hubiera sido, en verdad, hijo de Lanzarote. Por fin el niño dijo:
—Tal vez algún día vaya a Avalón, en vez de ir a la corte de Arturo. ¿Mi auténtica madre vive ahora en la isla, madre?
—No lo sé. —Morgause frunció el entrecejo. Una vez mas, aquel niño extrañamente maduro la había inducido a hablarle como a un adulto. Sucedía con frecuencia. De pronto se le ocurrió que, tras la muerte de Lot, sólo con Gwydion podía mantener de vez en cuando una conversación seria. Oh, Lochlann era muy hombre en el lecho, pero no tenía mucho más que decir que los pastores y las fregonas.
—Ahora vete, Gwydion. Tengo que vestirme.
—¿Por qué tengo que irme? Desde los cinco años sé perfectamente cómo sois.
—Pero ya eres mayor —replicó Morgause, con aquella extraña sensación de impotencia—. No es decoroso que estés aquí mientras me visto.
—¿Os importa mucho el decoro, señora? —preguntó con aire ingenuo.
Su vista descansaba en la depresión que había dejado Lochlann en la almohada. Morgause sintió un súbito arrebato de frustración e ira: ¡Aquel niño podía enredarla en discusiones como si fuera un druida!
—No tengo que rendirte cuentas de mis actos, Gwydion.
—¿Dije yo eso? —Sus ojos eran pura inocencia ofendida—. Pero si soy mayor tengo que saber más sobre las mujeres. Quiero quedarme a charlar.
—Oh, bien quédate si quieres —exclamó Morgause—. Pero vuélvete de espaldas. ¡Nada de mirarme, señorito insolente!
El niño se dio la vuelta, obediente, pero cuando la doncella llevó el vestido dijo:
—No, madre, poneos el sayo azul nuevo, con el manto azafranado.
—¡ Y ahora me da consejos sobre cómo vestir! ¿Qué significa esto?
—Me gusta veros vestida como corresponde a una señora elegante. Y ordenad que os peinen hacia arriba, con la diadema de oro. ¿Lo haréis para darme gusto, señora? ¿Quién sabe qué puede suceder antes de que termine el día? Tal vez os alegréis de haberlo hecho.
Morgause cedió, riendo.
—Oh, si quieres que me engalane como para una fiesta, sea. Y supongo que será preciso hornear tortas de miel para ese festejo imaginario.
El niño se volvió. Morgause, que aún tenía el corpiño sin atar, notó que demoraba un momento los ojos en sus blancos pechos. «No es tan niño ya.» Pero Gwydion dijo:
—Me gustan las tortas de miel, pero convendría tener también un buen pescado para la cena
—Si quieres pescado —repuso ella—. tendrás que cambiarte otra vez e ir a pescarlo tú mismo. Los hombres están ocupados en la siembra.
—Pediré a Lochlann que vaya —resolvió Gwydion de inmediato—. Se merece un descanso, ¿verdad, madre? Porque estáis complacida con él.
«¡Sería idiota si me ruborizara ante un chico de su edad!», pensó Morgause.
—Puedes enviar a Lochlann de pesca, querido.
Le habría gustado saber qué impulsaba a Gwydion a insistir para que se pusiera su mejor vestido y preparara una buena comida. Llamó a su ama de llaves para ordenar:
—El señor Gwydion quiere una torta de miel. Ocúpate de eso.
—Tendrá su torta —dijo la mujer, echando hacia el niño una mirada indulgente—. Mirad esa carita de ángel.
«Ángel. Es lo último que diría de él», pensó Morgause. Pero indicó a su doncella que la peinara con la diadema de oro».
El día pasó lentamente, como de costumbre. Morgause se había preguntado algunas veces si Gwydion tenía el don de la videncia, pero nunca había dado señales; cierta vez que se lo preguntó a bocajarro, fingió no saber de qué le estaba hablando. Y si lo tenía, era raro que nunca lo hubiera sorprendido vanagloriándose.
Pero su mente era rápida y retentiva. Lot había mandado por un sacerdote ilustrado para que le enseñara a leer, y también a Gareth. Éste se esforzó, pero como Gawaine y la misma Morgause, no podía concentrarse en los símbolos escritos, Agravaín era muy hábil con los números. Pero Gwydion absorbía todo tipo de conocimientos; en un año leía tan bien como el mismo cura y hablaba latín como un César.
«Su padre podría enorgullecerse de un hijo así —pensó Morgause—. Y Arturo no ha tenido hijos con su reina. Algún día tendré un secreto que contarle. Y entonces tendré en las manos la conciencia del rey.» La idea le divertía mucho. Era asombroso que Morgana no hubiera aprovechado la situación para hacerse dar un buen marido, joyas o poder. Claro que a Morgana sólo le interesaban su arpa y las tonterías druídicas. Ella, en cambio, daría mejor uso al inesperado poder que se le ponía en las manos.
Mientras cardaba lana en el salón, tomando decisiones domésticas, Gwydion se acercó a olfatear apreciativamente el aroma de la torta de miel, pero no le pidió una porción. A mediodía dijo:
—Dadme un trozo de pan con queso para llevármelo, madre. Agravaín me encomendó ver si todas las cercas están en buenas condiciones.