Luego tuvo miedo de quedar embarazada; había enfermado tanto al nacer Gwydion que otro niño la mataría, sin duda. Pero antes de que pudiera hablar, él le apoyó delicadamente una mano en los labios. Morgana comprendió que le estaba leyendo el pensamiento.
—No temas, dulce señora; las mareas no son las adecuadas. Éste no es tiempo de maduración, sino de placer —dijo. Y ella se entregó y sí, había una cornamenta sombreándole la frente; yacía otra vez con el Astado y era como si estuvieran cayendo estrellas en el bosque, a su alrededor, ¿o serían luciérnagas?
Una vez, mientras caminaba por el bosque con las doncellas, encontró un estanque y se inclinó sobre él; en el fondo vio la cara de Viviana que la miraba desde las aguas. Ya tenía el pelo gris, con vetas blancas, y arrugas que ella no le había visto nunca. Abrió los labios como si llamara, y Morgana se preguntó: «¿Cuánto tiempo llevo aquí? Cuatro o cinco días, sin duda; quizás una semana. Tengo que irme. La señora dijo que alguien me guiaría…»
Fue en su busca y se lo dijo. Pero estaba cayendo la noche; ya habría tiempo al día siguiente.
Otra vez creyó ver a Arturo en el agua, congregando a sus ejércitos. Ginebra parecía cansada y mayor; tenía a Lanzarote de la mano, que se despedía con un beso en los labios. «Sí —pensó con amargura—, es el tipo de juego que le gusta. Ginebra lo preferiría así: tener todo su amor y su devoción sin poner su honor en peligro.» Pero también fue fácil apartar aquello de sí.
Hasta que una noche despertó con sobresalto. En algún lugar se oyó un fuerte grito. Por un momento creyó estar en el Tozal, en el centro del cerco de piedras, oyendo el alarido aterrorizador que resonaba entre los mundos: la voz que había oído una sola vez, esa voz enmohecida, ronca por la falta de uso. La voz de Cuervo, que rompía su silencio tan sólo cuando los dioses tenían un mensaje que no se atrevían a entregar por medio de otra persona.
«Ah, el Pendragón ha traicionado a Avalón, el dragón ha volado…, el estandarte del dragón ya no flamea contra los guerreros sajones… Llorad, llorad… si la Dama pusiera un pie fuera de Avalón, pues sin duda ya no regresaría…»
Y un sonido de sollozos en la repentina oscuridad. Y el silencio.
Morgana se incorporó en la luz grisácea; por primera vez desde su llegada a aquella tierra, su mente estaba despejada.
«He estado aquí demasiado tiempo —pensó—; ha llegad el invierno. Debo partir ahora, ahora mismo, antes de que acabe este día… No, ni siquiera puedo decir eso, aquí el sol ni sale ni se pone. Debo irme ahora, de inmediato.» Tenía que buscar su caballo. Y entonces, al recordar, comprendió que el animal había muerto mucho tiempo atrás en aquellos bosques.
Al buscar su daga recordó que se la había quitado de encima. Se arregló el vestido; parecía desteñido. No recordaba haberlo lavado, ni tampoco la ropa interior, pero no parecían muy sucios. De pronto se preguntó si estaría loca.
«Si hablo con la señora volverá a rogarme que no me vaya…»
Morgana se trenzó el pelo. ¿Por qué lo había dejado suelto si ya era una mujer adulta? Y partió por el sendero que la llevaría a Avalón.
HABLA MORGANA…
Hasta el día de hoy no he sabido cuántos días con sus noches pasé en el país de las hadas. Incluso ahora me confundo cuando trato de calcularlos y, por mucho que me esfuerce, sólo sé que no fueron menos de cinco ni más de trece. Tampoco sé con certeza cuánto tiempo pasó mientras tanto en el mundo exterior, ni en Avalón, pero como la humanidad percibe mejor el tiempo que las hadas, calculo que fueron unos cinco años.
Tal vez (y según envejezco me convenzo más y más) lo que llamamos tiempo transcurre sólo porque hemos convertido en costumbre el contar las cosas: los dedos del recién nacido, la desaparición y el regreso del sol. Dentro del país de las hadas nada sabía del paso del tiempo, y por eso para mí no transcurría. Pues cuando salí de aquel lugar descubrí que ya había más arrugas en la cara de Ginebra y que la exquisita juventud de Elaine empezaba a desaparecer; en cambio, mis manos no estaban más delgadas, mi rostro seguía libre de arrugas y, aunque en nuestra familia el pelo encanece temprano, el mío continuaba negro como el ala de un cuervo.
Empiezo a pensar que, cuando los druidas apartaron Avalón del mundo de las cuentas y los cálculos, allí también comenzó a suceder esto. En Avalón el tiempo no fluye sin medida como en los sueños y en el país de las hadas, pero en verdad ha empezado a ralentizarse un poco. Allí vemos la luna y el sol de la Diosa y calculamos los ritos con las piedras del círculo, de modo que el tiempo nunca nos abandona por completo.
Pero no transcurre a la par del resto del mundo: aunque cabría pensar conociendo los movimientos del sol y de la luna, avanzaría igual que en el mundo exterior, no es así. En estos últimos años, cuando me refugiaba un mes en Avalón, al salir descubría que afuera había transcurrido toda una estación. Y hacia el final de aquellos años lo hacía con frecuencia, pues no tenía paciencia para presenciar lo que sucedía fuera. Y cuando la gente notó que me mantenía siempre joven se me creyó, más que nunca, hada o bruja.
Pero eso fue mucho, mucho después. Pues cuando oí el terrorífico grito de Cuervo, que corrió en el espacio abierto entre los mundos hasta llegar a mi mente, en aquel sueño intemporal del mundo de las hadas, me puse en marcha… pero no hacia Avalón.
E
n el mundo exterior, la luz del sol brillaba sobre el lago entre nubes caprichosas; a lo lejos resonaban las campanas. Con su tañido de fondo, Morgana no se atrevió a alzar la voz para pronunciar la poderosa palabra que convocaría a la barca; tampoco a asumir la forma de la Diosa.
Se contempló en la superficie espejada del agua. ¿Cuánto tiempo se había quedado en el país de las hadas? Parecían sólo dos o tres días, pero ahora, libre su mente de encantamientos, supo que había morado allí mucho tiempo, puesto que su buen vestido oscuro estaba raído allí donde tocaba el suelo; además, había perdido o tirado su daga. Algunas de las cosas que le habían sucedido allí, ahora le parecían sueños o locura y le encendían la cara de vergüenza. Sin embargo, con todo aquello se mezclaban recuerdos de la música más dulce que hubiera oído jamás, salvo en las fronteras de la Muerte, al nacer su hijo. Recordaba el sonido de su voz al cantar, acompañándose con la lira de las hadas; nunca había cantado ni tocado tan bien. «Me gustaría regresar allí para siempre.» Y estuvo a punto de hacerlo, pero le atribulaba el despavorido grito de Cuervo.
Arturo, traicionar a Avalón, faltar al juramento por el que había recibido la espada en el sitio más sagrado para los druidas. Y Viviana, en peligro si salía de Avalón… Con lentitud, tratando de ordenar las cosas en su mente, Morgana recordó. Había partido de Caerleon pocos días antes, al parecer, al final del verano. Nunca llegó a Avalón. Y ahora cabía pensar que jamás lo haría. Contempló con tristeza la iglesia, en lo alto del Tor. Si lograba entrar furtivamente en Avalón por detrás de la isla… Pero esos caminos sólo la habían llevado al país de las hadas.
Se estremeció al recordar los huesos blanqueados de su caballo. Y al fijarse mejor notó que la iglesia del Tozal había sido ampliada, sin duda no podían haberlo hecho en un par de meses. Apretó las manos, atacada por un miedo súbito. «De algún modo tengo que averiguar cuántas lunas han pasado mientras vagaba con las doncellas de la señora… Pero no, no pudieron pasar más de dos noches; tres, a lo sumo…»
Sin que lo supiera, estaba al borde de una confusión que crecería interminablemente, sin aquietarse jamás. Y ahora, el recuerdo de aquellas noches la llenaba de temor y vergüenza; se estremecía al recordar aquellos placeres.
Pese al sol intenso había empezado a temblar. Ignoraba en qué estación del año se encontraba, pero entre los juncos había parches de nieve sin derretir. Y si Arturo había tenido tiempo de planear su traición a Avalón. su ausencia debía de haber durado más de lo que se atrevía a pensar.
Junto con su caballo había perdido cuanto llevaba consigo. Tenía los zapatos gastados, no contaba con provisiones y estaba sola en las orillas de un país hostil, lejos de cualquier sitio donde se la conociera como hermana del rey. Bien, no sería la primera vez que pasara hambre. Caminaría hasta la corte de Arturo; tal vez llegara a alguna aldea donde pudiera cambiar por pan sus servicios de partera.
Echó una última mirada anhelante a las orillas del otro lado. Si pudiera hablar con Cuervo para saber qué peligro los amenazaba… Abrió la boca para pronunciar la palabra, pero se echó atrás. No podía enfrentarse a Cuervo, que respetaba tan meticulosamente las leyes de Avalón y nunca había mancillado sus vestimentas sacerdotales. ¿Cómo presentarse ante ella con los recuerdos de lo que había hecho en el mundo exterior y en el país de las hadas?
Por fin, con la mirada borrosa por las lágrimas, volvió la espalda al lago para buscar el camino romano que llevaba hacia el sur, hacia Caerleon.
Pasó tres días en el camino antes de encontrarse con otro viajero. La primera noche durmió en una choza abandonada, sin cenar. Al día siguiente llegó a una granja donde sólo quedaba un cuidador de gansos medio lelo, que le permitió sentarse junto al fuego y que le dio un gran trozo de su pan en pago por arrancarle una espina del pie. Morgana había recorrido mayores distancias con menos alimento.
Pero ya cerca de Caerleon la horrorizó encontrar dos casas incendiadas por completo y las cosechas pudriéndose en el suelo. ¡Era como si los sajones hubieran pasado por allí! Entró en una de las viviendas, que parecía haber sido saqueada, pero en uno de los cuartos halló una vieja capa harapienta. Acentuaba su aspecto de mendiga, pero era abrigada, y era más penoso el frío que el hambre. Al atardecer oyó cloquear algunas aves en el patio abandonado: las gallinas, animales de costumbres, aún no habían aprendido que nadie les daría de comer. Morgana atrapó a una de ellas, le retorció el cuello y encendió la chimenea para asarla. Era tan vieja y dura que le costó masticarla pero estaba tan hambrienta que chupó los huesos como si fuera el más exquisito de los manjares. En uno de los cobertizos encontró unos pedazos de cuero, con los que envolvió los restos de la gallina. Si hubiera tenido un cuchillo habría podido remendar sus zapatos.
Cuando partió de la granja en ruinas, el umbral estaba cubierto de escarcha y una curva luna se demoraba en el cielo diurno. Al salir, con el zurrón lleno de carne fría y apoyándose en un grueso palo, oyó el cacareo de una gallina y buscó el nido. Se comió el huevo crudo, todavía caliente, y se sintió completamente satisfecha. Soplaba un viento frío y fuerte; caminó a buen paso, alegrándose de tener la capa, por raída y harapienta que estuviera. Ya muy avanzada la mañana, cuando empezaba a pensar en sentarse junto al camino para comer un poco de gallina fría, oyó un ruido de cascos que se aproximaba desde atrás.
Su primer pensamiento fue continuar andando, pero al acordarse de la granja en ruinas optó por esconderse tras una mata, al borde del camino. Si el viajero parecía inofensivo le pediría noticias; si no, permanecería oculta hasta que se perdiera de vista.
Era un jinete solitario, envuelto en una capa gris, montado en un caballo alto y flaco; iba solo, sin criados ni animales de carga, pero con un gran zurrón a la espalda. No, no era zurrón, sino su cuerpo, encorvado en la silla. Y entonces supo de quién se trataba.
—¡Arpista Kevin! —llamó, saliendo de su escondrijo.
Él frenó el caballo y la miró desde arriba, ceñudo, con la boca torcida en una sonrisa burlona. ¿O tal vez era efecto de sus cicatrices?
—No tengo nada para ti, mujer… —De pronto se interrumpió—. ¡Por la Diosa, si es la señora Morgana! ¿Qué hacéis aquí, señora. El año pasado se decía que estabais en Tintagel, con vuestra madre, pero cuando la gran reina viajó para darle sepultura descubrió que no estabais allí.
Morgana se tambaleó y tuvo que apoyarse en el palo.
—¿Mi madre… ha muerto? No lo sabía.
Kevin desmontó, apoyándose en el caballo hasta que hubo echado mano de su bastón.
—Sentaos, señora. ¿No lo sabíais? ¿Dónde habéis estado?
La noticia llegó hasta la misma Viviana, aunque ya está demasiado anciana y frágil para viajar.
«Quizá, cuando vi la cara de Viviana en el estanque del bosque, me estaba dando la noticia. Y yo no comprendí», pensó Morgana. El dolor le desgarraba el corazón. Su madre y ella se habían distanciado mucho; eso ahora la llenaba de angustia, como si volviera a ser la niña de once años que había llorado al abandonar su hogar. «Oh, madre, y yo sin saber nada.» Se sentó al borde del camino, con el rostro surcado de lágrimas.
—¿Cómo murió? ¿Lo sabéis?
—Creo que fue el corazón. Sucedió hace un año, en primavera. Por lo que sé, no fue más que lo natural a su edad.
Por un momento Morgana no pudo hablar. Con el pesar llegaba el pánico, pues resultaba obvio que había vivido fuera del mundo más tiempo del que creía. «Hace un año, en primavera», había dicho Kevin. Por lo tanto había pasado más de una primavera mientras habitaba en el país de las hadas, pues el verano que abandonó la corte de Arturo nada aquejaba todavía a Igraine. Ya no tenía que pensar en meses, sino en años. ¿Podría hacer que Kevin se lo dijera sin revelar dónde había estado?
—En el zurrón tengo vino, Morgana; os lo ofrezco, pero tendréis que sacarlo vos misma. Me cuesta caminar, hasta en las mejores circunstancias. Se os ve pálida y delgada. ¿Tenéis hambre? ¿Y cómo es que os encuentro en esta carretera, vestida como la más mísera mendiga?
Morgana buscó una respuesta en su mente.
—He vivido… en soledad, lejos del mundo. No sé cuánto tiempo llevo sin tratar con personas. Incluso he perdido la cuente de las estaciones.
—Bien lo creo —aseguró Kevin—. Hasta podría creer que no habéis sabido lo de la gran batalla.
—Veo que esta región ha sido incendiada.
—Oh, eso fue tres años atrás. —Morgana dio un respingo—. Algunas de las tropas del tratado faltaron a su juramento e invadieron este país, saqueando e incendiando. En aquella batalla, Arturo recibió una gran herida y pasó seis meses en cama —Interpretó mal la expresión afligida de Morgana—. Oh ya está muy bien, pero entonces no podía siquiera pisar el suelo Después, Gawaine bajó desde el norte con todos los hombres de Lot y tuvimos paz durante tres años. Y este último verano tuvo lugar la gran batalla de Monte Badon, en la que murió Lot. Fue una victoria que los bardos cantarán durante cientos de años. No creo que quede un jefe sajón vivo en todo el país, salvo los que consideran a Arturo su rey. Ahora tenemos paz.