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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (57 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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—No, no digas eso —protestó él con ternura—. Sé que triunfaremos. Tienes que rezar por nosotros día y noche, Ginebra. —Y se levantó, agregando—: No partiremos hasta el alba. Trataré de venir esta noche a despedirme, junto con tu padre, Gawaine y Lanzarote. ¿Podrás recibirlos?

Ginebra inclinó la cabeza.

—Haré lo que mi rey y señor mande. Pero ¿por qué te molestas en pedirme que rece, si no he podido convencerte de que cambies ese estandarte pagano por la cruz de Cristo? Dios no permitirá que un hijo tuyo reine sobre este país, porque no te decides a hacer de él un país cristiano.

Arturo le soltó la mano. Por fin dijo en voz queda:

—Mi querida señora, en el nombre de Dios, ¿eso crees?

Ella asintió con la cabeza, sin poder hablan y se limpió la nariz con la manga, como los niños.

—No creo, señora, que Dios obre así ni que le importe tanto cuál sea nuestra bandera. Pero si para ti es tan importante. —Tragó saliva—. No soporto verte tan afligida, Ginebra. Si enarbolo el estandarte de Cristo y la Virgen, ¿dejarás de llorar y rezarás por mí con toda el alma?

Ella levantó la cabeza transformada por una loca alegría.

—¡Oh, Arturo, he rezado tanto…!

—Así sea —suspiró el rey—. Te lo juro, Ginebra: sólo llevaré a la batalla tu estandarte de Cristo y la Virgen.

Sobre mis legiones no flameará otro símbolo. Amén.

Le dio un beso, pero Ginebra creyó verlo muy triste. Le estrechó las manos y se las besó; por primera vez las serpientes tatuadas no eran sino imágenes descoloridas; en verdad había sido una locura pensar que podían dañarla, a ella o a su hijo.

Arturo llamó a su escudero, que permanecía a la puerta, y le ordenó que llevara el estandarte para enarbolarlo sobre el campamento.

—Marchamos mañana al amanecer —dijo— y todos tienen que ver el estandarte con la Virgen y la cruz flameando sobre la legión de Arturo.

El escudero pareció sobresaltarse.

—Señor… Señor… ¿qué tengo que hacer con la enseña del Pendragón?

—Entregádsela al mayordomo para que la guarde donde sea. Marcharemos bajo la bandera de Dios.

Arturo dedicó a Ginebra una sonrisa sin alegría.

—Vendré a verte al atardecer, con tu padre y algunos parientes. Haré que mis mayordomos traigan comida para que cenemos aquí. Hasta entonces, querida esposa.

Y se fue.

Finalmente la pequeña cena se celebró en uno de los salones, pues la alcoba de Ginebra no habría podido albergar cómodamente a tantos. Las señoras se pusieron los mejores vestidos de que disponían y se peinaron con cintas; tras el lúgubre encierro de esas semanas, cualquier tipo de festejo era estimulante. El festín (aunque poco mejor que el rancho de los soldados) se sirvió en mesas de caballete. Casi todos los consejeros de Arturo estaban en Camelot, incluido el obispo Patricio, pero entre los invitados se contaban Taliesin, los reyes Lot y Uriens y el duque Marco de Cornualles, además de Lionel, el heredero de Ban de la baja Britania. Lanzarote encontró tiempo para sentarse junto a Ginebra y mirarla a los ojos con desesperanzada ternura.

—¿Estáis repuesta, mi señora? Estuve preocupado por vos.

—Y aprovechó las sombras para besarla: apenas un roce de suaves labios contra la sien.

También el rey Leodegranz, ceñudo y nervioso, fue a besarla en la frente.

—Lamento tu enfermedad, querida, y que hayas perdido a tu hijo. Pero Arturo tendría que haberte despachado hacia Camelot en una litera. ¡Ya ves que no has ganado nada quedándote!

—No tenéis que regañarla —intervino Taliesin, delicadamente—: Ya ha sufrido mucho, señor.

Elaine cambió de tema con tacto.

—¿Quién es el duque Marco?

—Un primo de Gorlois de Cornualles —respondió Lanzarote—. Ha pedido a Arturo que, si triunfamos en Monte Badon, le entregue Cornualles por casamiento con nuestra prima Morgana.

—¿Ese anciano? —exclamó Ginebra, espantada.

—Sería conveniente casar a Morgana con un hombre mayor, pues no tiene el tipo de hermosura que atrae a los más jóvenes —opinó Lanzarote—. Pero el duque Marco no la quiere para sí, sino para su hijo Tristán, uno de los mejores caballeros de Cornualles. —Y rió entre dientes—. Chismorrees de bodas cortesanas… ¿no hay otro tema de conversación?

—Bueno —dijo Elaine, audaz—, ¿cuándo nos hablaréis de vuestra boda, señor Lanzarote?

Él inclinó la cabeza con galantería, diciendo.

—El día que vuestro padre me ofrezca vuestra mano, señora Elaine. Pero es probable que quiera casaros con un hombre más rico. Y como mi señora ya tiene esposo… —Se inclinó ante Ginebra, pero ella vio tristeza en sus ojos.

Elaine, ruborizada, bajó la mirada. Arturo comentó:

—Invité a Pelinor, pero prefirió quedarse en el campamento con sus hombres, organizando la marcha. Mirad… —señalaba la ventana—. ¡Otra vez se encienden las lanzas boreales!

Lanzarote preguntó:

—Kevin, el arpista, ¿no cena con nosotros?

—Se lo pedí —respondió Taliesin—, pero dijo que no quería ofender a la reina con su presencia. ¿Habéis reñido, Ginebra?

Ella bajó la mirada.

—Cuando estaba enferma y dolorida le dije palabras duras Si lo veis, señor druida, ¿le diréis que le ruego me perdone?

—Creo que ya lo sabe —dijo delicadamente Merlín.

Y Ginebra se preguntó qué le habría dicho el arpista.

De pronto la puerta se abrió de par en par; Lot y Gawaine entraron a zancadas.

—¿Qué significa esto, mi señor Arturo? —inquirió el anciano—. El estandarte del Pendragón, que nos comprometimos a seguir, ya no flamea sobre el campamento. Entre las Tribus hay gran desasosiego. Decidme, ¿qué habéis hecho?

Arturo palideció a la luz de las antorchas.

—Sólo eso, primo: somos un pueblo cristiano y combatimos bajo el estandarte de Cristo y la Virgen.

Lot lo miró con gesto ceñudo.

—Los arqueros de Avalón hablan de abandonaros. Enarbolad vuestra bandera cristiana, si vuestra conciencia así lo exige, pero poned a su lado el estandarte del Pendragón, con las serpientes de la sabiduría, si no queréis que vuestros hombres se dispersen después de haber permanecido unidos durante esta horrible espera. ¿Queréis acaso perder tanta buena voluntad?

Arturo sonrió con nerviosismo.

—Haremos como el emperador que vio la señal en el cielo y dijo: «Con este signo conquistaremos.» Tú, Uriens, que enarbolas las águilas de Roma, tienes que conocer la leyenda.

—En efecto, mi rey —confirmó Uriens—. Pero ¿os parece prudente negar al pueblo de Avalón? Los dos llevamos las serpientes en las muñecas, como símbolo de una tierra más antigua que la cruz.

—Pero si logramos la victoria será una tierra nueva —intervino Ginebra—. Y si no, ya no importará.

Lot se volvió a mirarla con odio.

—Tenía que haberme imaginado que esto era obra vuestra, mi reina.

Gawaine, inquieto, se acercó a la ventana para observar el campamento.

—Veo a la gente pequeña deambulando entre sus fogatas: los de Avalón y los de vuestro país, rey Uriens. —Se acercó al rey—. Arturo, primo, oíd lo que os ruega el más antiguo de vuestros compañeros: enarbolad el estandarte del Pendragón para quienes deseen seguirlo.

Arturo vacilaba, pero le bastó echar una vistazo a los ojos refulgentes de Ginebra.

—Lo he jurado. Si sobrevivimos a la batalla nuestro hijo reinará sobre un país unido bajo el símbolo de la cruz. No he de prevalecer sobre la conciencia de nadie, pero como dicen las obradas Escrituras: «En cuanto a mí y a mi casa, serviremos al Señor.»

Lanzarote aspiró hondo y se apartó de Ginebra.

—Rey y señor mío: os recuerdo que soy Lanzarote del Lago y que honro a la Dama de Avalón. En su nombre, que fue amiga y benefactora vuestra, os ruego este favor: permitidme portar yo mismo a la batalla el estandarte del Pendragón. Así respetaréis vuestro juramento sin faltar al que hicisteis a Avalón.

Ginebra, viendo que Arturo dudaba, negó imperceptiblemente con la cabeza. Lanzarote consultó con la mirada a Taliesin. Tomando ese silencio como consentimiento, se encaminó hacia la salida a grandes pasos, pero Lot dijo:

—¡No, Arturo! Demasiado se habla ya de que Lanzarote es vuestro heredero y favorito. Si él lleva al Pendragón a la batalla, todos pensarán que lo habéis designado portador de vuestro estandarte. Y entonces habrá división en el reino: vuestra facción bajo la cruz y la de Lanzarote bajo el Pendragón.

El caballero se volvió hacia él con violencia.

—Vos portáis vuestro estandarte. También Leodegranz, y Uriens, y el duque Marco. ¿Por qué no puedo yo portar un estandarte por Avalón?

—Porque el Pendragón es el estandarte de toda Britania unida —explicó Lot.

Arturo suspiró.

—Tenemos que combatir bajo un solo estandarte y ése ha de ser la cruz. Lamento negarte algo, primo —dijo alargando una mano hacia él—, pero no puedo permitir esto.

Lanzarote apretó los labios, conteniendo visiblemente su enfado, y fue hacia la ventana. Detrás de él Lot dijo:

—Los hombres del norte dicen que son las lanzas sajonas a las que vamos a enfrentarnos, y que los cisnes salvajes están llorando, y que a todos nos esperan los cuervos…

Ginebra retenía firmemente la mano de su esposo.

—«Con este signo conquistaréis»… —murmuró.

Y Arturo le estrechó la mano.

—Aunque contra nosotros se congregaran, no solamente los sajones, sino todas las fuerzas del infierno, con mis compañeros no puedo fracasar, señora. Y con vos a mi lado, Lanzarote.

Por un momento el caballero permaneció inmóvil, aún colérica su expresión. Luego lanzó un profundo suspiro.

—Así sea, rey Arturo. Sin embargo… —Dudaba. Ginebra que estaba muy cerca de él, percibió el estremecimiento que !« recorría los miembros—. No sé qué dirán en Avalón cuando se enteren de esto, rey y señor mío.

Por un momento hubo en el salón un silencio absoluto. Las luces, las lanzas flamígeras del norte, centelleaban sobre ellos Luego, Elaine como bruscamente las cortinas, dejando afuera el augurio, y exclamó alegremente:

—¡Venid a cenar, señores! Si marcháis al combate al romper el día no lo haréis sin un buen festín. ¡Y hemos hecho lo posible por ofrecéroslo!

Pero una y otra vez, mientras comían, mientras Lot, Uriens y Marco hablaban de estrategia con Arturo, Ginebra sorprendió los ojos oscuros de Lanzarote. Estaban colmados de pesadumbre y temor.

13

C
uando Morgana abandonó la corte de Caerleon para visitar a su madre adoptiva en Avalón. procuró pensar sólo en Viviana, para no recordar lo que le había sucedido con Lanzarote. Revivirlo era como una quemadura de vergüenza: se le había ofrecido a la manera antigua, con toda franqueza, sólo para que él convirtiera su femineidad en una burla con esos juegos infantiles.

Una y otra vez lamentaba haberlo ofendido. Lanzarote era como la Diosa lo había hecho, ni mejor ni peor. Pero otras veces se sentía culpable; le escocía en la mente la vieja frase de Ginebra: «Pequeña y fea como el pueblo de las hadas.» Si hubiera tenido más para ofrecer, si hubiera sido hermosa como la reina… Y luego volvía a sentirse ofendida. Entre tales tormentos cruzó la verde región de las colinas. Y al fin sus pensamientos empezaron a concentrarse en lo que le esperaba en Avalón.

Había abandonado sin permiso la isla Sagrada, renunciando a su condición de sacerdotisa. Desde entonces se peinaba siempre con el pelo caído sobre la frente, para que nadie viera la pequeña media luna azul tatuada allí. Pero se detuvo en una aldea para cambiar un pequeño anillo por un poco de pintura azul, con la que realzó la marca desteñida.

«Todo esto me ha sucedido por faltar a mis votos a la Diosa.» Y entonces recordó lo que Lanzarote había dicho en su desesperación: que no había dioses ni diosas, pues éstos eran formas que la humanidad, en su terror, daba a lo que no podía explicar.

Pero aquello no disminuía su culpa. Había abandonado el modo de vivir y de pensar con el que estaba comprometida, olvidando las grandes corrientes y ritmos de la tierra. Había comido alimentos prohibidos a las sacerdotisas y quitado la vida a animales y plantas sin dar gracias a la Diosa por sacrificar una parte de sí por su bien. Se había entregado a un hombre sin tratar de conocer la voluntad de la Diosa en las mareas del sol por simple libertinaje. No, no era posible volver como si nada hubiera sucedido. Y mientras cabalgaba por las colinas, entre cereales maduros y lluvia fertilizante, su dolor iba en aumento, pues comprendía lo mucho que se había alejado de las enseñanzas de Viviana y Avalón.

«La diferencia es más profunda de lo que yo pensaba Hasta quienes labran la tierra, si son cristianos, adoptan un modo de vida que se aleja de Ella; creen que su Dios les ha dado el dominio sobre todo lo que brota y sobre todas las bestias del campo. Nosotros, en cambio, los habitantes de las colinas y los bosques, sabemos que es la naturaleza quien manda sobre nosotros. Todos estamos bajo el dominio de la Diosa, sin cuya misericordia seríamos estériles y moriríamos. Y aun cuando llega el momento de la esterilidad y la muerte, para que otros ocupen nuestro lugar, eso también es obra suya. No es sólo la Dama Verde de la tierra fructífera, sino también la Dama Oscura de la semilla que yace escondida bajo la nieve, del cuervo y el halcón que dan muerte, y hasta de los gusanos, que trabajan secretamente para destruir lo que ya ha cumplido su tiempo. E incluso es, al final. Nuestra Señora de la podredumbre, la destrucción y la muerte»…

Al recordar todas estas cosas Morgana pudo ver, por fin, que lo sucedido con Lanzarote era una pequeñez; el mayor pecado no estaba en él, sino en su corazón, que se había apartado de la Diosa. La herida sufrida por su orgullo era sólo una saludable purificación.

«La Diosa ajustará cuentas con Lanzarote a su modo y cuando corresponda. No soy yo quien debe decidir.» En aquel momento le pareció que no ver más a su primo era lo mejor que podía sucederle.

No, no podía volver a su papel de sacerdotisa elegida. Pero tal vez Viviana se apiadara de ella y le permitiera enmendar sus pecados. Se contentaría con vivir en Avalón, aun como criada o humilde campesina. Mandaría por su hijo, para que se criara en Avalón, entre los druidas, y jamás volvería a apartarse de las enseñanzas recibidas.

Por eso, al divisar el Tozal que se erguía, verde e inconfundible, sobre las colinas interpuestas, las lágrimas surgieron a torrentes. Volvía a su hogar y a Viviana; en el círculo de piedras rogaría a la Diosa que sus faltas fueran perdonadas, que se le permitiera volver a ese lugar del que había sido expulsada por su orgullo.

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