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Authors: Arthur Conan Doyle

Las memorias de Sherlock Holmes (7 page)

Holmes envió un telegrama breve y durante el resto del trayecto se recostó en el asiento, con el sombrero inclinado sobre la nariz para impedir que el sol le diera en el rostro. Nuestro cochero se detuvo delante de una casa que no se diferenciaba apenas de la que acabábamos de abandonar. Mi compañero le ordenó que esperase, y ya tenía el llamador en la mano cuando se abrió la puerta y un caballero joven y serio, vestido de negro y con un sombrero muy lustroso, apareció en el umbral.

—¿Está en casa la señorita Cushing? —preguntó Holmes.

—La señorita Sarah Cushing está gravemente enferma —dijo el joven—. Desde ayer padece síntomas muy graves de meningitis. Como médico suyo, no puedo asumir de ninguna manera la responsabilidad de permitir que nadie la visite. Yo le recomendaría que volviera dentro de diez días.

Se puso los guantes, cerró la puerta y se fue calle abajo.

—Bueno, lo que no se puede, no se puede —dijo Holmes jovialmente.

—Es posible que no pudiera, ni quisiera, decirle mucho.

—Yo no quería que me dijera nada. Sólo deseaba verla. Sin embargo, creo tener todo lo que quiero. Cochero, llévenos a algún hotel decente, donde podamos almorzar algo. Después nos dejaremos caer por la comisaría de policía para ver a nuestro amigo Lestrade.

Tomamos una agradable comida juntos, durante la cual Holmes no habló más que de violines, refiriéndome con gran júbilo cómo había comprado su propio Stradivarius, que valía por lo menos quinientas guineas, a un chamarilero judío de Tottenham Court Road por cincuenta y cinco chelines. Eso le llevó a Paganini, y durante una hora estuvimos delante de una botella de clarete mientras él me contaba anécdotas y más anécdotas de aquel hombre extraordinario. Cuando llegamos a la comisaría la tarde estaba ya muy avanzada y la deslumbradora y cálida luz se había atenuado hasta convertirse en un suave resplandor. Lestrade nos esperaba en la puerta.

—Hay un telegrama para usted, señor Holmes —dijo.

—¡Ajá! ¡Ahí está la respuesta! —abrió el telegrama, le echó un vistazo y, estrujándolo, se lo metió en el bolsillo—. Todo va bien —dijo.

—¿Ha descubierto usted algo?

—¡Lo he descubierto todo!

—¡Cómo! —Lestrade le miró asombrado—. Está usted bromeando.

—Jamás hablé más en serio en toda mi vida. Se ha cometido un crimen espantoso y creo haber puesto ya al descubierto todos sus pormenores.

—¿Y el criminal?

Holmes garabateó unas cuantas palabras en el reverso de una de sus tarjetas de visita y se la arrojó a Lestrade.

—Ahí tiene su nombre —dijo—. No podrá arrestarlo hasta mañana por la noche como muy pronto. Preferiría que no mencionara usted mi nombre en relación con el caso, ya que deseo que no me asocien más que con aquellos crímenes cuya solución presente alguna dificultad. Vamos, Watson.

Se fueron a grandes zancadas hacia la estación, dejando a Lestrade mirando todavía con cara satisfecha la tarjeta que Holmes le había arrojado.

—Este es un caso —dijo Sherlock Holmes esa noche mientras charlábamos y nos fumábamos sendos cigarros en nuestras habitaciones de Baker Street— en el que, como en las investigaciones que usted ha descrito bajo los títulos «Un estudio en escarlata» y «El signo de los cuatro», nos hemos visto obligados a razonar al revés, de los efectos a las causas. Le he escrito a Lestrade pidiéndole que nos proporcione los detalles que aún nos faltan, los cuales sólo conseguirá cuando haya puesto a buen recaudo a su hombre. Sin temor a equivocarse se puede confiar en él, pues, aun careciendo por completo de raciocinio, en cuanto comprende qué es lo que tiene que hacer es tan tenaz como un bulldog, y esta tenacidad es realmente lo que le ha hecho ascender dentro de Scotland Yard.

—¿Entonces el caso no está concluido todavía? —pregunté.

—En sus puntos fundamentales lo está realmente. Sabemos quién es el autor del repugnante asunto, aunque una de las víctimas se nos escape todavía. Claro que usted también habrá sacado sus propias conclusiones.

—Supongo que el hombre del que usted sospecha es Jim Browner, camarero de uno de los barcos de Liverpool.

—¡Oh!, es más que una sospecha.

—Pues yo no aprecio nada salvo vagos indicios.

—Para mí, por el contrario, no puede estar más claro. Repasemos los principales pasos dados hasta ahora. Abordamos el caso, como usted recordará, con la mente completamente en blanco, lo cual es siempre una ventaja. No habíamos concebido teoría alguna. Nos habíamos limitado a observar y a sacar conclusiones a partir de nuestras observaciones. ¿Qué fue lo primero que vimos?

«Una respetable y apacible dama, que parecía ajena a cualquier secreto, y un retrato que me reveló que ella tenía dos hermanas más jóvenes. Al instante se me ocurrió la idea de que la caja podía estar destinada a una de ellas. Deseché la idea hasta poder refutarla o confirmarla sin prisas. Luego fuimos al jardín, como usted recordará, y vimos el extraño contenido de la cajita amarilla.

«La cuerda era de esas que utilizan los veleros a bordo de los barcos y en seguida todo el asunto me olió a cosa de mar. Cuando observé que el nudo era de un tipo muy frecuente entre los marineros, que el paquete había sido enviado desde un puerto, y que la oreja del varón estaba perforada para llevar un pendiente, lo cual es mucho más corriente entre gente de mar que de tierra firme, tuve la certeza de que íbamos a encontrar a todos los actores de esta tragedia entre la marinería.

«Cuando me puse a examinar la dirección del paquete observé que iba dirigido a la señorita S. Cushing. Ahora bien, la hermana mayor se llamaba también, por supuesto, señorita Cushing, y aunque su inicial era asimismo una S, lo mismo podía pertenecer a cualquiera de las otras. En tal caso deberíamos haber comenzado nuestra investigación partiendo de una base completamente nueva. Por consiguiente entré en la casa con la intención de aclarar este punto. Estaba a punto de asegurar a la señorita Cushing mi convencimiento de que se había cometido una equivocación cuando, como usted recordará, me paré en seco. La verdad es que acababa de ver algo que me llenó de sorpresa y que a la vez limitaba enormemente el campo de nuestra pesquisa.

«Watson, usted es consciente, como médico, de que no hay parte del cuerpo humano que varíe tanto de un individuo a otro como la oreja. Cada oreja es, por regla general, completamente inconfundible y difiere de todas las demás. En el
Anthropological Journal
del año pasado encontrará usted dos breves monografías sobre el tema, escritas por mí. Por consiguiente, yo había examinado las orejas de la caja con ojos de experto, y me había fijado con detenimiento en sus peculiaridades anatómicas. Imagine, pues, mi sorpresa cuando al mirar a la señorita Cushing me di cuenta de que su oreja se correspondía exactamente con el apéndice de mujer que yo acababa de inspeccionar. No podía tratarse de una coincidencia. Presentaba el mismo acortamiento del pabellón, la misma curva amplia del lóbulo superior, la misma circunvolución del cartílago interno. Era en esencia la misma oreja.

«Desde luego comprendí inmediatamente la enorme importancia de aquella observación. Era evidente que la víctima tenía algún parentesco con ella, probablemente muy cercano. Empecé a hablarle de su familia y, como usted recordará, en seguida nos proporcionó algunos detalles sumamente valiosos.

«En primer lugar, su hermana se llamaba Sarah y hasta hace muy poco tiempo su dirección era la misma, de modo que era bastante evidente que se había producido un error y podía figurarse uno a quién iba dirigido en realidad el paquete.

«Luego tuvimos noticias de ese camarero, casado con la tercera hermana, y nos enteramos de que en un tiempo tuvo tal intimidad con la señorita Sarah, que esta se trasladó a Liverpool para estar cerca de los Browner, aunque una posterior pelea los había separado. Esta pelea había interrumpido cualquier clase de comunicación entre ellos durante varios meses, de modo que si Browner hubiese querido enviar un paquete a la señorita Sarah, indudablemente lo habría hecho a su antigua dirección.

«El asunto comenzaba ahora a resolverse a las mil maravillas. Nos habíamos enterado de la existencia de ese camarero, un hombre impulsivo, y apasionado —recuerde que dejó un empleo, aparentemente mucho mejor para estar cerca de su esposa—, propenso también a ocasionales excesos con la bebida. Teníamos motivos para creer que su esposa había sido asesinada, y que un hombre —presumiblemente marinero— había sido asesinado al mismo tiempo. En seguida pensamos en los celos como móvil del crimen. Pero ¿por qué enviaron a la señorita Sarah Cushing esas pruebas del delito? Probablemente porque durante su estancia en Liverpool ella había tenido algo que ver con que se produjeran los sucesos que desembocaron en tragedia. No sé si habrá notado que esa línea marítima hace escala en Belfast, Dublín y Waterford; de modo que, suponiendo que Browner hubiera cometido el delito, y que se hubiese embarcado inmediatamente en su vapor, el May Day, Belfast sería el primer lugar desde el que podría enviar por correo el terrible paquete.

«A estas alturas era también posible una segunda solución, y aunque a mí me parecía sumamente improbable, decidí aclararla antes de seguir adelante. Un amante rechazado podía haber matado al señor y la señora Browner, y la oreja de varón podría haber pertenecido al marido. Podían ponerse serios reparos a esta teoría, pero era concebible. Por tanto envié un telegrama a mi amigo Algar, de la policía de Liverpool, y le pedí que averiguase si la señora Browner estaba en casa, y si el marido había partido en el
May Day
. Luego seguimos hasta Wallington para visitar a la señorita Sarah.

«Tenía curiosidad, en primer lugar, por comprobar hasta qué punto se había reproducido en ella el tipo de oreja de la familia. Además podía proporcionarnos, desde luego, información de vital importancia, si bien no me sentía demasiado optimista al respecto. Debe de haberse enterado del suceso del día anterior, ya que en Croydon no se habla de otra cosa, y sólo ella podía saber a quién iba destinado el paquete. Si hubiese estado dispuesta a ayudar a la justicia probablemente se habría puesto ya en contacto con la policía. Sin embargo, era deber nuestro verla, evidentemente, de modo que fuimos a visitarla. Comprobamos que la noticia de la llegada del paquete —pues su enfermedad databa de esas fechas— le había producido tal impresión que le provocó meningitis. Estaba más claro que nunca que ella había comprendido toda su importancia, pero también era igual de claro que tendríamos que esperar algún tiempo para obtener de ella cualquier tipo de ayuda.

«Sin embargo, la verdad es que no dependíamos de su ayuda. Las respuestas a nuestras pesquisas nos esperaban en la comisaría de policía, a cuya dirección ordené a Algar que las enviara. Nada podía ser más concluyente. La casa de la señora Browner llevaba más de tres días cerrada, y las vecinas opinaban que ella se había marchado al sur para visitar a sus parientes. Se había comprobado en las oficinas de la compañía naviera que Browner había zarpado en el May Day, y yo calculo que debe llegar al Támesis mañana por la noche. Cuando llegue saldrá a su encuentro el obtuso aunque resuelto Lestrade, y no tengo la menor duda de que nos pondremos al corriente de los detalles que nos faltan.

Las expectativas de Sherlock Holmes no quedaron defraudadas. Dos días más tarde recibió un sobre voluminoso, que contenía un mensaje breve del detective y un documento escrito a máquina, que ocupaba varias páginas de papel de oficio.

—Lestrade lo atrapó sin problemas. Tal vez le interese escuchar lo que dice.

«Mi querido señor Holmes:

De conformidad con el plan que nos habíamos trazado para comprobar nuestras teorías (el «nos» me parece admirable, ¿verdad Watson?), fui al Muelle Albert ayer a las seis de la mañana y subí a bordo del May Day, que pertenece a la Liverpool, Dublín & London Steam Packet Company. Al solicitar información averigüé que había a bordo un camarero llamado James Browner, el cual se había comportado durante el viaje de manera tan insólita que el capitán se había visto obligado a relevarlo de sus obligaciones. Al bajar a su camarote lo encontré sentado encima de un cofre con la cabeza hundida entre las manos, meciéndose de un lado para otro. Es un tipo grande y fuerte, bien afeitado y muy moreno; algo parecido a Aldridge, el que nos ayudó en el asunto de la falsa lavandería. Se levantó de un salto al enterarse del motivo de mi visita. Yo tenía ya el silbato en los labios para llamar a una pareja de la policía fluvial, que había a la vuelta de la esquina, pero él no parecía tener ánimos y alargó las manos lo suficiente para que le pusiera las esposas. Lo llevamos a una celda, y a su cofre también, pues creíamos que podía haber en su interior algo que le incriminara; pero no encontramos nada a excepción de un gran cuchillo afilado, como el que suelen llevar la mayoría de los marineros.

Sin embargo, no nos hacen falta más pruebas, pues cuando lo llevamos a la comisaría pidió al inspector hacer una declaración, la cual fue tomada, por supuesto, por nuestro taquígrafo según él iba dictándola. Sacamos tres copias mecanografiadas, una de las cuales le incluyo. El asunto, como yo pensaba, ha resultado ser sumamente sencillo, pero le estoy muy agradecido por ayudarme en mi investigación. Le saluda atentamente,

G. Lestrade»

—¡Ejem! La investigación fue, en efecto, muy sencilla —observó Holmes—, pero no creo que ese fuera su parecer cuando nos llamó en su ayuda. No obstante, veamos lo que Jim Browner tiene que decir en su favor. Esta es su declaración, tal como la hizo ante el inspector Montgomery en la comisaría de policía de Shadwell, y tiene la ventaja de ser literal.

«¿Qué si tengo algo que decir? Claro que sí, tengo mucho que decir. Quiero confesarlo todo. Pueden ustedes ahorcarme, o dejarme en paz. Me importa un bledo lo que me hagan, les aseguro que no he pegado ojo desde que hice aquello, y no creo que vuelva nunca más a hacerlo hasta superar esta vigilia. A veces veo el rostro de él, pero sobre todo el de ella. Siempre tengo ante mí uno u otro. Él me mira con severidad y odio y, por el contrario, ella tiene en el rostro una expresión como de sorpresa. ¡Ay, pobre criatura! No es raro que se sorprendiera al leer su sentencia de muerte en un rostro en el que antes casi nunca había visto otra cosa que amor hacia ella.

Pero la culpa fue de Sarah, ¡y ojalá la maldición de un hombre destrozado arruine su vida y haga que se le pudra la sangre en las venas! No es que quiera justificarme. Sé que volví a entregarme a la bebida, pues soy un bestia. Pero ella me habría perdonado; se habría mantenido unida a mí tan íntimamente como el cabo al motón, si esa mujer no hubiera puesto los pies en nuestra casa. Pues Sarah Cushing me amaba —ese es el origen de todo el asunto—, me amó hasta que todo ese amor se transformó en un odio pernicioso cuando se enteró de que yo daba más importancia a la huella de mi esposa en el barro que a su propio cuerpo y alma.

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