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Authors: Arthur Conan Doyle

Las memorias de Sherlock Holmes (3 page)

—Perdone —dijo, volviéndose hacia el coronel Ross, que se había quedado mirándole, algo sorprendido—. Estaba soñando despierto —había en sus ojos cierto brillo y en sus maneras una contenida excitación que me convencieron, acostumbrado como estaba yo a sus actitudes, de que se había puesto sobre alguna pista, aunque no podía imaginar si la habría alcanzado.

—Quizá prefiera usted, señor Holmes, seguir directamente hasta la escena del crimen —dijo Gregory.

—Opto por quedarme unos momentos más aquí mismo y abordar una o dos cuestiones de detalle. Supongo que traerían aquí a Straker, ¿verdad?

—Sí, su cadáver está en el piso de arriba. Mañana tendrá lugar la investigación judicial.

—Llevaba algunos años a su servicio, ¿no es cierto, coronel Ross?

—Siempre vi en él a un excelente servidor.

—Dígame, inspector, harían ustedes, me imagino, un inventarío de todo cuanto tenía en los bolsillos al morir, ¿verdad?

—Si desea usted ver lo que se le encontró, tengo los objetos en el cuarto de estar.

—Me gustaría mucho.

Entramos en fila en la habitación delantera, y tomamos asiento en torno a una mesa central, redonda, mientras el inspector abría con llave un cofre cuadrado de metal y colocaba delante de nosotros un montoncito de objetos. Había una caja de cerillas vestas, un cabo de dos pulgadas de vela de sebo, una pipa A. D. P. de raíz de eglantina, una tabaquera de piel de foca que contenía media onza de Cavendish en hebra larga, un reloj de plata con cadena de oro, un lapicero de aluminio, algunos papeles y un cuchillo de mango de marfil y hoja finísima, recta, con la marca
«Weiss and Co. Londres
».

—Este es un cuchillo muy especial —dijo Holmes, cogiéndolo y examinándolo minuciosamente—. Como advierto en él manchas de sangre, supongo que se trata del que se encontró en la mano del difunto. Watson, con seguridad que este cuchillo es de los de su profesión.

—Es de la clase que llamamos para cataratas —le contesté.

—Eso me pareció. Una hoja muy fina destinada a un trabajo muy delicado. Artefacto raro para ser llevado por un hombre que había salido a una expedición peligrosa, especialmente porque no podía meterlo cerrado en el bolsillo.

—La punta estaba defendida por un disco de corcho, que fue hallado junto al cadáver —dijo el inspector—. La viuda nos dijo que el cuchillo llevaba ya varios días encima de la mesa de tocador y que lo cogió al salir de la habitación. Como arma, valía poca cosa; pero fue quizá lo mejor de que pudo echar mano en ese momento.

—Es muy posible. ¿Y qué papeles son ésos?

—Tres de ellos son cuentas de vendedores de heno, con su recibí. Otro es una carta con instrucciones del coronel Ross. Y éste otro es una factura de un modista por valor de treinta y siete libras y quince chelines, extendida por madame "
Lesurier"
de Bond Street, a nombre de William Darbyshire. La señora Straker nos ha informado de que el tal Darbyshire era un amigo de su marido, y que a veces le dirigían aquí las cartas.

—Esta madame Darbyshire era mujer de gustos algo caros —comentó Holmes, mirando de arriba abajo la cuenta—. Veintidós guineas es un precio bastante elevado para un solo vestido ¡Ea!, por lo visto, ya no hay nada más que ver aquí, y podemos marchar hasta el lugar del crimen.

Cuando salíamos del cuarto de estar, se adelantó una mujer que había estado esperando en el pasillo, y puso su mano sobre la manga del inspector. Tenía el rostro macilento, delgado, ojeroso, con el sello de un espanto reciente.

—¿Les han echado ustedes ya mano? ¿Los han descubierto ustedes? —exclamó jadeante.

—No, señora Straker; pero el señor Holmes, aquí presente, ha venido de Londres para ayudarnos, y haremos todo cuanto esté a nuestro alcance.

Holmes le dijo:

—Señora Straker, estoy seguro de haber sido presentado a usted hará algún tiempo en Plymouth, durante una garden party.

—No, señor. Está usted equivocado.

—¡Válgame Dios! Pues yo lo habría jurado. Llevaba usted un vestido de seda color tórtola, con guarniciones de pluma de avestruz.

—En mi vida he usado un vestido así —contestó la señora.

—Entonces ya no cabe duda —dijo Holmes.

Se disculpó y salió de la casa del inspector. Un corto paseo a través del páramo nos llevó a la hondonada en que fue hallado el cadáver. Las aliagas de las que había sido colgado el impermeable se hallaban al borde mismo del hoyo.

—Tengo entendido que esa noche no hacía viento —dijo Holmes.

—En absoluto; pero llovía fuerte.

—En ese caso, el impermeable no fue arrastrado por el viento, sino colocado ahí deliberadamente.

—Sí; estaba extendido sobre las aliagas.

—Eso me interesa vivamente. Veo que el suelo está lleno de huellas. Sin duda que habrán pasado por aquí muchos pies desde la noche del lunes.

—Colocamos aquí al lado un trozo de estera, y ninguno de nosotros pisó fuera de ella.

—Magnífico.

—Traigo en este maletín una de las botas que calzaba Straker, uno de los zapatos de Fitzroy Simpson y una herradura vieja de
Silver Blaze.

—¡Mi querido inspector, usted se está superando a sí mismo! Holmes echó mano del maletín, bajó a la hondonada y colocó la estera más hacia el centro. Después, tumbado boca abajo, y apoyando la barbilla en las manos, escudriñó minuciosamente el barro pataleado que tenía delante.

—¡Hola! —dijo de pronto—. ¿Qué es esto?

Era una cerilla vesta, medio quemada y tan embarrada que a primera vista parecía una astillita de madera.

—No me explico cómo se me pasó por alto —dijo el inspector, con expresión de fastidio.

—Era invisible, porque estaba sepultada en el barro. Si yo la he descubierto, ha sido porque la andaba buscando.

—¡Cómo! ¿Que esperaba usted encontrarla?

—Creí que no era improbable.

Holmes sacó del maletín la bota y el zapato comparó las impresiones de ambos con las huellas que había en el barro. Trepó acto continuo al borde de la hondonada y anduvo a gatas por entre los helechos y los matorrales.

—Sospecho que no hay más huellas —dijo el inspector—. Yo he examinado muy minuciosamente el suelo en cien yardas a la redonda.

—¡De veras! —dijo Holmes, levantándose—. No habría cometido yo la impertinencia de volver a examinarlo, si usted me lo hubiese dicho. Pero, antes de que oscurezca, quiero darme un paseíto por los páramos, a fin de poder orientarme mañana, y me voy a meter esta herradura en el bolsillo, a ver si me da buena suerte.

El coronel Ross, que había dado algunas muestras de impaciencia ante el método tranquilo y sistemático de trabajar que tenía mi compañero, miró su reloj.

—Inspector, yo desearía que regresase usted conmigo —dijo—. Quisiera consultarle acerca de varios detalles, y especialmente sobre si no deberíamos borrar a nuestro caballo de la lista de inscripciones para la copa, mirando por las conveniencias del público.

—No haga semejante cosa —exclamó Holmes con resolución—. Yo, en su caso, dejaría el nombre en la lista.

El coronel se inclinó, y dijo:

—Me alegro muchísimo de que me haya dado su opinión. Cuando haya terminado su labor, nos encontrará en la casa del pobre Straker, y podremos ir juntos en coche a Tavistock.

Regresó con el inspector, mientras Holmes y yo avanzábamos despacio por el páramo. El sol empezaba a hundirse detrás de los edificios de las cuadras de Capleton, y la dilatada llanura que se extendía ante nosotros estaba como teñida de oro, que se ensombrecía, convirtiéndose en un vivo y rojizo color marrón, en los sitios donde los helechos y los zarzales captaban la luminosidad del atardecer.

—Por este lado, Watson —dijo, por fin, Holmes—. Dejemos de lado por el momento la cuestión de quién mató a Straker, y ciñámonos a descubrir el paradero del caballo. Pues bien; suponiendo que se escapó durante la tragedia o después de ésta, ¿hacia dónde pudo ir? Los caballos son animales de índole muy gregaria. Abandonado este nuestro a sus instintos, o bien regresaría a King’s Pyland o se dirigiría a Capleton. ¿Qué razón puede haber para que lleve una vida selvática por los páramos? De haberlo hecho, con seguridad que alguien lo habría visto a estas horas. ¿Y qué razón hay también para que lo secuestren los gitanos? Esta gente se larga siempre de los lugares donde ha habido algún asunto feo, porque no quieren que la Policía les caiga encima con toda clase de molestias. Ni por asomos podían pensar en vender un caballo como éste. Correrían, pues, un grave peligro y no ganarían nada llevándoselo. Eso es evidente.

—¿Dónde está, pues, el caballo?

—He dicho ya que con seguridad marchó a King’s Pyland o a Capleton. Al no estar en King’s Pyland, tiene que estar en Capleton. Tomemos esto como hipótesis de trabajo, y veamos adónde nos lleva En esta parte del páramo, según hizo notar el inspector, el suelo es muy duro y seco; pero forma pendiente en dirección a Capleton, y desde aquí mismo se distingue que hay, allá lejos, una hondonada alargada, que quizá estaba muy húmeda la noche del lunes. Si nuestra hipótesis es correcta, el caballo tuvo que cruzar esa hondonada, y es en ésta donde debemos buscar sus huellas.

Mientras hablábamos, habíamos ido caminando a buen paso, y sólo invertimos algunos minutos en llegar a la hondonada en cuestión. Yo, a petición de Holmes, tiré hacia la derecha, siguiendo el talud, y él tiró hacia la izquierda; no habría andado yo cincuenta pasos cuando le oí lanzar un grito, y vi que me llamaba con la mano. Las huellas del caballo se dibujaban con claridad en la tierra blanduzca que él tenía delante, y la herradura que sacó del bolsillo ajustaba exactamente en ellas.

—Vea usted qué valor tiene la imaginación —me dijo Holmes—. Es la única cualidad que le falta a Gregory. Nosotros nos imaginamos lo que pudo haber ocurrido, hemos actuado siguiendo esa suposición, y resultó que estábamos en lo cierto. Sigamos adelante.

Cruzamos el fondo pantanoso y entramos en un espacio de un cuarto de milla de césped seco y duro. Otra vez el terreno descendió en declive, y otra vez tropezamos con las huellas. Perdimos éstas por espacio de media milla, pero fue para volver a encontrarlas muy cerca ya de Capleton. El primero en verlas fue Holmes, y se detuvo para señalarlas con expresión de triunfo en el rostro. Paralelas a las huellas del caballo, veíanse las de un hombre.

—Hasta aquí el caballo venía solo —exclamó.

—Así es. El caballo venía solo hasta aquí. ¡Hola! ¿Qué es esto?

Las dobles huellas cambiaron de pronto de dirección, tomando la de King’s Pyland. Holmes dejó escapar un silbido, y los dos fuimos siguiéndolas. Los ojos de Holmes no se apartaban de las pisadas, pero yo levanté la vista para mirar a un lado, y vi con sorpresa esas mismas dobles huellas que volvían en dirección contraria.

—Un tanto para usted, Watson —dijo Holmes, cuando yo le hice ver aquello—. Nos ha ahorrado una larga caminata que nos habría traído de vuelta sobre nuestros propios pasos. Sigamos esta huella de retorno.

No tuvimos que andar mucho. La doble huella terminaba en la calzada de asfalto que conducía a las puertas exteriores de las cuadras de Capleton. Al acercarnos, salió corriendo de las mismas un mozo de cuadra.

—Aquí no queremos ociosos —nos dijo.

—Sólo deseo hacer una pregunta —dijo Holmes, metiendo en el bolsillo del chaleco los dedos índice y pulgar—. ¿Será demasiado temprano para que hablemos con tu jefe, el señor Silas Brown, si acaso venimos mañana a las cinco de la mañana?

—¡Válgame Dios, caballero! Si alguno anda a esa hora por aquí, será él, porque es siempre el primero en levantarse. Pero, ahí lo tiene usted precisamente, y él podrá darle en persona la respuesta. De ninguna manera, señor, de ninguna manera; me jugaría el puesto si él me ve recibir dinero de usted. Si lo desea, démelo más tarde.

En el momento en que Sherlock Holmes metía de nuevo en el bolsillo la media corona que había sacado del mismo, avanzó desde la puerta un hombre entrado en años y de expresión violenta, que empuñaba en la mano un látigo de caza.

—¿Qué pasa, Dawson? —gritó— No quiero chismorreos. Vete a tu obligación. Ustedes..., ¿qué diablos quieren ustedes por acá?

—Hablar diez minutos con usted, mi buen señor —le contestó Holmes con la más meliflua de las voces.

—No tengo tiempo para hablar con todos los ociosos que aquí se presentan. Lárguense, si no quieren salir perseguidos por un perro.

Holmes se inclinó hacia adelante y cuchicheó algo al oído del entrenador. Este dio un respingo y se sonrojó hasta las sienes.

—¡Eso es un embuste! —gritó—. ¡Un embuste infernal!

—Perfectamente, pero ¿quiere que discutamos acerca de ello en público, o prefiere que lo hagamos en la sala de su casa?

—Bueno, venga conmigo, si así lo desea.

Holmes se sonrió, y me dijo:

—No le haré esperar más que unos minutos, Watson. ¡Ea! señor Brown, estoy a su disposición.

Antes de que Holmes y el entrenador reapareciesen pasaron sus buenos veinte minutos, y los tonos rojos se habían ido desvaneciendo hasta convertirse en grises. Jamás he visto cambio igual al que había tenido lugar en Silas Brown durante tan breve plazo. El color de su cara era cadavérico, brillaban sobre sus cejas gotitas de sudor, y le temblaban las manos de tal manera que el látigo de caza se agitaba lo mismo que una rama sacudida por el viento. Sus maneras valentonas y avasalladoras habían desaparecido por completo, y avanzaba al costado de mi compañero con las mismas muestras de zalamería de un perro a su amo.

—Serán cumplidas sus instrucciones. Serán cumplidas —le decía.

—No quiero equivocaciones —dijo Holmes, volviéndose a mirar; y el entrenador parpadeó al encontrarse con la mirada amenazadora de mi compañero.

—¡Oh, no, no las habrá! Estaré allí. ¿Quiere que lo cambie antes o después?

Holmes meditó un momento y de pronto rompió a reír.

—No, no lo cambie —dijo—. Le daré instrucciones por escrito a este respecto. Nada de trampas, o...

—¡Puede usted confiar en mí, puede usted confiar en mí!

—Usted actuará en ese día igual que si fuera suyo.

—Puede usted descansar en mí.

—Sí, creo que puedo hacerlo. Bueno, mañana sabrá usted de mí.

Holmes dio media vuelta, sin hacer caso de la mano temblorosa que el otro le tendió, y nos pusimos en camino para King’s Pyland.

—Rara vez he tropezado con una mezcla de fanfarrón, cobarde y reptil, como este maese Silas Brown —comentó Holmes, mientras caminábamos juntos a paso largo.

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