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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (7 page)

Estaban a medio camino de la casita cuando se sintieron lo bastante seguros para detenerse. Skye dio el alto y todos cayeron rendidos bajo un majestuoso pino, sin dejar de jadear. Nadie pudo articular palabra durante un buen rato, hasta que consiguieron recuperar el aliento y se aseguraron de que estaban enteros.

Risitas fue la primera en hablar, aunque sin demasiada fortuna.

—Me he dejado las margaritas en el campo.

Skye se levantó de golpe y le lanzó una mirada asesina.

—No vayas a matarla después de todo lo que hemos tenido que hacer para rescatarla —terció Jeffrey.

—De todas las cosas estúpidas que has dicho en tu vida, Risitas, ésta se lleva la palma.

—¿Cómo se te ha ocurrido meterte en ese campo? —preguntó Jane.

—Pensaba que habría caballos —contestó la pequeña examinando sus alas, que se habían rajado por varios lugares cuando Skye la había empujado por debajo del portón.

—Pues ya ves que no había caballos, idiota. Casi consigues que nos maten a todos.

—Y eso habría pasado de no ser por Jeffrey —añadió Jane, a la vez que el chico se ruborizaba y bajaba la vista—. Jeffrey, eres un verdadero héroe.

—Ya basta, Jane. Yo soy la MPD, así que me toca a mí darle las gracias —declaró Skye, poniéndose de pie y mirando al chico, que no pudo sino fijar la vista todavía más en el suelo—. Te doy las gracias en nombre de la familia Penderwick. A pesar de que te haya dado una patada cuando pasabas por debajo de la puerta detrás de mí, y a pesar de que haya provocado al toro mientras tú...

—¡Skye! —exclamó Jane.

La niña tardó unos segundos en concentrarse y prosiguió.

—Has actuado con valentía e inteligencia, y le has salvado la vida a Risitas. —Llegada a este punto, la MPD se vio obligada a tomar aire—. Me he comportado como una estúpida y te pido perdón, y ésta es mi verdadera disculpa, porque Rosalind y Jane escribieron la primera.

Skye alargó la mano. Jeffrey levantó la vista del suelo e hizo lo mismo. Entonces se dieron un apretón.

—Estremecidos por lo cerca que había estado la benjamina de perder la vida, los dos enemigos declararon una tregua —declamó Jane.

—Yo también quiero darle la mano —dijo Risitas.

Jeffrey se la estrechó y luego también a Jane, por si acaso.

De pronto, un estrépito procedente de un árbol cercano sobresaltó a todo el mundo.

—Habrá sido una ardilla —opinó el chico.

—Aun así; ¿crees que el toro sería capaz de derribar la puerta? —preguntó Jane.

—No —contestó Skye; sin embargo, miró a Jeffrey con incertidumbre.

—No —aseguró él.

—Creo que papá debería ir a comprobarlo —apuntó Risitas.

—¡Ni se te ocurra contarle nada de esto a papá! —exclamó Skye—. Ni siquiera a Rosalind.

—¿Por qué no?

—Porque entonces pensarán que Jane y yo no hemos cuidado bien de ti.

—Y es verdad.

—Prométenos que no se lo contarás —le pidió Jane.

—¿Podemos hacer lo del Honor de la Familia Penderwick?

—Eso es sólo para la familia, ya lo sabes —le recordó Skye, procurando señalar a Jeffrey sin que éste se percatara. Desde que ella y Rosalind habían llevado a cabo esa ceremonia después de haber leído un libro sobre una tal familia Bastable, sólo las Penderwick lo habían hecho o lo habían visto hacer.

—No pasa nada, ya me voy —dijo el chaval.

—No tiene por qué irse; me ha salvado la vida —remarcó Risitas—. Es un Penderwick honorifio.

—Se dice honorífico —la corrigió Jane.

—¿Qué opinas? —le preguntó Skye a Jane.

—¿Qué opinaría Rosalind? —le preguntó a su vez Jane a Skye.

—Teniendo en cuenta que se trata de una cuestión de vida o muerte, creo que estaría de acuerdo —contestó despacio—. Bien, Jeffrey, puedes quedarte y ver cómo lo hacemos, pero debes prometernos que no se lo explicarás a nadie, ni siquiera a Cagney.

—Vale.

—No, no; tienes que jurarlo —exigió Jane.

—Juro no contarle a nadie lo que estáis a punto de hacer.

—Así está mejor —dijo Skye, cerrando el puño y alargando el brazo—. Nosotras, las tres hermanas Penderwick menores, prometemos no contarle jamás a papá o a Rosalind lo de Risitas y el toro. Nos inventaremos una buena historia sobre cómo se han rasgado las alas de mariposa, y, aunque no diremos estrictamente la verdad, tampoco lo haremos con maldad, ya que Risitas ha aprendido la lección y nunca volverá a meterse en el campo del toro. ¿Entendido, Risitas?

—Entendido.

—Muy bien, ya he terminado.

Jane colocó su puño sobre el de Skye, y Risitas el suyo sobre el de Jane.

—¡Lo juramos por el Honor de la Familia Penderwick!

De golpe se oyó otro estrépito cerca, y todos comprendieron que era demasiado ruidoso para tratarse de una ardilla. Esa vez Jeffrey se cargó a Risitas al hombro y todos salieron disparados. En cuestión de segundos, ya no quedaba nadie bajo el pino.

Por lo tanto, nadie pudo ver al enorme, negro y temible perro, bueno, no tan temible, que llegó al cabo de unos instantes. El señor Penderwick se había equivocado con respecto al cerrojo del cercado. No era a prueba de perros, o por lo menos no a prueba de
Hound,
que con su particular capacidad de percepción extrasensorial había presentido que Risitas estaba en peligro y había huido de su corral.

No obstante, ¿dónde estaba su amiguita? El sabueso olisqueó alrededor del pino, desconcertado. Risitas acababa de estar allí.
Hound
levantó el morro y... ¡Bingo! ¡Ahí estaba su rastro! Aliviado, el perro fue siguiendo el olor de la chiquilla.

CAPÍTULO SEIS

Conejos y una larga escalera

A la mañana siguiente, después del desayuno, Risitas llevó a
Hound
al vallado para contarle su aventura con el toro. Como el pobre perro ya había tenido que oír la historia cuatro veces la noche anterior, prefirió hacer caso omiso de la chiquilla e intentar abrir el cerrojo de nuevo. Sin embargo, después de que se hubiese escapado, el señor Penderwick había solucionado el problema, por lo que
Hound
estaba atrapado.

Risitas acababa de llegar a la parte en que Jeffrey llamaba la atención del morlaco cuando el hijo de la señora Tifton hizo acto de presencia.

—Eh, Risitas. Juraste no contarle a nadie lo que pasó ayer.

La niña corrió hacia la puerta del redil y dejó entrar al chico, el cual se sacó una salchicha del bolsillo y se la entregó al perro.

—Hound
es distinto —se defendió—. Siempre se lo cuento todo.

—¿Qué le dijo Skye a Rosalind y a tu padre de las alas?

—Que me metí entre unas zarzas, que tuvisteis que ayudarme a salir, y que entonces se me rasgaron; pero Rosalind ya me las ha reparado.

—Pues ha hecho un buen trabajo —dijo Jeffrey después de inspeccionar los parches que Rosalind había cosido cuidadosamente en la delgada tela.

—Es que cuida de mí desde que mamá murió, cuando yo aún era un bebé.

—¿La echas de menos?

—Pues no, porque no me acuerdo de ella. Rosalind sí que la añora, y a veces por la noche la oigo llorar, pero no le digas a nadie que te lo he contado. Ahora tú tienes que contarme un secreto.

Jeffrey se inclinó y se pegó a la oreja de la chiquilla.

—Ayer, cuando me enfrenté al toro, estaba muerto de miedo, pero tampoco se lo cuentes a nadie.

—Vale —contestó Risitas dándole un apretón de manos.

Rosalind salió de la casita y fue hasta ellos.

—Buenos días, Jeffrey. Gracias por ayudar a mi hermana a salir de aquella zarza ayer.

—No hay de qué —respondió él, mirando por el rabillo del ojo a la pequeña, que dio un saltito sonriendo.

—Cagney nos ha invitado a Risitas y a mí a que conozcamos a sus conejos.

—Y como se asustan si ven a mucha gente, Jane y Skye no pueden venir, ¡ja, ja!

—Ya está bien, Risitas. Venga, es hora de irse.

—Siéntate y di adiós,
Hound
—le dijo la chiquilla al perro, imitando lo mejor que pudo a Skye cuando se ponía mandona. El sabueso se echó en el suelo boca arriba—.
¡Hound!
¡Ya me has oído!

Hound
ladró y se puso a agitar las patas en el aire, hasta que Rosalind abrió la puerta del cercado y sacó a su hermanita.

—Hasta luego, Jeffrey. Tenemos que irnos; no queremos llegar tarde a nuestra cita con Cagney —dijo la muchacha, dirigiéndose a Arundel Hall con Risitas detrás de ella.

Esa mañana, el jardinero había ido temprano a la casita de invitados para regar el rosal. Al mismo tiempo, Rosalind había salido para llenar el comedero de
Hound;
o eso había fingido. Lo que realmente deseaba era disculparse por todo el revuelo del día anterior. Estar a punto de quemar la casa y proferir insultos no era la imagen que la mayor de las hermanas Penderwick deseaba que la gente tuviera de su familia. No obstante, Cagney se echó a reír y dijo que aquello no tenía importancia, y que cuando tenía nueve años, él y su hermano no sólo habían prendido fuego al camión de su tío con un petardo, sino que, además, le habían echado la culpa a su hermana. Rosalind pensaba que Cagney era muy amable al intentar que se sintiera mejor, y se preguntó cómo es que nunca antes había reparado en cuánto le gustaba que los chicos llevasen gorra de béisbol. Entonces Risitas salió a buscarla, y el jardinero les preguntó si les apetecía conocer a sus conejos. La pequeña consiguió mantenerse lo bastante visible para responder afirmativamente, así que Cagney les dijo que pasaran por su apartamento a las diez de la mañana.

¡Por su apartamento! Rosalind nunca había estado en el apartamento de un chico mayor que ella. Mientras le decía a su hermana que se apresurara, se preguntaba cómo sería. Su amiga Anna, que tenía dos hermanos en la universidad, decía que todos los chicos eran unos desastrados, que lo llevaban en los genes, pero Rosalind no estaba tan segura. Le costaba imaginarse a su padre, por ejemplo, siendo tan marrano como los hermanos de Anna, que dejaban patatas fritas en el cajón de la ropa interior y bordes de pizza en la cama, incluso cuando era joven.

Rosalind y Risitas llegaron a la cochera a la hora convenida y dieron con la puerta mosquitera de la que Cagney les había hablado, junto a la cual había un letrero en que podía leerse:
«¡CUIDADO CON LOS CONEJOS!»

—Ya estamos —le dijo Rosalind a la pequeña.

Sin embargo, Risitas se había esfumado. La muchacha la encontró a la vuelta de la esquina, escondida detrás de un gran tonel lleno de geranios.

—He cambiado de opinión.

—Anda, cariño, Cagney no es un chico del que debas tener miedo —la animó Rosalind.

—Sí que lo es.

—Pues ya les ha hablado a los conejos de ti. Piensa en lo tristes que se pondrán si no te conocen.

—Diles que ya vendré otro día.

—Pero es que te están esperando ahora.

Risitas sabía lo que era sentirse decepcionada, como cuando Skye le prometió jugar a Peter Pan con ella y luego se olvidó, así que salió de detrás del barril y fue hasta la mosquitera con Rosalind. Entonces llamaron.

—¡Entrad y cerrad bien la puerta! —dijo Cagney.

Una vez dentro, a Rosalind le agradó y alivió encontrarse con un saloncito limpio y acogedor, junto al cual había una cocina pequeña pero ordenada. Recopiló detalles para la próxima carta que pensaba escribirle a Anna: había un sofá verde a cuadros escoceses, una pila de libros sobre la guerra de Secesión, media docena de gorras de béisbol colgadas una junto a la otra, y una fotografía enmarcada de Cagney jugando al baloncesto.

El jardinero salió de la cocina con un ramillete de perejil fresco. Si le perturbó ver que por detrás de las piernas de Rosalind emergían unas alas, no lo demostró en absoluto.

—Yaz
y
Carla
están bajo el sofá. Seguro que
Yaz
sale a comer perejil, pero no os sorprendáis si
Carla
se queda ahí escondida; es muy tímida.

Inmediatamente Rosalind oyó un leve suspiro detrás de ella. Se volvió, tomó a Risitas de la mano y, juntas, se estiraron en el suelo y miraron debajo del sofá.

Cagney se tumbó junto a Rosalind y acercó el perejil al mueble.

—¿Los veis?
Yaz
es el de color marrón moteado de blanco, y
Carla
es aquella cosita blanca y rechoncha que está detrás.

Al principio Rosalind sólo podía ver unas formas poco definidas, pero en cuanto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, consiguió distinguir dos pares de ojos brillantes y cuatro orejas que apuntaban en su dirección. Tal y como había augurado Cagney,
Yaz
no tardó en salir, desperezarse y... ¡bostezar! Luego atrapó un buen montón de perejil y empezó a mascarlo. Tan pronto lo acabó y se puso a comer más, Cagney le dio un golpecito a Rosalind en el brazo y señaló debajo del sillón. La pequeña y regordeta conejita se disponía a salir de su escondrijo.

—No va a dejar que
Yaz
se lo coma todo —apuntó.

Por una vez, sin embargo, resultó que
Carla
no estaba interesada en el perejil. Algo dentro de su cerebrito de coneja había detectado la presencia de un espíritu bondadoso en la sala. Sin más, se dirigió hacia Risitas, y al cabo de un par de saltos ya estaba restregando su suave naricilla en la mano de la niña. Aquello fue demasiado para
Yaz.
El perejil era una cosa, y ser el centro de atención, otra bien distinta, así que no tardó ni un segundo en ponerse a acariciar la otra mano de Risitas.

—¿Qué es lo que he hecho? —preguntó la chiquilla con un susurro, tan emocionada que le temblaban las alas.

—Quieren que les hagas mimos —contestó Cagney—. Es un gran honor. Nunca había visto a
Carla
acercarse así a alguien que no conociera.

Risitas se puso a acariciar a los conejillos;
Yaz
se había situado a su izquierda, y
Carla,
a su derecha.

—Mira, Rosalind, me adoran.

Rosalind y Cagney intercambiaron una sonrisa cómplice.

—Gracias —dijo ella.

—No hay de qué —respondió él.

Cuando Rosalind y Risitas se fueron al apartamento del jardinero a ver los conejos, Jeffrey fue en busca de Skye y Jane, y las encontró sentadas en el porche de la casita. Las chicas tenían delante un balón de fútbol completamente desinflado.

—¡Mira lo que ha hecho
Hound!
—se quejó Jane—. ¿Cómo voy a entrenar ahora con la pelota en estas condiciones?

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