Unas semanas después, sin haber librado combate alguno, el texto del acuerdo está listo: Federico se queda con Jerusalén, con un pasillo que la une a la costa, así como con Belén, Nazaret, los alrededores de Saida y la poderosa fortaleza de Tibnin, al este de Tiro. Los musulmanes siguen presentes en la Ciudad Santa, en el sector de Haram ash-Sharif, donde están agrupados sus principales santuarios. El 18 de febrero de 1229 firman el tratado Federico y el embajador Fajr al-Din en nombre del sultán. Un mes después, el emperador va a Jerusalén, a cuya población musulmana, salvo a algunos religiosos que tienen a su cargo los lugares de culto del Islam, ha evacuado al-Kamel. Lo recibe el cadí de Naplusa, Shams al-Din, que le entrega las llaves de la ciudad y le sirve, en cierto modo, de guía. El propio cadí cuenta esta visita.
Cuando el emperador, rey de los frany, vino a Jerusalén, me quedé con él como había pedido al-Kamel. Entré con él en Haram ash-Sharif donde recorrió las pequeñas mezquitas. Luego fuimos a la mezquita al-Aqsa, cuya arquitectura admiró, así como la Cúpula de la Roca. Le fascinó la belleza del púlpito y subió por sus escaleras hasta llegar arriba. Al bajar, me tomó de la mano y me llevó de nuevo hasta al-Aqsa. Allí encontró a un sacerdote que quería entrar en la mezquita, evangelio en mano. Furioso, el imperador empezó a increparlo rudamente: «¿Quién le ha traído a este lugar? ¡Por Dios, que si uno de vosotros vuelve a atreverse a poner los pies aquí sin permiso, le saco los ojos!» El sacerdote se alejó temblando. Aquella noche le pedí al almuecín que no llamara a la oración para no incomodar al emperador, pero éste, cuando fui a verlo al día siguiente, me preguntó: «Oh cadí, ¿por qué los almuecines no han llamado a la oración como suelen?» Le contesté: «Se lo he impedido yo por consideración hacia tu majestad.» «No habrías debido actuar así —me dijo el emperador— pues, si he pasado esta noche en Jerusalén, ha sido obre todo para oír la llamada del almuecín en la noche.»
Al visitar la Cúpula de la Roca, Federico lee una inscripción que dice: Salah al-Din purificó esta ciudad santa de los mushrikin. Esta expresión, que significa «asociacionistas» o incluso «politeístas», se refiere a los que asocian otras divinidades al culto del Dios único. En este contexto designa a los cristianos partidarios de la Trinidad. Haciendo como si lo ignorara, el emperador, con sonrisa divertida, les pregunta a sus anfitriones, a los que pone en un compromiso, quiénes serán esos «mushrikin». Unos minutos después, al ver una verja a la entrada de la Cúpula, se pregunta por su utilidad. «Es para impedir que entren los pájaros», le contestan. Ante sus pasmados interlocutores, Federico comenta, con una alusión que se refiere claramente a los frany: «¡Y pensar que Dios ha permitido que entren los cerdos!» El cronista de Damasco, Sibt Ibn al-Yawzi, que, en 1229, es un brillante orador de cuarenta y tres años, ve en estas reflexiones la prueba de que Federico no es ni cristiano ni musulmán, sino con toda seguridad ateo. Añade, fiándose de los testimonios de quienes han estado con él en Jerusalén, que el emperador era pelirrojo, calvo y miope; si hubiera sido un esclavo, no habría valido doscientos dirhems.
La hostilidad de Sibt hacia el emperador refleja el sentimiento de la mayoría de los árabes. En otra circunstancias, seguramente habrían apreciado la actitud amistosa del emperador para con el Islam y su civilización, pero los términos del tratado que ha firmado al-Kamel escandalizan a la opinión. En cuanto se conoció la noticia de la entrega de la Ciudad Santa a los frany —dice el cronista—, una auténtica tempestad recorrió todos los países del Islam. A causa de la gravedad del suceso, se organizaron manifestaciones públicas de duelo. En Bagdad, en Mosul, en Alepo, la gente se reúne en las mezquitas para denunciar la traición de al-Kamel. Sin embargo, es en Damasco donde la reacción es más violenta. El rey an-Naser me pidió que reuniera al pueblo en la mezquita mayor de Damasco —cuenta Sibt— para que contase lo que había pasado en Jerusalén. Yo no podía por menos de aceptar, pues me lo dictaban mis obligaciones para con la fe.
El cronista predicador sube al púlpito en presencia de una muchedumbre iracunda: lleva un turbante de seda negra en la cabeza: «La desastrosa nueva que ha llegado hasta nosotros nos ha roto el corazón. Nuestros peregrinos ya no podrán ir a Jerusalén, ya no se recitarán los versículos del Corán en sus escuelas. ¡Cuán grande es hoy la vergüenza de los dirigentes musulmanes!» An-Naser asiste en persona a la manifestación; entre él y su tío al-Kamel existe una guerra abierta, tanto más cuanto que en si momento en que éste le entrega Jerusalén a Federico, el ejército egipcio está imponiendo un riguroso sitio a Damasco. Para la población de la metrópoli siria, fuertemente unida en torno a su joven soberano, la lucha contra la traición del señor de El Cairo se convierte en un tema de movilización. La elocuencia de Sibt no bastará, in embargo, para salvar Damasco. Al-Kamel, que dispone de una aplastante superioridad numérica, sale vencedor de este enfrentamiento, consigue la capitulación de la ciudad y restablece, en provecho propio, la unidad del imperio ayyubí.
Ya en junio de 1229, an-Naser se ve obligado a abandonar su capital. Amargado, pero no desesperado, se lístala al este del Jordán, en la fortaleza de Kerak donde desempeñará el papel, durante los años de tregua, de símbolo de la firmeza frente al enemigo. Muchos damascenos permanecen afectos a su persona y numerosos militantes religiosos, defraudados por la política exageradamente conciliadora de los demás ayyubíes, conservan la esperanza gracias a este joven y fogoso príncipe que incita a sus pares a proseguir el yihad contra los invasores. ¿Quién que no sea yo —escribe— despliega todos sus esfuerzos para proteger al Islam? ¿Quién que no sea yo combate en cualquier circunstancia por la causa de Dios? En noviembre de 1239, cien días después de haber expirado la tregua, an-Naser, durante una incursión inesperada, se apodera de Jerusalén. En todo el mundo árabe hay una explosión de alegría. Los poetas comparan al vencedor con su tío abuelo Saladino y le dan las gracias por haber lavado así la afrenta causada por la traición de al-Kamel.
Sus apologistas no cuentan, sin embargo, que an-Naser se había reconciliado con el señor de El Cairo poco antes de la muerte de este último, en 1238, esperando sin duda que le devolviera de esa forma el gobierno de Damasco. Los poetas eluden también el hecho de que el príncipe ayyubí no intentó conservar Jerusalén después de haberla recuperado; como estimaba que era imposible defender la ciudad, se apresuró a destruir la torre de David, así como otras fortificaciones que acababan de construir los frany, antes de retirarse con sus tropas a Kerak. Podría decirse que el fervor no excluye el realismo político o militar. El ulterior comportamiento del dirigente maximalista no deja, sin embargo, de intrigar. Durante la inevitable guerra de sucesión que sigue a la desaparición de al-Kamel, an-Naser no duda en proponer a los frany una alianza contra sus primos. Para engatusar a los occidentales, reconoce oficialmente en 1243 su derecho sobre Jerusalén e incluso les ofrece retirar a los religiosos musulmanes de Haram alsh-Sharif. ¡Nunca había llegado al-Kamel a tanto en su compromiso!
Atacados por los mogoles —los tártaros— al este y por los frany al oeste, los musulmanes no se habían visto nunca en postura tan crítica. Sólo Dios puede aún socorrerlos.
I
BN
A
L-ATIR
El azote mogol
Los acontecimientos que voy a contar son tan horribles que durante años he evitado aludir a ellos. ¡No es tan fácil anunciar que la muerte ha caído sobre el Islam y los musulmanes! ¡Ay! Habría deseado que mi madre no me echara al mundo o, si no, haber muerto sin haber sido testigo de tantas desgracias. Si os dijeran un día que la Tierra no ha conocido jamás tal calamidad desde que Dios creó a Adán, no dudéis en creerlo, pues ésa es la estricta verdad. Entre los dramas más célebres de la historia, se cita generalmente la matanza de los hijos de Israel por Nabucodonosor y la destrucción de Jerusalén. Pero esto no es nada en comparación con lo que acaba de acontecer. No, hasta el fin de los tiempos nunca se verá una catástrofe de tal envergadura.
Nunca, en toda su voluminosa Historia perfecta, adopta Ibn al-Atir un tono tan patético. Su tristeza, su temor y su incredulidad se desencadenan página tras página, retrasando, como por superstición, el instante en que no queda más remedio que pronunciar el nombre de la plaga: Gengis Khan.
El auge del conquistador mogol ha comenzado poco después de la muerte de Saladino, pero hasta un cuarto de siglo después no han notado los árabes aproximarse la amenaza. Gengis Khan se ha dedicado primero a reunir bajo su autoridad a las diversas tribus turcas y mogolas de Asia central antes de lanzarse a la conquista del mundo. En tres direcciones: hacia el este, donde ha reducido a vasallaje y ha anexionado el imperio chino; hacia el noroeste, donde ha devastado Rusia y, luego, Europa oriental; hacia el oeste, donde ha invadido Persia. «Hay que arrasar todas las ciudades —decía Gengis Khan— para que el mundo entero vuelva a ser una inmensa estepa donde madres mogolas amamanten a hijos libres y felices.» De hecho, ciudades prestigiosas tales como Bujara, Samarcanda o Herat serán destruidas y sus habitantes quedarán diezmados.
De hecho, la primera incursión mogola en tierras del Islam coincidió con la invasión franca de Egipto de 1218 a 1221. El mundo árabe se sentía en aquel momento atrapado entre dos fuegos, lo que sin duda explica, en parte, la actitud conciliadora de al-Kamel en lo tocante a Jerusalén. Pero Gengis Khan había renunciado a aventurarse hasta el oeste de Persia. Tras su muerte, en 1227, a la edad de sesenta y siete años, la presión de los jinetes de las estepas sobre el mundo árabe había aflojado durante unos años.
En Siria, la plaga se manifiesta en un primer momento de forma indirecta. Entre las numerosas dinastías que los mogoles han aplastado a su paso está la de los turcos jawarizmanos, que, durante los años anteriores, y desde Irak hasta la India, han suplantado a los selyúcidas. El desmantelamiento de este imperio musulmán, que había tenido su momento glorioso, ha obligado a los restos de su ejército a huir lejos de los terribles vencedores, y así, un buen día llegan más de diez mil jinetes jawarizmanos a Siria, saqueando las ciudades, exigiéndoles tributos y participando como mercenarios en las luchas internas de los ayyubíes. En junio de 1244, estimándose lo bastante fuertes para instaurar su propio Estado, los jawarizmanos se lanzan al asalto de Damasco. Saquean las aldeas vecinas y destrozan los huertos del Ghuta, pero, incapaces, ante la resistencia de la ciudad, de llevar a cabo con éxito un sitio prolongado, cambian de objetivo y se dirigen súbitamente hacia Jerusalén, que ocupan sin esfuerzo el 11 de julio. La mayoría de la población franca salva la vida, pero saquean e incendian la ciudad. En un nuevo ataque contra Damasco, sin embargo, quedan diezmados, meses después, por una coalición de los príncipes ayyubíes, con gran alivio de todas las ciudades de Siria.
Esta vez los caballeros francos no volverán a recuperar Jerusalén. Federico, cuya habilidad diplomática había permitido a los occidentales izar la bandera de los cruzados sobre las murallas de la ciudad durante quince años, se desinteresa de la suerte de ésta. Ha renunciado a sus ambiciones orientales y prefiere ahora sus amistosísimas relaciones con los dirigentes de El Cairo. Cuando, en 1247, el rey de Francia, Luis IX, piensa en organizar una expedición contra Egipto, el emperador intenta disuadirlo de ello. Más aún, tiene informado con regularidad a Ayyub, hijo de al-Kamel, de los preparativos de la expedición francesa.
Luis llega a Oriente en septiembre de 1248, pero no se dirige inmediatamente hacia las costas egipcias, pensando que sería demasiado aventurado comenzar una campaña antes de la primavera. Se instala, pues, en Chipre esforzándose durante estos meses de tregua en realizar el sueño que va a obsesionar a los frany hasta finales del siglo XIII e incluso más adelante: llegar a una alianza con los mogoles para atrapar al mundo árabe en una tenaza. A partir de ese momento circulan con regularidad embajadores entre los invasores del Este y los del Oeste. A finales de 1248, Luis recibe en Chipre a una delegación que hace espejear ante sus ojos una posible conversión de los mogoles al cristianismo. Emocionado por tales perspectivas, se apresura a enviar como respuesta valiosos y piadosos regalos. Pero los sucesores de Gengis Khan no comprenden el sentido de su gesto. Tratando al rey de Francia como a un simple vasallo, le piden que les haga todos los años regalos de valor semejante. Este equívoco va a evitarle al mundo árabe, al menos de momento, un ataque concertado de sus dos enemigos.
Por tanto, los occidentales se lanzan en solitario al asalto de Egipto el 5 de junio de 1249 no sin que ambos monarcas hayan intercambiado, según las tradiciones de la época, estruendosas declaraciones de guerra. Ya te he hecho llegar —escribe Luis— numerosos avisos que no has tenido en cuenta. Ahora ya estoy decidido: voy a atacar tu territorio y no cambiaría de opinión ni aunque le jurases fidelidad a la Cruz. Los ejércitos que me obedecen cubren montes y llanuras, son copiosos como los guijarros del suelo y se encaminan hacia ti con las espadas del destino. Para ilustrar sus amenazas, el rey de Francia le recuerda a su enemigo algunos triunfos que los cristianos habían tenido el año anterior sobre los musulmanes de España: Hemos echado a los vuestros y los hemos perseguido como a rebaños de bovinos, hemos matado a los hombres, dejado viudas a las mujeres, capturado a las doncellas y a los jóvenes. ¿No os sirve esto de lección? La respuesta de Ayyub es del mismo tenor: Insensato, ¿has olvidado las tierras que ocupabais y que hemos conquistado en el pasado e incluso hace poco? ¿Has olvidado los daños que os hemos ocasionado? Aparentemente consciente de su inferioridad numérica, el sultán encuentra en el Corán la cita que lo tranquiliza: ¿Cuántas veces ha vencido una pequeña tropa a una grande con el permiso de Dios? Pues Dios está con los valientes. Y ello lo incita a avisar a Luis: No podrás evitar la derrota. Dentro de algún tiempo lamentarás amargamente la aventura en que te has empeñado.
Sin embargo, nada más comenzar la ofensiva, los frany consiguen un triunfo decisivo. Damieta, que había resistido valerosamente a la última expedición franca treinta años antes, se rinde esta vez sin combate. Su caída, que siembra el desconcierto en el mundo árabe, revela de forma brutal el extremo debilitamiento de los herederos del gran Saladino. El sultán Ayyub, inmovilizado por la tuberculosis, incapaz de tomar el mando de sus tropas, prefiere, antes que perder Egipto, volver a la política de su padre al-Kamel y le propone a Luis cambiar Damieta por Jerusalén. Pero el rey de Francia se niega a tratar con un «infiel» vencido y moribundo. Ayyub decide entonces resistir y hacer que lo lleven en litera a la ciudad de Mansurah, «la victoriosa», que edificó al-Kamel en el mismo lugar de la derrota de la anterior invasión franca. Desgraciadamente, la salud del sultán se deteriora por momentos. Presa de interminables accesos de tos, cae en coma el 20 de noviembre en el momento en que los frany, animados por la retirada de las aguas del Nilo, salen de Damieta para dirigirse a Mansurah. Tres días después muere sumiendo en gran confusión a los que lo rodean.