Mientras prosiguen estos contactos, el rey inglés prepara activamente el asalto final contra Acre. Totalmente aislada del mundo, la ciudad vive hambrienta. Sólo algunos nadadores excepcionales pueden llegar a ella, jugándose la vida. Baha al-Din narra la aventura de uno de estos comandos.
Se trata —especifica— de uno de los episodios más curiosos y más ejemplares de esta larga batalla. Había un nadador musulmán llamado Isa que tenía costumbre de bucear de noche por debajo de los barcos enemigos y de irrumpir del otro lado, donde lo esperaban los sitiados. Solía transportar, atados a la cintura, dinero y mensajes dirigidos a la guarnición. Una noche, que se había lanzado al agua con tres bolsas, que contenían mil dinares y varias cartas, lo localizaron y lo mataron. En seguida supimos que había sucedido una desgracia, pues Isa solía informarnos de su llegada soltando desde la ciudad una paloma que volaba hasta nosotros. Aquella noche no nos llegó señal alguna. Unos días después, unos habitantes de Acre que estaban junto al agua, vieron llegar un cuerpo a la orilla. Al acercarse, reconocieron a Isa el nadador que seguía llevando en la cintura el oro y la cera con que estaban protegidas las cartas. ¿Cuándo se ha visto a un hombre cumplir su misión incluso después de muerto con tanta fidelidad como si siguiera vivo?
El heroísmo de algunos combatientes árabes no es suficiente. La situación de la guarnición de Acre se está volviendo crítica. A principios del verano de 1191, las llamadas de los sitiados no son sino gritos de desesperación: «Estamos agotados y no tenemos más elección que capitular. Mañana mismo, si no hacéis nada por nosotros, pediremos que nos perdonen la vida y entregaremos la ciudad.» Saladino se sume en la depresión. Ha perdido ya toda ilusión en lo tocante a la ciudad sitiada y llora amargamente. Sus allegados temen por su salud y los médicos le mandan pociones para calmarlo. Pide a los heraldos que pregonen por todo el campamento que se va a lanzar un ataque en masa para liberar Acre. Pero sus emires no lo siguen. «¿Por qué —contestan— poner inútilmente en peligro a todo el ejército musulmán?» Los frany son tantos ahora y están tan sólidamente atrincherados que cualquier ofensiva sería suicida.
El 11 de julio de 1191, tras dos años de sitio, aparecen súbitamente en las murallas de Acre las banderas de los cruzados.
Los frany lanzaron un tremendo grito de alegría mientras que en nuestro campamento todo el mundo estaba aturdido. Los soldados lloraban y se lamentaban. En cuanto al sultán, estaba como una madre que acaba de perder a su hijo. Fui a verlo e hice lo posible por reconfortarlo. Le dije que a partir de ahora tenía que pensar en el futuro de Jerusalén y de las ciudades de la costa y ocuparse de la suerte de los musulmanes capturados en Acre.
Sobreponiéndose a su dolor, Saladino envía un mensajero a Ricardo para discutir las condiciones de la liberación de los prisioneros. Pero el inglés tiene prisa; totalmente decidido a aprovechar su éxito para lanzar una vasta ofensiva, no tiene tiempo de ocuparse de los cautivos, como tampoco lo tuvo el sultán cuatro años antes, cuando las ciudades francas caían entre sus manos unas tras otras. La única diferencia es que Saladino, al no querer el estorbo de los prisioneros, los había soltado, mientras que Ricardo prefiere exterminarlos. Reúnen ante los muros de la ciudad a dos mil setecientos soldados de la guarnición de Acre, junto con cerca de trescientas mujeres y niños de sus familias. Atados con cuerdas para que no formen más que una única masa de carne, quedan a merced de los combatientes francos que se ensañan en ellos con sus sables, sus lanzas, e incluso a pedradas hasta que cesan todos los gemidos.
Una vez resuelto este problema de forma expeditiva, Ricardo sale de Acre a la cabeza de sus tropas. Se dirige al sur, a lo largo de la costa, y su flota lo va siguiendo a corta distancia mientras Saladino toma un camino paralelo, por el interior. Hay numerosos enfrentamientos entre ambos ejércitos, pero ninguno es decisivo. El sultán sabe ahora que no puede impedir a los invasores que se hagan de nuevo con el control del litoral palestino y, menos aún, destruir su ejército. Su ambición se limita a contenerlos, a cerrarles, cueste lo que cueste, el camino de Jerusalén, cuya pérdida sería terrible para el Islam. Siente que está viviendo la hora más sombría de su trayectoria. Aunque está muy afectado, se esfuerza por preservar los ánimos de sus súbditos y de sus allegados. Ante estos últimos, reconoce que ha sufrido graves reveses, pero explica que él y su pueblo están allí para quedarse mientras que los reyes francos se limitan a participar en una expedición, que terminará tarde o temprano. ¿Acaso no ha dejado Palestina en agosto el rey de Francia tras haber asado cien días en Oriente? ¿No ha repetido el de Inglaterra, con frecuencia, que le corre prisa volver a su lejano reino?
Por otra parte, Ricardo intenta continuamente establecer contactos diplomáticos. En septiembre de 1191, cuando sus tropas acaban de conseguir algunos éxitos, sobre todo en la llanura costera de Arsuf, al norte de Jaffa, le insiste a al-Adel para llegar a un acuerdo rápido.
Ha muerto gente nuestra y gente vuestra —le dice en un mensaje—, el país está en ruinas y el asunto se nos ha ido por completo a todos de las manos. ¿No te parece que ya basta? En lo que a nosotros se refiere, sólo hay tres temas de discordia: Jerusalén, la cruz verdadera y el territorio.
En lo que a Jerusalén se refiere, es nuestro lugar de culto y nunca aceptaremos renunciar a ella aunque tengamos que luchar hasta el último hombre. En lo referente al territorio, querríamos que se nos devolviera el que está al oeste del Jordán. En cuanto a la cruz, no representa para vosotros más que un trozo de madera, mientras que para nosotros es de un valor inestimable. Que el sultán nos la devuelva y pongamos fin a esta agotadora lucha.
Al-Adel se remite en el acto a su hermano, que consulta a sus principales colaboradores antes de dictar su respuesta:
La Ciudad Santa es tan nuestra como vuestra: es incluso más importante para nosotros, pues hacia ella realizó nuestro profeta su milagroso viaje nocturno y en ella se reunirá nuestra comunidad el día del juicio final. Queda, pues, descartado que la abandonemos. Los musulmanes no lo admitirían nunca. En lo referente al territorio, siempre ha sido nuestro y vuestra ocupación es sólo pasajera. Habéis podido instalaros en él porque los musulmanes que entonces lo ocupaban eran débiles, pero, mientras dure la guerra, no os permitiremos disfrutar de vuestras posesiones. En cuanto a la cruz, representa una gran baza en nuestras manos y sólo nos separaremos de ella si conseguimos a cambio una importante concesión que favorezca al Islam.
La firmeza de ambos mensajes no debe engañarnos. Cada cual presenta sus exigencias máximas, pero está claro que no se ha cerrado la vía del acuerdo. De hecho, tres días después de este intercambio, Ricardo le hace al hermano de Saladino una propuesta muy curiosa.
Al-Adel me convocó —cuenta Baha al-Din— para informarme de los resultados de sus últimos contactos. Según el acuerdo que se estaba considerando, al-Adel se casaría con la hermana del rey de Inglaterra. Ésta estaba casada con el señor de Sicilia que había muerto. El inglés había traído, pues, consigo a su hermana a Oriente y proponía que se casara con al-Adel. La pareja residiría en Jerusalén. El rey le daría las tierras que están bajo su control, desde Acre hasta Ascalón, a su hermana que se convertiría en reina del litoral, del «sahel». El sultán le cedería sus posesiones del litoral a su hermano, que se convertiría en rey del sahel. Se les confiaría la cruz y se liberaría a los prisioneros de ambos bandos. Luego, al quedar establecida la paz, el rey de Inglaterra se volvería a su país allende los mares.
Está claro que a al-Adel le gusta la idea. Recomienda a Baha al-Din que haga todo lo posible para convencer a Saladino. El cronista promete poner gran empeño en ello.
Me presenté, pues, ante el sultán y le repetí lo que había oído. De entrada, me dijo que no veía inconveniente alguno, pero que pensaba que el propio rey de Inglaterra no aceptaría jamás tal arreglo y que sólo se trataba de una broma o de una trampa. Le pedí tres veces que confirmara su aprobación, cosa que hizo, volví, pues, donde estaba al-Adel para anunciarle la aprobación leí sultán. Se apresuró a enviar a un mensajero al campamento enemigo para transmitir la respuesta. ¡Pero el maldito inglés le mandó decir que su hermana se había puesto furiosa cuando le había hecho la propuesta: había jurado que nunca se entregaría a un musulmán!
Como había adivinado Saladino, Ricardo intentaba tenderle una trampa. Esperaba que el sultán rechazara el plan por completo, cosa que habría desagradado profundamente a al-Adel. Al aceptar, Saladino obligaba, por el contrario, al monarca franco a desvelar su doble juego. En efecto, desde hacía varios meses Ricardo se estaba esforzando por entablar unas relaciones excepcionalmente buenas con al-Adel; lo llama «hermano» y halaga su ambición para intentar utilizarlo contra Saladino. No era ésta una práctica desleal. Por su parte, el sultán utiliza métodos semejantes. Paralelamente a sus negociaciones con Ricardo, comienza unas conversaciones con el señor de Tiro, al-Markish Conrado, que mantiene unas relaciones muy tensas con el monarca inglés, pues sospecha que intenta arrebatarle sus posesiones. Llegará a proponerle a Saladino una alianza contra «los frany del mar». El sultán no toma esta oferta al pie de la letra, pero la utiliza para acentuar su presión diplomática sobre Ricardo que está tan exasperado con la política del marqués ¡que lo mandará asesinar meses después!
Al haber fracasado su maniobra, el rey de Inglaterra le pide a al-Adel que organice una entrevista con Saladino. Pero la respuesta de este último es la misma que dio unos meses antes:
Los reyes sólo se reúnen tras llegar a un acuerdo. De todas formas —añade—, no comprendo tu lengua y tú ignoras la mía y precisamos un traductor en quien confiemos ambos. Que este hombre sea un mensajero entre tú y yo. Cuando lleguemos a un acuerdo, nos reuniremos y la amistad reinará entre nosotros.
Las negociaciones van a prolongarse un año más. Atrincherado en Jerusalén, Saladino deja que corra el tiempo. Sus propuestas de paz son sencillas: cada cual se queda con lo que tiene; que los frany vayan, si lo desean, a realizar, sin armas, sus peregrinaciones a la Ciudad Santa pero ésta permanecerá en manos de los musulmanes. Ricardo, que está deseando volver a su país, intenta forzar la decisión encaminándose, en dos ocasiones, hacia Jerusalén pero sin llegar a atacarla. Para dar salida a la energía que le sobra, se dedica durante meses a construir en Ascalón una formidable fortaleza, pues piensa convertir esta ciudad en punto de partida de una futura expedición hacia Egipto. Nada más acabar la obra, Saladino exige que se desmantele piedra a piedra antes de firmar la paz.
En agosto de 1192, los nervios de Ricardo no resisten más. Se encuentra gravemente enfermo, numerosos caballeros lo han abandonado reprochándole el no haber intentado recuperar Jerusalén, lo acusan del asesinato de Conrado, sus amigos le apremian para que regrese sin tardanza a Inglaterra; no puede ya retrasar su partida. Casi suplica a Saladino que le deje Ascalón, pero la respuesta es negativa. Envía entonces un nuevo mensaje, repitiendo su petición y especificando que, si no se firma una paz adecuada antes de seis días,
se verá obligado a pasar el invierno aquí
. Este velado ultimátum hace sonreír a Saladino, que invita al mensajero a que se siente y le dice estas palabras: «Le dirás al rey que, en lo referente a Ascalón, no cederé. En cuanto a su proyecto de pasar el invierno en este país, creo que es algo inevitable, pues sabe que, :n cuanto se vaya, recuperaremos esta tierra de la que se ha apoderado. Incluso es posible que la recuperemos sin que se vaya. ¿Desea realmente pasar aquí el invierno, a dos meses de distancia de su familia y de su país, cuando está en la flor de la vida y puede gozar de los placeres de ésta? Yo puedo pasar aquí el invierno, y luego el verano, y luego otro invierno y otro verano, pues estoy en mi país, rodeado de mis hijos y de mi familia a quienes atiendo, y tengo un ejército para el verano y otro para el invierno. Soy un anciano al que ya no le interesan los placeres de la existencia. Me voy a quedar esperando, como hasta ahora, hasta que Dios le dé la victoria a uno de nosotros.»
Aparentemente impresionado por este lenguaje, Ricardo comunica en los días sucesivos que está dispuesto a renunciar a Ascalón. Y, a principios de septiembre de 1192, se firma una paz para cinco años. Los frany conservan la zona costera que va de Tiro a Jaffa y reconocen la autoridad de Saladino sobre el resto del territorio, incluida Jerusalén. Los guerreros occidentales, que han obtenido salvoconductos del sultán, se abalanzan hacia la Ciudad Santa para orar sobre el sepulcro de Cristo. Saladino recibe cortésmente a los más importantes, incluso los invita a compartir su mesa y les confirma su resuelta voluntad de preservar la libertad de culto. Sin embargo, Ricardo se niega a acudir, no quiere entrar como invitado en una ciudad donde se había prometido a sí mismo entrar como conquistador. Un mes después de la firma de la paz abandona la tierra de Oriente sin haber visto ni el Santo Sepulcro ni a Saladino.
Al final, el sultán ha triunfado en este penoso enfrentamiento con Occidente. Es cierto que los frany han recuperado el control de algunas ciudades y han conseguido, así, una tregua de casi cien años; pero nunca más volverán a ser una potencia capaz de dictarle su ley al mundo árabe. Ya no controlarán auténticos Estados, sólo asentamientos.
A pesar de este éxito, Saladino se siente maltrecho y algo empequeñecido. Ya no tiene nada que ver con el héroe carismático de Hattina. Se ha debilitado su autoridad sobre los emires, sus detractores son cada vez más virulentos y físicamente, se encuentra mal de salud; aunque es cierto que nunca ha tenido una salud excelente y se ha visto obligado desde hace varios años a consultar con regularidad a los médicos de la corte, tanto en Damasco como en El Cairo. En la capital egipcia, en especial, se ha hecho con los servicios de un prestigioso «tabid» judeoárabe, procedente de España, Musa Ibn Maimun, más conocido por el nombre de Maimónides. No por ello es menos cierto que durante los años más duros de la lucha contra los frany ha sufrido frecuentes ataques de paludismo, que lo han obligado a guardar cama durante largos días. Sin embargo, en 1192, no es la evolución de una enfermedad determinada lo que preocupa a sus médicos, sino un debilitamiento generalizado, una especie de envejecimiento prematuro que pueden comprobar cuantos se acercan al sultán. Saladino sólo tiene cincuenta y cinco años, pero también él siente que ha llegado el final de su existencia.