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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

Las aventuras de Huckleberry Finn (38 page)

BOOK: Las aventuras de Huckleberry Finn
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Pero Jim y yo estábamos consultándonos, y pensando, y al cabo de un minuto o así voy y digo:

—Dilo tú, Jim.

Y él dice:

—Bueno, esto es lo que me parece a mí, Huck: si fuera él al que estábamos liberando y le pegasen un tiro a uno de los muchachos, ¿diría él: «Adelante, salvadme y no penséis en un médico para salvar a ese otro»? ¿Haría eso el sito Tom Sawyer? ¿Diría eso? ¡Puedes apostar a que no! Bueno, entonces, ¿vas a decirlo, Jim? No, señor, yo no doy un paso fuera de aquí sin un médico; aunque tardemos cuarenta años.

Yo ya sabía que por dentro era blanco y calculaba que iba a decir lo que había dicho, así que ahora todo estaba bien y le dije a Tom que iba a buscar a un médico. Se puso a armar un jaleo, pero Jim y yo nos pusimos firmes y no quisimos ceder; así que él dijo que se apearía y que desamarraría la balsa él solo; pero no le dejamos. Después nos echó una bronca, pero no valió de nada.

Así que cuando me vio que estaba preparando la canoa dijo:

—Bueno, entonces, si tenéis que ir, os voy a decir lo que debéis hacer cuando lleguéis al pueblo. Cerráis la puerta y le vendáis los ojos al médico bien vendados y le hacéis jurar que sus labios están sellados; le dais una bolsa llena de monedas de oro y después lo sacáis y os lo lleváis haciéndole dar vueltas por todas las callejas en la oscuridad. Luego lo traéis aquí en la canoa, dando vuelta entre las islas, lo registráis y le quitáis la tiza y no se la devolvéis hasta que haya vuelto al pueblo, porque, si no, marcará la balsa con tiza para volverla a encontrar. Es lo que hacen todos.

Así que le dijimos que lo haríamos y nos marchamos, y Jim tenía que esconderse en el bosque cuando viera venir al médico hasta que volviera a marcharse.

Capítulo 41

E
L MÉDICO ERA VIEJO
; un anciano muy simpático y amable. Cuando lo desperté le dije que mi hermano y yo estábamos en la Isla Española de caza ayer por la tarde y habíamos acampado en un trozo de balsa que encontramos, pero que, hacia medianoche, debía de haberle dado un golpe a la escopeta mientras soñaba, porque se había disparado y le había dado en la pierna. Queríamos que fuese a curársela sin decir nada ni comentárselo a nadie, porque pretendíamos volver a casa aquella tarde para sorprender a la familia.

—¿De qué familia sois? —pregunta.

—De la familia Phelps, río abajo.

—Ah —dice, y al cabo de un minuto repite—: ¿Cómo dices que se pegó un tiro?

—Tuvo un sueño y se disparó —le respondí.

—Extraño sueño —comentó.

Así que encendió el farol, agarró el botiquín y nos pusimos en marcha. Pero cuando vio la canoa no le gustó; dijo que estaba muy bien para una persona, pero que no parecía segura para dos. Y yo voy y digo:

—Ah, no tenga usted miedo, señor, nos llevó a los tres con toda facilidad.

—¿Qué tres?

—Pues a mí y a Sid...
y
... y las escopetas; eso quería decir.

—Ah.

Pero puso el pie en la regala y la hizo moverse, meneó la cabeza y dijo que buscaría otra mayor. Pero todas estaban con cadena y candado, así que se metió en mi canoa y dijo que esperase hasta que volviera, o que si no podía seguir buscando, o que quizá más valiera que volviese a casa y preparase a la familia para la sorpresa, si es lo que quería. Pero le dije que no, así que le expliqué cómo encontrar la balsa y él se puso en marcha.

En seguida se me ocurrió una idea. Me dije: «¿Y si no puede arreglarle la pierna en dos patadas, como dice el dicho? ¿Y si le lleva tres o cuatro días? ¿Qué vamos a hacer? ¿Quedarnos esperando hasta que se lo cuente a alguien? No, señor; ya sé lo que voy a hacer. Esperaré, y cuando vuelva, si dice que tiene que volver, me iré con él aunque sea a nado, lo atamos y nos lo llevamos río abajo, y cuando Tom ya esté curado le pagamos lo que sea, o todo lo que tengamos, y después le dejaremos desembarcar».

Entonces me metí en un montón de leña para dormir algo, y cuando me desperté, el sol ya estaba bien alto. Salí corriendo a casa del médico pero me dijeron que se había ido por la noche y todavía no había vuelto. «Bueno», pensé, «parece que a Tom le va mal, así que me voy derecho a la isla». Y me puse en marcha, pero al dar la vuelta a la esquina casi me doy de frente con el tío Silas. Va y dice:

—¡Hombre, Tom! ¿Dónde has estado todo este tiempo, pillastre?

—No he estado en ninguna parte —dije—, más que a la caza del negro fugitivo con Sid.

—Bueno, ¿dónde habéis ido? —pregunta—. Tu tía estaba preocupada.

—Pues no tenía motivo —dije yo—, porque estaba muy bien. Seguimos a los hombres y a los perros, pero corrieron más que nosotros y nos perdimos, pero creímos que los habíamos oído en el agua, así que sacamos una canoa, los seguimos y cruzamos al otro lado, pero no los vimos; entonces seguimos ribera arriba hasta que nos cansamos, dejamos atada la canoa y nos quedamos dormidos, y no nos hemos despertado hasta hace una hora; entonces vinimos remando a ver qué pasaba y Sid ha ido a la oficina de correos a ver si se entera de algo y yo ando dando una vuelta a ver si consigo algo de comer antes de ir a casa.

Así que nos fuimos a la oficina de correos a buscar a «Sid», pero tal como yo sospechaba, no estaba allí; así que el viejo retiró una carta que le había llegado y nos quedamos esperando un rato más. Como Sid no apareció, el viejo dijo que nos fuéramos y que Sid volviera a casa a pie, o en la canoa, cuando terminase de hacer el tonto por el pueblo, pero que nosotros volveríamos en la carreta. No conseguí que me dejase quedarme a esperar a Sid, porque dijo que no serviría de nada, y tenía que volver con él para que la tía Sally viese que estábamos bien.

Cuando llegamos a casa, la tía Sally se alegró tanto de verme que se echó a reír y llorar al mismo tiempo mientras me abrazaba y me daba una de aquellas palizas suyas que ni se notaban, y luego dijo que a Sid le iba a hacer lo mismo cuando volviera a casa.

La casa estaba llena de agricultores y sus mujeres que habían ido a comer y que no paraban de hablar. La peor era la vieja señora Hotchkiss, que le daba a la sin hueso como una descosida. Va y dice:

—Bueno, hermana Phelps, he registrado esa cabaña por todas partes y creo que el negro estaba loco. Se lo he dicho a la hermana Damrell, ¿no es verdad, hermana Damrell? Le he dicho, está loco, con estas mismas palabras. Ya me habéis oído todos: está loco, es lo que digo; y es que se nota en todo. No hay más que ver esa piedra de molino, es lo que digo; que naide me diga que no está loco alguien que va y se pone a escribir todas las locuras en una piedra de molino, es lo que digo yo. Aquí a tal y tal persona se le partió el corazón, y tal y cual sufrió treinta y siete años, y todo eso: hijo natural de Luis no sé qué, y todas esas bobadas. Está chalado, eso es lo que yo digo y lo digo para empezar, en medio y para terminar: ese negro está loco; está loco; más loco que Naducobonosor, eso es lo que digo yo.

—Si no hay más que ver esa escala hecha de trapos, hermana Hotchkiss —dice la vieja señora Damrell—; ¿para qué dimonios iba a querer...

—Lo mismo que estaba yo diciendo hace un momento a la hermana Utterback, y si no que lo diga ella. Ella ha visto esa escala de trapos, es lo que digo yo; sí, miradla, eso es lo que digo yo; ¿qué iba a hacer con ella? La hermana Hotchkiss dice...

—Pero, cómo dimonios metieron esa piedra de molino allí? Y, ¿quién hizo el agujero? Y, ¿quién...?

—¡Es lo que digo yo, hermano Penrod! Estaba diciendo, pásame ese platito de melaza, por favor, estaba diciendo a la hermana Dunlap hace un minuto, ¿cómo metieron allí esa rueda de molino? Y sin ayuda, fijaos, ¡sin ayuda! Ahí está el asunto. No me digáis a mí, digo yo; tuvieron ayuda, digo yo, y mucha ayuda, eso es lo que digo yo; montones de ayuda, digo yo; a ese negro le han ayudado una docena, y lo que es yo, les daría de latigazos a todos los negros que hay aquí hasta averiguar quiénes fueron, eso es lo que digo yo; y, además, digo yo...

—¡Una docena dices! Ni cuarenta podrían haber hecho tantas cosas. No hay más que ver esos serruchos hechos con cuchillos de cocina y todo lo demás, el cuidado con que están hechos; no hay más que ver la pata de ese catre serrada con ellos, que es una semana de trabajo para seis hombres... No hay más que ver esa muñeca negra hecha de paja en la cama y no hay más que ver...

—¡Tienes toda la razón, hermano Hightower! Es lo que le estaba diciendo aquí al hermano Phelps. Dice, «¿qué le parece todo esto, hermana Hotchkiss?», dice. ¿Qué me parece qué, hermano Phelps?, digo yo. «¿Qué te parece la cama de ese catre serrada así?», dice él. ¿Que qué me parece?, digo yo. Lo que me parece es que no se ha serrado sola, digo yo; alguien lo ha hecho, digo yo; ésa es mi opinión, valga lo que valga; quizá no valga nada, digo yo, pero valga o no valga, es mi opinión, digo yo, y si a alguien se le ocurre otra mejor, digo yo, que la diga, digo yo, y nada más. Le digo a la hermana Dunlap, digo yo...

—Bueno, que me ahorquen, tiene que haber habido toda una pandilla de negros que se hayan pasado todas las noches de cuatro semanas para haber hecho tanto trabajo, hermana Phelps. No hay más que ver esa camisa; ¡toda llena hasta la última pulgada con esa escritura africana secreta hecha con sangre! Tiene que haber habido un montón de ellos todo el tiempo, o casi. Hombre, daría dos dólares porque alguien me la leyese, y en cuanto a los negros que la escribieron, les daría de latigazos hasta...

—¡Gente que lo ayudara, hermano Marples! Bueno, de eso podrías estar seguro si hubieras estado en esta casa de un tiempo a esta parte. Pero si robaban todo lo que podían, y eso que nosotros estábamos atentos todo el tiempo. ¡Robaron esa camisa del tendedero!, y en cuanto a la sábana con la que hicieron la escala, Dios sabe cuántas veces la robaron; y harina y velas y candelabros y cucharas y el calentador antiguo y casi mil cosas que ya ni recuerdo, mi vestido nuevo de calicó, y eso que yo y Silas y mi Sid y mi Tom estábamos vigilando todo el día y toda la noche, como os estaba diciendo, y ninguno pudimos ver ni oír nada de lo que hacían, y ahora, en el último minuto, se nos escapan en nuestras narices y nos engañan, y no sólo nos engañan a nosotros, sino también a los ladrones del territorio indio, y van y se escapan con ese negro sin que nadie les toque un pelo, ¡y eso con dieciséis hombres y veintidós perros persiguiéndolos justo cuando se escapaban! Os digo que en mi vida he oído cosa igual. Ni unos espíritus podían haberlo hecho mejor ni con más inteligencia. Y calculo que tienen que haber sido espíritus, porque vosotros ya conocéis a vuestros perros y no los hay mejores; ¡y esos perros no les encontraron la pista ni una vez! ¡Que me lo explique quien lo entienda! ¡A ver quién sería capaz de entenderlo!

—Bueno, la verdad es que...

—Por Dios santo, jamás...

—Dios me bendiga, no lo hubiera cre...

—Ladrones de casas, además de...

—Por Dios y todos los santos, a mí me daría miedo vivir en una...

—¡Miedo vivir! Hombre, si yo tenía tanto miedo que casi ni me atrevía a acostarme, ni a tenderme, ni a sentarme, hermana Ridgeway. Pero si es que robaban hasta... Dios mío, podéis imaginaros en qué estado me encontraba yo ayer a medianoche. ¡Os juro que tenía miedo de que se llevaran a alguien de la familia! Había llegado a un punto en que ya no podía ni razonar. Ahora de día, parece una bobada, pero me decía: «Ahí están mis dos pobrecitos chicos dormidos, ellos solitos en el piso de arriba, en ese cuarto», y de verdad os digo que me daba tanto miedo que subí las escaleras y los cerré con llave. Eso fue lo que hice, y lo que haría cualquiera. Porque, sabéis, cuando tiene una tanto miedo cada vez es peor porque la cabeza empieza a dejar de funcionarle a una, se le ocurren las cosas más absurdas, y con el tiempo llega una a pensar: «Supongamos que yo fuera un muchacho y estuviera ahí arriba con la puerta sin cerrar y fuese...» —Se calló con un aire como asombrado, y después volvió la cabeza lentamente, y cuando me miró a mí... me levanté y me fui a dar un paseo.

Me dije: «Podré explicar mejor cómo es que no estábamos esta mañana en la habitación si me voy a un lado y lo pienso un poco», y así lo hice. Pero no me atreví a irme muy lejos, porque me había mandado a buscar. Se fue haciendo tarde, se marchó toda la gente y entonces yo entré y le dije que a Sid y a mí nos habían despertado los gritos y los ruidos, y como la puerta estaba cerrada y queríamos ver lo que pasaba, bajamos por el pararrayos y los dos nos hicimos un poco de daño, así que no podríamos hacerlo más. Después fui a contarle todo lo que le había dicho antes al tío Silas, y entonces ella dijo que nos perdonaba y que de todas formas era lo lógico y lo que cabía esperar de unos muchachos, porque todos los chicos éramos unos locos, que ella supiera, y con tal de que no nos hubiera pasado nada, creía que era mejor sentirse agradecida de que estuviéramos vivos y bien y de seguir queriéndonos, en lugar de preocuparse por cosas que ya habían pasado. Me besó, me acarició la cabeza, se quedó muy pensativa y al cabo de un momento pega un salto y dice:

—¡Dios me bendiga, casi es de noche y todavía no ha llegado Sid! ¿Qué le habrá pasado a ese chico?

Ahí vi mi oportunidad, así que también yo di un salto y voy y digo:

—Voy al pueblo, a traerlo —digo.

—No, ni hablar —dice ella—. Te quedas donde estás; ya basta con que se pierda uno. Si no llega para la hora de cenar, irá tu tío.

Bueno, no llegó a la hora de cenar, así que inmediatamente después salió el tío.

Volvió hacia las diez un poco intranquilo: no había encontrado ni rastro de Tom. Tía Sally está muy intranquila; pero el tío Silas dijo que no había motivo, que eran cosas de muchachos y que éste aparecería por la mañana sano y salvo. Así que ella tuvo que callarse, pero dijo que en todo caso se quedaría sentada a esperarlo y dejaría una luz encendida para que pudiera verla.

Y después, cuando me fui a la cama, subió conmigo y trajo su vela, me arropó y me trató tan bien que me sentí un ruin, como si no pudiera mirarla a los ojos. Se sentó en la cama para quedarse charlando un rato largo conmigo y dijo que qué chico más espléndido era Sid; parecía como si no quisiera dejar de hablar de él, venga de preguntarme de vez en cuando si yo creía que se podría haber perdido o hecho daño, o quizá ahogado, y que ahora mismo podría estar sufriendo en alguna parte, o muerto, sin tenerla a ella para ayudarlo, mientras le caían las lágrimas en silencio, y yo le decía que Sid estaba bien y que seguro que volvería a casa por la mañana. Ella me apretaba una mano, o me daba un beso, y me pedía que lo repitiera y que no parase, porque le hacía mucho bien y lo estaba pasando muy mal. Cuando se iba a marchar me miró a los ojos muy fija y muy afectuosa, y va y dice:

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