Read Las aventuras de Huckleberry Finn Online
Authors: Mark Twain
Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico
—Pero Dios mío, nunca he visto una sorpresa igual. No te estábamos esperando a ti en absoluto, sino únicamente a Tom. Mi hermana nunca me dijo que fuera a venir más que él.
—Porque sólo pensó enviar a Tom —dijo él—, pero yo le supliqué y le supliqué y a última hora me dejó venir también; así que cuando bajábamos por el río, Tom y yo pensamos que sería una gran sorpresa que llegase él primero a la casa y después apareciera yo como de repente, haciéndome el desconocido. Pero nos equivocamos, tía Sally. Esta casa no es sana para los desconocidos.
—No, ni para los niños insolentes, Sid. Tendría que haberte dado una bofetada; sabe Dios desde cuándo no me llevaba una sorpresa así. Pero no importa, no me importa la forma: estoy dispuesta a aguantar mil bromas así con tal de que estéis aquí. ¡Menuda función habéis representado! No voy a negarlo, casi me quedo putrificada de asombro cuando me diste el beso.
Cenamos en aquel ancho pasaje abierto entre la casa y la cocina, y en la mesa había suficiente para siete familias y todo estaba caliente; nada de esa carne fibrosa y dura que se guarda en una fresquera en un sótano húmedo toda la noche y que por la mañana sabe igual que un pedazo de caníbal viejo y frío. El tío Silas rezó una acción de gracias muy larga, pero mereció la pena, y las cosas no se enfriaron ni pizca, como he visto que pasa montones de veces con ese tipo de interrupciones.
Pasamos toda la tarde hablando; Tom y yo estuvimos alerta todo el tiempo, pero no valió de nada, porque no dijeron ni palabra del negro fugitivo y nos daba miedo ser nosotros quienes sacáramos el tema. Pero aquella noche, a la hora de cenar, uno de los muchachos va y dice:
—Padre, ¿no podemos Tom y Sid y yo ir a ver la función?
—No —contestó el viejo—. Creo que no va a haberla, y aunque la hubiera no podríais ir, porque el negro fugitivo nos ha contado a Burton y a mí todo lo que pasa en esa función escandalosa, y Burton dijo que se lo iba a decir a la gente, así que creo que hemos echado del pueblo a esos gandules presumidos.
¡Así estaban las cosas! Pero no podíamos hacer nada. Tom y yo teníamos que dormir en la misma habitación y en la misma cama, así que como estábamos cansados nos despedimos y nos fuimos a acostar inmediatamente después de cenar, salimos por la ventana y bajamos por el pararrayos para ir al pueblo, pues no creía que nadie fuera a decirles ni palabra al reyy al duque, así que si no corría yo a avisarles, seguro que se iban a meter en un buen jaleo.
Por el camino Tom me contó que todo el mundo se había creído lo de mi asesinato y que padre había desaparecido en seguida y no había vuelto, y el jaleo que se armó cuando Jim se escapó, y yo le conté a Tom toda la historia de nuestros caraduras de «La Realeza Sin Par», y todo lo que me dio tiempo a contarle de nuestro viaje en balsa, y cuando llegamos al pueblo, hacia la parte del centro (serían ya las ocho y media), apareció un montón de gente corriendo con antorchas, dando gritos y aullidos y golpeando cacerolas y soplando en cuernos; nos hicimos a un lado para dejarlos pasar y vi que llevaban al rey y el duque montados en un rail, es decir, supe que eran el rey y el duque, aunque los habían embadurnado de alquitrán y plumas y no parecían seres de este mundo, sino una especie de plumeros monstruosos. Bueno, lamenté verlos y lo sentí por aquellos pobres sinvergüenzas, como si ya no pudiera tener nada contra ellos. Resultaba horrible contemplarlo. Los seres humanos pueden ser terriblemente crueles unos con otros.
Vimos que habíamos llegado tarde, que no podíamos hacer nada ya. Preguntamos a algunos de los rezagados qué había pasado y dijeron que todo el mundo había ido a la función con caras de inocentes y se habían quedado tan tranquilos y en silencio hasta que el pobre del rey estaba en medio de sus piruetas en el escenario; entonces alguien dio una señal y todo el público se levantó y se lanzó contra ellos.
Así que volvimos a casa y yo ya no me sentí tan orgulloso como antes, sino como encogido y avergonzado y como si tuviera la culpa, aunque no había hecho nada. Pero es lo que pasa siempre; no importa que uno haga las cosas bien o mal, porque la conciencia no tiene sentido común y siempre se le echa a uno encima pase lo que pase. Si yo tuviera un perro amarillo que no fuera más inteligente que la conciencia de las personas, lo envenenaría. Ocupa más espacio que todo lo demás, y sin embargo, no sé por qué, no vale para nada. Tom Sawyer dice lo mismo.
D
EJAMOS DE HABLAR
y nos pusimos a pensar. Al cabo de un rato Tom dice:
—Oye, Huck, ¡somos tontos de no haberlo pensado antes! Te apuesto a que sé dónde está Jim.
—¡No! ¿Dónde?
—En aquella cabaña que hay junto a la de la cal viva. Escucha una cosa: cuando estábamos comiendo, ¿no viste que un negro iba a llevar algo de comida?
—Sí.
—¿Para quién te crees que era la comida?
—Para un perro.
—Yo también. Bueno, no era para un perro.
—¿Por qué?
—Porque también llevaba una sandía.
—Es verdad, ya lo vi. Mira que no habérseme ocurrido que los perros no comen sandías. Eso demuestra que uno puede ver las cosas y no verlas al mismo tiempo.
—Bueno, el negro abrió el candado al entrar y lo volvió a cerrar al salir. Cuando nos levantamos de la mesa le devolvió al tío una llave, y te apuesto a que era la misma. La sandía indica que es un hombre; la cerradura, que está preso, y no es probable que haya dos presos en una plantación tan pequeña donde toda la gente es tan buena y tan amable. El preso es Jim. Muy bien, me alegro de haberlo averiguado como los detectives; de otra forma no me gustaría. Ahora tienes que empezar a pensarlo y estudiar un plan para robara Jim; yo estudiaré otro y seguiremos el que más nos guste.
¡Qué cabeza para no ser más que un muchacho! Si yo tuviera la cabeza de Tom Sawyer, no la cambiaría por ser duque, ni piloto de un barco de vapor, ni payaso de circo, ni nada que se me pueda ocurrir. Me puse a pensar un plan, pero sólo por hacer algo. Sabía muy bien de dónde iba a venir el mejor plan. En seguida Tom va y dice:
—¿Listo?
—Sí —respondí.
—Bueno, cuéntamelo.
—Mi plan es éste —dije—. Podemos enterarnos fácil de si es Jim el que está ahí. Después, mañana por la noche saco mi canoa y traemos mi balsa de la isla. A la primera noche ocura que tengamos le sacamos la llave de los pantalones al viejo cuando se vaya a la cama y nos vamos río abajo con Jim, escondiéndonos de día y navegando de noche, como hacíamos antes Jim y yo. ¿No funcionaría ese plan?
—¿Funcionar? Claro que funcionaría, como dos y dos son cuatro. Pero es demasiado sencillo; no dice nada. ¿De qué nos vale un plan que no plantee ningún problema? Resulta demasiado soso. Hombre, Huck, no crearía más sensación que si fuera un robo en una fábrica de jabón.
No dije nada, porque no esperaba nada diferente, pero sabía muy bien que cuando él tuviera su plan listo, no se le podría hacer ninguna de esas objeciones.
Y así pasó. Me dijo lo que era y en un momento comprendí que valía por quince de los míos en cuanto a elegancia, y que dejaría a Jim igual de libre que mi plan, y que además podrían matarnos a todos. Así que me quedé muy contento y dije que podíamos ir adelante con él. No necesito contar aquí lo que era porque sabía que iría cambiando. Sabía que lo cambiaría a cada momento según fuéramos avanzando, metiendo nuevas aventuras en cuanto tuviera una oportunidad. Y así lo hizo.
Bueno, había una cosa de la que no cabía duda, y era que Tom Sawyer hablaba en serio y que efectivamente iba a ayudar a robar al negro para liberarlo. Aquello era lo que me dejaba asombrado. Se trataba de un chico que era respetable y bien criado y que tenía una reputación que perder, y allá en casa tenía familia también con reputación, y era listo y no un atontado, y sabía cosas, no era un ignorante, y no era mezquino sino amable, y sin embargo ahí estaba sin ningún orgullo ni santurronerías ni sentimientos, dispuesto a meterse en un asunto así y a llenarse de vergüenza y llenar de vergüenza a su familia, delante de todo el mundo. Yo no podía comprenderlo en absoluto. Era absurdo y comprendía que tendría que decírselo y demostrarle que era buen amigo suyo y dejar que lo abandonara donde estaba y se salvara. Y empecé a decírselo, pero me hizo callar y respondió:
—¿Te crees que no sé lo que hago? ¿No sé lo que hago en general?
—Sí.
—¿No he dicho que iba a ayudar a robar al negro?
—Sí.
—Pues eso.
No dijo más y yo tampoco. Ya no valía la pena, porque cuando decía que iba a hacer algo siempre lo hacía. Pero aunque no entendía cómo estaba dispuesto a meterse en una cosa así, lo dejé y no me volví a preocupar de aquello. Si estaba decidido a hacerlo, yo no podía evitarlo.
Cuando volvimos, la casa estaba toda apagada y en silencio, así que fuimos a la cabaña junto a donde estaba la cal viva para examinarla. Cruzamos el patio para ver lo que hacían los perros. Ya nos conocían y no hicieron más ruido que cualquier perro de campo cuando aparece alguien por la noche. Cuando llegamos a la cabaña miramos por la parte de delante y por los dos lados, y del que yo no conocía (que daba al norte) vimos el agujero cuadrado de una ventana, bastante alto, con una sola plancha de madera clavada. Voy y digo:
—Esto está muy bien. Ese agujero es lo bastante grande para que Jim salga por él si arrancamos la tabla. Y va Tom y dice:
—Eso es más sencillo que andar a pie y más fácil que engañar a un tonto. Yo díría que podemos encontrar una forma algo más complicada, Huck Finn.
—Bueno, entonces —respondí—. ¿Qué te parece si hacemos un agujero entre los troncos como aquella vez que me asesinaron?
—Eso ya es algo —dijo—. Resulta misterioso, complicado y está bien, pero seguro que podemos encontrar algo que dure por lo menos el doble. No hay prisa, vamos a seguir mirando.
Entre la cabaña y la valla, por el lado de atrás, había un cobertizo pegado a la cabaña por la parte del tejado y hecho de planchas de madera. Era igual de largo que la cabaña, pero estrecho: sólo unos seis metros de ancho. La puerta estaba del lado sur y tenía un candado. Tom fue al caldero del jabón y anduvo buscando, y volvió con esa cosa de hierro con que levantan la tapadera, así que hizo saltar una de las agarraderas del candado. Se cayó la cadena, abrimos la puerta y entramos, la cerramos y al encender una cerilla vimos que el cobertizo sólo estaba construido junto a la cabaña, sin paso hacia ella, que no tenía un suelo, y no había nada más que unas cuantas azadas y palas oxidadas, unos picos y un arado roto. Se apagó la cerilla y nosotros nos fuimos y volvimos a poner la agarradera, de forma que la puerta quedó cerrada igual de bien que antes. Tom estaba encantado, y va y dice:
—Ahora todo está en orden. Lo vamos a sacar por un túnel. ¡Nos llevará una semana!
Después fuimos a la casa y yo entré por la puerta trasera (no hay más que tirar de una cuerda de cuero, porque allí no cierran las puertas), pero a Tom Sawyer no le pareció lo bastante romántico, y lo único que le valía era subir trepando por el pararrayos. Pero después de trepar hasta la mitad tres veces y fallar y caerse las tres, y en la última casi romperse la cabeza, pensó que mejor sería renunciar, pero después de descansar decidió que lo intentaría una vez más a ver cómo le iba, y esa vez logró llegar.
Por la mañana nos levantamos al amanecer y bajamos a las cabañas de los negros para acariciar a los perros y hacernos amigos del negro que le llevaba la comida a Jim, si es que era a Jim al que se la llevaba. Los negros acababan de terminar de desayunar y empezaban a ir a los campos, y el negro de Jim estaba llenando una escudilla de metal con pan y carne y otras cosas, y mientras los otros se marchaban le llevaron la llave de la casa.
El negro tenía cara de buenos amigos, muy sonriente, y llevaba el pelo todo atado en ricitos con pedazos de hilo. Era para alejar a las brujas. Dijo que aquellas noches las brujas se lo estaban haciendo pasar muy mal y haciéndole ver todo género de cosas raras y oír todo género de palabras y ruidos raros, y que según creía nunca había estado tanto tiempo embrujado en toda su vida. Se puso tan nervioso hablando de sus problemas que se olvidó de todo lo que tenía que hacer. Entonces Tom le dijo:
—¿Para quién es esa comida? ¿Vas a darles de comer a los perros?
El negro empezó a sonreír lentamente hasta que se le llenó la cara, como cuando se tira un ladrillo a un charco de barro, y dijo:
—Sí, señorito Sid, a un perro. Un perro muy curioso. ¿Quiere venir a verlo?
—Sí.
Le di un golpe a Tom y le dije en voz baja:
—¿Vas a ir ahí al amanecer? Ése no era el plan.
—No, no lo era, pero ahora sí es el plan.
Así que, maldita sea, allí fuimos, pero no me gustó lo más mínimo. Cuando llegamos casi no se veía nada de oscuro que estaba, pero allí estaba Jim, sin duda alguna, y nos podía ver, y gritó:
—¡Pero, Huck! ¡Y Dios mío! ¿No es ése el sito Tom?
Yo sabía lo que iba a pasar, era lo que esperaba. No sabía qué hacer, y aunque lo supiera no lo habría hecho, porque apareció el negro diciendo:
—¡Por todos los santos! ¿Los conoce a ustedes, señoritos?
Ahora ya se veía bastante bien. Tom miró al negro, muy fijo y como preguntándose algo, y va y dice:
—¿Quién nos conoce?
—Pues este negro fugitivo.
—No creo; pero, ¿por qué se te ha ocurrido?
—¿Que por qué? ¿No acaba de decir ahora mismo que les conocía?
Tom va y dice, como extrañado:
—Bueno, esto sí que es curioso. ¿Quién ha dicho nada? ¿Cuándo lo ha dicho? ¿Qué ha dicho? —y se vuelve hacia mí, muy tranquilo, y va y me dice—: ¿Has oído tú a alguien decir algo?
Naturalmente, no podía decir más que una cosa, así que respondí:
—No; yo no he oído a nadie decir nada.
Después se vuelve hacia Jim y lo mira de arriba abajo como si nunca lo hubiera visto antes y le pregunta: —¿Has dicho algo tú?
—No, señor —dice Jim—; yo no he dicho nada, señor.
—¿Ni una palabra?
—No, señor, no he dicho ni una palabra.
—¿Nos has visto antes de ahora?
—No, señor; no que yo sepa.
Así que Tom se vuelve hacia el negro, que estaba todo apurado y confundido, y dice, muy severo:
—Pero, ¿qué te pasa? ¿Por qué has pensado que alguien ha dicho algo?
—Ay, son esas malditas brujas, señorito, y ojalá que me hubiera muerto, de verdad. Siempre están con ésas, señorito, y casi me matan de los sustos que me dan. Por favor, no se lo diga usted a naiden, señorito, o si no el viejo señor Silas me va a reñir porque él dice que no existen las brujas. Ojalá que estuviera aquí ahora... ¡A ver qué decía! Seguro que no encontraba forma de explicarlo esta vez. La gente que es terca se muere de terca; nunca quieren mirar las cosas a ver qué es lo que pasa de verdad, y cuando uno lo ve y se lo cuenta, van y no se lo creen.