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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

Las aventuras de Huckleberry Finn (28 page)

BOOK: Las aventuras de Huckleberry Finn
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El anciano caballero escribió, pero nadie logró leer lo que decía. El abogado pareció asombradísimo y dijo:

—Bueno, no lo entiendo —y se sacó del bolsillo un montón de cartas antiguas y las examinó; después examinó lo que había escrito el anciano y después otra vez las cartas, y va y dice—: Estas cartas antiguas son de Harvey Wilks, y aquí vemos estas dos letras; todos podéis ver que ninguno de los dos escribió las cartas (el rey y el duque pusieron cara de tontos engañados, os aseguro, al ver cómo les había hecho morder el cebo el abogado), y ésta es la letra de ese caballero, y todos podéis ver sin dificultad que tampoco las escribió él; de hecho, los garabatos que hace ni siquiera pueden calificarse de escritura. Aquí tenemos unas cartas de...

El anciano nuevo va y dice:

—Por favor, permítanme explicarlo. Mi letra no la entiende nadie, pero aquí mi hermano me copia las cartas. Lo que está usted enseñando es su letra, no la mía.

—¡Bien! —dice el abogado—. Así están las cosas. Aquí tengo también algunas de las cartas de William, de manera que si puede usted decirle que escriba una línea o dos, entonces podemos compa...

—No puede escribir con la mano izquierda —dice el caballero anciano—. Si pudiera utilizar la mano derecha, verían que escribía sus propias cartas y también las mías. Por favor, compárelas usted y verá que están escritas con la misma letra.

El abogado las comparó, y dice:

—Creo que sí, y si no es así, en todo caso hay un parecido mucho más grande de lo que yo había advertido hasta ahora. ¡Bien, bien, bien! Creía que estábamos en la pista de una solución, pero ahora ha desaparecido, al menos en parte. Pero, en todo caso, hay una cosa que está demostrada: ninguno de esos dos es un Wilks —con un gesto de la cabeza hacia el rey y el duque.

Bueno, ¿qué os voy a contar? El tozudo del viejo idiota no estaba dispuesto a confesar ni entonces. De verdad que no. Dijo que aquella prueba no era justa. Dijo que su hermano William se pasaba el tiempo bromeando y no había intentado escribir, y que estaba seguro de que William iba a gastar una de sus bromas en cuanto cogiera el papel. Y se fue calentando y dándole a la lengua hasta el punto de que empezaba a creerse él mismo lo que decía; pero en seguida el nuevo caballero lo interrumpió, y dice:

—Se me acaba de ocurrir algo. ¿Hay alguien aquí que ayudase a vestir a mi her... que ayudase a vestir al difunto señor Peter Wilks para el entierro?

—Sí —dijo alguien—, Ab Turner y yo. Aquí estamos los dos.

Entonces el anciano se vuelve hacia el rey y dice:

—¿Podría este caballero decirme lo que llevaba tatuado en el pecho?

Que me ahorquen si el rey no tuvo que reaccionar a toda velocidad, o se habría hecho pedazos como un terrón de tierra cuando se cae al río, de lo repentino que fue; y os aseguro que era algo que habría hecho pedazos a cualquiera si le hubieran dado un golpe así sin ninguna advertencia; porque, ¿cómo iba él a saber lo que llevaba tatuado aquel hombre? Palideció un poco; no pudo evitarlo; y se hubiera podido oír el vuelo de una mosca, porque todo el mundo se inclinó un poco hacia adelante a ver qué decía. Yo me dije: «Ahora va a tener que tirar la esponja; ya no tiene nada que hacer». ¿Nada que hacer? ¡la! Casi resulta imposible creerlo, pero allí siguió. Calculo que su idea era seguir adelante con aquello hasta cansar a la gente para que fuera marchándose y entonces él y el duque pudieran fugarse y escapar. En todo caso, allí siguió, y al cabo de un momento empezó a sonreír y dice:

—¡Hum! ¡Vaya una pregunta más difícil! Sí, señor, puedo decirle lo que llevaba tatuado en el pecho. Era una flecha pequeña, muy fina, de color azul... Eso era; y si no se mira muy de cerca no se ve. Y ahora, ¿qué me dice usted?

La verdad es que en mi vida he visto a nadie con tanta cara dura como aquel desaprensivo.

El anciano, con la mirada encendida, se da la vuelta inmediatamente hacia Ab Turner y su compañero, como pensando que esta vez sí que tiene atrapado al rey, y va y dice:

—¡Bien, ya han oído lo que ha dicho! ¿Había un tatuaje así en el pecho de Peter Wilks?

Los dos respondieron:

—No vimos nada parecido.

—¡Bien! —dice el anciano caballero—. Lo que sí vieron que llevaba tatuado en el pecho era una P mayúscula pequeña medio borrada y una B mayúscula (que es una inicial que dejó de usar cuando era joven) y una W mayúscula, con guiones entre ellas puestas así: P—B—W. Y lo escribió en una hoja de papel. Vamos, ¿no fue eso lo que vieron?

Los otros dos volvieron a hablar y dijeron:

—No, no lo vimos. No vimos ningún tatuaje en absoluto.

Bueno, ahora todo el mundo estaba de pésimo humor y empezaron a gritar:

—¡Son todos unos estafadores! ¡Al estanque con ellos! ¡Vamos a ahogarlos! ¡Vamos a sacarlos en un raíl! —Todo el mundo gritaba a la vez, con un escándalo imponente. Pero el abogado se sube a la mesa de un salto y dice a gritos:

—¡Caballeros... Caballeros! Permítanme un palabra: una sola palabra... ¡POR FAVOR! Todavía podemos verlo: vamos a desenterrar el cadáver para ver el tatuaje.

Aquello los convenció.

—¡Hurra! —gritaron todos, y se pusieron en marcha, pero el abogado y el médico exclamaron:

—¡Calma, calma! Agarrad fuerte a estos cuatro hombres y al muchacho para que también vengan ellos.

—¡Eso es! —gritaron todos—, y si no encontramos el tatuaje vamos a linchar a toda la banda.

Os aseguro que ahora yo tenía miedo. Pero no había forma de escaparse. Nos agarraron a todos y nos hicieron ir con ellos directamente al cementerio, que estaba a una milla y media río abajo, y nos seguía todo el pueblo, porque hacíamos mucho ruido y no eran más que las nueve de la noche.

Al pasar junto a nuestra casa sentí haber mandado fuera del pueblo a Mary Jane, porque si ahora le pudiera hacer una seña vendría a salvarme y podría denunciar a nuestros estafadores.

Bueno, llegamos en masa al camino del río, armando más ruido que unos gatos salvajes, y para que diera más miedo el cielo se estaba oscureciendo y empezaban a verse unos relámpagos temblorosos, y el viento hacía temblar las hojas. Era la situación más terrible y más peligrosa en que me había visto en mi vida, y me sentía como atontado; todo iba muy diferente de lo que yo había pensado; en lugar de ocurrir de forma que yo pudiera tomarme el tiempo necesario y divertirme con lo que pasaba, con Mary Jane respaldándome para salvarme y devolverme la libertad cuando las cosas se pusieran feas, ahora no había nada en el mundo que se interpusiera entre la muerte repentina y yo, salvo aquellos tatuajes. Si no los encontraban...

No podía soportar pensar en aquello y, sin embargo, no sé por qué no podía pensar en otra cosa. Cada vez se iba poniendo más oscuro y era un momento estupendo para escaparme de aquella gente, pero el fortachón (Hines) me tenía agarrado de la muñeca y era como tratar de escaparse de Goliás. Prácticamente me llevaba a rastras, de nervioso que estaba, y para no caerme tenía que correr tras él.

Cuando llegaron se metieron en el cementerio y lo llenaron de una oleada. Y al llegar a la tumba vieron que tenían cien veces más palas de las que necesitaban, pero a nadie se le había ocurrido traer un farol. Pero de todos modos se pusieron a cavar a la luz de los relámpagos y enviaron a alguien a la casa más cercana, que estaba a media milla, a buscar una luz.

Así que cavaron y siguieron cavando como forzados, y la noche se puso negra como boca de lobo y empezó a llover y el viento silbaba y rugía y los relámpagos se veían cada vez más claros mientras tamborileaban los truenos; pero aquella gente no hacía ni caso de entusiasmada que estaba con el asunto; y tan pronto se veía todo y las caras de todo el mundo en aquella multitud con las paletadas de tierra que salían de la tumba, como al segundo siguiente la oscuridad lo borraba todo y no se veía nada en absoluto.

Por fin sacaron el ataúd y empezaron a desatornillar la tapa, y la gente se amontonó tanto dándose codazos y empujones para coger sitio y mirar lo que pasaba como nunca he visto en mi vida, y aquello, en medio de la oscuridad, resultaba terrible. Hines me hizo mucho daño en la muñeca a fuerza de tirar de ella, y calculo que se había olvidado de mi existencia, de nervioso y jadeante que estaba.

De pronto, los relámpagos lo iluminaron todo con una luz blanca y alguien gritó:

—¡Por Dios vivo, ahí está la bolsa de oro, en el pecho!

Hines lanzó un aullido, igual que todos los demás, y me soltó la muñeca mientras pegaba un empujón para abrirse camino a mirar, y os aseguro que nunca se ha visto a nadie salir disparado como yo en busca del camino en la oscuridad.

Tenía el camino para mí solo y prácticamente fui volando; por lo menos lo tenía para mí solo, salvo aquellas tinieblas densas y los relámpagos de vez en cuando y el golpeteo de la lluvia y las ráfagas de viento y el cañonazo de los truenos, ¡y podéis creerme si digo que corrí con toda mi alma!

Cuando llegué al pueblo, vi que no había nadie con aquella tormenta, así que no busqué callejas escondidas, sino que seguí corriendo por la calle principal, y cuando empecé a llegar hacia donde estaba nuestra casa guiñé los ojos y la vi. Ni una luz; la casa estaba toda oscura, lo que me hizo sentir triste y desencantado, no sé por qué. Pero por fin, justo cuando pasaba al lado, ¡se enciende de repente la luz en la ventana de Mary Jane! Y me empezó a palpitar el corazón como si me fuera a reventar, y un segundo después la casa y todo lo demás habían quedado detrás de mí en la oscuridad y ya nunca volvería a verla en este mundo. Era la mejor chica que he visto en mi vida, y la más valiente.

En cuanto estuve lo bastante lejos del pueblo para ver que podía llegar al banco de arena, empecé a buscar atentamente un bote que tomar prestado, y al primero que vi a la luz de un relámpago que no estaba encadenado, me metí en él y empujé. Era una canoa y sólo estaba atada con una cuerda. El banco de arena estaba bastante lejos, allá en medio del río, pero no perdí el tiempo, y cuando por fin llegué a la balsa estaba tan agotado que si hubiera podido me habría quedado allí tumbado a recuperar el aliento. Pero no podía. Al saltar a bordo, grité:

—¡Sal, Jim, y suelta amarras! ¡Bendito sea Dios, nos hemos librado de ellos!

Jim salió corriendo y se me acercaba con los brazos abiertos de alegría, pero cuando lo vi a la luz de un relámpago se me subió el corazón a la boca y me caí al agua de espaldas, pues se me había olvidado que era el rey Lear y un árabe ahogado, todo al mismo tiempo, y me dio un susto mortal. Pero Jim me sacó del agua e iba a abrazarme y a bendecirme, y todo eso de alegría al ver que había vuelto y que nos habíamos librado del rey y el duque, pero voy y digo:

—Ahora no, dejémoslo para el desayuno, ¡para el desayuno! ¡Corta amarras y deja que se deslice la balsa!

Así que en dos segundos fuimos bajando por el río y la verdad era que daba gusto volver a ser libres y estar solos en el gran río sin nadie que nos molestase. Me puse a dar saltos y carreritas y a chocar los talones en el aire unas cuantas veces, porque no podía evitarlo; pero hacia la tercera vez oí un ruido que conocía muy bien, y contuve el aliento y escuché a ver qué pasaba, y claro, cuando estalló el siguiente relámpago encima del agua, ¡ahí llegaban!, ¡venga de darle a los remos de forma que su bote corría como una bala! Eran el rey y el duque.

Así que me caí deshecho entre los troncos y renuncié a todo; tuve que aguantarme mucho para no echarme a llorar.

Capítulo 30

C
UANDO SUBIERON
a bordo, el rey se me echó encima, me agarró del cuello de la camisa y dijo:

—¡Conque tratando de huir, muchachito! Te habías cansado de nosotros, ¿verdad?

Y yo respondí:

—No, majestad, no es así... ¡Por favor, pare, majestad!

—Entonces, ¡cuéntanos rápido qué pensabas hacer, o te saco las tripas a pedazos!

—De verdad, le voy a decir justo lo que pasó, majestad. El hombre que me sujetaba se portó muy bien conmigo y no hacía más que decir que tenía un hijo de mi edad que se había muerto el año pasado y que le resultaba muy triste ver a un muchacho en una situación tan peligrosa, y cuando se quedaron sorprendidos al encontrar el oro y se abalanzaron hacia el ataúd, me soltó y me dijo: «Vete corriendo, o seguro que te cuelgan», y yo me largué. No parecía que valiese de nada quedarme... Yo no podía hacer nada y no quería que me ahorcasen si podía evitarlo. Así que no paré de correr hasta encontrar la canoa, y cuando llegué aquí le dije a Jim que se diera prisa o todavía podrían venir a agarrarme y ahorcarme, y dije que temía que el duque y usted ya no estuvieran vivos y me puse muy triste, igual que Jim; por eso me he alegrado mucho al verles llegar; pregúntele a Jim si no es verdad.

Jim dijo que así era, y el rey le mandó cerrar la boca y añadió: «¡Ah, sí, seguro! », y me volvió a dar de sacudidas y a decir que estaba pensando en ahogarme. Pero el duque va y dice:

—¡Suelta al muchacho, viejo idiota! ¿Habrías hecho tú otra cosa? ¿Preguntaste tú por él cuando te largaste? Yo no lo recuerdo.

Así que el rey me soltó y empezó a maldecir a aquel pueblo y a todos sus habitantes. Pero el duque va y dice: —Más vale que te maldigas a ti mismo porque eres el que más lo merece. Desde el principio no has hecho ni una cosa con sentido, salvo cuando te inventaste tan tranquilo aquello del tatuaje de la flecha azul. Aquello sí que estuvo bien; estuvo fenómeno. Y fue lo que nos salvó. Porque de no haber sido por eso nos habrían metido en la cárcel hasta que llegara el equipaje de los ingleses, y entonces, ¡te apuesto a que de allí a la penitenciaría! Pero aquel truco les hizo ir al cementerio y lo del oro nos vino todavía mejor, pues si no se hubieran puesto tan nerviosos y nos hubieran soltado cuando se abalanzaron a mirar lo que había, esta noche habríamos dormido con las corbatas puestas, y corbatas de las que duran para siempre, o sea, más de lo que nos convenía.

Se quedaron callados un momento pensándolo; después el rey va y dice, como recordando algo:

—¡Vaya! ¡Y nosotros creíamos que lo habían robado los negros! ¡Yo me puse nerviosísimo!

—Sí —dice el duque, así como lentamente y sarcástico—, eso pensábamos.

Al cabo de medio minuto el rey suelta:

—Por lo menos, eso pensaba yo.

El duque dice, con el mismo tono:

—Por el contrario, lo pensaba yo.

El rey se irrita y dice:

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