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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

La última concubina (7 page)

Y luego estaba Fuyu. ¿Qué hacía ella allí, y tan elegantemente vestida? Resultaba todo muy desconcertante. Caminando con paso suave por un pasillo tras otro, liviana como un pájaro, los hombros encorvados en gesto de modestia, como le habían enseñado, Sachi se sentía abrumada por tantas normas y tanto protocolo. Le habría gustado quitarse todas las capas de ropa que llevaba y correr, saltar y dar brincos como hacía antes. Necesitaba hablar con Taki, su amiga. Ella lo entendía todo; ella sabría darle las respuestas.

Tsuguko también guardó silencio hasta que llegaron a los aposentos de la princesa. Una vez allí, llevó a Sachi detrás de los biombos y la hizo arrodillarse enfrente de ella.

—Bueno, querida —dijo—. ¡Qué afortunada eres!

Estaba radiante de felicidad. Sachi nunca la había visto expresar otra cosa que no fuera majestuosidad y altiva condescendencia.

—Lo has hecho muy bien. Tus padres estarán orgullosos de ti.

Sachi, olvidando lo que le habían enseñado, la miró a los ojos, atónita.

—Parece ser que Su Majestad ha aceptado el ofrecimiento de Su Alteza. Habrá que hacer los arreglos de la manera adecuada, desde luego. Su Majestad ha manifestado su deseo, como has oído, y Su Alteza se lo ha concedido. La carta será redactada y enviada al emisario de Su Majestad inmediatamente. Ven a verme esta noche, cuando empiece a ponerse el sol, y yo te instruiré y te prepararé.

—¿Prepararme? ¿Para qué?

—Qué inocente eres —dijo Tsuguko riendo—. Te han ascendido a doncella de rango medio. A petición de Su Majestad, Su Alteza quiere que seas su regalo de despedida y que te conviertas en su concubina.

¡Concubina! Sachi agachó la cabeza y se quedó mirando el tatami.

—Yo no merezco semejante honor —balbuceó.

Entonces empezó a comprender el significado de aquellas palabras, y dio un grito de asombro.

—Señora, eso sería... un honor exagerado. Su Alteza siempre ha sido mucho más amable conmigo de lo que yo merezco. Yo no tengo mayor ambición que servir a Su Alteza. —Hablaba atropelladamente—. Elija a otra, por favor. No me elija a mí, Señora. No me obligue, por favor. Estoy segura de que no lo haré bien. No sabré qué hacer. No estoy preparada. No sé nada, Señora, no sé absolutamente nada.

—¡Niña! No te atrevas a cuestionar nuestra decisión —dijo Tsuguko con severidad. Pero suavizó el tono y agregó—: Ya sé que todavía eres joven y que no sabes nada del mundo. Pero hasta tú debes de comprender que éste es el mayor honor y la mayor oportunidad que cualquier joven podría tener, sobre todo una niña con tus orígenes. Ha sucedido todo muy deprisa. No he tenido tiempo para enseñarte todo cuanto necesitas saber. Pero eso es bueno. Tu inocencia es tu mayor encanto. Su Majestad partirá mañana hacia Osaka, de modo que aplazaremos las ceremonias formales de la unión hasta su regreso. Si sólo tú puedes complacer a Su Majestad, tendrás un pie afianzado en el dintel del palanquín enjoyado. Créeme, jamás volverá a presentársete una ocasión como ésta.

«Confiamos en ti —añadió con tono severo—. Esta noche irás a los aposentos de Su Majestad.

Sachi todavía estaba arrodillada, muy aturdida, cuando hubo una conmoción junto a la puerta. Era la Retirada. Era la primera vez que se acercaba a las dependencias de la princesa. Las damas de honor se arrodillaron al instante, produciendo un frufrú de sedas. Unos segundos más tarde, la Retirada había aparecido por detrás de los biombos. Su hermoso rostro estaba inmóvil, salvo por una vena que latía en su sien. Miró a Tsuguko.

—¡Bueno! —dijo irguiéndose con imperiosidad—. Debes de estar orgullosa de ti misma. Tu señora y tú lo habéis hecho muy bien. ¡Le habéis endilgado a mi hijo esa criatura, esa expósita!

Tsuguko estaba arrodillada. Levantó la cabeza, arqueó las cejas y arrugó la frente componiendo una expresión de fingida humildad.

—¡Qué sorpresa! —dijo—. Nos sentimos muy honradas, Señora, de que honréis nuestros humildes aposentos con su estimada presencia. Muchas gracias por vuestras felicitaciones. No hace falta que os recuerde, por supuesto, que Yuri es la hija adoptiva de la casa de Sugi, portaestandartes del daimio de Ogaki.

—Quizá haya ascendido, pero todos sabemos de dónde ha salido —le espetó la Retirada, cuyas mejillas se habían coloreado—. Es un animal, una campesina analfabeta. La vimos cuando la trajisteis aquí. Ni siquiera sabía hablar como un ser humano.

—Tranquilizaos, Señora. Sabéis muy bien que hemos estado buscando desesperadamente una concubina que le proporcione a Su Majestad un hijo varón. También a vos os preocupaba ese asunto. Sería catastrófico para todos nosotros que el regente, el señor Yoshinobu, estuviera en posición de tomar el poder. Hemos puesto en marcha en repetidas ocasiones el proceso de selección, pero Su Majestad ha rechazado a todas las damas de honor que le hemos presentado. Sin embargo —continuó Tsuguko con voz suave—, por algún extraño motivo le ha gustado esta humilde joven. Deberíamos dar gracias a los dioses.

—Esto es una desgracia para la casa de Tokugawa —afirmó la Retirada con desdén.

—Estoy segura de que no recordáis, mi Señora, que Tama, la madre del quinto shogun y amada consorte del tercer shogun, el príncipe Iemitsu, era hija de un tendero, y que era tan humilde que ni siquiera podía presentarse ante Su Majestad. —Tsuguko hablaba con voz melosa—. Como seguro que recordáis, Tama era una sirvienta en quien se había delegado la tarea de ayudar en el baño de Su Majestad. El sexto shogun, el príncipe Ienobu, era hijo de una plebeya tan humilde que ni siquiera podían concederle el estatus de concubina oficial. Si me permitís tomarme la libertad de recordároslo, a Su Majestad tuvo que criarlo en secreto una sirvienta. Y también está el caso de Raku, la madre del cuarto shogun. Dejadme pensar. ¿No era su padre vendedor de ropa de segunda mano?

—¡Ya basta! ¡Ya basta!

—De todas formas, eso no tiene nada que ver con nosotras, Señora. Vos estabais presente cuando Su Majestad escogió a nuestra candidata y descartó a la vuestra.

—Es un crío —dijo la Retirada entre dientes—. No sabe nada. Lo has embrujado.

—Sabéis muy bien que Su Alteza tiene derecho a regalarle una concubina a Su Majestad. Por lo tanto, no tenéis ningún motivo para quejaros. —Puso las manos sobre la fragante estera de paja de arroz, con los dedos juntos y las yemas de los índices tocándose—. Muchas gracias por dignaros visitarnos —dijo de modo tajante, tocándose las manos con la frente.

—¿Y la habéis instruido en las artes de la alcoba? Me extrañaría. Esa criatura es una palurda. ¡No durará mucho! —Dicho eso, la Retirada salió, indignada, de la habitación.

Cuando la puerta se hubo cerrado y el susurro de pasos se hubo extinguido, Tsuguko se volvió hacia Sachi, y sus aristocráticos rasgos se fruncieron componiendo un gesto de preocupación.

—¡Qué palabras tan crueles y tan desconsideradas! —comentó. Sachi nunca la había oído hablar con tanto sentimiento—. Se espera de todas nosotras que le mostremos respeto a Tensho-in, pero ella se propasa con sus exigencias. Esta vez ha perdido la batalla. No estés triste, querida mía. Aparta de tu mente su mezquindad y su envidia. Cuando Su Alteza te vio por primera vez, supo de inmediato que tú no encajabas allí, en aquel lugar tan rústico. Supo que tu destino era diferente, y que debías estar con nosotras. Su Majestad es joven y bien educado; no le interesa jugar con las mujeres. Tensho-in y las veteranas le asignaron muchas damas hermosas de noble linaje, muy instruidas en las artes de la coquetería, pero él las rechazó a todas. Su Alteza lo conoce bien. Sabe que tú, con tu adorable rostro y tu puro corazón, serías de su gusto. No tengas miedo. Su Alteza y yo tenemos mucha fe en ti.

»Pero ten cuidado. Hasta esta noche, no salgas de las cámaras reales. ¿Quién sabe qué sería capaz de hacer una mujer movida por los celos?

Sachi seguía arrodillada. Había sido objeto de pullas tan despiadadas como las de la Retirada muchas veces. Había entendido que el palacio de las mujeres era un lugar traicionero donde las mujeres sonreían, pero pronunciaban palabras que cortaban como una daga clavada en el vientre. Aunque oficialmente la hubiera adoptado una familia de samuráis, todos sabían de dónde provenía. Muchas de las damas de la princesa y las damas del palacio de las mujeres estaban presentes cuando Su Alteza la vio y quedó prendada de ella. Para ellas, Sachi era un animalillo salvaje que la princesa, inexplicablemente, había adoptado como mascota. Aunque había aprendido su idioma, sus modales y su forma de andar; aunque trataba con ellas a diario, su mundo siempre le estaría vedado. Eran amables con ella como lo habrían sido con un perro.

Sachi todavía estaba demasiado conmocionada para tomarse en serio aquellas injurias. Las palabras que resonaban en su mente no eran las de la Retirada, sino las de Tsuguko. «Tu adorable rostro y la pureza de tu corazón...» No era así como ella se veía.

¡Si al menos pudiera ver a Su Alteza! ¿Era ésa la razón por la que se la había llevado de la aldea y la había elevado hasta esas alturas? ¿Lo había hecho para que le prestara ese servicio? Sachi estaba convencida de que debía de haber una última cosa que necesitaba saber que lo aclararía todo. Pero la princesa no regresó.

Pese a todo, Sachi sabía cuál era su deber. Pasara lo que pasase, serviría a Su Alteza lo mejor que pudiera. Estaba dispuesta a afrontar cualquier cosa que los dioses le tuvieran preparada.

III

Sachi fue a la habitación donde dormía con las otras doncellas y se quitó el kimono de etiqueta, colgándolo con cuidado en un colgador. Todavía aturdida, se puso la ropa de sirvienta, cogió su labor y se arrodilló en un rincón. Se quedó allí, con la mirada perdida en el vacío y sin tocar la labor que tenía en el regazo. Entonces oyó un deslizar de pasos en el pasillo exterior de madera. La puerta se abrió de golpe y por ella entró una joven muy sonriente. Era Taki.

—¿Lo has visto? —preguntó; su voz parecía el chillido de un ratón.

Taki era de Kioto, hija de un samurái venido a menos que servía a Kin, una de las damas de honor de la princesa. Kin la había empleado cuando la niña tenía doce años y se la había llevado a Edo. Sachi y Taki habían llegado al castillo en la misma época.

Taki no era hermosa; de hecho era bastante fea. Tenía el rostro pálido y delgado, picado de viruelas, y unos dientes muy salidos, de conejo. Cuando llegó Sachi, las criadas más jóvenes —y sobre todo las jóvenes de Edo que más tiempo llevaban viviendo en el castillo— se burlaban de ella sin piedad, imitando su acento y riéndose de ella cuando cometía errores de etiqueta. Taki siempre se ponía de su lado, la defendía con fiereza y la ayudaba a aprender a hablar y a comportarse como era debido. Se habían hecho muy amigas, a pesar de que Taki era de un linaje muy superior.

Taki no paraba de dar brincos y palmadas.

—No se habla de otra cosa —dijo con voz chillona—. Están todas muertas de celos. ¡Vas a ser la nueva concubina! Pero cuéntame, ¿lo has visto? ¿Cómo es? ¿Es joven? ¿Es viejo? ¿Es guapo? Me han dicho que es joven y guapo.

Se arrodilló al lado de Sachi, la abrazó y la miró, sonriente, esperando una respuesta.

—Bueno —murmuró Sachi, turbada—, apenas lo he visto. Me ha parecido bastante joven. Y quizá sea guapo.

—Y vas a pasar a ser doncella de rango medio. ¡Debiste de hacer algo muy bueno en tu anterior vida para haber tenido tan buena fortuna! ¡Has subido al palanquín enjoyado! Yo ya sabía que los dioses no podían haberte dado una cara como la tuya por nada.

—Pero ¿qué tiene que hacer una concubina?

—Verás, lo que yo sé es que las doncellas de rango medio tienen tres turnos. Hay un turno de mañana, un turno de tarde y un turno de noche. Tiene que haber sirvientas dispuestas a servir a Su Alteza Imperial en cualquier momento del día o de la noche.

—No te burles de mí. Ya sabes a qué me refiero. ¿Qué pasa con Su Majestad?

—Ah... No lo sé exactamente. Serás su segunda esposa, la reina de todo este palacio. Bueno, eso si tienes un hijo varón, claro. Pero seguro que lo tendrás. Tu familia será rica. Ya no tendrán que preocuparse por nada. Es lo mejor que puede pasarle a una joven. Necesitarás doncellas. Déjame ser tu doncella. Por favor, Sachi, por favor. Pídeselo a Kin.

—Pero... tengo que ir con él esta noche.

—No te preocupes por eso. Ya debes de haber visto libros de alcoba y esos extraños dibujos que tienen algunas damas, esos «dibujos cómicos». Cierra los ojos y aguanta. Seguramente no durará mucho. Hasta puede que sea divertido. Hay gente que dice que es divertido. Vamos, no te escondas aquí. Vamos a reunirnos con las mujeres.

Acababan de volver a la sala principal cuando Haru, la maestra de Sachi, apareció en la puerta e hizo una reverencia. Sachi se alegró mucho de verla. Corrió a saludarla y, con las prisas, tropezó con las faldas. Las damas de honor y sus doncellas, que llenaban la habitación como una bandada de llamativos pájaros, evitaron mirarla. Sólo una le lanzó una rápida ojeada al pasar Sachi corriendo, y la joven no supo si era de lástima, de envidia o de otra cosa.

Haru saludó a Sachi con una profunda reverencia, hasta tocar el suelo con la cara.

—Mi más sincera enhorabuena —dijo con solemnidad.

Se sentó sobre los talones y la miró; entonces se tapó la boca con una mano y compuso una amplia sonrisa.

—En todo el palacio no se habla de otra cosa —dijo con una risita de deleite.

Sachi le devolvió una temblorosa sonrisa.

Haru tenía un rostro mofletudo que en otros tiempos debía de haber sido atractivo, aunque con los años se había abultado en exceso. Tenía las mejillas llenas y sonrosadas, y sus ojos de felino casi desaparecían cuando sonreía, lo cual sucedía a menudo. Sachi la llamaba «Hermana Mayor», pese a que Haru estaba a punto de cumplir treinta años. Leía mucho y contaba historias divertidas, pero cuando nadie la observaba, su cara se arrugaba y la tristeza se reflejaba en sus facciones. Había pasado la mayor parte de su vida en las dependencias de las mujeres del castillo de Edo, el palacio más opulento de la región; estaba acostumbrada a un lujo inimaginable para los que nunca habían entrado en su recinto, y sin embargo llevaba el sencillo kimono de una doncella de rango inferior y el cabello recogido en un sencillo moño. Nunca había ascendido de categoría, como habían hecho otras mujeres; ella siempre había sido maestra. Quizá por sus numerosos logros, o quizá porque provenía de una parte del país no muy lejana a la región de Sachi y porque entendía el dialecto bárbaro que hablaba la joven cuando llegó al castillo, habían encomendado a Haru la misión de convertir a Sachi en una dama.

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