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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

La última concubina (3 page)

Unos años más tarde, Otama tuvo un hijo varón, el pequeño Chobei. Chobei sobrevivió, y lo siguieron otros niños. Otama era fuerte, sana, trabajadora, tranquila —todo lo que un hombre como Jiroemon podía pedirle a una esposa—, y él le tenía devoción. Ahora que la abuela estaba vieja y enferma, ella era el puntal de la familia.

Otama observaba atentamente a su esposo mientras él hablaba. Sin decir nada, dejó su cuenco y sus palillos junto al hogar, se arrodilló detrás de Jiroemon y empezó a masajearle los hombros con los pulgares. Él hizo una mueca de dolor cuando su esposa trabajó sobre un nudo particularmente duro.

Al final Otama dijo:

—Supongo que te habrán dicho que esto significa un gran honor y un privilegio. Dudo que veamos ni una sola moneda de cobre ni un solo grano de arroz. Ellos saben muy bien que sólo tenemos un par de cientos de hombres a lo sumo, y unos cincuenta caballos. Aunque recurriéramos a todos los pueblos vecinos, no podríamos reunir tantos.

—En la carta dicen que podríamos tener algún tipo de recompensa económica. Pero no nos garantizan nada, claro.

—Ya encontrarás la manera —repuso ella para tranquilizarlo, y siguió masajeándole los hombros—. Siempre la encuentras.

Normalmente, Sachi no prestaba mucha atención a las conversaciones de los adultos. Siempre hablaban de tareas que había que hacer, de planes, de preocupaciones, de dinero, de cotilleos, de la rutina cotidiana. Se abstraía de todo eso y se perdía en sus propios pensamientos. Pero ese día era diferente. Sus padres siempre habían sido una presencia tranquilizadora que la protegía, la amonestaba y resolvía sus problemas. Sachi daba por hecho que a ellos no los afectaban las preocupaciones ni los temores. Pero entonces comprendió que eran tan débiles e impotentes como ella. Y eso la hizo sentirse asustada y sola.

Al mismo tiempo, sin embargo, estaba extrañamente embelesada. Una princesa iba a pasar por su aldea... Las princesas nunca habían entrado en su imaginación. A veces, Sachi veía a adinerados comerciantes que viajaban con mujeres, y algunas de ellas tenían el cutis casi tan pálido como ella. Quizá la princesa también tuviera la piel tan blanca.

Acarició el peine que llevaba en la manga del kimono, como solía hacer cuando cavilaba sobre algo. Sachi estaba alcanzando la edad adulta, y sabía que en el plazo de uno o dos años tendría que marcharse de la casa de sus padres. Había visto cómo desaparecían otras niñas. Una se había ido a vivir a la casa de una prima suya para ampliar sus conocimientos sobre el mundo y así convertirse en una esposa más útil; un par habían ido de criadas a la casa de un samurái, y al resto las habían casado. Pronto le llegaría el turno a ella. ¿Qué le depararía el destino? Las palabras de su abuela resonaban en su cabeza: «¿Cómo quieres que consiga un marido, con lo pálida y enfermiza que está? ¿De qué le sirve a la esposa de un campesino ser bonita?» ¿Y si era demasiado menuda y pálida para que otra familia la aceptara como esposa? Quizá cuando todas las otras niñas se marcharan de la casa, ella seguiría viviendo con sus padres; entonces se convertiría en una vergüenza y una carga para ellos, y toda la aldea la compadecería.

Por si eso fuera poco, las geishas de la aldea le gastaban bromas y le decían que debería dedicarse a esa profesión. Le explicaron que ellas se tapaban los bronceados y rústicos rostros con una gruesa capa de pintura blanca, y reían con esa coquetería y esa timidez propias de las geishas. Pero ella ya tenía un rostro blanco como la luna llena, blanco como un capullo de cerezo, y sin necesidad de maquillarse. Además, era guapa, y se estaba volviendo más y más guapa. Cuando Sachi les oía decir esas cosas, se sentía aún más rara. Cuando las oía su madre, componía su cansada sonrisa y, con firmeza, se la llevaba lejos de aquellas mujeres.

La mañana después de que los vecinos se enteraran de que la princesa iba a pasar por la aldea, Sachi ocupó su lugar habitual junto al viejo telar y se puso a enrollar bobinas de algodón que luego le pasaba a su madre, mientras su abuela estaba sentada en un rincón, tan encorvada sobre la rueca que casi la tocaba con la nariz. Al principio, lo único que se oía era el rítmico tableteo de la bobina, que se inclinaba hacia uno y otro lado, el golpeteo del telar y los chirridos y los traqueteos de la rueda; pero al cabo de un rato, Sachi respiró hondo y dijo, vacilante:

—Kaachan. Madre. La princesa... ¿Por qué no me explicas...? ¿Qué clase de...?

Otama había dejado de lanzar la bobina hacia delante y hacia atrás para enrollar un trozo de tela recién tejida. Reflexionó un momento y contestó:

—No lo sé, pequeña Sa. Tu padre dice que va a Edo para casarse con el shogun.

¡Para casarse con el shogun! Parecía uno de esos cuentos que a veces le contaba su abuela. ¿Sería el shogun viejo y feo, arrugado y marchito como el sacerdote de la aldea? ¿O sería joven y lleno de vitalidad? De pronto apareció en su mente la imagen del joven y delgado Genzaburo nadando en el río.

En los días posteriores, los viajeros no pararon de traer rumores. Todas las noches, las lámparas de aceite de la sala común humeaban y ardían con luz parpadeante hasta muy tarde, y la familia tenía que esperar a que Jiroemon regresara a la casa para cenar. Jiroemon llegaba muy cansado y se zampaba unos cuantos cuencos de gachas; luego se limpiaba con una toalla sobre una cacerola de agua humeante y se tumbaba en las bastas esterillas de paja, junto a los niños. Los aldeanos tenían que pavimentar el tramo del camino que pasaba por la aldea con rocas planas y blancas y ampliarlo uno o dos ri por ambos lados. El camino debía tener doce shaku de ancho, aunque eso significara derribar los muros que había enfrente de las casas.

El día después de que desapareciera la última nieve, Sachi se puso un par de geta —una especie de zuecos—, comprobó que el viejo cubo de madera no tuviera fisuras y bajó a ponerse en la cola del pozo. Como de costumbre, las mujeres que estaban allí charlaban muy emocionadas. Ir a buscar agua era tarea de las mujeres jóvenes. Era la excusa perfecta para escapar de sus malhumoradas suegras y cotillear entre ellas.

—¿Sabéis que sólo tiene quince años? —gorjeó Shigé, la muchacha de la posada del otro lado de la calle—. Me lo ha dicho mi suegro.

Shigé también tenía quince años; era una joven regordeta e infantil, con las mejillas bronceadas y los dientes torcidos. Era la esposa del hijo mayor de la casa, y la madre de su hijo y heredero, y rebosaba autosuficiencia. Genzaburo era el hermano pequeño de su esposo. Sachi se sentía intimidada por ella. No podía imaginar que algún día ella llegara a ser tan madura y tan segura.

—¿De verdad? —preguntó con voz chillona Kumé, la prometida del hijo del fabricante de zuecos. Había nacido con una pierna más corta que la otra y cojeaba, pero sabía hilar un hilo muy fino, como las mujeres más ancianas de la aldea—. Pero ¿sabéis qué me han dicho? Que no quería...

—Es verdad —la interrumpió Shigé—. Lo rechazó varias veces. ¡Imaginaos, una mujer rechazando a su prometido!

Hubo un coro de agudos chillidos de incredulidad.

—Ya estaba prometida —continuó Shigé—. Con un príncipe imperial. Habían concertado la boda cuando ella tenía seis años. Pero ella dijo que prefería hacerse monja que casarse con el shogun.

—Mi suegro dice que es un escándalo enviar tan lejos a una muchacha tan joven —aportó Kumé, que por fin conseguía intervenir—. Edo es una ciudad de soldados. No es un sitio indicado para una joven tan delicadamente educada.

—Qué hermosa debe de ser —susurró Omán, la muchacha de la posada contigua a la de Sachi. Había llegado hacía poco tiempo de un pueblo cercano para casarse, y todavía estaba apagada y lloraba con facilidad—. Dicen que van a traer agua de manantial desde Kioto para bañarla.

—¡No puede ser! —exclamaron las demás, incrédulas, ladeando la cabeza.

—Es verdad —suspiró Omán—. Es demasiado delicada para bañarse con nuestra agua del Kiso. ¡Daría cualquier cosa por verla, aunque sólo fuera un segundo!

Hubo risitas de asombro ante la osadía de ese pensamiento.

—Es verdad —dijeron las más jóvenes asintiendo con la cabeza—. Es una lástima que ninguna de nosotras vaya a ver jamás a una princesa. ¡Nadie tiene ocasión de ver a una gran dama como ella!

Sachi escuchaba en silencio. Así que la princesa no era mucho mayor que ella. Qué triste debía de sentirse, arrancada de su hogar y obligada a hacer un largo viaje hasta un sitio que no conocía, para casarse con un hombre al que no conocía y con quien no quería casarse. En ese sentido, su vida no era muy diferente de la de los aldeanos más pobres. Sólo que ella se había atrevido a rechazar a su prometido; aunque al final no habían tenido en cuenta su voluntad. Era una de las damas más importantes de la región, y sin embargo tampoco ella podía tomar decisiones sobre su propia vida.

—Seguramente tendrá la piel blanca, más blanca aún que la tuya, pequeña Sa —comentó Omán.

—Quizá se parezca a ti, pequeña Sa —dijo Kumé—. Quizá tenga la cara alargada y la nariz respingona, como tú.

—No seáis tontas —terció Shigé dándose aires de entendida—. La princesa es hermosa. No se parece en nada a ninguna de nosotras.

El año transcurría de festividad en festividad; había días buenos y días malos. En primavera, Sachi se levantaba todas las mañanas antes del amanecer y recorría las laderas más bajas de la montaña recogiendo helechos, brotes de cola de caballo, raíces de bardana y otras raíces y plantas comestibles que crecían allí. Entonces llegó la fiesta de primavera, seguida de la fiesta de las niñas, y a continuación llegó el momento de plantar los brotes de arroz. En verano, los niños estaban muy ocupados trabajando en el camino y en los campos, pero siempre que podían se escabullían e iban al río. Allí, se quitaban la ropa y se zambullían para chapotear alegremente en las frías aguas. Genzaburo organizaba excursiones al bosque para trepar a los árboles y perseguir conejos, zorros y tejones. En el séptimo mes, cuando hacía tanto calor que costaba moverse y todos estaban empapados de sudor, llegó la fiesta del Bon —el día que los antepasados regresaban de entre los muertos— y los aldeanos bailaron hasta muy entrada la noche. Y en otoño, Sachi volvió a subir a las montañas para buscar setas.

Otama limpiaba, lustraba, barría y cocinaba, asegurándose de que la posada estuviera siempre impecable para los huéspedes importantes que pasaban por ella. El telar traqueteaba y la rueca de la abuela chirriaba. Aunque las mujeres realizaban sus tareas cotidianas, todas eran muy conscientes de los denodados esfuerzos de Jiroemon para preparar el paso de la gran procesión. Jiroemon negociaba sin parar con los jefes de pueblos más y más lejanos para asegurarse de que habría suficientes porteadores y caballos. No se trataba de intentarlo: había que conseguirlo.

En el noveno mes, una gran procesión de funcionarios, oficiales, guardias, soldados y pequeños daimios con sus séquitos llegó de improviso. Se dirigían hacia Kioto para recoger a la princesa y escoltarla. Durante días, el camino estuvo muy transitado. Los porteadores, palanquineros y soldados de a pie iban tan apretados unos contra otros que tropezaban y se pisaban. Jiroemon había conseguido más de un millar de porteadores de refuerzo, pero tenían demasiado trabajo; todavía faltaban muchos más.

Un día, llegaron unos cuantos palanquines mucho más ornamentados y lujosos que los que solían pasar por la aldea. El rumor se extendió rápidamente y, al poco rato, numerosos aldeanos se apostaron a ambos lados del camino, estirando el cuello para atisbar dentro de los palanquines antes de que los guardias los apartaran a empujones.

—¡Son damas del Gran Interior! —oyó Sachi que Jiroemon le decía a Otama—. Se han detenido para pasar la noche aquí. ¿Qué hago? ¿Salgo a recibirlas? ¡No me han dado ninguna instrucción!

—¿Del Gran Interior? —preguntó Otama.

—Del palacio de las mujeres del castillo de Edo —aclaró Jiroemon con impaciencia.

—¿Unas mujeres tan importantes en el camino? —se extrañó Otama—. ¡Eso es muy raro! ¡Es insólito!

Otama tenía razón. Las únicas mujeres que había visto Sachi eran campesinas o aldeanas que iban en peregrinaje y, a veces, las elegantes esposas de los mercaderes, que regateaban aún más que sus esposos. De vez en cuando llegaba alguna poetisa, pero nunca nadie de un rango superior. El séquito de los daimios lo integraban sólo hombres. Los guardias del puesto de vigilancia de la aldea sabían muy bien que su principal misión consistía en asegurarse de que ninguna gran dama se colara disfrazaba, tratando de huir de Edo y volver a su provincia natal. Cualquier otro error por parte de los guardias era excusable, pero ése lo pagaban con la vida.

Siguió habiendo mucho tráfico durante nueve días. Luego hubo un período de calma. Los aldeanos evaluaron los daños. La sala común estaba destrozada, y muchas de las puertas de papel de las posadas se habían desgarrado a causa de las peleas entre samuráis borrachos. Algunos porteadores habían recibido palizas, y a dos que habían intentado huir los habían matado. La gente empezó a encontrar cadáveres en las cunetas del camino; los habían apartado sin miramientos para dejar paso a las procesiones. Unos veinte o treinta porteadores se habían derrumbado bajo sus cargas y habían muerto. Así eran las cosas; no había nada que hacer. Los aldeanos empezaron a hacer las reparaciones tan deprisa como podían, antes de que llegara la cabalgata de la princesa.

Entonces llegaron los comisarios de transportes; entraron en la aldea en una serie de palanquines escoltados por criados, ayudantes y guardias. Se paseaban arriba y abajo, ufanos, con sus pantalones hakama almidonados y con sus dos espadas colgadas ostentosamente a los costados. Pasaron la noche en la lujosa posada de Jiroemon, aunque sus propios cocineros les preparaban el té y la cena; eran demasiado importantes para comer siquiera los mejores platos que pudiera ofrecerles Otama.

Dando golpecitos con sus abanicos, trazaron mapas y midieron el camino. Le dijeron a Jiroemon que cuando pasara la cabalgata de la princesa, las mujeres y los niños debían permanecer dentro de las casas con las persianas cerradas, arrodillados y en silencio; cualquiera que estuviera fuera debía postrarse, con la cara en el suelo. Había que atar a los perros y los gatos, no podía haber fuegos encendidos y las pesadas piedras que sujetaban las tejas de los tejados debían ser revisadas para que no hubiera accidentes. Había que interrumpir por completo el tráfico del camino tres días antes y después de que la princesa pasara por él. De pronto, el camino quedó inusualmente desierto.

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