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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

La Tierra permanece (19 page)

BOOK: La Tierra permanece
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Ish había estudiado bastante antropología para saber que todos los pueblos tratan de expresarse artísticamente, y le preocupaba que la Tribu no manifestara ningún talento especial, y se contentara con vivir a la sombra del pasado: escuchando discos en los fonógrafos de cuerda y mirando viejos libros ilustrados. Le alegró por lo tanto aquella moda de la escultura.

Aprovechó una pausa en la discusión para apoyar a los chicos. El año se llamó año de la escultura en madera. Según Ish, ese año tenía un valor simbólico, pues señalaba una ruptura con el pasado y un paso hacia el porvenir. Sin embargo, el nombre no tenía quizá tanta importancia, y él exageraba su significado.

El año 12, Jean dio a luz un niño muerto. Em, como compensación, tuvo el primer par de mellizos. Se los llamó Joseph y Josephine, y luego Joey y Josey. Aquél fue, pues, el año de los mellizos.

 

El año 13 vio nacer a dos niños robustos. Fue un año tranquilo y agradable, sin sucesos de importancia. A falta de algo mejor, se lo llamó el año bueno.

El año 14 se pareció al 13 y fue el segundo año bueno.

 

El año 15 fue excelente y pudo haber sido el tercer año bueno. Pero había algunas diferencias. Ish y todos los mayores sintieron otra vez la vieja soledad y la amenaza de las tinieblas. No aumentar es disminuir, y aquél era el primer año sin nacimientos. Todas las mujeres —Em, Molly, Jean y Maurine— envejecían, y las niñas eran todavía demasiado jóvenes para casarse, excepto Evie, la idiota, que nunca debería tener descendencia. El año no había sido, pues, enteramente bueno, y no merecía ese título. Los niños recordaron que Ish había encontrado su viejo y asmático acordeón. Agrupados a su alrededor, habían cantado juntos viejas canciones como
El hogar de la montaña
y
Ella vendrá por la colina
, y los niños propusieron el nombre del año que cantamos. Nadie sino Ish pareció advertir en el nombre una confusión gramatical.

El año 16 se celebró el primer matrimonio. Los novios fueron Mary, hija mayor de Ish y Em, y Ralph, hijo de Molly, nacido poco antes del Gran Desastre. En los viejos tiempos, un matrimonio entre criaturas tan jóvenes hubiera parecido prematuro y hasta poco decente. Pero las antiguas normas no tenían ya vigor. Ish y Em, en la intimidad, pesaron el pro y el contra. Mary y Ralph no estaban perdidamente enamorados; pero desde un principio habían sido destinados el uno al otro. Era un matrimonio de conveniencia, como las antiguas bodas reales. El amor romántico, pensó Ish, había caído también víctima de la epidemia.

Maurine, Molly y Jean querían «una verdadera boda», según su propia expresión. Separaron un disco de
Lohengrin
y prepararon un vestido de novia de seda blanca con velo y corona. Pero para Ish estos ritos hubieran sido una horrible parodia del pasado. Em, con su reserva habitual, se mostró de acuerdo. Mary era, al fin y al cabo, hija de ellos, e impusieron su voluntad. Como toda ceremonia, Mary y Ralph se presentaron ante Ezra, que pronunció un discurso sobre los deberes y responsabilidades de los esposos. Mary tuvo un bebé antes de fines de diciembre, y el año fue el año del nieto.

El año 17 los niños sugirieron que se lo llamara año de la casa derrumbada. Una de las casas vecinas, en efecto, se hundió estrepitosamente ante los niños, que habían acudido a los primeros ruidos. Después de un examen, el accidente pareció normal. Las termitas eran dueñas del edificio desde hacía diecisiete años y habían carcomido los cimientos. Este suceso impresionó mucho a los niños, y a pesar de su escasa importancia, designó el año.

 

El año 18 Jean tuvo otro hijo. Fue el último niño nacido de la vieja generación, pero se habían celebrado nuevos matrimonios y nacieron dos niños más.

Éste fue el año de los estudios. En cuanto los primeros niños alcanzaron la edad escolar, Ish intentó enseñarles a leer y escribir y transmitirles algunas nociones de aritmética y geografía. Pero le era difícil reunir a sus alumnos, ocupados en sus tareas o juegos, y los estudios no habían adelantado mucho. Sin embargo, los de más edad sabían leer casi correctamente, o habían sabido leer en otra época. Ish se preguntaba si la mayoría —por ejemplo Mary, madre ahora de dos niños— sabría deletrear polisílabos. Mary era su hija mayor, y aunque la quería mucho, debía reconocer que no era, en verdad, una intelectual.

En ese año 18, Ish hizo otro esfuerzo y trató de reunir a todos los niños en edad de aprender, para que no fueran totalmente ignorantes. Tuvo éxito un tiempo; luego, los escolares lo abandonaron. No supo jamás si había obtenido algún resultado y sufrió una amarga decepción.

El año 19 fue llamado el año del alce a causa de un incidente que impresionó a los niños. Una mañana, Evie, asomada a la ventana, gritó algo con su rara voz ronca, señalando afuera con el dedo. Miraron y vieron un animal desconocido. Era un alce, el primero que se había aventurado en esos parajes. Sin duda los rebaños se habían multiplicado y ahora bajaban del norte a recuperar las posesiones que el hombre les había arrebatado.

 

Para el año 20 todos estuvieron de acuerdo: el año del terremoto. El viejo volcán de San Leandro había vuelto a la actividad, y una madrugada, una violenta sacudida, seguida de un estrépito de chimeneas que caían, despertó a la Tribu. Las casas habitadas soportaron el fenómeno gracias a George, que las mantenía en excelente estado. Pero las que habían sido roídas por las termitas, minadas por las aguas de las lluvias o carcomidas por el moho, se derrumbaron rápidamente. Los escombros cubrieron las calles, y el terremoto acabó así el lento trabajo del tiempo.

Para el año 21 Ish había elegido un nombre: el año de la mayoría de edad. Los miembros de la Tribu eran ahora treinta y seis: siete abuelos, Evie, veintiún hijos, y siete nietos.

Sin embargo, ese año, como muchos otros, conmemoró un incidente sin importancia. Joey, uno de los mellizos —los más jóvenes de los hijos de Ish y Em— era un muchacho despierto, aunque menudo para su edad, y menos dotado para los juegos que la mayor parte de los otros niños. Como benjamín, era el favorito de sus padres. Sin embargo, en aquella tropa de niños pasaba un poco inadvertido, y acababa de cumplir los nueve años. Pero a final de año se advirtió que Joey sabía leer, no lenta y trabajosamente como los otros chicos, sino con facilidad y gusto. Ish se sintió invadido por una ola de ternura y orgullo. Sólo en Joey ardía realmente la llama de la inteligencia.

Los otros lo admiraron también, y todos de acuerdo declararon que el año sería llamado el año en que Joey leyó.

2. EL AÑO 22

Sus lazos sociales han de ser sin duda de una fuerza singular, muy superiores a los que tanto nos enorgullecen; pues miles de europeos son indios, y no hemos visto nunca que uno solo de estos aborígenes se hiciera voluntariamente europeo.

J. HECTOR ST. JOHN DE CRÉVECOEUR, Cartas de un granjero americano

1

Después de la ceremonia de la roca, cuando Ish acabó de grabar los números 2 y 1 en la lisa superficie, los miembros de la Tribu regresaron a las casas. Los niños corrían delante, gritando, excitados, pensando en la hoguera tradicional que coronaba los festejos del nuevo año.

Ish marchaba junto a Em, pero los dos guardaban silencio. Como todos los años en esa época, Ish se hundía en sus reflexiones y se preguntaba qué traería el año próximo. Oyó a los niños, que gritaban:

—Vamos a la casa que se derrumbó. Hay muchas maderas secas...

—Yo sé dónde encontrar una lata de petróleo...

—Yo iré a buscar papel higiénico, que arde muy bien.

Los adultos, como de costumbre, se reunieron en casa de Ish y Em, y se sentaron a conversar un rato. Ish descorchó una botella de oporto y todos brindaron, incluso George, que comúnmente no bebía alcohol. Como momentos antes en la roca, todos convinieron que el año 21 había sido un buen año, y que el 22 se anunciaba bien.

Sin embargo, en medio de la alegría general, Ish sintió renacer en su interior un vago descontento.

¿Por qué?, pensó, sobreexcitado, como si quisiese convencer a un adversario. ¿Por qué he de ser yo quien prevé o intenta prever lo que pasará en los próximos cinco, diez, veinte años? En ese entonces quizá yo ya no viva. Nuestros descendientes... deberán solucionar sus propios problemas.

Aunque no era así, enteramente. Todas las generaciones contribuyen a crear o resolver los problemas de las generaciones futuras.

De todos modos, no podía dejar de preguntarse qué ocurriría con la Tribu en los años próximos. Después del Gran Desastre había imaginado que los sobrevivientes resucitarían poco a poco el mundo civilizado.

Había soñado con el día en que se encenderían otra vez las lámparas eléctricas. Pero sus esperanzas se habían desvanecido, y la pequeña comunidad vivía aún de los despojos del pasado.

Paseó la mirada alrededor, como hacía a menudo, y examinó a sus compañeros. Ellos eran, podía decirse, los ladrillos que servirían para levantar una nueva civilización. Ezra, por ejemplo. Ish se sentía inundado por la simple alegría de la amistad cada vez que miraba aquel rostro delgado y encendido, de sonrisa tan agradable, a pesar de los dientes cariados. Ezra tenía talento, sin duda, pero era el talento de vivir cordialmente con sus semejantes, y no la fuerza que crea las nuevas civilizaciones. No, no Ezra.

Junto a Ezra estaba George, el bueno de George... pesado, de andar vacilante, vigoroso aún, a pesar las canas. George, a su manera, no carecía de valor. Era un excelente carpintero, y había aprendido plomería y pintura y todos los oficios que pueden tener utilidad en el cuidado de una casa. Era un hombre indispensable, y gracias a él habían sobrevivido los oficios manuales. Sin embargo, Ish no lo ignoraba, George era muy poco inteligente, y probablemente no había abierto un libro en su vida. No, no George.

Al lado de George se había sentado Evie, la débil mental. Molly cuidaba de su apariencia, y Evie, esbelta y rubia, parecía bonita si uno no se fijaba mucho en su rostro inexpresivo. Allí estaba, mirando a derecha e izquierda, como si se interesara en la conversación, aunque Ish sabía que no entendía nada o casi nada. Evie no sería esa piedra angular. No, no Evie.

Los ojos de Ish se posaron en seguida en Molly, la mayor de las dos mujeres de Ezra. Sin ser tonta, Molly tenía poca instrucción, y ningún don intelectual. Por otra parte, como las otras mujeres, había consagrado todas sus energías a dar hijos al mundo y educarlos. Tenía cinco hijos. Había desempeñado su papel, y no podía exigírsele más. No, no Molly.

¿Em? Ish la miró y sintió que una inmensa ternura le colmaba el pecho. Cualquier juicio que hiciese sobre ella no tendría mucho valor. Em había decidido que tuviesen un hijo. La catástrofe no había debilitado su coraje ni su confianza. A ella se volvían todos en los momentos de dolor. Sin su apoyo, nada se hubiese hecho. Sin embargo, su fuerza sólo obraba en el terreno de la acción material e inmediata. Aunque capaz de devolver a sus compañeros la esperanza y el coraje, raramente ofrecía una idea. Ish la sentía a menudo superior a él, y tenía necesidad de su ayuda; pero sabía también que no podía contarse con ella para modelar el futuro. No, no Em.

Detrás de Em, Ralph y Roger estaban sentados en el piso. Se los llamaba siempre «los muchachos», aunque estuviesen casados y fueran padres de familia. Ralph, hijo de Molly, se había casado con Mary, hija de Ish. Jack y Roger eran hijos de Ish. Sin embargo, se sentía muy alejado de ellos. Sólo eran veinte años más jóvenes, pero a Ish esos años le parecían siglos. Ellos no habían conocido los viejos tiempos y no podían imaginar una civilización en el futuro. No, probablemente tampoco los muchachos.

La mirada de Ish había completado el círculo y se posaba ahora en Jean, la más joven de las esposas de Ezra. Había dado a luz diez hijos, de los que aún vivían siete. No le faltaba personalidad, ni voluntad. Su negativa a asistir a los oficios religiosos era una prueba. Pero no tenía ideas nuevas. No, no Jean.

En cuanto a Maurine, la mujer de George, no se había tomado el trabajo de venir a la reunión. De la roca había ido directamente a su casa para barrer, fregar o cumplir cualquiera de las mil tareas domésticas que eran su vida. Cualquier otro, pero no Maurine.

Había otros tres mayores ausentes: Mary, Martha y la pequeña Jeanie, esposas de los tres muchachos. Mary había sido siempre la menos expresiva de las hijas de Ish, y el paso de los años y las sucesivas maternidades parecían haber aumentado su apatía. Martha y Jeanie eran también madres y sólo pensaban en sus hijos. No, ninguna de las tres.

Presentes o ausentes, doce adultos en total. Ish no podía creer que no hubiera más reservas humanas.

Una media docena de niños se había sentado con sus padres o corría alrededor de la mesa. Habían preferido la reunión en casa de Ish a la hoguera, y aunque se aburriesen sentían el orgullo de imitar a los mayores. Ish los miró, pensativo. De cuando en cuando dejaban de atender a la conversación para empujarse o golpearse. Sin embargo, por despreocupados que pareciesen, no había otra esperanza que ellos. Los mayores se contentarían, probablemente, con seguir los viejos hábitos, y así hasta el día de la muerte, pero los niños tendrían que hacer un esfuerzo y adaptarse. ¿Brotaría de alguno de ellos la chispa inicial?

De pronto, mientras aún miraba a los niños, Ish vio a uno que en vez de pelear con sus camaradas no perdía una palabra de la conversación; en sus grandes ojos brillaban la inteligencia y la curiosidad. Era Joey.

Vivaz y alerta, la mirada de Joey no tardó en encontrar la de su padre, y el rostro se le iluminó con la radiante sonrisa de los nueve años. Ish le guiñó disimuladamente un ojo. La sonrisa de Joey, que ya le llegaba a las orejas, se hizo aún más amplia, y, como respuesta, la acompañó un parpadeo. Luego Ish, para no intimidar al niño, desvió la mirada. George, Ezra y los muchachos proseguían una lenta discusión. Ish conocía ya el tema, y no tenía ningún interés en intervenir.

—No debe de pesar más de doscientos kilos —decía George.

—Quizá —replicó Jack—, pero ya es bastante para traerla hasta aquí.

—Oh, no es tanto —añadió Jack, que gustaba de exhibir su fuerza.

Ish había oído muchas veces la misma discusión. George proponía buscar una nevera de gas y llevarla a San Lupo. Las reservas de gas envasado no faltaban, y dispondrían de hielo. Todo quedaría en palabras, y no porque el proyecto fuese irrealizable o presentara extraordinarias dificultades. Pero nadie sentía la necesidad de un cambio, y en aquel clima templado no había tanta necesitad de hielo. No obstante, sin saber exactamente por qué, Ish sintió que la vieja discusión lo molestaba.

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