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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

La Tierra permanece (17 page)

BOOK: La Tierra permanece
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Él, solo, hubiera seguido viviendo, sintiendo que la muerte se acercaba furtivamente, como la oscuridad que una vez, al desaparecer las luces, lo había asaltado desde todos los rincones. Pero Em, con su esfuerzo, rechazaba la muerte, y la vida renacía ya en su seno. En aquella claridad, no había temores.

Era raro, y aun lógico, que el pensamiento de un niño cambiara así todas las cosas. Ish había conocido la desesperación, ahora lo iluminaba la esperanza. Imaginó el día en que el sol se pondría otra vez en el extremo meridional de su arco, y los dos —o los tres— irían a esculpir en una roca el número que conmemoraría el fin del año uno. No todo había terminado. La llama de la vida seguiría encendida.

Oh, mundo sin fin, pensó. Y con los ojos fijos en el extremo oriental de la ciudad desierta, aspiró a bocanadas el aire fresco y húmedo, y escuchó las palabras que cantaban en su interior: Oh, mundo sin fin. ¡Mundo sin fin!

Años fugitivos

No lejos de San Lupo había habido un jardín público. Unas grandes rocas componían un pintoresco escenario, y dos de ellas, unidas en la cima, formaban una gruta estrecha y alta. Una superficie rocosa, lisa y espaciosa como el piso de una pequeña habitación, y donde uno podía sentarse cómodamente, recubría la falta de la loma. En otro tiempo, muy anterior a lo que llamaban ahora los viejos días, había habitado allí una tribu, y en la superficie rocosa se veían aún unos agujeros donde los indios maceraban los granos con piedras.

Las estaciones habían cumplido su ciclo, y el sol, por segunda vez, declinaba al sur del Golden Gate, cuando un día Ish y Em subieron por la colina hacia las rocas. Era una serena y soleada tarde de invierno. Em llevaba al bebé, envuelto en una manta suave. Aunque ya otra vez embarazada, conservaba su ligereza de movimientos. Ish cargaba un martillo y un cincel. Princesa había salido con ellos, pero, como de costumbre, había desaparecido detrás de alguno de sus conejos.

Cuando llegaron a las rocas, Em se sentó al sol para alimentar al bebé, e Ish golpeó con el martillo y el cincel la lisa superficie. La roca era dura, mas pronto trazó una línea recta. Pero sería divertido adornarla un poco, y la conmemoración del primer circuito del sol, de sur a sur, bien merecía alguna ceremonia.

Añadió, pues, un trazo en la base de la línea recta y un gancho en la cabeza, y la figura se pareció así a una I de los viejos tiempos de la imprenta.

Terminada su obra, Ish se sentó al sol, junto a Em. El satisfecho bebé reía feliz. Jugaron con él.

—Bueno, ha pasado el año uno —dijo Ish.

—Sí —respondió Em—, pero yo lo llamaría el año del bebé. La memoria recuerda mejor los nombres que los números.

Así, desde el principio, llamaron a veces a un año no con un número sino por algún acontecimiento.

En la primavera del segundo año, Ish sembró su primer huerto. La horticultura nunca le había gustado, y por eso quizás a pesar de sus buenos propósitos, y dos tentativas poco entusiastas, no obtuvo nada el primer año. No obstante, al revolver con su azada el suelo húmedo y negro, sintió que el contacto con la tierra lo satisfacía de algún modo.

Ésta fue, por otra parte, la única alegría que le dio su huerto. Algunas semillas —costaba mucho encontrarlas a causa de las depredaciones de las ratas— eran viejas y no germinaban. Pronto aparecieron los caracoles y las babosas. Una caja de veneno los eliminó rápidamente. Pero cuando las lechugas empezaban a brotar, una cabra saltó la cerca y sólo dejó unas pocas hojas. Ish reforzó la cerca. Entonces aparecieron los conejos con sus galerías subterráneas. Más destrozos y más trabajo. Una tarde, Ish oyó unos ruidos y llegó justo a tiempo para ahuyentar una vaca que intentaba derribar la empalizada.

De noche, Ish despertaba con pesadillas de cuervos voraces, conejos y vacas que rondaban el huerto y miraban sus legumbres con ojos brillantes como ojos de tigre.

En junio les llegó el turno a los insectos. Roció las legumbres con insecticidas, hasta que se preguntó si se atrevería a comerlas luego, cuando alcanzaran la madurez.

Los cuervos fueron los últimos en encontrar el huerto, en julio, aunque compensaron la tardanza con el número. Ish mató algunos. Pero parecía como si pusiesen centinelas: cuando él les daba la espalda, caían sobre los macizos. Ish no podía vigilarlos todo el día. Los espantapájaros y los espejos los alejaron unas horas, pero los cuervos pronto perdieron el miedo.

Al fin, Ish decidió proteger las legumbres con cortinas de alambre, y cosechó una planta de lechuga, y algunas cebollas y tomates raquíticos. Dejó granar algunas plantas y guardó las semillas para el futuro.

Su labor de horticultor aficionado lo había descorazonado profundamente. Cultivar legumbres cuando otros miles de ciudadanos hacen lo mismo, es relativamente fácil; pero no ocurre así cuando vuestra huerta es la única en muchos kilómetros a la redonda, y todos los vegetarianos del mundo animal, mamíferos, pájaros, moluscos, insectos llegan al galope o por el aire, a rastras o a saltos, y aparentemente llamando a sus compañeros con el grito universal de: «¡A comer!».

Hacia fines del verano, nació el segundo hijo. La llamaron Mary, como habían llamado John al primero, para que los viejos nombres no desaparecieran de la faz de la tierra.

La recién venida sólo tenía algunas semanas cuando se produjo otro acontecimiento memorable.

En el curso de estos primeros años, Ish y Em, que llevaban una vida doméstica y feliz, habían recibido de cuando en cuando la visita de algún forastero que pasaba en automóvil y veía el humo de San Lupo. Estos sobrevivientes, con una excepción, parecían sufrir aún la conmoción de la catástrofe. Parecían abejas que habían perdido la colmena, corderos sin rebaño. Sin duda, concluía Ish, los pocos que habían logrado adaptarse se habían afincado ya en algún sitio. Por otra parte, hombre o mujer, la presencia de un tercero era siempre molesta. Ish y Em se alegraban cuando el intruso decidía seguir su camino.

La excepción fue Ezra. Ish nunca olvidó el cálido día de septiembre en que Ezra apareció calle arriba: el rostro rubicundo, el cráneo medio calvo más rojo aún, el mentón puntiagudo. Vio a Ish de pronto, y sonrió descubriendo los dientes cariados.

—¡Buen día, amigo! —gritó, con una pizca de acento inglés. Se quedó hasta después de las primeras lluvias. Siempre estaba de buen humor, incluso cuando lo torturaban los dientes, y poseía el don inestimable de que la gente se sintiese cómoda. Los niños tenían siempre una sonrisa para Ezra.

Ish y Em hubiesen querido retenerlo, pero temían la vida en triángulo, aun con alguien tan discreto como Ezra. Un día en que la vida sedentaria parecía pesarle, lo despacharon entre bromas, diciéndole que se buscara una hermosa muchacha y viniese a vivir cerca de ellos. Su partida dejó un gran vacío en la casa.

El sol iba ya hacia el sur. Y cuando fueron a grabar el número 2 en la roca, recordaban aún a Ezra, aunque se había ido sin esperanzas de regresar. Era, pensaban, un amigo dispuesto siempre a ayudar, un buen compañero. En su memoria, el año se llamó año de Ezra.

El año 3 fue el año de los incendios. En pleno verano, el humo ocultó el cielo, y más o menos espeso y no se disipó durante tres largos meses. Los niños despertaban a veces con ataques de tos y los ojos irritados y llorosos.

Ish imaginó sin esfuerzo qué ocurría. No había ya, en aquellos sitios, vastos bosques de árboles gigantescos que el fuego apenas podía dañar. En las regiones boscosas, explotadas y saqueadas por el hombre, abundaba sobre todo la vegetación secundaria, espesa y muy inflamable, y montones de ramas dejadas por los leñadores. Esos bosques eran creación del hombre, necesitaban de él, y sólo habían sobrevivido merced a su vigilancia. Ahora las mangueras estaban enrolladas, y se oxidaban los depósitos. El verano era particularmente seco, y en todo el norte de California, y sin duda también en Oregón y Washington, los incendios provocados por el rayo se propagaban rápidamente, transformando en braseros los troncos muertos. Toda una horrible semana, Ish y Em, consternados, vieron de noche, al norte del golfo, unas llamas altas y vivas que devastaban los flancos de la montaña y sólo morían cuando no tenían más que devorar. Por suerte, un brazo de mar los separaba de las montañas del norte, y en el sur no hubo tormentas eléctricas. Todo pasó al fin, e Ish pensó que los daños alcanzarían a la mayoría de los bosques de California. Pasarían siglos antes que recobraran su perdido esplendor.

Ese año, nuevo síntoma de adaptación, Ish retomó el hábito de la lectura. Por ahora, la biblioteca municipal le bastaba; guardaba en reserva, para más tarde, el millón de volúmenes de la universidad. Quizá lo más útil era acrecentar sus conocimientos de medicina, agricultura, mecánica, pero sólo la historia de la humanidad lo atraía. Devoró innumerables obras de antropología e historia, y luego pasó a la filosofía, especialmente a la filosofía de la historia. Pero leyó también novelas, poemas, obras de teatro que de un modo u otro le desvelaban los misterios del alma humana.

Leía a la noche, y Em tejía. Los niños dormían en un cuarto del primer piso; Princesa se desperezaba ante el fuego; de cuando en cuando Ish alzaba la cabeza y pensaba que sus padres habían pasado así muchas noches. Luego posaba los ojos en la lámpara de petróleo y los alzaba hacia las otras lámparas muertas.

El año 4 fue el año de la llegada... Un hermoso día de primavera, alrededor del mediodía, Princesa se precipitó a la calle ladrando con todas sus fuerzas y una bocina lanzó una sonora llamada. Ezra había partido hacía más de un año, y ya nadie pensaba en él. Pero allí estaba... en un auto destartalado, lleno de viajeros y utensilios domésticos. Ish no pudo dejar de pensar en aquellos camiones que en la época de la recolección de frutas llegaban en otros tiempos a California.

Después de Ezra, bajaron del coche una mujer de unos treinta y cinco años, otra más joven, una muchachita asustada y un niño. Ezra presentó a las dos mujeres: la mayor se llamaba Molly; la segunda, Jean, y después de cada nombre añadió naturalmente y sin ningún embarazo: «mi mujer».

Aquella confesión de bigamia no impresionó mucho a Ish. Había tenido ya muchas experiencias, y no ignoraba que en el pasado la pluralidad de mujeres había sido común en muchas grandes civilizaciones. Lo mismo podía ocurrir en el futuro. Era sin duda la mejor solución, en una sociedad destruida donde había dos mujeres y un solo hombre. Por otra parte, Ezra era capaz de desenvolverse cómodamente en las situaciones más embarazosas.

El niño, Ralph, era hijo de Molly. Había nacido algunas semanas antes del Gran Desastre, y la leche de su madre o la herencia lo habían inmunizado. Ish no había visto nunca entre los sobrevivientes dos miembros de una misma familia.

En cuanto a la niña, la llamaban Evie, pero nadie sabía su verdadero nombre. Ezra la había encontrado sola y sucia; se alimentaba de conservas, de caracoles, y hasta de lombrices. Debía de haber tenido cinco o seis años en la época del Gran Desastre. Nadie podía decir si era idiota de nacimiento o si el horror y la soledad le habían alterado la mente. Temblaba y gimoteaba casi sin cesar, y sólo Ezra podía arrancarle alguna sonrisa de cuando en cuando. Balbuceaba algunas pocas palabras. Al cabo de un tiempo, tranquilizada por la bondad de sus nuevos compañeros, empezó a hablar un poco más; pero nunca se desarrolló normalmente.

El mismo año, más adelante, Ish y Ezra hicieron un viaje en la vieja camioneta de Ish. No fue un viaje de placer; tuvieron muchas dificultades con los neumáticos y el motor, y los caminos estaban en mal estado. Pero cumplieron al menos la misión que se habían propuesto.

Encontraron a George y Maurine, pareja que Ezra había descubierto en sus vagabundeos. George era alto, de movimientos lentos, canoso, y estaba siempre de buen humor. No tenía la palabra fácil, pero era hábil en su oficio, la carpintería. Lástima, pensó Ish, un mecánico o un granjero nos hubiera sido más útil. Maurine, de unos cuarenta años de edad, y diez años más joven, era su calco. Las tareas domésticas la entusiasmaban tanto como a George la carpintería. George era de una inteligencia poco brillante, y Maurine, totalmente estúpida.

Ish y Ezra discutieron en privado el caso de George y Maurine, y concluyeron que la pareja, gente de buena voluntad, era aceptable. Ish pensó sonriendo que era como admitir a un nuevo socio en un club, pero los candidatos eran tan escasos, que no se podía ser demasiado exigente. Llevaron a George y Maurine a San Lupo.

Ish y Maurine descubrieron que les había ocurrido algo parecido. Cuando Maurine era niña, y vivía en Dakota del Sur, la había mordido una serpiente de cascabel.

A finales de año, Em dio a luz otro hijo al que llamaron Roger. Los habitantes de San Lupo eran ahora siete adultos y cuatro niños, sin contar a Evie. En ese entonces, al principio en broma, empezaron a llamarse a sí mismos la Tribu.

El año 5 no trajo ningún acontecimiento extraordinario. Molly y Jean tuvieron cada una un hijo. Ezra, dos veces padre, estaba muy contento. Ese año fue bautizado el año de los toros. En efecto, los bovinos se multiplicaron como anteriormente las hormigas y las ratas. Se veía pocas veces un caballo, raramente un carnero. Pero en las aún intactas praderas el número de cabezas de ganado vacuno alcanzó proporciones catastróficas. Los miembros de la Tribu podían comer carne a discreción, aunque a veces dura como suela. Pero uno salía de paseo y corría el peligro de encontrarse cara a cara con un toro furioso. Un tiro de revólver podía terminar con el problema, pero luego había que arrastrar el cadáver lejos de las casas, o aguantar el hedor. Todos se hicieron expertos en el arte de esquivar los cuernos puntiagudos. Esto al fin se convirtió en un deporte al que llamaron «el juego del toreo».

 

El año 6 fue memorable. En el curso de los doce meses, las cuatro mujeres dieron a luz. Aun Maurine, que parecía tener demasiados años. Em había predicado con el ejemplo, y ahora tener hijos era un honor. Todos los miembros de la Tribu habían vivido algún tiempo solos, y habían conocido lo que llamaban la Gran Soledad. El recuerdo de aquellas horas de horror todavía no se había borrado. Aun ahora, la Tribu no era más que una llamita, amenazada por las tinieblas. Cada nuevo niño parecía reanimar aquella claridad vacilante, y afirmar la esperanza de vencer la oscuridad y la muerte. Al terminar el año el número de niños se elevaba a diez y superaba ya al de adultos. Sin contar a Evie, que no participaba de ningún grupo.

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