—A Ascolais —dijo T'sais, porque quien le había hablado de la belleza había mencionado esa región.
—Como desees —dijo Pandelume—. ¡Ahora atiende! Si alguna vez quieres regresar a Embelyon…
—No —dijo T'sais—. Antes moriré.
—Tú tienes la última palabra. T'sais guardó silencio.
—Ahora te tocaré. Por un momento sentirás como un vahído… y luego abrirás los ojos en la Tierra. Es casi de noche, y cosas terribles merodean en la oscuridad. Así que busca rápidamente refugio.
T'sais sintió con gran excitación el contacto de Pandelume. Hubo como una oscilación en su cerebro, un rápido e inimaginable vuelo… Había un suelo extraño bajo sus pies, un aire extraño contra su rostro, un aroma desconocido en su olfato. Abrió los ojos.
El paisaje era extraño y nuevo. Había un cielo azul oscuro, un sol antiguo. Estaba de pie en una pradera, rodeada por altos y melancólicos árboles. Aquellos árboles eran distintos de los tranquilos gigantes de Embelyon; eran densos y tristes, y su sombra era enigmática. Nada ante su vista, nada en la Tierra era duro o anguloso…, el suelo, los árboles, el reborde de roca que remataba uno de los lados de la pradera; todo había sido desgastado, alisado, envejecido, ablandado. La luz del sol, aunque opaca, era intensa, y daba a todos los objetos, las rocas, los árboles, la tranquila hierba y las flores, una sensación de saber y antigüedad.
A un centenar de pasos de distancia se alzaban las musgosas ruinas de un castillo desmoronado hacía mucho. Las piedras estaban ennegrecidas ahora por los líquenes, por el humo, por la edad; la hierba ganaba terreno por entre los cascotes…, el conjunto ofrecía un cuadro casi sobrenatural a la alargada luz del anochecer.
T'sais se acercó lentamente. Algunas de las paredes se mantenían aún en pie, piedra sobre desgastada piedra, el mortero disuelto hacía largo tiempo. Avanzó maravillada en torno a una gran efigie, desmoronada, descantillada, cuarteada, casi enteramente enterrada; se detuvo un momento, desconcertada, ante los caracteres grabados en la base. Contempló con ojos muy abiertos lo que quedaba del rostro: unos ojos crueles, una boca burlona, una nariz rota. T'sais se estremeció débilmente. No había nada para ella allí; se volvió para irse.
Una risa, aguda, alegre, resonó por todo el claro. T'sais, pensando en las advertencias de Pandelume, aguardó en una oscura cavidad. Un movimiento aleteó entre los árboles; un hombre y una mujer salieron a la desvaneciente luz solar; luego apareció un joven caminando tan ligero como el aire, cantando y silbando. Llevaba una espada ligera, que utilizaba para hostigar a los otros dos, que estaban atados.
Se detuvieron ante las ruinas, cerca de T'sais, y ésta pudo ver los rostros. El hombre atado era un infeliz de rostro delgado con una áspera barba rojiza y ojos penetrantes y desesperados; la mujer era baja y gordita. Su captor era Liane el Caminante. Su pelo castaño oscilaba suavemente, sus rasgos se movían con encanto y flexibilidad. Tenía unos ojos color avellana dorado, grandes y hermosos, nunca quietos. Llevaba zapatos de piel roja con las puntas enrolladas, un traje rojo y verde, una capa verde y un sombrero de pico con una pluma roja.
T'sais observó sin comprender. Los tres eran igual de viles, de sangre pegajosa, pulpa roja, suciedad interior. Liane parecía ligeramente menos innoble…, era el más ágil, el más elegante. Y T'sais lo observó con un cierto interés.
Liane trazó diestramente unos lazos en torno a los tobillos del hombre y la mujer, y los empujó de modo que cayeron entre los pedernales. El hombre gruñó débilmente; la mujer cayó sollozando.
Liane hizo un alegre floreo con su sombrero y saltó hacia las ruinas, alejándose un poco. A menos de veinte pasos de T'sais deslizó a un lado una piedra de las antiguas losas, volvió con yesca y pedernal, y encendió un fuego. Sacó de su bolsillo un trozo de carne, que asó y comió delicadamente, chupándose los dedos.
Ninguna palabra se había cruzado todavía entre ellos. Finalmente Liane se puso en pie, se estiró y miró al cielo. El sol estaba hundiéndose tras la oscura pared de los árboles, y las azules sombras estaban llenando el claro.
—Vayamos a los negocios —exclamó Liane. Su voz era chillona y clara como la llamada de una flauta—. Primero —e hizo un solemne gesto bufo— tengo que asegurarme de que vuestras revelaciones posean el peso de la sobriedad y la verdad.
Se inclinó sobre su escondite bajo las losas y extrajo cuatro recios palos. Colocó uno de ellos a través de los muslos del hombre, pasó el segundo, cruzando éste, a través de la entrepierna del cautivo, de modo que con un ligero esfuerzo podía aplastarle al hombre los muslos tirando hacia abajo o la entrepierna tirando hacia arriba. Probó su dispositivo, y cloqueó cuando el hombre lanzó un grito. Ajustó un dispositivo similar a la mujer.
T'sais observaba perpleja. Evidentemente, el joven estaba preparándose para causar dolor a sus cautivos. ¿Era aquella una costumbre de la Tierra? ¿Pero cómo podía juzgar ella, que no sabía nada del bien ni del mal?
—¡Liane! ¡Liane! —exclamó el hombre—. ¡Salva a mi esposa! ¡Ella no sabe nada! ¡Sálvala a ella, y tendrás todo lo que poseo, y te serviré durante toda mi vida!
—¡Jo! —rió Liane, y la pluma de su sombrero se estremeció—. Gracias, gracias por tu oferta…, pero Liane no quiere gavillas de madera ni nabos. A Liane le gustan la seda y el oro, el resplandor de las dagas, los sonidos que lanza una chica cuando hace el amor. Así que gracias…, pero busco al hermano de tu esposa, y cuando tu esposa se ahogue y grite, me dirás dónde se oculta.
La escena estaba empezando a adquirir significado para T'sais. Los dos cautivos estaban ocultando información que el joven deseaba; en consecuencia, éste iba a hacerles daño hasta que, en su desesperación, le dijeran lo que les pedía. Un hábil artificio, en el que difícilmente hubiera pensado ella.
—Tengo que asegurarme —dijo Liane— de que las mentiras no se hallen arteramente mezcladas con la verdad. Entendedlo —les confió—: cuando alguien es sometido a tortura, se halla demasiado perturbado para inventar, para fabricar…, y en consecuencia no dice más que la verdad. —Tomó un tizón del fuego, lo encajó entre los atados tobillos del hombre, y al instante saltó para empezar a manejar la palanca de tortura de la mujer.
—¡No sé nada, Liane! —balbuceó el hombre—. ¡No sé nada…, oh, de veras!
Liane se apartó insatisfecho. La mujer se había desvanecido. Apartó el tizón del hombre y lo volvió a arrojar irritadamente a las brasas.
—¡Qué fastidio! —dijo, pero al cabo de poco su buen humor volvió a reafirmarse—. Oh, bueno, tenemos mucho tiempo. —Se acarició su puntiaguda barbilla.
Hubo una pausa.
—Quizás estés diciendo la verdad —murmuró de pronto—. Quizá tu buena esposa sea la informante, después de todo. —La revivió con unos cuantos bofetones y un aromático que sostuvo bajo su nariz. Ella lo miró torpemente, con el rostro hinchado y contorsionado.
—Escucha —dijo Liane—. Voy a entrar en la segunda fase de la cuestión. Razono, pienso, teorizo, digo, quizás el marido no sepa dónde ha huido aquél a quien busco, quizá solamente la esposa lo sepa.
La mujer abrió ligeramente la boca.
—Es mi hermano… Por favor…
—¡Ah! ¡Así que lo sabes! —exclamó alegremente Liane, y caminó arriba y abajo delante del fuego—. ¡Ah, lo sabes! Entonces sigamos. Ahora escucha. Con estos palos voy a hacer gelatina de las piernas de tu hombre, y le meteré la espina dorsal a través del estómago…, a menos que hables.
Se puso a la tarea.
—No digas nada… —jadeó el hombre, y se hundió en el dolor. La mujer maldijo, sollozó, suplicó. Finalmente:
—¡Lo diré, te lo diré todo! —exclamó—. ¡Dellare ha ido a Efred!
Liane relajó sus esfuerzos.
—Efred. Bien. En la región del Muro Desmoronante. —Frunció los labios—. Puede que sea cierto. Pero desconfío. Debes decírmelo otra vez, bajo la influencia del evocador de la verdad. —Y trajo un tizón del fuego y lo ajustó a sus tobillos…, y siguió trabajando con el hombre. La mujer no habló.
—Habla, mujer —exclamó Liane, jadeando—. Este trabajo me hace sudar. —La mujer no habló. Sus ojos estaban muy abiertos y miraban opacamente hacia arriba.
—¡Está muerta! —gritó su marido—. ¡Muerta! ¡Mi esposa está muerta! Ah… ¡Liane, eres un demonio, una obscenidad! ¡Te maldigo! Por Thial, por Kraan… —su voz tembló al borde de una aguda histeria.
T'sais se sintió alterada. La mujer estaba muerta. ¿No era malo matar? Eso era lo que había dicho Pandelume. Si la mujer fuera buena, como el hombre de la barba había dicho, entonces Liane era malvado. Todo cosas de sangre y suciedad, por supuesto. Sin embargo, era malvado hacerle daño a una cosa viva hasta matarla.
No conociendo el miedo, salió de su escondite y avanzó a la luz del fuego. Liane alzó la vista y saltó hacia atrás. Pero el intruso era una muchacha esbelta de apasionada belleza. Cabrioleó, dio unos pasos de danza.
¡Bienvenida, bienvenida! —Miró con desagrado los cuerpos tendidos en el suelo—. Desagradable; debemos ignorarlos. —Echó hacia atrás su capa, la escrutó con sus luminosos ojos color avellana, se pavoneó hacia ella como un gallo en celo—. Eres encantadora, querida, y yo…, yo soy el hombre perfecto; pronto lo verás.
T'sais apoyó la mano sobre su espada, y ésta saltó por sí misma de su funda. Liane dio un salto atrás, alarmado por la hoja y probablemente también por el resplandor que brillaba en lo profundo del retorcido cerebro de la mujer.
—¿Qué significa esto? Vamos, vamos —se agitó—. Devuelve a su sitio tu acero. Es duro y afilado. Debes mantenerlo apartado. Soy un hombre de buen talante, pero no tolero que me irriten.
T'sais se detuvo junto a los cuerpos tendidos. El hombre atado la miró febrilmente. La mujer seguía mirando con fijeza el oscuro cielo.
Liane saltó hacia delante, planeando sujetarla e inmovilizarla mientras su atención estaba distraída. La espada saltó hacia arriba por sí misma, avanzó de punta, se clavó en el ágil cuerpo.
Liane el Caminante cayó de rodillas, tosiendo sangre. T'sais tiró de su espada, limpió la sangre en la verde capa y la envainó con dificultad. Deseaba seguir pinchando, atravesando, matando.
Liane yacía inconsciente. T'sais apartó la vista de él, asqueada. Una vocecita llegó hasta ella:
—Libérame…
T'sais lo pensó, luego cortó las ligaduras. El hombre se dirigió tambaleando a su esposa, la sacudió, soltó sus cuerdas, la llamó, sujetando su rostro. No hubo respuesta. Saltó en pie, con la locura reflejada en su rostro, y le aulló a la noche. Alzando la fláccida forma entre sus brazos, se alejó tambaleante hacia la oscuridad, tropezando, cayendo, maldiciendo…
T'sais se estremeció. Miró al tendido Liane, luego al negro bosque donde no llegaba la luz del oscilante círculo de llamas. Lentamente, con muchas miradas hacia atrás, abandonó las desmoronantes ruinas, el prado. La sangrante figura de Liane quedó junto al muriente fuego.
El resplandor de las llamas desapareció, se perdió en la oscuridad. T'sais tanteó su camino entre los imponentes troncos; y la lobreguez se vio magnificada por la deformación de su cerebro. Nunca había habido noche en Embelyon, sólo una opalescente disminución de la luz diurna. De modo que T'sais continuó descendiendo por el suspirante bosque, envarada, atenta, pero ignorante e ignorada de las cosas que hubiera podido encontrar: los deodans, la pelgrana, los merodeantes erbs (criaturas mezcla de animal, hombre y demonio), los gids, cuyos saltos de seis metros sobre la turba les permitían caer sobre sus víctimas y aferrarías en un abrazo definitivo.
T'sais recorrió su camino sin ser molestada, alcanzó el borde del bosque. El terreno empezó a ascender, los árboles se hicieron más escasos, y T'sais salió a una extensión ilimitada y oscura. Era el páramo de Modavna, un lugar histórico, una región que había visto la huella de muchos pies y había absorbido mucha sangre. En una famosa matanza, Golickan Kodek el Conquistador había conducido hasta allá a los pobladores de dos grandes ciudades, G'Vasan y Bautiku, los había hecho formar en un círculo de cinco kilómetros de diámetro, luego los había ido empujando más y más hacia el centro, apretándolos unos contra otros, presas del pánico, con su caballería armada subhumana, hasta que finalmente consiguió formar un gigantesco y agitante montón de ciento cincuenta metros de altura, una pirámide de aullante carne. Se dice que Golickan Kodek meditó diez minutos ante aquel monumento, luego se volvió y cabalgó en su montura de vuelta a la tierra de Laidenur, de donde había venido.
Los fantasmas de las antiguas poblaciones habían palidecido y se habían disuelto, y el páramo de Modavna era menos sofocante que el bosque. Los matorrales crecían como manchones en el suelo. Una línea de riscos rocosos se alzaba en el horizonte, afilados contra un débil resplandor residual violeta. T'sais siguió su camino, aliviada de que el cielo se hubiera abierto sobre su cabeza. Unos pocos minutos más tarde llegó a un antiguo camino de losas de piedra, cuarteadas y rotas, bordeado por una zanja donde crecían luminosas flores con forma de estrella. El viento suspiraba por el páramo, depositando humedad sobre su rostro. Se dirigió al camino. No había el menor abrigo visible, y el viento agitaba fríamente su capa.
Un rumor de pasos, un agitar de formas, y T'sais estaba forcejeando contra duras manos aferrantes. Luchó para alcanzar su espada, pero sus brazos estaban inmovilizados.
Alguien rascó una luz, encendió una antorcha, para examinar su presa. T'sais vio tres vagabundos de los páramos, barbudos y llenos de cicatrices; llevaban ropas acolchadas grises, manchadas y sucias de lodo y porquería
—¡Hey, es una hermosa doncella! —exclamó uno, mirando con lascivia.
—Veré si tiene plata —dijo otro, y deslizó sus manos con maligna intimidad por todo el cuerpo de T'sais. Hallo el saquito de joyas y las hizo girar en su palma, un puñado de fuego de cien colores—. ¡Mirad eso! ¡Una riqueza de príncipes!
—¡O de magos! —dijo otro. Y con una duda repentina relajaron sus presas. Pero T'sais seguía sin poder alcanzar su espada.
—¿Quién eres, mujer de la noche? —preguntó uno con un cierto respeto—. ¿Una bruja, para poseer tales joyas y caminar por el páramo de Modavna sola?
T'sais no tenía ni ingenio ni experiencia para improvisar falsedades.
—¡No soy ninguna bruja! ¡Soltadme, hediondos animales!
—¿No eres una bruja? Entonces, ¿qué clase de mujer eres? ¿De dónde vienes?