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Authors: John Katzenbach

La sombra (17 page)

—¿Alguna vez describió...?

—Es un tema muy importante, señor Winter. Es una especie de canibalismo moral. Traicionar a tu propia gente y entregarla a monstruos para salvar tu vida. Durante años han visitado nuestro centro importantes estudiosos para estudiar esas cintas.

Esther lo miró.

—Ella grabó otro vídeo. Se lo mostraré.

Fue a una estantería y empezó a buscar entre las cintas. Comprobó un par de veces uno de ellos con una lista.

—Aquí lo tiene —dijo—. ¿Quiere que corra las cortinas?

El negó con la cabeza. De alguna forma sentía que las pesadillas que contenían aquellas cintas estaban más seguras a la brillante luz diurna. Ella puso la cinta en el aparato de vídeo.

Sophie Millstein apareció de nuevo en la pantalla. Esta vez llevaba un vestido menos formal, uno de flores estampadas que Winter reconoció. Un par de barras de interferencias cruzaron la pantalla y los movimientos de Sophie Millstein fueron sacudidos por la velocidad de la cinta mientras la joven la avanzaba hasta el punto en que comenzaba la conversación.

—Creo que es aquí... —dijo. Apretó un botón y la voz de la anciana resonó en la habitación.

La voz en off preguntó:

—Sophie, ¿cómo los capturaron?

La señora Millstein se tapó la boca con la mano, como si quisiera evitar que las palabras salieran de su boca. Luego se irguió en la silla con rigidez, como un testigo en un juicio, y habló:

—Recuerdo que fue la única vez que vi a Hansi asustado, porque él llegó a casa aquel día diciendo que le parecía que alguien le había visto. No estaba seguro, ¿sabe?, la gente cambiaba mucho en aquellos años. Podías mirar a alguien que conocías de toda la vida y no reconocerle. La guerra hizo esto. Y el hambre y las bombas de los Aliados todo el tiempo. Pero Hansi estaba preocupado. No obstante, el día siguiente salió a buscar trabajo. Teníamos que comer y no había elección, además era posible que Herr Guttman de la imprenta le diese un poco de pan a cambio de un día de trabajo, y el pan era muy importante. Entonces salió. Regresó mucho después de anochecer, eludiendo a los guardias nocturnos del toque de queda, que era algo que no había hecho nunca, porque si le hubiesen capturado sin papeles, todo habría terminado, e incluso si ellos hubiesen visto sus documentos todo habría terminado igualmente. Llegó asustado de nuevo, y habló en privado con papá, que no permitió que mamá y yo escuchásemos. Papá fue al abrigo donde guardábamos todo nuestro dinero cosido en el forro y volvió con un anillo que entregó a Hansi. Un anillo de oro. El anillo de boda de papá. Hansi lo cogió y volvió a salir por la trampilla del sótano. Regresó al cabo de unos minutos y le dijo a papá que todo iba a ir bien, pero tal vez sólo por unos días, y entonces hablaron de trasladarnos. Yo no quería irme. El sótano era cálido y muy seguro durante los bombardeos aéreos. Tal vez por esta razón no nos trasladamos a tiempo. Ellos vinieron dos días después. La Gestapo llamó a la puerta y nos sacó fuera. Recuerdo a la pobre Frau Wattner de pie con un soldado a cada lado. Parecía tan asustada... Ella decía: ¡Pero yo no sé, no sé, yo pensaba que sólo eran Bombengeschädigte! ¡Se giró hacia papá y le escupió en la cara! Schweinjude!, dijo, y aunque todos sabíamos que para salvarse tenía que decirlo, aun así, la palabra hirió. Nos metieron en un coche; miré hacia atrás y vi que los soldados lanzaban a la pobre Frau Wattner contra la pared de la casa. Papá me hizo volver la cabeza, pero oí el ruido de la metralleta y, cuando miré otra vez atrás, ya no la vi...

Sophie Millstein estaba de nuevo luchando por contener las lágrimas. Levantó la mano.

—Lo siento Esther —dijo—. Pobre Frau Wattner. Ella nos traía sopa cuando no teníamos nada que comer. No sé si podré hablar de aquel día ahora.

—Sophie, estas cosas son importantes.

La anciana asintió hacia la cámara y prosiguió.

—Hansi no habló mucho. No aquella noche. Después de que papá y mamá se durmiesen, me arrastré hacia donde estaba echado bajo su abrigo, puesto que no teníamos mantas, y le pregunte: Hansi, ¿qué sucede? ¿Qué es esto? Al principio él no quería contestar, pero le di un codazo y él levantó la mano lo justo para que la poca luz que penetraba por el único ventanuco proyectase una sombra en la pared, y entonces lo supe...

—Supo qué.

—Supe que él estaba ahí fuera. Y supe que nos había denunciado a la Gestapo. Seguramente me puse rígida o lancé una exclamación o algo, porque Hansi dijo: «No, no te preocupes. Le he dado algo y nos dejará ir...» Pero yo no le creí y no creo que Hansi lo creyese tampoco.

—Aquel hombre. El que se encontró...

—El que nos entregó.

—Sí. Cómo fue...

—Del instituto, creo. No era compañero de clase de Hansi sino alguien un poco mayor. Debía de ser así, porque mi hermano maldijo, algo que nunca había hecho, y recuerdo que dijo que habría sido mejor no haber aprendido a leer ni escribir. —Hizo una pausa y luego añadió fríamente—: Él lo sabía. Aquella noche en la oscuridad. ¿Sabe?, recuerdo que había empezado el bombardeo en las afueras de Templehof, como era habitual, y se oía en la distancia, acercándose, y normalmente me asustaba, pero aquella noche no.

Aquella noche recuerdo haber rezado para que uno de los bombarderos británicos soltase su carga sobre nosotros y todo terminase de forma rápida e indolora.

Respiró hondo y prosiguió en voz baja:

—Hansi lo sabía, y yo lo sabía, y supongo que papá y mamá también sabían que ya estábamos todos muertos. Estuvimos muertos en el preciso instante en que él vio por primera vez a Hansi. Muertos cada vez que siguió a mi hermano por la ciudad, cada parada del tranvía, cada paso en la acera. Muertos cada segundo que observaba y esperaba su oportunidad. Muertos cuando atrapó a mi hermano en un callejón y le susurró: «¡Judío! ¡Yo te conozco!», con voz de serpiente. Estuvimos muertos cuando Hansi le suplicó. Y cuando obligó a Hansi a que le llevase al sótano de Frau Wattner y también cuando le pidió un soborno. Nos estaba matando cuando Hansi le dio el anillo y nuestro dinero y le escuchó decir aquella gran mentira. No, estábamos todos muertos, aun cuando había prometido que no nos denunciaría.

Sophie Millstein hizo una pausa. Respiraba entrecortadamente y su rostro estaba encendido de rabia.

—Pero usted vivió, Sophie. —Esther Weiss intervino suavemente.

La anciana entornó los ojos y su voz sonó ronca al responder:

—¿Viví? ¿Usted cree que alguien que pasa por todo esto vive? ¡Ah, usted no sabe nada! ¡Todos morimos allí dentro! Tal vez el cuerpo siga funcionando. Tal vez aún respiremos, nos levantemos cada mañana y veamos la luz del día, pero por dentro estamos muertos. ¡Muertos!

—Sophie, eso no es cierto —argumentó la joven con afecto—. Usted vivió, otros vivieron. Hay una razón para ello. Es muy importante que ustedes sobreviviesen.

Sophie Millstein iba a responder, pero se abstuvo. Sus ojos se llenaron de lágrimas de nuevo.

—Lo siento, Hansi. Lo siento por mamá y papá. Lo siento por todos los que murieron —dijo despacio, y asintió con la cabeza—. Esther, lo cierto es que yo quería vivir. Tal vez no debí hacer algunas cosas que hice, o decir algunas cosas que dije, pero lo hice y no hay vuelta atrás, ¿no?

—No, no la hay.

Sophie Millstein empezó a decir algo pero se calló. Pareció reflexionar y luego susurró:

—Y pensar que... que era uno de nosotros. Necesito hacer una pausa —dijo moviendo la cabeza.

—Sophie, esto es muy importante. ¿Qué sabe del hombre que les entregó? Necesitamos saberlo todo de él.

—Lo sé. Tal vez mañana, o la semana que viene. Pero ahora necesito pensar en cosas más alegres, Esther, porque a veces estos recuerdos hacen que mi corazón quiera detenerse.

Hubo una pausa y luego la voz de la joven repuso:

—Está bien, Sophie. Tenemos mucho tiempo, todo el tiempo que necesite.

Luego apareció otro fondo azul con una fecha y un número de registro.

Esther Weiss apagó el televisor y movió la cabeza significativamente.

—Me equivoqué. Ella no tuvo tiempo —aseveró. Suspiró y miró a Winter—. Así que no hay más que esto. Su hermano pagó al cazador, tal vez un antiguo compañero de clase, un profesor, quién sabe. No era como la mayoría de los buenos alemanes que escondían judíos a cambio de un soborno. Con él no funcionó. Les denunció de todos modos. Denunciados y enviados a la muerte. ¿Le ayuda en algo saber todo esto?

Simon estaba reflexionando sobre todo lo que había escuchado. Recordó las palabras de Sophie en su apartamento el día de su muerte: «Sólo le vi una vez, y por tan poco tiempo...» «¿Yo habría olvidado aquel rostro? —se preguntó de pronto—. ¿Reconocería aquel rostro no importa los segundos que le hubiera visto cincuenta años atrás, no importa cómo los años le hubieran cambiado? ¿Podría olvidarlo? —Y se respondió—: No.»

Luego invirtió la pregunta en su cabeza. «¿Aquel hombre olvidaría alguna vez lo que había hecho?: No.»

La joven dudó un momento. Winter vio que fruncía el ceño antes de añadir:

—¿Sabe lo que es extraño? Que quería hablar con nosotros la noche que fue asesinada.

—¿Qué?

—Dejó un mensaje en el contestador del Centro del Holocausto. Era tarde y ya no había nadie aquí. Sólo dijo que iba a venir y que quería hablar de su detención.

—¿Y qué dijo exactamente?

—Sólo eso. Fue muy breve.

—¿Se lo ha dicho a...?

—Sí, llamé a la policía, pero no parecieron demasiado interesados.

Winter asintió.

—Ellos creen que la ha asesinado un yonqui. Alguien que ha cometido otros robos cerca del apartamento de Sophie —explicó.

—Eso es lo que me dijeron —asintió ella—. Pero usted parece preocupado, señor Winter. ¿Usted no les cree?

Él hizo una pausa, recordando las palabras en alemán que había oído pronunciar a Sophie Millstein a lo largo de los años. Nunca se había dado cuenta, pensó. Todos esos años, viéndola ir y venir, viviendo justo delante de su apartamento, y nunca se había enterado. «Vaya detective que eres», se reprochó.

—Por supuesto que les creo —dijo lentamente.

—Así pues, ¿por qué ha venido aquí? —preguntó la mujer.

Pensó en lo estúpido que era. Todos aquellos años de policía, un día tras otro, conviviendo diariamente con la muerte, con todas las formas de asesinato. Y la muerte había entrado directamente en The Sunshine Arms justo cuando él había cogido su arma para quitarse la vida, y por alguna malvada razón se había llevado a la persona equivocada. No a él sino a su vecina.

—Estoy aquí porque alguien asesinó a una persona conocida —dijo con tono cortante.

Echó un vistazo a la ventana como si la luz del sol pudiese disolver el frío que impregnaba su corazón. Entonces, con cuidado y precisión, preguntó:

—La noche que ella murió, cuando ella llamó aquí... ¿usó las palabras Der Schattenmann?

La joven meneó la cabeza.

—No. No lo creo. ¿La Sombra? No. Me habría acordado de ello.

Simon apretó los dientes.

—¿Significa algo para usted?

—No lo recuerdo, pero...

—Podría haber sido el cazador.

—Tal vez. Todos eran conocidos por seudónimos o apodos. Y su hermano le dio a entender algo haciendo sombra en la pared con la mano...

—¿Alguno sobrevivió a la guerra?

—Tal vez uno o dos. Uno, una mujer, fue juzgada por los rusos, cumplió condena algún tiempo y ahora vive tranquilamente en Alemania.

—¿Y los otros?

—Desaparecieron en los campos. O bajo los escombros. ¿Quién sabe?

«Es cierto, ¿quién sabe? Ésta es la cuestión», pensó Simon.

9

El Helping Hand

Walter Robinson siguió el autobús G-75 mientras aceleraba por el paso elevado de Julia Tuttle, dejando atrás la playa en dirección al centro de Miami. Era mediodía y el autobús desprendía eructos humeantes por el tubo de escape, que eran absorbidos por el calor como una esponja. Giró y a continuación subió por la autovía de tres carriles.

Miami tiene una fisonomía lineal. La ciudad se extiende hacia el norte y el sur a lo largo de la costa, aferrada a la bahía Vizcaíno con tenacidad urbana, adoptando no sólo la imagen que quiere mostrar al mundo, sino también una especie de porte interno proveniente de las aguas azules y brillantes. Estos últimos años ha empezado a expandirse hacia el oeste hacia la empapada extensión de los Everglades, donde se alzan urbanizaciones y centros comerciales como un montón de forúnculos en la espalda infectada de un hombre. Pero estas erupciones son inevitables a causa de las tendencias cambiantes de la población. No obstante, en actitud y esencia, Miami continúa siendo una ciudad costera, orientada hacia los prados siempre cambiantes del océano verdiazul.

A pesar de ello, Walter Robinson odiaba el agua.

No es que no le gustase disfrutar de su contemplación, una vista que buscaba con frecuencia, especialmente cuando estudiaba algún caso difícil. Hacía tiempo había descubierto que el ritmo del mar tenía un sentido sutil y alentador y que el machacón sonido de los rompientes le ayudaban a concentrarse. Por ello, apreciaba el mar y la bahía como herramientas de ayuda profesional. Su odio, sin embargo, era más de tipo político.

Pensaba que el agua era algo que pertenecía a los ricos. En Miami hay docenas de muelles, puertos deportivos y rampas de embarcaciones, pero muy lejos de los barrios donde viven los negros. Él lo había advertido a muy temprana edad, cuando quería escapar de la pobreza del Black Grove, y atravesaba zonas de creciente prosperidad a medida que se acercaba al agua, donde observaba las embarcaciones de vela, las lanchas rápidas, o los cruceros de amplias cabinas propiedad de blancos ricos e influyentes, que pasaban ociosos por delante de la costa hacia la bahía. Y era consciente de que su color le hacía distinto de casi todos los que se dirigían hacia el agua. Una vez se había quejado de esto a su madre, que era maestra de escuela, pero ella sólo le dijo que debía aprender a nadar si iba a frecuentar las playas del condado de Dade. Sólo cuando fue adulto se dio cuenta de que muchos de sus compañeros del colegio nunca se habían molestado en aprender a nadar, tan interiorizado tenían el prejuicio de que el agua pertenecía a los blancos y no a ellos.

De este modo, Walter Robinson se obligó a convertirse en un experto nadador, rápido, fuerte y seguro de sí mismo incluso cuando las corrientes tiraban de él con peligrosas intenciones.

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