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Authors: John Katzenbach

La sombra (16 page)

—¿Estoy bien? —preguntó ella nerviosamente.

Una voz en off repuso:

—Está muy bien.

—Estaba preocupada. Nunca he salido en televisión y quería estar bien vestida. Este vestido... —La frase quedó suspendida con tono de pregunta.

—Está usted muy elegante, descuide.

Simon Winter reconoció la voz de la joven que estaba sentada silenciosamente a su lado.

—No sé exactamente qué se supone que debo hacer —dijo Sophie Millstein.

—Sólo relájese y no se preocupe por la cámara.

La anciana se removió en su asiento.

—No estoy segura de que esto sea buena idea...

—Sólo olvídese de la cámara, Sophie. Se acostumbrará enseguida. Todo el mundo se pone nervioso al principio.

—¿De veras? ¿Todos?

—Todos.

—Bueno, eso me hace sentir mejor. Pero no sé qué se supone que tengo que decir.

—¿Qué desea decir?

—En realidad no mucho. En absoluto.

—Pero usted ha venido aquí —conminó la joven con tono suave—. Algo le ha incitado a venir y contarnos algo. ¿Qué era?

Sophie Millstein dudó de nuevo y Winter vio que entornaba los ojos concentrándose.

—Todos deberían saberlo —repuso.

—¿Quién debería saberlo?

—Toda la gente que ahora es demasiado joven para recordar.

—¿Qué es lo que deberían saber?

—Lo que sucedió. La verdad. Porque todo aquello sucedió de verdad. —Sophie Millstein apretó la mandíbula y cruzó los brazos sobre el pecho.

Tras un instante de silencio, la voz de la joven, tranquilizadora y persuasiva, preguntó:

—¿Por qué no empieza por contarme lo que le sucedió a usted? Sería un buen comienzo.

Sophie Millstein abrió la boca pero volvió a cerrarla con fuerza. Winter vio que el labio superior le temblaba ligeramente. Permaneció así durante casi un minuto, con el vídeo registrando su silencio.

Luego, al fin, cogió aire como si hubiese estado conteniendo el aliento. Las palabras empezaron a surgir como en cuentagotas:

—Se trata de cosas que quería olvidar, de manera que no he hablado de ellas, ni siquiera con Leo. Me gustaría que él estuviese aquí, porque él me ayudaría...

—Pero él no está aquí y usted debe hacerlo sola.

Sophie Millstein asintió. Las lágrimas afloraban a sus ojos y ella se esforzaba por mantener la compostura. De nuevo, el silencio se apoderó de la imagen, excepto por la áspera respiración de la anciana.

—Sola —dijo por fin, y miró directamente a la cámara.

Winter vio que su vecina se recomponía. Se dio un golpecito en Su tembloroso labio, enderezó la espalda y siguió mirando al objetivo, superó la incomodidad y empezó a hablar. Un torrente de palabras e imágenes estallaron, una vorágine de recuerdos. Rompió como una ola sobre Simon Winter, que se sujetó a la silla para mantener el equilibrio.

—...Estuvimos tres días metidos en un tren. Hacinados como animales junto con nuestra inmundicia y suciedad. La gente moría a nuestro alrededor; una señora, de la cual nunca supe el nombre, murió y durante ocho horas su peso apretó mi espalda, hasta que el anciano que estaba a su lado también murió y entonces pude empujarla hacia atrás; los dos cadáveres cayeron el uno sobre el otro. Aún recuerdo sus facciones pálidas, como esculpidas en piedra. Durante largo rato pensé que debía averiguar su nombre para poder decírselo a alguien. Pero no lo hice. Aún puedo sentir la fetidez que había en el aire de aquel tren. Cada mañana lo recuerdo. Tal vez por esto vine a Florida, porque aquí el aire es limpio y no tendría que recordar la pesadilla de aquellos tres días. Era como si estuviésemos comprimidos con el mal, espeso y áspero, como una enfermedad que nos cubría. Hansi me sostenía, mi hermano Hans, tenía catorce años, dos menos que yo, pero era fuerte. Siempre fue muy fuerte. Yo era baja pero él era alto y me sostenía, de manera que no podía ayudar a mamá o papá, que cada vez tosía más y se debilitaba por momentos. Pensé que moriría, pero no dejó de hacerme gestos con la mano y de decirme «estoy bien, no te preocupes por mí, todo irá bien», pero por supuesto no era así, porque yo sabía que todos moriríamos cuando llegásemos a destino, a Auschwitz. No obstante, cuando abrieron las puertas y entró aire fresco, pensé que no me importaría morir a cambio de respirar aquel aire, pero incluso en el frío, el hedor de los muertos era tan intenso que no podía respirar. Y ellos gritaban Raus! Raus! Tuvimos que agruparnos fuera del tren, pegados unos a otros, intentando permanecer juntos, pero yo no pude seguir con Hansi porque nos separaron en dos filas, mujeres a un lado y hombres al otro. Le vi sujetando a mi padre y yo no sabía dónde estaba mi madre y ellos seguían gritando, obligándonos a formar las filas, los perros ladraban y gruñían. Nadie intentó escapar, todos estábamos demasiado débiles, y avanzamos dando traspiés hacia una mesa. El oficial de las SS sólo nos miraba y formulaba una pregunta o dos, y luego señalaba un lugar u otro, pero por supuesto, ya sabes todo aquello. Se ha dicho una y otra vez, pero sucedió y me sucedió a mí. Él estaba allí sentado con su abrigo gris y su gorra, de aquellas con la insignia de la muerte en la cabeza. Y llevaba guantes negros, de forma que era aquella mano negra la que indicaba un lugar u otro, era muy rápido. Cuando mi fila avanzó. Vi a Hansi y a mi padre, que tosía y Hansi le sujetaba, y el SS apuntó a la izquierda para mi padre y a la derecha para Hansi, pero mi hermano negó con la cabeza y ayudó a mi padre a avanzar hacia la izquierda, y eso fue todo. ¡Oh, Dios mío! Él no quería abandonarle, así que fue hacia su muerte. Hansi era tan fuerte, él habría sobrevivido... Él lo habría conseguido, siempre lo he pensado. Era enjuto y fuerte, con músculos firmes aunque no hubiese comido nada durante días. Y siempre sonreía, ¿sabe? Se tomaba la vida con optimismo, catorce años, y siempre estaba feliz y sonriente, incluso cuando todo era horrible y alrededor sólo había muerte y destrucción. Él me miró en aquel breve instante, y entonces supe que él sabía que debía dejar ir a papá pero que no lo haría; sostuvo su brazo y le ayudó a ser fuerte también. Era sólo un crío, pero lo sabía. Me sonrió. Oh, Dios mío, me sonrió como diciéndome «está bien morir por una buena causa aunque todavía no haya tenido tiempo de vivir». Tenía catorce años pero era el más fuerte. Así que ayudó a nuestro padre y por ello murió y yo me quedé sola para siempre. Oh, Hansi, ¿por qué no fuiste hacia la derecha?

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Sophie Millstein, y Winter pensó: «¿Cuántas lágrimas puedes acumular en cincuenta años?»

En la pantalla, la voz de la joven preguntó:

—¿Necesita descansar un poco?

—Sí —repuso la anciana, pero luego añadió—: No.

Miró fijamente a la cámara.

—Cuando llegué a la mesa donde estaba el hombre de las SS, ¡vi que era un doctor! ¡Un doctor! ¿Cómo un médico podía hacer aquello? Me preguntó cuántos años tenía y yo dije que dieciséis. Pensó un momento y luego empezó a alzar la mano. Supe que señalaría a la izquierda, así que añadí rápidamente: pero soy electricista. Se me quedó mirando y expliqué que mi padre era electricista y yo su ayudante, pero que me lo había enseñado todo, y entonas él debió de pensar que podría ser útil, y señaló a la derecha.

—¿Sabía usted...?

—Nada. Nada en absoluto. Mentí y viví. —Hizo una pausa y luego añadió—: Siempre me ha preocupado, ¿sabe? Por supuesto no había nada malo en ello, pero nuestros padres, él era profesor de lingüística en la universidad, nos habían enseñado que mentir era pecado, como una pequeña mancha en tu alma que nunca podrías acabar de limpiar y que siempre, siempre, siempre era mejor decir la verdad que poner esta pequeña marca en tu corazón. Y yo odié que aquel, ya sabe, aquel hombre de las SS me hiciese mentir para salvar la vida. Y todo lo que me sucedió después, todo parecía formar parte de aquella mentira. Y yo les odié y sospecho que me odio también por esa razón.

—Pero si usted hubiera dicho la verdad...

—Habría muerto, lo sé.

—¿Así que usted se hizo electricista?

Sophie Millstein hizo otra pausa y Simon Winter vio que entornaba los ojos al recordar con odio. Luchó con las palabras, pero enseguida brotaron.

—No... —dijo lentamente—. No. Eso es lo que le conté a Leo. Y a todos los que preguntaron. Pero también era mentira. Me raparon la cabeza, me rasuraron todo el cuerpo y me convertí en una puta. —Inspiró hondo—. Y así fue como sobreviví. Siendo una puta.

Sophie Millstein alargó el brazo y sacó un pañuelo de encaje del bolso que tenía a sus pies. Se secó los ojos y miró a la joven que estaba al otro lado de la cámara.

—Supongo que estuvo mal —dijo amargamente—. Tengo mucho que decir.

Miró de soslayo hacia la cámara con los ojos aún brillantes por las lágrimas. De nuevo respiró lenta y profundamente.

—Ha sido muy duro perdonarme a mí misma —musitó—. Todos estos años he sentido que hice algo terriblemente malo. Y no podía hacerlo desaparecer como si fuese polvo o pelusa.

Otro silencio, hasta que la voz de la joven dijo:

—Sophie, usted sobrevivió y eso es lo único que importa. No cómo o por qué o qué tuvo que hacer para ello. Usted vivió y no debería sentirse culpable.

—Sí. Es cierto. Me lo he repetido miles de veces todos estos años.

La anciana dudó de nuevo. Las lágrimas anegaron sus ojos, emborronando el maquillaje que se había aplicado con esmero.

—Creo que todo este tiempo pensé que estaba mal vivir cuando tantos otros murieron. —Otra pausa—. ¿Puedo beber algo, por favor? —preguntó con una leve y delicada sonrisa, como una niña que se da cuenta de que acaba de leer su primera palabra—. ¿Un poco de té helado?

Sophie Millstein desapareció abruptamente de la pantalla reemplazada por interferencias electrónicas seguidas de un fondo azul con su nombre, la fecha y un número de registro.

Esther Weiss se levantó y apagó el televisor. Luego se dirigió a la ventana. Los estores repiquetearon al ser alzados. La luz inundó la habitación y Simon Winter parpadeó. La joven vacilaba junto a la ventana, como si intentase recuperarse.

Se volvió hacia él. Vestía unos vaqueros y una camisa holgada de algodón. Su melena rizada caía sobre sus hombros, enmarcando la cara.

—¿Sabía usted que Sophie era una mujer excepcional, señor Winter?

Simon sintió un nudo en la garganta y negó con la cabeza.

—Era una mujer extraordinaria. No se puede cuantificar la valentía, la perseverancia, la dedicación, las ganas de vivir: todas estas cosas que son sólo palabras, señor Winter. Las palabras que describen conceptos que parecen lejanos y perdidos en la sociedad actual. Todos los supervivientes tienen algo de ellas en algún grado, pero Sophie destacaba especialmente entre un grupo de gente ya especial, señor Winter. ¿Sabía esto de su vecina?

Él negó con la cabeza de nuevo.

Weiss continuó:

—Todo esto es extrañamente engañoso. Parecía solamente una viejecita. Un poco aturdida, tal vez. Un poco loca, quizá. —Miró a Winter—. La típica abuelita judía. Sopa de pollo y quejándose de esto y aquello, ¿verdad?

Él no respondió.

—Eso es lo que usted pensaba, ¿no?

Él asintió con la cabeza lentamente.

—Pues bien, usted estaba muy equivocado —dijo. La mujer le miró con dureza—. Maldita sea, completamente equivocado.

Esther se restregó los ojos para evitar que las lágrimas se derramaran. Inspiró hondo.

—Esto era sólo el principio, ¿sabe?, para romper un poco el hielo y poder hablar. Teníamos grandes esperanzas. Pero su vecina sólo pudo completar otro vídeo antes de ser... —Calló abruptamente—. Maldita sea, asesinada.

Simon permaneció en silencio.

—Es totalmente injusto. ¿Qué clase de mundo es éste, señor Winter? ¿Es que no hay justicia en absoluto?

Él no respondió, porque la entendía; además, ¿qué iba a decir? Ella tenía razón.

—¿Comentó algo acerca de su época en Berlín, antes de que la deportasen? —preguntó por fin.

La joven consultó unas notas. Cuando alzó la vista, Simon vio que sus ojos buscaban en su antebrazo. Buscaba un tatuaje.

—¿Qué exactamente? Usted no es un superviviente, ¿no, señor Winter?

—No —dijo, y al instante pensó que de alguna manera era una respuesta equivocada—. Fui policía.

—¿Y por qué le interesa la historia de Sophie ahora?

—Por algo que ella dijo horas antes de su asesinato. Sobre un hombre que la había entregado.

—U-boot, submarinos alemanes —dijo Weiss.

—¿Perdón?

—U-boot. Era uno de los apodos que usaba la gente que intentaba esconderse, porque estaban bajo la superficie. Era una vida muy difícil. Le prestaré algunos libros sobre lo que intentaban conseguir. Excepcional, sin duda. Esconderse de un estado policial dedicado a tu completa destrucción. Creo que en la Historia ha habido poca gente capaz de demostrar este tipo de creatividad, recursos, valentía, no sé... Fueron personas extraordinarias, y muy pocas sobrevivieron para contarnos sus historias. Por eso estábamos todos tan emocionados cuando Sophie acudió a nosotros y empezó a grabar vídeos. No creo que entendamos realmente hoy día la clase de valor que esta gente tuvo, sin que ellos nos den su testimonio de primera mano. ¿Y la vida que sufrieron? Hambruna. Miedo. Siempre miedo. No podían estar más de unos días en cada sitio. Tenían que trasladarse, frecuentando lugares de los que no podían salir. Cuando podían, sobornaban a la gente. Normalmente con joyas. Si tenían alguna moneda de oro, mucho mejor. Algunas veces incluso podían sobornar a los cazadores y tal vez conseguían unos días más de sufrimiento, antes de ser capturados y ser enviados a la muerte.

—Eso es lo que he sabido.

—¿Con quién ha hablado usted?

—Con el rabino Chaim Rubinstein. Con la señora Kroner y el señor Silver.

—Los conozco. Eran U-boots, como Sophie. —La joven dudó y movió levemente la cabeza—. Los cazadores eran judíos utilizados por la Gestapo para cazar a otros judíos. En una sociedad que parecía alimentarse de ironía y traición en cantidades iguales, ellos fueron tal vez los más... No sé... ¿qué? ¿Moralmente únicos?

Hizo una pausa y Winter respiró hondo. Ella desvió la vista hacia la ventana, siguiendo con la mirada el haz de luz que se extendía por la habitación.

—¿Cree que alguien así va a parar a algún lugar especial del infierno, señor Winter?

Él no respondió, aunque pensó que tenía una buena respuesta. Por el contrario, empezó a preguntar:

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