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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (8 page)

—Lando no puede ir a la guerra. Su mujer lo necesita y se moriría de miedo si él permaneciera ausente mucho tiempo. El camino al reino de los longobardos ya fue espantosamente largo ¡y dicen que España está todavía más lejos! No regresaríamos a tiempo para la cosecha.

Arnulf advirtió que se le había agotado la paciencia y apoyó la punta de su bastón contra el pecho de Ecke.

—¡Habla claro! A juzgar por tus palabras, tú también prefieres quedarte en casa.

El campesino asintió con la cabeza.

—Empiezo a ser ya demasiado viejo para ir a la guerra.

El único comentario de Arnulf fue un bufido. Ecke era un año menor que él, y él mismo habría marchado junto al ejército si el año anterior no hubiese sufrido una grave herida en Sajonia.

—Albergamos la esperanza de que quizá podrías enviar a dos de tus mozos de labranza en nuestro lugar, como hiciste el año pasado, por Medard… —prosiguió Ecke.

—Lo hice por Medard porque se había roto la pierna y hoy su hijo puede reemplazarlo en la campaña. ¡Pero a vosotros dos no os falta nada salvo el coraje! ¿Por qué habría de enviar a mis mozos al extranjero, solo para que podáis quedaros en casa? Si lo hago, no habrá nadie que pueda ocuparse de cultivar mis campos.

Ecke alzó la mano con gesto vacilante.

—Si nos ayudas, Lando y yo podríamos trabajar en tu finca un día a la semana. Incluso lo juraríamos sobre la cruz ante el sacerdote.

—El muchacho de Medard tampoco participará. Su padre lo envió al convento para que sea monje —interrumpió Lando, evidentemente aliviado de que él y Ecke no fueran los únicos que se negaban a cumplir con su obligación de vasallos.

—¡Por todos los diablos! ¿Es que os habéis vuelto locos? —exclamó Arnulf, amenazando a ambos campesinos con el bastón. Los hombres retrocedieron un paso.

—Pero lo harás, ¿verdad Arnulf?

El señor de Birkenhof comprendió que no le quedaba más remedio que enviar a sus propios mozos de labranza en reemplazo de los dos hombres. Si insistía en que ambos se unieran a su tropa, desertarían en cuanto se presentara la oportunidad y lo dejarían en ridículo ante el prefecto, y también ante el monarca. Pero su negativa a acatar la orden del rey Carlos lo dejaba en una situación sumamente incómoda.

—Lo pensaré, ¡pero si consiento trabajaréis en mis tierras y sustituiréis a mis mozos de labranza, que irán en vuestro lugar!

Eran palabras duras, pero ambos campesinos soltaron un suspiro de alivio. Ecke enviaría a su propio mozo de labranza y el hijo de Lando cuidaría del ganado del señor de Birkenhof.

—¡Muchas gracias, Arnulf! Sabíamos que no nos dejarías en la estacada —dijo Lando en tono lisonjero.

—¡Pero vosotros me dejáis en la estacada a mí, y también a mi hijo! ¡Largaos antes de que me enfade! —Arnulf volvió a agitar el bastón y acto seguido les dio la espalda. Mientras cojeaba a través del patio hasta su casa, maldijo primero a Ecke y a Lando, y después a Dios y finalmente a todo el mundo.

Su mujer lo recibió en el umbral. Hemma solo era un poco más menuda que él y con los años había engordado. Con expresión preocupada, se apartó el cabello de la frente en un gesto gracioso que había seducido a Arnulf cuando ella aún era una jovencita.

Antes de que su mujer acertara a interesarse por el motivo de su enfado, él lo soltó.

—Ecke y Lando se niegan a cumplir con su deber de vasallos. Quieren que envíe a dos mozos en su lugar.

—¡Pero bueno! ¿Y quién se ocupará de las tareas en nuestra finca? —Hemma habló en tono tan indignado que Arnulf deseó salir corriendo tras sus vecinos para retirar lo prometido a medias, pero se limitó a golpear el suelo con el bastón.

—Ambos dijeron que trabajarían para nosotros, un día entero por semana. Al menos eso es lo que afirman.

—Pero eso no reemplaza a los mozos que trabajan toda la semana —dijo Hemma con el rostro enrojecido, y Arnulf lamentó no haberlo consultado antes con ella, porque al fin y al cabo, su esposa había dirigido la finca con mano firme durante todos los años en los que él había ido a la guerra por su rey.

—Se trata de nuestro hijo, ¿verdad? No confían en que él los conduzca como lo hiciste tú. —El enfado de Hemma se había evaporado y dejado paso a una profunda desilusión.

Arnulf asintió.

—Pues claro que se trata de Konrad. Sería necesario que durante su primer año como superior se rodeara de hombres experimentados que pudieran aconsejarlo.

Mientras su mujer ya reflexionaba sobre qué mozos podía enviar a España junto con su primogénito, su marido siguió hablando.

—Ecke y Lando han dicho que Medard había enviado a su hijo mayor al convento para evitar que se uniera a la campaña del rey.

—¡Supongo que ese es el agradecimiento que recibimos por la ayuda que le proporcionamos el año pasado! Pero esta vez lo pagará, te lo juro. —Hemma parecía tan decidida que Arnulf casi sintió compasión por su vecino. Su mujer se ocuparía de exigir a Medard, y también a Ecke y a Lando, el precio que consideraba correcto.

3

Mientras el matrimonio reflexionaba sobre cómo enfrentarse a la nueva situación, sus dos hijos practicaban el manejo de las armas en un prado. Lothar mantenía la vista clavada en su hermano mayor, aguardando su grito.

—¡Atácame!

En el mismo instante, el muchacho de doce años blandió su espada de madera. Era rápido y ágil, pero no lo suficiente. Konrad detuvo el golpe y le asestó otro en el hombro.

Soltando un grito de dolor, Lothar retrocedió y lanzó una mirada furibunda a su hermano mayor.

—¿Es necesario que me golpees con tanta fuerza?

—Un guerrero debe aguantar los ataques —contestó Konrad con la arrogancia de quien ya se considera un adulto.

—¡Entonces tú también los sentirás! —Lothar blandió su espada de madera con furia y esta vez logró sorprender a su hermano. La dura acometida lo dejó sin aliento y durante un momento sintió que le fallaban las piernas.

Lothar, que para entonces ya había tenido que aguantar numerosas embestidas dolorosas, bailoteó alegremente en torno a su hermano.

—¡Esta vez te he dado! ¡Esta vez te he dado!

—¡Eres un miserable! Aún no te había dado la señal. —Konrad apretó el brazo contra las costillas contusionadas y pensó en darle una paliza a su hermano.

La presencia del padre impidió que siguieran peleando.

—¡Que te sirva de lección! Un enemigo tampoco espera hasta que le des la señal de atacar —le dijo Arnulf a su hijo mayor.

Konrad frunció el entrecejo.

—Tienes razón. Sin embargo Lothar me atacó con alevosía. ¡A fin de cuentas es mi hermano!

—Y tú sí que puedes golpearme hasta dejarme baldado, ¿no? —replicó el menor, quien puso los brazos en jarras y le lanzó una mirada colérica.

Arnulf golpeó el suelo con el bastón en señal de advertencia.

—¡Dejaos de niñerías! Dentro de tres días te pondrás en marcha, Konrad, y hasta entonces todavía hay mucho que hacer. Vete a la herrería, tu cota de escamas ya debería estar lista. Cógela y acostumbra a tu caballo al peso adicional. Sé que sabes montar, pero luchar a caballo no es lo mismo que trotar tranquilamente por nuestros prados. Es una pena que no pueda acompañarte, porque aún podría enseñarte muchas cosas.

—Antes vi que Ecke y a Lando se acercaban a la finca, y ya me imagino qué querían. No me creen capaz de conducir a nuestra tropa, ¿verdad? Y Medard es igual que ellos: por eso deja que su hijo mayor se haga monje —dijo Konrad en un tono tan desanimado que Arnulf sintió deseos de abrazarlo y consolarlo, aunque sabía bien que eso no era lo adecuado si quería que se convirtiera en un hombre. Al cabo de un par de días, el muchacho estaría solo y ya no dispondría de un hombro en el que desahogarse.

Haciendo un esfuerzo, Arnulf soltó una carcajada.

—Eres mi hijo y te he enseñado todo lo que debes saber. Lo único que te falta es experiencia. No: lo que amedrenta a esos bellacos es la distancia que han de recorrer hasta llegar a España, ¡pero si el rey quiere emprender la marcha hacia allí, sus guerreros han de seguirlo!

El señor de Birkenhof pasó por alto que apenas un momento antes había deseado tener a su hijo a su lado durante la guerra, para enseñarle un par de cosas. Ahora solo quería reforzar la confianza en sí mismo del joven, así que dio un paso atrás y le lanzó una mirada penetrante.

Konrad medía medio palmo menos que él y, en comparación, parecía delgado y menudo. Pero tenía los hombros anchos y los brazos musculosos gracias al trabajo en los campos y la práctica con la espada de madera rellena de plomo. El muchacho tenía fuerza y resistencia suficientes. En ese aspecto, no avergonzaría a su padre, y Arnulf sabía que tampoco le faltaba valor. A fin de cuentas, dos años antes Konrad había sido el único que se atrevió a lanzarse a los rápidos del río Baunach para salvar a la pequeña hija de Ecke, que había caído al agua. Al parecer, su vecino lo había olvidado, y al pensar en ello Arnulf aumentó mentalmente el precio que exigiría a Ecke.

El hombre entrecerró los ojos y procuró contener su amargura.

—¡Lo lograrás, hijo mío! —exclamó, pegándole un golpe en el pecho. Fingió no haber reparado en su rostro crispado de dolor y lo empujó en dirección a la herrería del pueblo. Heiner, el herrero, se dedicaba sobre todo a herrar los caballos del pueblo y fabricar hoces y arados, pero también sabía forjar cotas, cascos y espadas para guerreros. Sin embargo, Arnulf había decidido que entregaría su propia espada a Konrad: estaba convencido que el muchacho la blandiría con honor.

4

Tres días más tarde, cuando Konrad emprendió la marcha con su tropa, las colinas en cuyas laderas se extendía la aldea de Arnulf aún estaban cubiertas de nieve. Según las órdenes del rey Carlos, dos gruesas columnas debían marchar a España, y los guerreros de esa región formaban parte de la leva de Austrasia que debía unirse a la de los bávaros y los alamanes. Eran los que habían de recorrer el camino más largo y atravesar los Pirineos por el este, mientras que la leva de Neustria debía cruzarlos por el oeste. Atacados desde ambos flancos, los sarracenos pronto resultarían derrotados y los guerreros regresarían con abundante botín y muchos esclavos.

Eso fue lo que Arnulf le contó a su hijo, quien poco antes de la partida no parecía precisamente contento de participar en la campaña militar ni de recorrer las comarcas desconocidas que se encontraría por el camino. El descontento superaba el temor ante lo que le esperaba, así que Konrad procuró contener el llanto, se secó las lágrimas delatoras con la manga y se volvió hacia los hombres que formaban su grupo.

Solo eran guerreros de a pie; casi ninguno de los campesinos libres disponía de un caballo, y si en alguna granja tenían uno, lo necesitaban para las tareas del campo, así que Konrad no solo era el líder del grupo, sino también el único que montaba a caballo.

Su padre también había proporcionado los dos bueyes que tiraban del carro del grupo, además de la mayor parte del equipo y las provisiones. Junto a la docena de hombres armados, dos mozos de labranza acompañarían a Konrad. Echando cuentas, más de la mitad del grupo pertenecía a la finca Birkenhof.

Arnulf sabía muy bien que solo podría remplazarlos con mucho esfuerzo, pero nunca había partido con una cifra de hombres menor que la exigida por el prefecto, y ese sería también el caso en lo concerniente a su hijo. Mientras Arnulf echaba un vistazo a los hombres, su mujer abrazaba a Konrad sin tratar de contener las lágrimas.

—¡Cuídate mucho!

—¡Sí, mamá! Te lo prometo. —Konrad se sentía incómodo: un futuro héroe no debía ser despedido como si fuera un niño, así que apartó a su madre con una sonrisa de disculpa y se acercó a su padre.

Arnulf lo contempló con ojo crítico. Aunque la cota de escamas de su hijo había sido forjada por el herrero de la aldea, no desmerecía su aspecto. El herrero había remachado innumerables escamas de hierro a una túnica de cuero y forjado un casco en forma de cuenco alargado, como los que llevaban los jinetes armados del rey. La cota carecía de adorno, pero era sólida y le resultaría útil durante la batalla. Es verdad que el rostro bajo el casco parecía excesivamente joven, pero con gran satisfacción Arnulf comprobó que ese día su hijo tenía un aspecto más adulto que de costumbre.

—Lo lograrás, muchacho, ¡y ahora vete! No querrás que el rey Carlos conquiste España sin ti, ¿verdad? Y vosotros, hombres, id con Dios. Aunque esta vez no puedo acompañaros, mi hijo será un jefe tan bueno como yo.

—¡Seguro que sí! —Rado, un hombre alto y de anchos hombros que ya había participado en más de diez campañas con Arnulf, rio y le palmeó el hombro a Konrad. «Yo le enseñaré al muchacho lo que hay que hacer», se dijo, y se relamió al recordar el buen jamón que Hemma le había regalado para que cuidara de su hijo.

Konrad se volvió hacia su hermano menor, que lo contemplaba con los ojos muy abiertos y parecía dudar entre demostrar tristeza o envidia. Hasta que Lothar pudiera ir a la guerra pasarían muchos años, e incluso entonces no estaba dicho que su padre lo dejara marchar. La finca Birkenhof solo debía proporcionar un jinete armado al ejército del rey, y mientras Konrad ocupara ese lugar, Lothar se quedaría en casa y tendría que trabajar como campesino.

—¡Pórtate bien, hermanito! —gritó Konrad.

Lothar tragó saliva y derramó unas lágrimas. Bien es verdad que no echaba de menos los golpes y los moratones causados por las prácticas con la espada, pero de todas formas le apenaba ver partir a su hermano mayor.

—¡Regresa, Konni! —exclamó.

—¡Cuenta con ello! —Konrad montó y alzó el brazo—. ¡En marcha! El rey nos aguarda.

Emprendió el camino y, tras avanzar unos pasos, volvió la cabeza. Los doce guerreros lo seguían en filas de a dos, con el carro en el medio. A excepción de tres, todos ellos eran viejos veteranos para quienes una campaña militar apenas suponía diferencia alguna de las tareas matinales en los campos de aquellos que se quedaban en casa.

En esa época del año los caminos todavía estaban enfangados, pero los bueyes tiraban con tanta fuerza que las ruedas no se atascaron ni una sola vez. Un mozo que viajaba en el pescante del carro tenía una pértiga con el extremo afilado, pero solo la utilizaba para guiar a los animales, no para azuzarlos. Los bueyes se adaptaron fácilmente al paso de los hombres e incluso tenían tiempo de arrancar los primeros brotes verdes del año.

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