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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (69 page)

BOOK: La Rosa de Asturias
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Por eso debían escapar lo antes posible. Si bien Konrad no tenía la menor idea de cómo sacar a Ermengilda del palacio del emir, puede que Maite encontrara el modo de hacerlo. Pero si tratara de convencerlo de huir sin Ermengilda, le retorcería el cuello.

Con ese propósito no precisamente piadoso, alcanzó la mansión de Fadl, donde Zarif, Tahir y otras almas sedientas ya lo aguardaban ante la puerta.

10

El vino que Eleazar les había vendido era dulce y fuerte, y los borrachines no tardaron en pagar el correspondiente tributo. Cuando los hombres —incluidos Ermo y el eunuco Tahir— roncaban tumbados en los rincones, las esclavas se hicieron con el resto soltando risitas. Aprovechando la ocasión Konrad osó salir al jardín y arrojó varios guijarros contra la ventana de Maite. Al advertir un ligero movimiento tras la celosía, se dio cuenta de que la vascona lo había oído.

—¿Quién anda allí? —preguntó, desconfiada.

—Soy yo, Konrad. ¡Hemos de darnos prisa! Necesito las piedras preciosas lo antes posible y además he de saber cómo pretendes sacar a Ermengilda del palacio. A mí no se me ocurre nada, por desgracia.

—¡Pero a mí, sí! —contestó Maite—. Sabrás que las mujeres pueden visitarse mutuamente; solo hemos de descubrir el modo de engañar a sus acompañantes.

—¡Con vino! —exclamó Konrad, sonriendo, y Maite vio el brillo de sus dientes blancos.

—¿A qué te refieres? —preguntó, desconcertada.

—¡Lo dicho: con vino! Los criados de Fadl beben tanto que duermen la mona incluso de día. Hoy mismo lo he visto. Convida a Ermengilda a visitarte; yo me encargaré de conseguir suficiente vino como para emborrachar a todo un ejército.

—¿Puedes mezclar algo con el vino para que duerman más larga y profundamente?

—¡No es mala idea! —dijo Konrad, y le lanzó una mirada de aprobación, aunque solo veía su contorno detrás de la celosía—. Pero necesito las piedras preciosas para poder prepararlo todo.

—¿Has encontrado a alguien dispuesto a ayudarte? —dijo Maite en un tono en el que se mezclaban el alivio y el temor, porque un cómplice podría delatarlos.

Konrad alzó las manos para tranquilizarla.

—Prefiero no hablar de ello. ¡Déjalo en mis manos! Todo saldrá bien.

—Que Jesucristo y todos los santos nos asistan. Solo te diré una cosa, franco: ¡si debido a una tontería tuya nuestro propósito fracasa y me veo obligada a seguir siendo la esclava de Fadl, me encargaré de que te arranque la piel a latigazos!

La amenaza de Maite no preocupó a Konrad, que confiaba en el médico. Y para agradecerle su ayuda, haría todo cuanto estuviera en su mano para que nadie pudiese acusar a Eleazar de haberle ayudado. Precisamente por ello, debía callarle su existencia a Maite.

—Transmítele mis respetuosos saludos a Ermengilda y dile que la salvaré —susurró, tras lo cual abandonó el jardín.

Cuando volvió al alojamiento que compartía con Ermo, este estaba sentado en su camastro contando las monedas que se había embolsado al comprar el vino. Cuando vio a Konrad, su mirada se ensombreció.

—¡No intentes robarme! Aquí te cortan la mano derecha si descubren que has robado.

—Aplícate el cuento —contestó Konrad en tono sosegado.

Ermo sacó un cuchillo que ocultaba bajo su camisa escotada.

—No pretendas amenazarme, de lo contrario te clavaré este cuchillo.

—No quiero que me acuchilles. Además, me han dicho que aquí dan muerte a los asesinos de un modo bastante desagradable.

Konrad notó que la advertencia provocaba un brillo colérico en la mirada de Ermo.

No obstante, este guardó el cuchillo e introdujo las monedas en un pliegue de su ancho cinturón. Pero a partir de ese momento, Konrad comprendió que él y Ermo competirían por ser el primero en intentar la huida. Como Ermo no titubearía mucho tiempo, debía hacer todo lo posible por adelantarse a él.

11

Al día siguiente Maite volvió a hacerse llevar hasta el palacio del emir para visitar a Ermengilda. Su amiga la estrechó entre sus brazos, pero no logró reprimir las lágrimas.

—¡Cuánto me alegro de verte! Temía que te prohibieran visitarme de nuevo. Anoche el emir volvió a estar conmigo y casi muero de miedo.

—¿Reclama tu presencia muy a menudo? —preguntó Maite.

Ermengilda negó con la cabeza.

—No, ayer solo fue la tercera vez. Pasarán unos días antes de que vuelva a visitarme.

—Pues hemos de aprovecharlo. Konrad lo preparará todo, pero para hacerlo necesita dinero. ¿Crees que podrás desprender algunas piedras preciosas de tu vestido sin que lo noten?

Maite contempló a la astur con expresión preocupada, porque ese día Ermengilda llevaba un vestido carente de adornos. Si tras haberlo llevado guardaban el valioso atuendo bajo llave cada vez, ellas no tendrían oportunidad de hacerse con las piedras preciosas.

—Dile a Konrad que tenga cuidado. Nadie debe saber que posee algo de valor.

La advertencia de Ermengilda hizo que Maite olvidara sus ideas sombrías y contemplara a su amiga llena de esperanza.

—Así que aún tienes ese vestido. Apresúrate a cortar unas piedras antes de que una esclava o un eunuco nos molesten.

En cuanto hubo pronunciado esas palabras, apareció un castrado y se sentó en un rincón.

—Las esclavas no tardarán en traer unos refrescos —dijo.

Al ver que no daba muestras de querer marcharse, Ermengilda se preguntó qué debían hacer. De pronto se incorporó, miró a Maite y adoptó una expresión indignada.

—Puede que el insigne Fadl Ibn al Nafzi sea capaz de derribar a los enemigos de mi señor, el gran emir Abderramán, con la espada, pero no sabe cómo ha de vestirse una mujer. Perdóname querida, pero tu atuendo es un harapo indigno de una esclava, por no decir de una dama vascona de sangre noble. Te regalaré un vestido que se corresponda con tu rango.

Tras pronunciar esas palabras se puso de pie, corrió a la habitación contigua y poco después regresó con el atuendo ricamente bordado. «Ha llegado el momento decisivo», pensó, mirando temerosamente al eunuco. Pero el castrado permaneció sentado observando mientras Maite se arrancaba literalmente su propio vestido y se ponía el otro. Era demasiado largo y también incómodamente estrecho.

—Tendré que arreglarlo —comentó Maite, acariciando el bordado de piedras preciosas con las manos. Luego se volvió hacia Ermengilda—. Es bellísimo. ¿Cómo puedo agradecértelo?

«Encargándote de que logre salir de aquí», pensó su amiga, pero eso no fue lo que dijo.

—Me gustaría visitarte a ti en alguna ocasión, para comprobar si acertaste con tus palabras acerca de la espada de tu amo.

Maite le siguió el juego de inmediato. Abrazó a Ermengilda y le besó las mejillas.

—Me encantaría recibirte en casa del insigne Fadl Ibn al Nafzi, pero la decisión no está en mis manos.

Ambas amigas se volvieron hacia el eunuco y le dirigieron una mirada suplicante. Tras reflexionar unos instantes, este asintió con la cabeza.

—¿Cuándo quieres dirigirte a la casa de Fadl Ibn al Nafzi, ama?

Mientras Ermengilda soltaba un suspiro de alivio, Maite procuraba calcular cuánto tardaría Konrad en prepararlo todo.

—Mañana, o quizá mejor pasado mañana —dijo por fin.

—Pasado mañana sería ideal, porque ese día el insigne emir abandonará la ciudad para ir de caza con sus halcones y no regresará hasta tres días más tarde.

—¿Podría pasar esas tres jornadas con mi amiga? —preguntó Ermengilda, preguntándose de dónde sacaba el valor para exponer semejante ruego.

Esta vez el eunuco tardó un poco más en contestar.

—Lo preguntaré, pero ahora he de ir a ver dónde están esas holgazanas. Hace un buen rato que deberían de haber traído el sorbete y las frutas escarchadas —dijo; luego se puso de pie y se marchó.

Maite y Ermengilda se contemplaron y se cogieron de las manos.

—¡Tal vez sea posible, por Jesucristo! —exclamó la astur, temblando como una hoja.

—¡Contrólate! —la regañó Maite—. De lo contrario nos delatarás y entonces todo estará perdido!

—Es que los nervios pueden conmigo. ¡Espero que todo salga bien! Quiero que mi hijo se críe en libertad y con todos los honores que le corresponden por ser un pariente del rey Carlos.

Maite comprendió que Ermengilda pensaba más en el futuro que en los peligros que suponía la huida, que a ella misma le parecían casi insuperables. Pero como no quería desilusionar a su amiga calló sus reparos, y cuando el eunuco apareció acompañado de dos criadas cambió hábilmente de tema y empezó a hablar de los manjares que les servían.

12

Ese día los criados de Fadl Ibn al Nafzi renunciaron a beber vino y obligaron a Konrad a realizar todas las tareas que ellos mismos no tenían ganas de hacer, así que no pudo ir al jardín. A la madrugada siguiente se dirigió sigilosamente al jardín antes de que nadie pudiera encargarle nada y empezó a arrancar malezas. Le habría gustado llamar a Maite para que le hablara de Ermengilda, pero logró controlar su impaciencia y aguardó a que ella apareciera detrás del enrejado.

Un suave silbido hizo que aguzara los oídos, pero antes de que pudiera pronunciar palabra alguna, oyó que algo caía al suelo cerca de él. Dirigió la vista hacia allí y vio un paquetito pequeño y tosco. Se inclinó con rapidez para recogerlo, pero tuvo la suficiente presencia de ánimo para fingir que arrancaba malezas y las depositaba en una bolsa. Después ocultó el paquete bajo su túnica, impaciente por ver qué contenía, pero como no debía levantar sospechas, renunció a abrirlo y fingió buscar hierbajos bajo la ventana de Maite. Entonces oyó que le hablaba en voz baja.

—¡Mañana es el día decisivo! Has de comprar mucho vino; si actuamos con rapidez y no cometemos errores, alcanzaremos nuestro propósito.

Maite no pudo seguir hablando porque una esclava entró en su habitación. Desde que Tahir y sus ayudantas descubrieron que la nueva mujer de su amo no se proponía cortarles el gaznate con el puñal del que se había apropiado, volvieron a atreverse a entrar en su habitación, casi siempre justo cuando a Maite le resultaba inconveniente. Así que esperó que Konrad hubiese comprendido todo lo dicho y pusiera las cosas en marcha, al tiempo que respondía con amabilidad a las preguntas acerca de los platos que debían preparar los cocineros para la visita de Ermengilda.

Cuando tras innumerables preguntas la esclava por fin se marchó, Konrad ya había abandonado el jardín y lo único que Maite pudo hacer fue rezar.

Las escasas palabras de la vascona bastaron para que Konrad comprendiera la situación; no obstante, se le ocurrieron al menos una docena de motivos por los cuales su plan estaba destinado al fracaso e, invadido por las dudas, empezó a considerar que tal vez fuera mejor desistir y esperar que se presentara una oportunidad mejor. Sin embargo, la idea de que mientras tanto Ermengilda tendría que obedecer al emir como si fuera su auténtica esposa hizo que lo descartara.

El primer problema consistía en convencer a los criados de Fadl Ibn al Nafzi de que al día siguiente le permitieran ir a por vino.

Con dicho fin, no dejó de interrumpir sus tareas, gimiendo y retorciéndose de dolor.

Por fin logró llamar la atención del mayordomo Zarif.

—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó en tono irritado.

—¡Sufro dolores espantosos! ¡Si mañana no me encuentro mejor, habré de regresar a casa del judío!

—Entonces podrás aprovechar para traernos nuestra medicina —dijo uno de los criados en el acto.

Otro hizo una mueca de fastidio.

—¿Precisamente mañana, cuando la gente del palacio se encuentre aquí? Esos también querrán beber.

Aterrado, Konrad creyó que debido a ello los hombres renunciarían al vino, pero entonces Zarif alzó la mano.

—Si la concubina del emir visita nuestro harén, la cortesía exige que la agasajemos como es debido, y también a sus acompañantes. Así que nuestro insigne amo no nos regañará si con dicho fin gastamos unos dirhams más que de costumbre. Tú —añadió, señalando a Konrad con el índice— irás a por vino mañana temprano. Ha de alcanzar para todos, ¿comprendes?

—¡Iré con él! —exclamó Ermo, olfateando la oportunidad de obtener una buena ganancia. Pero su sugerencia no fue bien recibida por Zarif.

—Nada de eso: la última vez regresaste borracho de casa del judío. Te quedarás aquí, barrerás el patio, y después irás a por agua y leña para el cocinero.

Ermo tuvo que resignarse, mientras que Konrad sintió deseos de soltar un grito de alegría porque Ermo no podría contrariar su plan de hablar con Eleazar. Aunque tenía presente que habría de hacer varios viajes para traer todo el vino, consideró que ese era un precio muy bajo por su libertad y la de Ermengilda.

13

Un grosero puntapié despertó a Konrad de un sueño en el que besaba a Ermengilda y se disponía a tenderla en la cama. Se incorporó soltando un gemido y contempló el rostro pérfido y crispado de Ermo.

—¡Ponte a trabajar, pedazo de holgazán! La litera con la mujer del emir no tardará en llegar.

Konrad se frotó las costillas doloridas, deseando poder poner fin a las maldades de Ermo y darle su merecido, pero el mayordomo castigaba cualquier rencilla con el látigo. Además no quería enfadar a Zarif precisamente ese día, así que dio media vuelta y abandonó la habitación sin dignarse mirar a Ermo. Recibió una compensación inmediata, puesto que en cuanto entró en la habitación embaldosada de blanco donde los hombres se lavaban, oyó la voz colérica y grosera del mayordomo ordenando a Ermo que saliera al patio.

En cuanto Konrad acabó sus abluciones, Zarif apareció junto a él y depositó varios dirhams en su mano.

—¡Toma! Pero dile al judío que esta vez queremos un vino mejor que el que suele vendernos.

—Como ordenéis, señor.

Konrad hizo una rápida reverencia para que el otro no viera el brillo de su mirada: Zarif también se encontraba entre aquellos a los que le hubiera encantado de romperle los dientes de un puñetazo.

—¡Vete! —ordenó el mayordomo pegándole un empellón—. Nuestros invitados no tardarán en llegar.

No tuvo que repetírselo: era la primera vez que le permitían abandonar la mansión de Fadl a solas. Cuando el portero cerró la puerta a sus espaldas, inspiró profundamente y salió a la estrecha callejuela. De pronto se volvió y contempló la mansión de Fadl desde el otro lado de la callejuela. El exterior no era especialmente imponente, la pared era alta, gris y carecía de ventanas; solo contaba con una puerta, pero de altura suficiente para dejar pasar a un jinete. Alguien que desconociera las circunstancias del lugar no habría sospechado que tras ese exterior poco acogedor se ocultaba la amplia morada de uno de los hombres más influyentes del califato.

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