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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (67 page)

BOOK: La Rosa de Asturias
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—Ni siquiera el perro de olfato más agudo es capaz de seguir una huella en el agua, pero ello no basta por sí solo. Quien pretenda huir habrá de conseguir un disfraz convincente.

—¿Un disfraz, dices? ¿De qué? —Por primera vez, Konrad manifestó aquello con lo que soñaba.

—Puede que unos cuantos consideren que disfrazarse de sarraceno resulta inteligente. Incluso tú podrías hacerlo, puesto que hay sarracenos de cabellos rubios de origen visigodo. No obstante, tu conocimiento acerca de las costumbres y las tradiciones de los sarracenos es demasiado escaso para poder engañarlos de verdad, y tampoco podrías confiarles el nombre de tu clan. Sin embargo, puesto que todos los sarracenos se sienten vinculados a su clan, un viajero sin parientes llamaría la atención. Además, no dominas el idioma. Si pese a ello lograras alcanzar la frontera, como sarraceno caerías bajo el poder de los astures o los vascones y te esclavizarían.

Eleazar calló, cogió una botella y dejó caer unas gotas de un líquido acre en las heridas de Konrad. El ardor era espantoso, pero el franco reprimió un grito de dolor y aguardó con ansiedad que el médico prosiguiera.

—Dado que eres un cristiano, te ves sometido a restricciones que hacen que sea casi imposible escapar de al-Ándalus. Siempre hay fugitivos que intentan huir al norte. Si los jinetes del emir o uno de sus gobernadores atrapan a un cristiano y este no es capaz de explicar su procedencia y el objetivo de su viaje de manera convincente, lo convierten en esclavo.

Konrad estaba inquieto. ¿Acaso el médico trataba de disuadirlo de escapar de las torturas de Fadl?

—Según tu opinión, ¿qué debería hacer? A juzgar por tus palabras, cualquier intento de fuga está condenado al fracaso.

—¡Utiliza la cabeza! ¿Cuál es el pueblo que vive tanto aquí, en tierras sarracenas, como en las de los francos y es despreciado por ambos por igual?

—¿Te refieres a los judíos? —exclamó Konrad, desconcertado.

Eleazar hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Exacto. El desprecio conlleva también la ignorancia de nuestras costumbres y tradiciones. Alguien capaz de pronunciar unas palabras y oraciones en nuestra lengua podría viajar desde un extremo del reino sarraceno hasta el otro extremo del reino franco sin llamar la atención. Solo tendría que evitar la compañía de los auténticos judíos, y eso no resulta demasiado complicado, puesto que somos muy pocos y vivimos muy desparramados.

—¿Dices que me disfrace de judío?

Al principio la idea le resultó desagradable. No obstante, reprimió dicha sensación diciéndose que Eleazar ya le había prestado más ayuda que la que Fadl Ibn al Nafzi pudiera aprobar. Seguro que un consejo suyo no era algo que debía despreciar.

—Sería el medio más seguro para recorrer estas tierras sin que te toquen un pelo. Pero para ello necesitas ropas judías, dinero para el albergue y los cuidados, y también para sobornar a los cabecillas de las patrullas y a los pequeños dignatarios que se enriquecen a costa de los viajeros.

—Carezco de ambas cosas —contestó Konrad en tono abatido.

—Resulta fácil hacerse con unas ropas si las encuentras tiradas por ahí y nadie las vigila. Sin embargo, no puedo proporcionarte dinero. Además no deberías huir solo, sino en compañía de la nueva esclava de tu amo. Fadl Ibn al Nafzi estará furioso, pero no lamentará su pérdida excesivamente, porque has de saber que la considera demasiado salvaje.

Eleazar había tratado los arañazos y las lesiones que Maite causó a Fadl y también la herida del eunuco Tahir. Mientras que Fadl no dijo ni una palabra acerca del origen de las lesiones, el castrado fue muy locuaz y relató al médico todo lo ocurrido en la casa del bereber.

—Una mujer es la más indicada para que el engaño sea total, porque nadie sospechará que un judío y su mujer son dos esclavos huidos.

—¡Seremos tres!

—¿Acaso quieres llevarte a tu compatriota? —preguntó Eleazar, sorprendido.

Konrad negó con la cabeza y apretó los labios. Ni siquiera el solícito médico guardaría silencio cuando descubriera que la tercera persona era la favorita del emir. Pero no estaba dispuesto a marcharse sin Ermengilda y la oportunidad le pareció más propicia que nunca.

—¿Existe un elixir que tiña los cabellos y la tez de una muchacha de un color tan oscuro como los de los sarracenos? Vosotros los judíos también poseéis esclavos, ¿verdad?, así que un criado de piel oscura no llamaría la atención.

—Eres muy listo, amigo mío. Pero tendrás que robar ambas cosas, porque quiero poder jurar por Dios
el Justo
que no te he dado nada. Convence a los criados de Fadl para que te permitan ir en busca de su vino. Te lo venderé más barato y así cada vez podrás quedarte con unos dirhams. Dado que Fadl aún estará ausente unas cuantas semanas más, tendrás ocasión de ahorrar el dinero suficiente para intentar la huida. Casi lo olvidaba: mis viejas ropas están en la habitación anexa. Y allí también encontrarás las de mi difunta esposa y una decocción que hasta a ti podría convertirte en un negro: se encuentra en un estante, dentro de una botella negra.

Eleazar consideró que con ello había hecho lo suficiente en favor del joven. Mientras trataba las últimas cicatrices de su paciente se regañó a sí mismo llamándose necio por derrochar tanta compasión en un franco cristiano. Pero al pensar en Fadl Ibn al Nafzi estimó que sus actos estaban justificados: el bereber había atropellado a un familiar suyo con su caballo y le había cortado la cabeza al herido con una cimitarra cuando este se quejó a voz en cuello. Por lo demás, el bereber gozaba de muy mala fama debido a su crueldad, más que evidente por el trato dispensado al joven franco. Una cosa era acabar con el hombre que había dado muerte en combate a su propio hermano, pero capturarlo y torturarlo lentamente hasta la muerte era otra.

—Tus heridas cicatrizan bien. Dentro de un par de semanas solo serán un recuerdo de unos días terribles. Pero ahora hemos de ver qué está haciendo tu acompañante. Espero que su sed no haya sido tan grande como para no poder cargar con la litera.

Cuando volvieron a la planta baja, Ermo parecía decepcionado.

—¡Ya habéis vuelto!

Eleazar echó un vistazo al jarro para ver si quedaba un poco de vino, pero solo quedaban unas gotas; entonces vertió el resto en una copa y se la alcanzó a Konrad.

—¡Bebe, te ayudará a recuperar las fuerzas!

—¡Gracias! —dijo Konrad y dejó que el líquido de sabor dulzón se derramara por su garganta, al tiempo que recordaba con nostalgia los exquisitos vinos frutales que su madre sabía preparar con tanta maestría.

Después de darle las gracias a Eleazar le pegó un codazo a Ermo.

—¡En marcha! Hemos de regresar al palacio. Quizá Maite ya nos esté esperando y nos regañará por habernos ausentado durante tanto tiempo.

—¡Bah, conozco a las mujeres! Esas nunca dejan de charlar —dijo Ermo, echando un vistazo al jarro vacío y una mirada desafiante al médico. Pero este no parecía dispuesto a enviar a su niño negro a por más bebida, así que Ermo se puso de pie de mala gana, aunque al hacerlo se tambaleó y casi tropezó con sus propios pies.

Konrad ya lo veía tendido en la calle junto con la litera, pero no dijo nada y se limitó a encogerse de hombros. Al fin y al cabo, él no le había ordenado a Ermo que se emborrachara. Se despidió del médico con un saludo amable y salió a la calle seguido de su compañero, que soltó un gemido al recibir los ardientes rayos del sol sobre su cabeza.

En el patio delantero del palacio tampoco hacía más fresco. Konrad pensó en el jardín de Fadl y se dijo que era un lugar más agradable que este, donde él y Ermo debían permanecer de pie. Al mismo tiempo ansiaba la llegada de Maite para que le contara cómo se encontraba Ermengilda.

8

Cuando Maite y Ermengilda se despidieron, volvieron a jurarse que ambas huirían juntas. Las dos sabían que solo un milagro podía salvarlas y elevaron sus oraciones a Jesucristo y a todos los santos suplicando que tal milagro sucediera.

—Mañana volveré a hacerte llamar —prometió Ermengilda cuando el eunuco la condujo a la habitación.

Maite asintió y observó cuanto la rodeaba con mucha atención, pero lo que observó no era como para contemplar el futuro con esperanza. A diferencia de la casa de Fadl, allí pululaban los eunucos y los criados, y todos estaban ojo avizor, así que sería casi imposible sacar a Ermengilda de allí.

—Solo podemos huir si Ermengilda logra abandonar el palacio —murmuró Maite, y se asustó al descubrir que había hablado en voz alta.

Miró en torno y comprobó con alivio que los dos eunucos del palacio que la acompañaban estaban hablando con Tahir y que ninguno de los tres le prestaba atención. Sin embargo, decidió que en el futuro tendría más cuidado para no delatarse por un comentario inconsciente.

La litera la aguardaba en el patio interior. Maite subió en ella y oyó que uno de los eunucos llamaba a ambos portadores y a los criados de Fadl. A través de una pequeña rendija de la cortina vio que Konrad se aproximaba y, con gran sorpresa, comprobó que su anterior expresión desesperada había dado lugar a una de alegre expectativa.

«Espero que esta vez me escuche», pensó, e inmediatamente después su preocupación le resultó absurda: puesto que había estado con Ermengilda, seguro que él estaría deseando saber algo acerca de la astur. Tal vez fuera la ilusión lo que proporcionaba ese brillo a su mirada. Maite se alegró de verse obligada a hacer de intermediaria entre él y su amiga, porque si Konrad pudiera hablar personalmente con Ermengilda, haría todo lo posible por liberarla, pero a ella la dejaría en la estacada.

Un momento después notó que Ermo se tambaleaba. Dado que ninguno de los criados de Fadl tenía ganas de realizar tareas de esclavo, lo obligaron a coger las varas de la litera y levantarla. Cuando Konrad avanzó, Ermo empezó a trastabillar y estuvo a punto de dejar caer la litera.

—¡Eh, esclavo, camina más lentamente! —gritó Tahir dirigiéndose a Konrad, quien asintió y avanzó a paso de tortuga.

Entonces Ermo logró seguirle el paso sin tropezar con sus propios pies, pero un poco más allá empezó a resollar como el fuelle de un herrero y el sudor le cubrió el rostro y la espalda.

Al darse cuenta de que estaba borracho, los criados se burlaron de él. Maite comprendió que les molestaba que un esclavo hubiera bebido vino, mientras que ellos habían tenido que conformarse con un sorbete de frutas.

—No volveremos a enviar a ese bribón a casa del judío en busca de remedios —exclamó uno de ellos por fin.

—¿Y entonces quién irá? —preguntó Tahir, quien tampoco despreciaba una copa de vino.

El hombre señaló a Konrad con el pulgar.

—¡El otro esclavo franco! Hace un momento, el médico dijo que debía seguir tratando sus lesiones, así que podrá traernos el vino… los remedios, quiero decir.

—¡Pero el amo dijo que lo vigiláramos! ¿Y si escapara?

—El muchacho sabe que, vestido con su túnica de esclavo, no lograría recorrer ni dos millas. Uno de nosotros puede acompañarlo y vigilarlo.

Mientras el eunuco y los criados seguían discutiendo si enviarían a Konrad a por el vino, Maite se inclinó hacia la parte delantera de la litera. De pronto Konrad tuvo que cargar con un peso mayor, pero se dio cuenta de que Maite quería decirle algo y escuchó atentamente.

—Ermengilda te envía saludos. ¡Confía en ti! ¿Puedes volver a trabajar en el jardín hoy mismo o a más tardar mañana? He de contarte algo.

«Pero no le diré nada sobre el embarazo de Ermengilda —pensó—. Los hombres suelen reaccionar mal cuando la mujer de la que están enamorados lleva el hijo de otro en el vientre.»

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Konrad, y tal era su inquietud que casi habló en voz demasiado alta.

—Se encuentra bien, ¡pero ansía recuperar la libertad y tu presencia!

Las palabras de Maite no se ajustaban a la verdad, porque estaba convencida de que los sentimientos de Ermengilda por el joven franco eran menos intensos de lo que traslucía su afirmación. Su amiga había amado a Philibert, pero como este había muerto, ahora consideraba a Konrad su protector.

«Seguro que Konrad no es peor que Philibert, quizás incluso sea más fiable y mejor guerrero», pensó, no sin cierta envidia. Pero luego se concentró en lo que debía decirle a Konrad.

—¡Ermengilda solo piensa en huir! Pero parece imposible, a menos que encuentres la manera de hacerlo, ya que nosotras no podemos. ¡Ha depositado todas sus esperanzas en ti!

El temor de que otros pudieran oír sus palabras atenazaba a Maite, pero la gente de Fadl aún seguía discutiendo y los transeúntes esquivaban la litera para no provocar el enfado de Fadl Ibn al Nafzi.

—¡Puede que exista una posibilidad! —susurró Konrad en tono excitado.

Su respuesta aceleró los latidos del corazón de la vascona: al parecer, no se había limitado a pensar en una posible huida, sino que había forjado planes concretos. Maite deseó preguntarle al respecto de inmediato, pero como Konrad ya se estaba tambaleando debido al exceso de peso que debía soportar, se reclinó hacia atrás para facilitarle la tarea y cerró los ojos. De inmediato, sus ideas se arremolinaron como un enjambre de mariposas.

Si lograba escapar, por fin podría ajustar cuentas con Okin. Todavía no quería pensar en lo que ocurriría después, pese a que esa cuestión le carcomía el cerebro como una pesadilla. Primero había de preparar la huida en la medida que pudiera y no podía permitirse cometer un error. Konrad había comprendido que la necesitaba para liberar a Ermengilda y ese era el paso más importante. Pero solo podría forjar otros planes tras hablar con ese franco testarudo, así que centró sus pensamientos en su tierra natal y se imaginó que recorría las montañas a través de los frescos bosques. Pronto volvería a disfrutar del aroma a resina y del fresco viento de los Pirineos acariciando sus cabellos.

Pero sobre todo haría pagar a Okin por lo que le había hecho a ella y a su padre, y eso era lo que resonaba en su cerebro.

Sin embargo, cuando se imaginó que le clavaba el puñal en el pecho se estremeció a pesar del calor que reinaba en el interior de la litera cubierta por las espesas cortinas. Ante sus ojos volvió a surgir la imagen de los muertos de Roncesvalles y recordó el horror que allí la había invadido. ¿Realmente sería capaz de volver a matar a un ser humano? Pero si no podía vengarse de Okin, ¿qué sentido tenía huir? Al cabo de un momento ella misma encontró la respuesta: no pensaba quedarse esperando mano sobre mano a que Fadl regresara y volviera a violarla.

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