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Authors: Manuel Vázquez Montalban

Tags: #novela negra

La Rosa de Alejandría (8 page)

—”No li facin cas que está mamat.

Había hablado la mujer a los visitantes, y su intento de darle la espalda al hombre fue inútil, porque la retuvo por un brazo y la obligó a encararse.

—¡Hablas en catalán para sacarme de quicio!

—Narcís es catalán, yo hablo en catalán con quien me da la gana.

—No li “fachin” cas… no le “fachin” cas… ¿Es que tú te has creído que yo soy un calzonazos, como el marido de tu hermana o como la puta de tu prima?

La puta de su prima era Charo, pero Carvalho no se sintió ofendido.Era una verdad objetiva.

—Señor Luis, tengamos la fiesta en paz. Descanse y no se lo tome así, que le perjudica.

Agradeció el hombre el capotazo del autodidacta, se sentó en la silla y lentamente se iba hundiendo en la autocompasión hasta que se le saltaron las lágrimas.

—Si ella no me respeta, ¿cómo me van a respetar mis hijos?

—Aquí todo el mundo le respeta.

—Déjalo ya. Anda y toma las pastillas.

Le puso la mujer una cajita sobre la mesa y le acarició los cabellos al pasar hacia la cocina en busca de un vaso de agua. Cuando volvió también había lágrimas en los ojos y a Carvalho le pareció obsceno contemplar como un mirón la representación de aquella tristeza acumulada, cotidiana, sin remedio. Tampoco el autodidacta estaba a gusto, por lo que se levantó, dio alguna excusa de urgencias olvidadas y se llevó a Carvalho, abandonando al matrimonio a su silencio instalado y dolorido.

—¿A usted qué le parece? ¿Son infelices o saben que han de parecer infelices?

Carvalho se quedó desconcertado ante la reflexión del monstruo, en aquel rellano de una escalera que les devolvía el correlato de la vida.

—Saben que han de parecer infelices para hacerse perdonar su fracaso.Es muy interesante.

Aquel autodidacta era una mezcla de asistente social y de hijo de la gran puta.

11

En la Savannah, medio Port of Spain asistía a una carrera de caballos y su ausencia aumentaba la deshabitación del resto de la ciudad, entregada a los vendedores ambulantes y a los solitarios con radio casete directamente conectada a una oreja.Pero aún quedaba suficiente gente para asistir en Woodford Square al sermón de un sacerdote negro vestido de califa, en compañía de ocho monjas ataviadas con túnicas rosas, cantarina secta y bailona sobre piernas en perpetuo tembleque.

—¡Cristo era negro! -decían los gritillos de las monjas, entre la vejez y la infancia, sin término medio.

La Casa Roja imponía su poder disuasorio de fondo, era la solidez del poder irrefutable y abstemia de los excesos imaginativos de aquellos místicos que iban por la ciudad con su locura de isleños. A aquellas horas de la tarde habían cerrado los encantes de Frederick Street y los comercios empezaban a colgar el “”Closed”” tras los cristales uniformados, tal vez por el mismo tiralíneas que había dibujado una ciudad tediosa. De vez en cuando, de cuatro en cuatro o de cinco en cinco, pasaban bandas de jóvenes negros temblorosos por la música que les metía en las venas el audífono conectado con la radio casete colgada del cinturón o transportada en una radio maleta abastecedora de ensimismamiento. Se afeaba y desolaba la ciudad a medida que se acercaba a los tinglados del puerto. Aún tenía en la retina el peso untuoso y cálido del Pitch Lake, una maravilla natural, al decir de los vendedores de aquel paraíso de penumbra, consistente en toneladas y toneladas de asfalto concentradas en un lago natural. Un mar paquidérmico, gris, al que se llegaba por un túnel de jungla y que los taxistas ofrecían como la máxima singularidad de la isla.

—Este asfalto ha servido para hacer las calles de Nueva York y las de París, allá en Europa -le informó el taxista hindú con respeto reverencial.

Ginés le felicitó por haber ayudado a construir el suelo del mundo. Mientras contemplaba aquel lago de asfalto, con más de noventa metros de profundidad en su centro, Ginés evocaba aquella mercancía descontextualizada, introducida en las bodegas de viejos petroleros aprovechados hasta la muerte. Aquella materia viscosa que había visto como parte de un todo oscuramente originario nacía allí, en aquel pantano espeso, cuya simple contemplación despertaba el miedo a ser engullido por la baba de la tierra. Después del Pitch Lake, Trinidad ya le había mostrado todos sus secretos.

—Le queda el santuario de los Pájaros. No hay cosa igual en el mundo. Una reserva natural para todos los pájaros del mundo. Es hermoso al atardecer, cuando todos vuelven a su nido. Puede hacer el recorrido del parque en una barca.

Venía de camino de retorno del Pitch Lake, pero había preferido asumir el castigo de Port Spain sin nada que hacer ni esperar y deambulaba por la ciudad en busca de una provocación más estimulante que las sombras de su habitación o la contemplación de la locura laboral del indio que limpiaba la deshabitada piscina del hotel, hora tras hora, día tras día, con la morbosidad del que acicala una amante muerta. Y se dejó llevar por el latido de los calypsos ensayados en almacenes situados junto a la vieja fábrica de Angostura. Chicos y chicas iniciaban la lenta parsimonia del calypso, la interrumpían, ensayaban distintos tonos de voz, se corregían mutuamente. En otro rincón de la nave los comparsas del desfile de Carnaval se probaban disfraces de cocodrilos o de nenúfares y una muchacha negra se convertía en una luna llena, iluminada por bombillitas que encendía con una perilla escondida en el cuenco de una mano. Todo tenía aire de ensayo de fiesta mayor de Calahorra o Chiclana, lo único que variaba era la forma, y los muchachos parecían orgullosos de su cualidad de transmisores de algo que daba carácter a la isla, orgullo reforzado por la presencia de los dos o tres extranjeros mirones, en los que creían adivinar el arrobo ante su flagrante exotismo. Qué me vais a enseñar a mí, pensó Ginés. Yo vengo del país de la jota y de las vaquillas matadas a palos, de los encapuchados de Semana Santa y de los penitentes flagelados para expiar sus pecados. A su lado vosotros sois la banda del Empastre. Se quedó tranquilo después de su desahogo mental y retornó al hotel. Le daba miedo la encerrona de su habitación, llena de fantasmas y rememorizaciones y prefirió quedarse bajo el voladizo de la terraza del jardín de la piscina embalsamada por el hindú. La huelga del personal del hotel seguía su curso porque tardaron todo un rosario de bostezos en preguntarle qué quería. Su vacilación dio pie a que le aconsejaran desde una mesa próxima:

—Pruebe un “peach”.

Le guiñaba el ojo el hombre ancho, moreno, aceitunado, con ojos grandes y rasgados de libanés. A su lado le miraba con curiosidad una pelirroja pecosa con las mejillas algo caídas y la piel brillante por el maquillaje.Pidió un “peach” y le trajeron una bebida larga que sabía a melocotón en almíbar.

—¿Es bueno, verdad?

Tenían ganas de conversación. La mujer trataba de decidir si miraba con los ojos abiertos o entornados, en un juego de cierres o aperturas que Ginés atribuyó a las probables lentillas.

—¿Sabe cómo se hace?

Cambió el hombre de mesa y se sentó a horcajadas ante Ginés, dándole una fórmula completa del brebaje.

—Ron ligero, melocotón y zumo de lima y unas gotas de marrasquino.

Chasqueó el paladar con la lengua y estimuló con la cabeza el trago de Ginés, como si ayudara a que el líquido fuera garganta abajo.

—Yo he exigido que me lo hicieran con un ron de Puerto Rico, es el más ligero. A veces te lo hacen con cualquier ron. Si te lo hacen con un ron de Martinica, malo. Los rones de proceso “dunder” no van bien para los combinados con frutas. Soy barman, allí en mi tierra, en Seattle.

La mano cuadrada del hombre estrechó la mano de Ginés apenas le insinuara la entrega y en seguida se movilizó para que la pelirroja acudiera a la mesa.

—Es Gladys, mi mujer. Ella no es norteamericana, es canadiense. ¿Usted es venezolano? ¿Español? ¿Español de España? ¡Ouuuuuh!

Era un entusiasmo orgásmico el que se había despertado en el barman de Seattle, que golpeó con su manaza un hombro de la pelirroja y otro de Ginés.

—¡Un “spanish” auténtico! ¿Qué se le ha perdido en esta isla de mierda, amigo? Tengo la maleta llena de folletos de viajes. Yo le había prometido a Gladys que nos tomaríamos unas vacaciones en el Caribe cuando terminara de pagar los plazos de mi bar. El Caribe. Sol. Música. Yo quería irme a Aruba, allí te garantizan el sol hasta de noche. Y dónde me he metido. He engordado cinco kilos de las horas que me paso durmiendo.

Se palpaba el estómago y se pellizcaba los rebordes de grasa que le asomaban por todo el circuito del cinto.

—Le invito a un “planter.s punch” para celebrar el encuentro.El camarero no tuvo más remedio que salir de su huelga o de su letargo ante el griterío de rodeo que le envió el americano entre las risitas de cortés timidez violada que dejaba escapar la pecosa. El camarero estaba ofendido por la manera de ser convocado y porque no sabía qué era un “planter.s punch”. Se levantó el de Seattle, le tomó por un brazo a pesar del rechazo del mozo y se lo llevó hacia los adentros del hotel. La pecosa había llevado la risa hasta los extremos del éxtasis y daba golpes con el puñito cerrado en el pecho de Ginés para trasmitirle su desternillamiento.

—Lo que no consiga Micky no lo consigue nadie.

Había lucerío de alcoholes en los ojos cálidos de la mujer.

—¿Viaja solo o acompañado?

—Solo.

—¿Negocios?

—No.

—Turismo.

—Tampoco, simplemente viajo.

—¡Simplemente viajo! -repitió la mujer imitando el tono de voz de Ginés y se echó a reír, poniendo una mano sobre el brazo del hombre, instándole a la complicidad-. ¡Ya está aquí mi Robert Redford!

Robert Redford llegaba con una coctelera en las manos y la agitaba mientras avanzaba al son de una rumba que sólo él escuchaba.

Un elixir color ámbar anaranjado quedó propuesto en vasos altos.

—Lo va a probar según la fórmula de Micky. Ron de Jamaica, limón, naranja, soda, azúcar.

Ginés no tenía estómago para tanto líquido, pero se lo bebió lentamente porque en el fondo agradecía el espectáculo gratuito que le ofrecía la pareja.

—Hay que marcharse de esta isla, aunque sea por un día. Me han dicho que en Tobago hace mejor tiempo y está a media hora de vuelo en fokker.Nos subimos al fokker, volamos a ras de selva y rata ta ta ta ta, ametrallamos a todos los monos. Micky y Gladys se van mañana mismo a pasar todo el día en Tobago y usted queda invitado.

Rechazó Ginés el ofrecimiento con un gesto, pero la actitud del americano no admitía rechaces. Cuchicheó algo al oído de su compañera y se echaron a reír para quedar luego los dos contemplando a su nuevo amigo con una expresión de felicidad algo estúpida. Pretextó Micky un afán olvidado y quedaron a solas la mujer y Ginés. La conversación no era el fuerte ni de la mujer ni del marino, y el barman no volvía. La cabeza de Gladys se inclinó hacia la de él.

—No volverá. Nos ha dejado solos.

—¿Por qué?

—Tenía sus planes. Al marcharse me ha dicho: Gladys, te dejo en buenas manos. ¿Estoy en buenas manos?

Ginés imaginó lo que podían hacer sus manos en aquel cuerpo largo, desgarbado, prometedor de esquinas inciertas y sobre todo prometedor el rostro de inocente buscona pecosa. Le enseñó las manos a Gladys.

Éstas son mis manos. No tengo otras.

Gladys acercó los labios y le besó las palmas. Dejó los labios pegados a la piel del hombre y los abrió para dejar paso a una lengua fuerte y rasposa que lamió con ansiedad la noche que Ginés mantenía en las manos.

Luego alzó la cabeza.

—Necesito un hombre y una cama.

Ginés se encontró a sí mismo siguiéndola con una nerviosa ansiedad de primera vez, y cuando entraron en la habitación no la reconoció como suya hasta que Gladys le cubrió la maleta abierta con la ropa que se iba quitando para quedar largamente desnuda, como una zanahoria húmeda sobre la cama. Y de la mujer salió una mano que abrió la bragueta del hombre paralizado, le tomó el pene en cuarto creciente y se lo llevó a los labios como si fuera un hot dog con la mejor mostaza de este mundo.

—¡Huy! ¡Qué rico!

Se lo metió en una boca de serpiente pitón muerta de hambre.

12

—No te preocupes. Es la bebida.

Gladys le besó en la mejilla y le forzó con las dos manos a que su cara se enfrentara a la suya. El comportamiento de los homínidos femeninos respondía a pautas universales. Después del acto amoroso fallido, el homínido femenino caucasiano suele coger la cara de su insuficiente pareja, mirarla de hito en hito con una ternura cultural y ofrecerle la generosidad de la comprensión.

—Voy a ver qué hace Micky y volveré más tarde.

—¿Micky sabía que estabas conmigo?

—Sí. Él se ha ido con dos negras que ha contratado en un bar de por ahí, del Central Market. Cerca del Central Market. Sólo se le levanta con las negras y a pares. Lo ha descubierto aquí, en Trinidad. Yo no soy su mujer. Trabajo en su bar.

Se vestía mientras hablaba. Abrió la puerta y penetró en la estancia la luz del pasillo. A contraluz, Gladys agitó un dedo como una regañina que Ginés notó directamente dirigida a su pene.

—No te muevas de ahí que Gladys no tardará en volver.

La marcha de la mujer hizo que se sintiera a gusto cobijado en aquel refugio recuperado para él solo. Se adormiló y le despertó horas después la evidencia de una presencia junto a la cama. Gladys volvía a estar allí y se estaba desnudando de pie junto a la maleta pertinazmente abierta. Oía ahora el ruido liviano de las ropas al caer unas sobre otras. La mujer se inclinó hacia la lamparilla de la cabecera de la cama y la iluminó.

—¿Estás despierto?

Se estaba soltando la breve colita que campaneaba sobre su nuca y en sus labios se movía la lengua y la promesa de un trabajo ahora perfecto.

—¿Estás cansado? Ese cerdo de Micky aún no ha vuelto. Deja hacer a Gladys. Gladys consigue resucitar a los muertos.

Y empezó una ceremonia de posesión a la luz de una lamparilla de blonda plisada que otorgaba a Gladys contornos brujeriles en su posición de buscadora del sexo del hombre y de introductora del animal en la boca, donde lo paseó en todas direcciones, como si le impidiera huir de aquella cárcel húmeda. Con la cabeza realzada por la doble almohada, Ginés veía cómo su pene trataba de salir de aquella cueva, cómo la punta pugnaba por romper la malla de la mejilla izquierda o de la mejilla derecha de la mujer, para finalmente ser engullido hacia las profundidades de la garganta, estar a punto de escabullirse como un émbolo mojado, para ser de nuevo succionado por los labios implacables.Pudo extrañar aquel objeto como si no fuera suyo, como si una extraña anestesia local le separara de aquel músculo muerto que la mujer trataba de resucitar. Aplicada como una escolar concentrada, la silenciosa Gladys repasaba sus apuntes mentales sobre sexualidad y consideró en un momento dado que la excitación oral había terminado, porque dejó escapar el que parecía apetitoso bocado, para arrodillarse ante el hombre yaciente, adelantar las rodillas y buscar asiento para sus posaderas sobre las entrepiernas de su pareja. Metió una mano hacia las oscuridades del contacto, empuñó el pene con delicadeza y pese a su relativa flaccidez se lo fue metiendo en la vagina con cuidado y asepsia de supositorio. Subió y bajó para comprobar que el pene estaba en condiciones de idas y venidas y puso las palmas de las manos abiertas sobre el pecho moreno del hombre. Alzó la cabeza hacia el cenit del techo e inició los movimientos de subidas y bajadas, lenta, pausadamente, para forzar el ritmo poco a poco, acompañándose de jadeos y expresiones entrecortadas que iban del mi vida al querido pasando por el fóllame que a Ginés le recordaban la jerga profesional de todos los “meublès” portuarios. La excitación progresiva de Gladys provocaba la frigidez no menos progresiva del hombre, hasta el punto de que su extremidad a prueba perdió la consistencia mínima para seguir recibiendo aquel tratamiento de arriba abajo.Tardó o fingió tardar Gladys en darse cuenta de que había perdido contacto físico con el placer y finalmente se dio por aludida porque bajó la cabeza, con los ojos cerrados y una expresión reconcentrada, la expresión del que busca el hilo perdido de una conversación o de un recuerdo. Se animó a sí misma con una sonrisa, aún con los ojos cerrados, y finalmente los abrió para contemplar risueña a su pareja.

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