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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (65 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Anteriormente había usado la cueva para almacenar comida. Era difícil encontrar caza y la cueva estaba fría, por lo que cuando salía de caza guardaba en ella conejos y marmotas, bellotas y ratones para su mujer. En caso contrarío, ella no hubiese tenido lo suficiente para comer con las raciones de la tribu. Las otras mujeres con sus hambrientos niños se habían negado a cuidarla, en cuanto su barriga comenzó a abultarse.

Traía los pequeños animales desde la cueva por la noche y la alimentaba. Amaba tanto a aquella mujer que quería gritar, o rodar por el suelo y gemir, y no podía creer que estuviese malherida, a pesar de la sangre que empapaba sus pieles.

Cargó de nuevo con su mujer y ella le miró, suplicándole con voz aguda y cantarina, como un río que fluía en lugar de rocas que entrechocaban, la nueva voz que él también tenía. Ahora los dos sonaban como niños, no como adultos.

En una ocasión se había aproximado a un campamento de caza de caraplanas y les oyó cantar y bailar en la noche alrededor de un inmenso fuego. Sus voces sonaban agudas y líquidas, como niños. Quizás él y su mujer se estuviesen transformando en caraplanas y se irían a vivir con ellos cuando naciese el niño.

Cargó con ella atravesando la nieve blanda, con los pies tan insensibles como troncos. Durante un rato, ella guardó silencio, dormida. Cuando despertó, gritó e intentó refugiarse en sus brazos. Durante el crepúsculo, cuando el resplandor dorado teñía las alturas nevadas, la miró y vio que las zonas vellosas cuidadosamente afeitadas de sus sienes y mejillas, que la máscara no cubría, y el resto de su pelo, parecían sin brillo y enmarañado, como sin vida. Olía como un animal a punto de perecer.

Subió terrazas rocosas resbaladizas por el hielo. Recorrió una cresta cubierta por la nieve, y luego descendió, se deslizó, cayó rodando, llevando todavía a la mujer en brazos. Se puso en pie en el fondo, se volvió para orientarse con respecto a las paredes planas de las montañas, y de pronto se preguntó por qué todo le parecía tan familiar, como si fuese algo que hubiese practicado una y otra vez con los entrenadores de caza en la temporada de las cabras de las montañas.

Aquéllos habían sido buenos tiempos. Pensó en aquella época mientras llevaba a la mujer lo que quedaba de camino.

Usaba el atlatl de conejo, el palo para lanzar más pequeño, desde la infancia, pero nunca se le había permitido llevar el atlatl de alces y bisontes hasta que los entrenadores de caza itinerantes pasaron por el poblado el año en que le habían dolido los testículos y había derramado su semilla mientras dormía.

Entonces había salido con su padre, quien ahora se encontraba con la gente de los sueños, para reunirse con los entrenadores de caza. Eran hombres solitarios y feos, sucios, llenos de cicatrices, con grandes mechones de pelo. No tenían poblado, ni ley de acicalamiento, sino que iban de lugar en lugar y organizaban al pueblo cuando las cabras montesas, el ciervo, el alce o el bisonte estaban listos para compartir su carne. Algunos murmuraban que iban a los poblados de los caraplanas y les enseñaban a cazar en una temporada, y en realidad, algunos de los entrenadores podrían ser caraplanas que ocultaban sus rasgos con mechones de pelo y barbas. ¿Quién iba a cuestionarles? Ni siquiera el Hombre Toro. Cuando llegaban, todos comían bien, y las mujeres rascaban las pieles, reían, comían hierbas irritantes y bebían agua, y meaban juntas en contenedores de piel y masticaban y mojaban las pieles. Estaba prohibido cazar los grandes animales sin los entrenadores de caza.

Llegó a la entrada de la cueva. Su mujer se quejó suave y rítmicamente, mientras la arrastraba al interior. Miró afuera. La nieve empezaba a cubrir las gotas de sangre que habían dejado en el exterior.

Supo entonces que todo había terminado. Se agachó, apenas le cabían los anchos hombros, y colocó a la mujer con suavidad sobre una piel que empleaba para cubrir la carne mientras se congelaba en la cueva. Fue en busca de musgo y ramas en un saliente en el que sabía que estarían secos. Esperaba que ella no muriese antes de su regreso.

«Oh, Dios, permíteme que me despierte. No quiero ver más.»

Encontró ramas suficientes para encender un pequeño fuego y las llevó a la cueva. Allí las colocó en línea y frotó el palo, asegurándose primero de que la mujer no podía verlo. Encender el fuego era cosa de hombres. Seguía dormida. Cuando se encontró demasiado cansado para seguir frotando el palo, y aún no se veían volutas de humo, sacó pedernal comenzó a golpearlo. Durante mucho tiempo, hasta que los dedos se le quedaron magullados e insensibles, golpeó los pedernales en el musgo, sopló, y de pronto, el Pájaro Solar abrió los ojos y extendió sus diminutas alas naranja. Añadió más ramas.

La mujer gimió otra vez. Se acurrucó de espaldas y le dijo a él, con aquella voz líquida y chillona, que se fuese. Era cosa de mujeres. Él no le hizo caso, como se permitía en ocasiones, y la ayudó a tener el bebé.

Para ella fue muy doloroso y gritó mucho, y él se preguntó cómo era posible que le quedase tanta vida, habiendo perdido tanta sangre, pero el bebé salió con rapidez.

«No. Por favor, déjame despertar.»

Sostuvo al bebé, y se lo mostró a la mujer, pero los ojos de la niña estaban vacíos y el pelo seco y rígido. El bebé no lloró ni se movió por mucho que lo intentó.

Dejó al bebé en el suelo y golpeó con el puño las paredes de roca. Rugió y se acurrucó junto a su mujer, quien ahora guardaba silencio, e intentó mantenerla caliente mientras el humo llenaba la parte alta de la cueva y las brasas se volvían grises. Finalmente, el Pájaro Solar plegó las alas y durmió.

Hubiese sido su hija, el regalo supremo de la Madre Sueño. No se la veía tan diferente de otros niños del poblado, a pesar de tener una nariz pequeña y una barbilla prominente. Suponía que al crecer se hubiese convertido en una caraplana. Intentó meter hierba seca en el agujero en la parte posterior de la cabeza de la niña. Pensó que quizás el palo la había golpeado en ese punto. Se sacó la piel que llevaba al cuello, la mejor y más suave, y envolvió con ella el cuerpo y luego lo empujó hacia el fondo de la cueva.

Recordó los gritos de aquel idiota mientras le pateaba el cuello, pero no le sirvió de mucha ayuda.

Todo había terminado. Las cuevas habían sido lugares apropiados para los enterramientos desde los tiempos de las historias, antes de que se hubiesen trasladado a poblados de madera para vivir como los caraplanas, aunque todos decían que el Pueblo había inventado los poblados de madera. Ésa era una forma muy antigua de morir y ser enterrado, en el fondo de una cueva, así que no había problema. La gente del sueño encontraría a la niña y la llevaría a casa, de la que sólo habría estado ausente un momentito, por lo que quizá naciese de nuevo con rapidez.

Su mujer se estaba poniendo tan fría como la roca. Le movió brazos y piernas, arregló pieles y pellejos, retiró la máscara todavía pegada a su frente, miró aquellos ojos apagados y ciegos. No le quedaban energías para llorarla.

Después de un rato, volvió a sentir calor suficiente como para no necesitar las pieles, así que las retiró. Quizás ella también sintiese calor. Le quitó las pieles a la mujer, por lo que quedó casi desnuda. Así sería más fácil que la gente del sueño la reconociese.

Esperaba que la gente del sueño de la familia de ella se aliara con la gente del sueño de su propia familia. Le gustaría estar con ella en el lugar del sueño. Quizás él y ella volverían a encontrar a la niña. Creía que la gente del sueño podía hacer muchas cosas buenas.

Quizás esto, quizás aquello, quizá tantas cosas, cosas mejores. Sintió más calor.

Durante un momento, no odió a nadie. Miraba a la oscuridad donde se encontraba el rostro de su mujer y susurró palabras de pedernal, palabras contra la oscuridad, como si pudiese convocar a otro Pájaro Solar. Era tan agradable no moverse. Tan cálido.

A continuación, su padre entró en la cueva y le llamó por su nombre verdadero.

Mitch estaba de pie en calzoncillos frente a la caravana y miraba la luna y las estrellas sobre Kumash. Se sonó sin hacer ruido. Las primeras horas de la mañana eran frías y tranquilas. El sudor que tenía en la cara y sobre la piel se secaba lentamente y le producía escalofríos. Tenía la piel de gallina. Algunas codornices se movían entre los arbustos cercanos a la caravana.

Kaye abrió la puerta de alambre con un chirrido y silbido del cilindro y salió, en camisón, para situarse a su lado.

—Vas a pillar frío —dijo él, y le pasó el brazo por encima. Durante los últimos días se había reducido la hinchazón de la lengua. Ahora sentía una cresta extraña en el lado izquierdo de la lengua, pero hablar era más sencillo.

—Has empapado la cama de sudor —dijo Kaye. Estaba tan regordeta, tan diferente de la pequeña y esbelta Kaye que todavía imaginaba en su mente. Su calor corporal y su olor llenaban el aire como los aromas de una rica sopa—. ¿Un sueño? —preguntó Kaye.

—El peor —respondió él—. Creo que se trataba del último.

—¿Son todos iguales?

—Son todos diferentes —respondió Mitch.

—A Jack le gustará conocer los detalles más sangrientos.

—¿Y a ti no?

—Ajá —dijo Kaye—. Está inquieta, Mitch. Háblale.

87. Condado de Kumash, este de Washington

18 DE MAYO

Las contracciones de Kaye se estaban volviendo regulares. Mitch llamó para asegurarse de que la clínica estaba lista y el doctor Chambers, el obstetra, venía de camino desde su casa de ladrillos al otro extremo de la reserva. Mientras Kaye metía el último artículo de aseo en el neceser y buscaba algunas prendas de ropa que pensó que podría estar bien ponerse justo después, Mitch volvió a llamar a la doctora Galbreath, pero le respondió el contestador.

—Debe de estar de camino —dijo Mitch mientras cerraba el teléfono.

En caso de que los agentes no dejasen pasar a Galbreath por el control de la carretera principal —lo que era una posibilidad muy real que enfurecía a Mitch—, Jack había arreglado que dos hombres se reuniesen con ella cinco millas al sur y la entrasen de tapadillo por el camino que atravesaba las colinas.

Mitch sacó una caja y buscó una pequeña cámara digital que en su momento había usado para registrar los detalles de las excavaciones. Se aseguró de que la batería estuviera cargada.

Kaye se encontraba en el salón, sosteniéndose el vientre y respirando con resoplidos cortos. Le sonrió cuando Mitch entró.

—Estoy tan asustada —dijo ella.

—¿Por qué?

—Dios, ¿y preguntas por qué?

—Va a salir bien —dijo Mitch, pero estaba blanco como una sábana.

—Por eso tienes las manos como el hielo —dijo Kaye—. Es pronto todavía. Quizá se trate de una falsa alarma. —Luego gruñó y se metió la mano entre las piernas—. Creo que acabo de romper aguas. Voy a buscar unas toallas.

—¡Olvídate de las malditas toallas! —gritó Mitch.

La ayudó a llegar al Toyota. Kaye se puso el cinturón de seguridad por debajo del vientre. «No se parece en nada al sueño», pensó Mitch. La idea se convirtió en una especie de oración, y la repitió una y otra vez.

—Nadie tiene noticias de Augustine —le dijo Kaye a Mitch mientras éste tomaba la carretera pavimentada e iniciaba el camino de dos millas hacia la clínica.

—¿Por qué deberíamos tener noticias?

—Quizás intente detenernos —dijo Kaye.

Mitch la miró de forma extraña.

—Una locura tan grande como mi sueño.

—Augustine es el hombre del saco, Mitch. Me da miedo.

—Tampoco me cae bien a mí, pero no es un monstruo.

—Cree que somos una enfermedad —le dijo ella con lágrimas en los ojos. Hizo una mueca.

—¿Otra? —preguntó Mitch.

Ella asintió.

—No hay problema —dijo ella—. Cada veinte minutos.

Se encontraron con la camioneta de Jack que venía por la carretera de East Ridge y se detuvieron lo justo para hablar por las ventanas. Sue estaba con Jack. Éste les siguió.

—Quiero que Sue te ayude con el parto —dijo Kaye—. Quiero que nos vea. Si yo estoy bien, será mucho más fácil para ella.

—Por mí no hay problema —dijo Mitch—. Yo no soy un experto.

Kaye sonrió y volvió a hacer una mueca.

La habitación número uno de la Clínica de Bienestar Kumash había sido transformada con rapidez en una sala de parto. Habían traído una cama de hospital y colocado un brillante foco quirúrgico sostenido por un alto pie de metal.

La comadrona, una mujer de mediana edad, rolliza y de altos pómulos, que respondía al nombre de Mary Hand, dispuso la bandeja médica y ayudó a Kaye a ponerse la bata de hospital. El anestesista, el doctor Pound, un hombre joven de aspecto macilento, con fuerte pelo oscuro y nariz chata, llegó media hora después de que se preparase la habitación y habló con Chambers mientras Mitch picaba hielo dentro de una bolsa de plástico en el fregadero. Mitch puso los trocitos de hielo en una taza.

—¿Ya? —le preguntó Kaye a Chambers mientras éste la examinaba.

—No por el momento —dijo—. Está dilatada cuatro centímetros.

Sue acercó una silla. Dada su altura, su embarazo era mucho menos evidente. Jack la llamó desde la puerta y ella se volvió. Él le lanzó una pequeña bolsa, se metió las manos en los bolsillos, hizo un gesto con la cabeza en dirección a Mitch y se retiró. Sue colocó la bolsa en la mesilla que estaba junto a la cama.

—Le avergüenza entrar —le explicó a Kaye—. Cree que son cosas de mujeres.

Kaye levantó la cabeza para mirar la bolsa. Estaba hecha de cuero y cerrada con una cuerda con cuentas a los extremos.

—¿Qué hay en la bolsa?

—Todo tipo de cosas. Algunas huelen muy bien. Otras no tanto.

—¿Jack es un brujo?

—Dios, no —dijo Sue—. ¿Crees que me casaría con un brujo? Pero conoce a algunos muy buenos.

—Mitch y yo pensamos que nos gustaría que la niña naciese de forma natural —le dijo Kaye al doctor Pound mientras éste empujaba la mesilla rodante con los depósitos, tubos y jeringuillas.

—Claro —dijo el anestesista y sonrió—. Sólo he venido por si acaso.

Chambers les contó a Kaye y Mitch que una mujer que vivía a unas cinco millas estaba poniéndose de parto. No era un nacimiento SHEVA.

—Insiste en tenerlo en casa. Tienen una bañera caliente y todo. Quizá tenga que ir durante un rato esta noche. Dijo que la doctora Galbreath estaría aquí.

—Debe de estar de camino —dijo Mitch.

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