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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (64 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—¿Son tragaperras?

Jack movió la cabeza.

—Creemos que no. Ganaremos algo de dinero antes de que no las quiten.

—¿Venganza contra el hombre blanco?

—Los dejamos sin blanca —dijo Jack con seriedad—. Les encanta.

—Si los bebés son sanos, quizás interrumpan la cuarentena —dijo Mitch—. Podréis reabrir el casino en un par de meses.

—No cuento con ello —dijo Jack—. Además, no quiero presentarme por allí y hacer de jefe si todavía tengo este aspecto. —Puso una mano sobre el hombro de Mitch—. Ven a hablarles —le dijo poniéndose de pie—. Los hombres quieren oírte.

—Probaré a hacerlo —respondió Mitch.

—Les diré que te perdonen por aquella otra cosa. Y, además, el fantasma no pertenecía a nuestras tribus. —Jack agitó los pies y bajó la colina.

85. Condado de Kumash, este de Washington

Mitch estaba trabajando en el viejo Buick azul, que se hallaba aparcado sobre la hierba seca frente a la caravana. La tarde se iba llenando de nubes de tormenta que venían del sur.

El aire olía a tensión y energía. Kaye apenas podía soportar el permanecer sentada. Se apartó de la mesa frente a la ventana y dejó de fingir que trabajaba en el libro, mientras en realidad pasaba la mayor parte del tiempo observando cómo Mitch repasaba el cableado.

Se llevó las manos a las caderas para estirarse. El día no había sido demasiado caluroso y se habían quedado en la caravana en lugar de ir al centro comunitario, que tenía aire acondicionado. A Kaye le gustaba mirar a Mitch mientras jugaba al baloncesto; a veces ella se daba un baño en la pequeña piscina. No era una mala vida, pero se sentía culpable.

Las noticias del exterior no solían ser buenas. Llevaban tres semanas en la reserva y Kaye temía que en cualquier momento los federales viniesen a llevarse a las madres SHEVA. Ya lo habían hecho en Montgomery, Alabama, entrando en una maternidad privada y provocando un medio tumulto en el proceso.

—Cada vez son más atrevidos —había comentado Mitch mientras veían las noticias en la tele.

Más tarde, el presidente había pedido disculpas y había asegurado a la nación que se respetarían las libertades civiles, en la medida de lo posible y teniendo en cuenta los riesgos a los que se enfrentaba la población. La clínica de Montgomery había cerrado dos días más tarde debido a la presión de los piquetes ciudadanos, y las madres y padres se habían visto obligados a trasladarse a otros lugares. Debido a las máscaras, los nuevos padres tenían un aspecto extraño; a juzgar por lo que habían oído en las noticias, no eran muy populares.

Tampoco habían sido populares en la República de Georgia.

Kaye no había sabido nada más sobre nuevas infecciones retrovíricas en las madres SHEVA. Sus contactos mantenían el mismo silencio. Era evidente que se trataba de un tema peligroso; nadie se sentía cómodo expresando su opinión.

Así que había fingido trabajar en el libro, consiguiendo escribir uno o dos buenos párrafos al día, redactando en ocasiones en el ordenador y en ocasiones en un cuaderno. Mitch leía lo que escribía y apuntaba ideas al margen, pero parecía preocupado, como aturdido por la idea de ser padre... Aunque Kaye sabía que eso no era lo que le preocupaba.

«No ser padre. Eso es lo que le preocupa. Yo. Mi bienestar.»

No sabía qué podía hacer para tranquilizarle. Se sentía bien, incluso maravillosa, a pesar de las incomodidades. Se miraba en el espejo del baño y le parecía que la cara se le había llenado muy bien; no con aspecto siniestro, como había creído que sería, sino saludable, con buena piel... sin contar la máscara, claro.

Cada día la máscara se hacía más oscura y más gruesa, una señal peculiar que marcaba ese tipo de paternidad.

Kaye realizó los ejercicios sobre la delgada alfombra del pequeño salón. Al final, hacía demasiado calor para seguir trabajando. Mitch entró para beber agua y se la encontró en el suelo. Kaye levantó la vista.

—¿Te hace una partida de cartas en el salón recreativo? —le preguntó él.

—Quiero estar a solas —entonó ella, imitando a Garbo—. Es decir, a solas contigo.

—¿Qué tal la espalda?

—Una masaje esta noche, cuando refresque —le dijo ella.

—Hay mucha calma aquí, ¿no? —preguntó Mitch, de pie en la puerta mientras agitaba la camiseta para darse aire.

—He estado pensando en nombres.

—¿Oh? —Mitch parecía sorprendido.

—¿Qué? —preguntó Kaye.

—Es sólo una sensación. Me gustaría verla antes de decidirnos por un nombre.

—¿Por qué? —preguntó Kaye resentida—. Le hablas y le cantas todas las noches. Dices que incluso puedes olerla en mi aliento.

—Sí —respondió Mitch, pero no relajó el rostro—. Simplemente quiero saber qué aspecto tiene.

De pronto, Kaye fingió comprender.

—No me refiero al nombre científico —añadió—. El nombre, el nombre de nuestra hija.

Mitch la miró irritado.

—No me pidas que te lo explique. —Tenía aspecto pensativo—. Brock y yo nos decidimos ayer por un nombre científico, por teléfono. Aunque él opina que es prematuro porque ninguno de...

Mitch se detuvo, tosió, cerró la puerta y entró en la cocina.

Kaye sintió que la embargaba el abatimiento.

Mitch volvió con varios cubitos de hielo envueltos en una toalla húmeda, se inclinó a su lado y le limpió el sudor de la frente. Kaye no lo miró a los ojos.

—Estúpido —murmuró.

—Los dos somos adultos —dijo Kaye—. Quiero pensar en nombres. Quiero tejer patucos y comprar cochecitos de paseo, juguetitos para la cuna y comportarme como si fuésemos padres normales y dejar de pensar en toda esa mierda.

—Lo sé —dijo Mitch, y tenía aspecto triste, casi destrozado.

Kaye se puso de rodillas y le tocó los hombros con las manos, moviéndolas como si estuviese quitando el polvo.

—Escúchame. Estoy bien. Ella está bien. Si no me crees...

—Te creo —dijo Mitch.

Kaye le tocó la frente con la suya.

—Vale,
Kemosabe.

Mitch tocó la piel dura y oscura de las mejillas de Kaye.

—Tienes un aspecto muy misterioso. Como si fueses una forajida.

—Quizá también nos hagan falta nombres científicos para nosotros. ¿No sientes en tu interior... algo más profundo, bajo la piel?

—Me escuecen los huesos —dijo él—. Y siento la garganta... la lengua diferente. ¿Por qué me está saliendo una máscara y también a todos los demás?

—Tú fabricas el virus. ¿Por qué no iba a cambiarte? Y en cuanto a la máscara... quizá nos estemos preparando para que nos reconozca. Somos animales sociales. Los papás son tan importantes para los bebés como las mamás.

—¿Tendremos el mismo aspecto que ella?

—Quizás un poco. —Kaye volvió a la mesa y se sentó—. ¿Qué propuso Brock como nombre científico?

—No prevé un cambio radical —dijo Mitch—. Como mucho, una subespecie, quizás una variedad peculiar. Por tanto...
Homo sapiens novus.

Kaye repitió el nombre en voz baja y sonrió.

—Suena a taller de reparación de parabrisas.

—Es perfecto latín —dijo Mitch.

—Deja que lo piense.

—Pagaron la clínica con el dinero del casino —dijo Kaye mientras doblaba las toallas. Mitch había traído los dos cestos de ropa de la lavandería a la caravana antes de la puesta de sol. Se sentó en la cama de matrimonio del diminuto dormitorio porque apenas había sitio para permanecer de pie. Sus enormes pies apenas cabían entre las paredes y la estructura de la cama.

Kaye tomó cuatro bragas de algodón y dos sujetadores de lactancia y los dobló, luego los puso a un lado para colocar la maleta. La había tenido a mano durante una semana y parecía un buen momento para prepararla.

—¿Tienes un neceser? —preguntó—. No puedo encontrar el mío.

Mitch se movió y miró debajo de la cama para sacar su maleta. Volvió con una gastada bolsa de cuero con cremallera.

—¿Juego de afeitado de las Fuerzas Aéreas? —preguntó ella mientras la levantaba por la correa.

—Totalmente auténtico —dijo Mitch.

Mitch la vigilaba como un halcón, lo que hacía que Kaye se sintiese confiada y algo maliciosa. Siguió doblando la ropa.

—El doctor dice que las futuras madres están en muy buen estado de salud. Asistió tres de los partos anteriores. Dice que ya sabía que algo no iba bien meses antes. Marine Pacific le envió mi historial la semana pasada. Está rellenando algunos de los formularios del Equipo Especial, pero no todos. Se le plantean muchas dudas.

Terminó con la ropa y se sentó al borde de la cama.

—Cuando se mueve de esta forma, tengo la impresión de que me voy a poner de parto.

Mitch se inclinó ante ella y colocó la mano sobre el abultado vientre. Le brillaban los ojos.

—Vaya si se mueve esta noche.

—Está feliz —dijo Kaye—. Sabe que estás aquí. Cántale.

Mitch la miró y luego cantó su versión del abecedario.

—A, be, ce, de, e, efe, ge, hache, i, jota, ka, ele, eme, ene, o, pe...

Kaye se rió.

—Es muy serio —dijo Mitch.

—A ella le encanta.

—Mi padre solía cantármela. Así me preparaba para reconocerlas. Ya sabes que empecé a leer a los cuatro años.

—Está dando patadas —dijo Kaye encantada.

—No.

—¡Lo juro, toca!

A Kaye le gustaba realmente la pequeña caravana con los gastados armarios de contrachapado color roble claro y el viejo mobiliario. Había colgado los grabados de su madre en el salón. Tenían comida suficiente y por las noches hacía el calor justo. Pero era demasiada calurosa durante el día, por lo que Kaye iba a trabajar con Sue al Edificio de Administración y Mitch paseaba por las colinas con un teléfono móvil en el bolsillo, en ocasiones acompañado de Jack, o hablaba con los otros futuros padres en el salón de la clínica. A los hombres les gustaba reunirse allí, y a las mujeres les parecía perfecto. Kaye echaba de menos a Mitch durante las horas en que estaba lejos, pero había muchas cosas en las que pensar y preparar. Por las noches siempre la acompañaba, y nunca se había sentido tan feliz.

Sabía que el bebé estaba sano. Podía sentirlo. Mientras Mitch terminaba la canción, le tocó la máscara alrededor de los ojos. Él no se apartó, aunque solía hacerlo durante la primera semana. Las máscaras eran ya muy gruesas y escamosas en los bordes.

—Sabes qué me gustaría hacer —dijo Kaye.

—¿El qué?

—Me gustaría meterme en un agujero oscuro cuando llegue el momento.

—¿Como una gata?

—Exacto.

—Ya me lo imagino —dijo Mitch conforme—. Nada de medicina moderna; suelo de tierra y simplicidad salvaje.

—Una correa de cuero entre los dientes —añadió Kaye—. Así es como dio a luz la madre de Sue. Antes de que tuviesen la clínica.

—Mi padre asistió mi parto —dijo Mitch—. La camioneta se había quedado atrapada en una zanja. Mamá se subió a la parte de atrás. Nunca le deja olvidarlo.

—¡No me lo contó! —dijo Kaye riéndose.

—Ella lo llama «parto difícil» —dijo Mitch.

—No estamos tan lejos de los tiempos antiguos —dijo Kaye. Se tocó el estómago—. Creo que la has dormido con la canción.

A la mañana siguiente, al despertarse, Kaye sintió la lengua hinchada. Salió de la cama, despertando a Mitch en el proceso, y fue a la cocina para beber la insípida agua de la reserva. Apenas podía hablar.

—Mitz —dijo.

—¿Ké? —preguntó él.

—¿Noz paza argo?

—¿Ké?

Kaye se sentó a su lado y sacó la lengua.

—Tene una koztra.

—Io, tambén —dijo Mitch.

—Ez komo en la kara —dijo ella.

Esa tarde, en la sala de la clínica, sólo uno de los cuatro padres podía hablar. Jack usó la pizarra portátil para marcar los días que faltaban a cada una de las esposas y luego se sentó para intentar hablar de deportes con los demás, pero la reunión terminó muy pronto. El médico jefe de la clínica —había cuatro médicos trabajando en la clínica, aparte del obstetra— los examinó a todos, pero no pudo dar un diagnóstico. No parecía haber ninguna infección.

Las futuras madres también lo tenían.

Kaye y Sue fueron a comprar juntas en el Little Silver Market. La gente en el mercado las miraba, pero no hicieron ningún comentario. Se refunfuñaba mucho entre los empleados del casino, pero sólo la vieja mujer cayuse, Becky, expresaba su opinión en las reuniones del consejo.

Kaye y Sue estaban de acuerdo en que Sue daría a luz primero.

—No pueo esperá —dijo Sue—. Ni Jack tampoxo.

86. Condado de Kumash, este de Washington

Mitch volvía a estar allí. Empezó siendo una sensación vaga, y luego se convirtió en cruel realidad. Todos sus recuerdos de ser Mitch estaban almacenados de esa forma propia de los sueños. Lo último que hizo como Mitch fue tocarse la cara, tirar de la gruesa máscara, la máscara situada sobre piel nueva e hinchada.

Luego se encontró en el hielo y las rocas de nuevo. Su mujer gritaba y gemía, casi doblada por el dolor. Él echó a correr, luego volvió atrás y la ayudó a ponerse en pie, ululando continuamente, con la garganta dolorida, los brazos y piernas magullados por la paliza y las burlas, junto al lago, en el poblado, y los odiaba a todos ellos, que se reían y gritaban mientras agitaban los palos con terrible estrépito.

El joven cazador que había golpeado a la mujer en el vientre estaba muerto. A ése lo había golpeado hasta que se retorció y gimió, y luego le partió el cuello a patadas; pero era demasiado tarde, había sangre y su mujer estaba herida. Los chamanes se adentraron en la multitud e intentaron alejar a los otros con palabras guturales, entrecortadas palabras de ritual, nada igual a los líquidos y ligeros sonidos de pajarillo que él podía producir ahora.

Llevó a su mujer a la choza e intentó confortarla, pero el dolor era demasiado intenso.

Empezó a nevar. Oyó los gritos, los alaridos de duelo, y supo que se les había acabado el tiempo. La familia del cazador muerto iría tras ellos. En ese momento estarían pidiendo permiso al viejo Hombre Toro. Al viejo Hombre Toro nunca le habían gustado los padres con máscara y sus niños caraplanas.

Era el final, había murmurado en muchas ocasiones el Hombre Toro; los caraplanas lo ganaban, forzando al pueblo cada vez más hacia las montañas a medida que pasaban los años, y ahora sus propias mujeres les traicionaban y producían más niños caraplanas.

Sacó a su mujer de la choza, atravesó el puente de troncos hasta la orilla mientras oía los gritos de venganza. Oyó al Hombre Toro dirigir la cacería. La persecución había comenzado.

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