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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (54 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Estos virus en concreto llevan mucho tiempo con nosotros —dijo Kaye. Sostenía una fotografía de Mitch cuando tenía cinco años, montado en un triciclo junto al río Willamette, en Portland. Tenía aspecto de concentración, ajeno a la cámara; en ocasiones había observado en él la misma expresión mientras conducía o leía el periódico.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Abby.

—Puede que decenas de millones de años. —Kaye alzó otra foto del montón que estaba sobre la mesita de café. Era un retrato de Sam y Mitch cargando madera en la parte trasera de una camioneta. Por su altura y la delgadez de sus brazos y piernas, Mitch parecía tener unos diez u once años.

—¿Y qué hacían en nuestro interior? Eso no lo entiendo.

—Es posible que entrasen por nuestros gametos, óvulos o esperma. Y se quedaron. Mutaron, o algo los desactivó, o... conseguimos que trabajasen para nosotros. Encontramos una forma de utilizarlos. —Kaye levantó la vista de la fotografía.

Abby la contemplaba, imperturbable.

—¿Esperma o óvulos?

—Ovarios, testículos —dijo Kaye, volviendo a bajar la mirada.

—¿Qué les hizo decidirse a salir de nuevo?

—Algo de nuestra vida diaria —dijo Kaye—. Puede que el estrés.

Abby pensó en eso durante unos segundos.

—Tengo un título universitario. Educación física. ¿Mitch te lo había comentado?

Kaye asintió.

—Me dijo que tu segunda especialidad era la bioquímica, que hiciste varios cursos preparatorios para medicina.

—Sí, bueno, no lo bastante para estar a tu nivel. Más que suficiente para que me surgiesen dudas sobre mi educación religiosa, sin embargo. No sé qué hubiese pensado mi madre si se hubiese enterado de lo de estos virus en nuestras células sexuales. —Abby le sonrió a Kaye y sacudió la cabeza—. Puede que los hubiese considerado nuestro pecado original.

Kaye la miró e intentó encontrar una respuesta.

—Interesante —consiguió decir. No sabía por qué la alteraba esa conversación, pero eso sólo la ponía más nerviosa. La idea le resultaba amenazadora.

—Las tumbas de Rusia —dijo Abby en voz baja—. Tal vez las madres tenían vecinos que pensaron que era un brote de pecado original.

—No creo que lo sea —dijo Kaye.

—Oh, yo tampoco lo creo —dijo Abby. Fijó sus inquisitivos ojos azules en Kaye, incómoda, y continuó—. Nunca me he sentido cómoda con todo lo relativo al sexo. Sam es un hombre muy considerado, el único por el que he sentido pasión, aunque no el único al que he invitado a mi cama. Mi educación no fue la mejor... en ese sentido. No fue la más inteligente. Nunca he hablado del sexo con Mitch. Ni del amor. Pensé que se las arreglaría bien por su cuenta, con lo atractivo e inteligente que es. —Abby puso su mano sobre la de Kaye—. ¿Te contó que su madre era una vieja puritana? —Parecía tan triste y perdida que Kaye le apretó la mano con fuerza y le sonrió intentando animarla.

—Me dijo que eras una madre maravillosa y preocupada —le dijo Kaye—, que él era tu único hijo y que me someterías a un tercer grado. —Le apretó la mano con más fuerza.

Abby se rió y algo de la tensión se desvaneció.

—A mí me dijo que eras la mujer más lista y testaruda que había conocido, y que te preocupabas mucho por todo. Dijo que sería mejor que me gustases o me las vería con él.

Kaye la contempló, asombrada.

—¡No pudo decirte eso!

—Lo dijo —contestó Abby, solemne—. Los hombres de esta familia no tienen pelos en la lengua. Le dije que haría lo posible por llevarme bien contigo.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Kaye, riendo con incredulidad.

—Exacto —dijo Abby—. Estaba poniéndose a la defensiva. Pero me conoce. Sabe que yo tampoco tengo pelos en la lengua. Con todo esto del pecado original surgiendo por todas partes, creo que nos dirigimos hacia un mundo diferente. Muchos comportamientos y costumbres van a cambiar. ¿No crees?

—Estoy segura.

—Quiero que hagas todo lo que puedas, por favor, cariño, mi nueva hija, por favor, para construir un lugar en el que haya amor, y un centro de cariño y protección para Mitch. Puede que parezca duro y firme, pero los hombres en realidad son muy frágiles. No permitas que todo esto os separe, o que le haga daño. Deseo conservar todo lo que pueda del Mitch que conozco y quiero, durante todo el tiempo posible. Todavía puedo ver a mi niño en él. Mi chico todavía está ahí. —Había lágrimas en los ojos de Abby, y Kaye se dio cuenta, sujetando la mano de la mujer, de cuánto había echado de menos a su propia madre, durante todos esos años, y cómo había intentado sin éxito enterrar esas emociones.

—Fue duro, cuando nació Mitch —continuó Abby—. El parto se prolongó durante cuatro días. Mi primer hijo. Había pensado que sería difícil, pero no tanto. Lamento que no hayamos tenido más... pero sólo en parte. En estos momentos, estaría muerta de miedo. Estoy muerta de miedo, incluso aunque no hay nada de que preocuparse entre Sam y yo.

—Cuidaré de Mitch —dijo Kaye.

—Son malos tiempos —dijo Abby—. Alguien escribirá un libro, un libro grande y grueso. Espero que tenga un final luminoso y feliz.

Aquella tarde, durante la cena, reunidos hombres y mujeres, la conversación fue agradable, ligera e intrascendente. El ambiente parecía despejado, después de haber aireado todos los temas. Kaye durmió con Mitch en su antiguo dormitorio, una señal de la aprobación de Abby o de exigencia por parte de Mitch, o de ambas cosas.

Era la primera familia auténtica que había conocido desde hacía años. Pensando en eso, acostada junto a Mitch en la estrecha cama, tuvo su propio momento de lágrimas de felicidad.

Había comprado una prueba de embarazo en Eugene, cuando se detuvieron a poner gasolina cerca de una farmacia. Luego, para sentirse como si estuviese tomando una decisión normal, a pesar de que el mundo estuviese tan alterado, había entrado en una pequeña librería del mismo centro comercial y había comprado una edición de bolsillo del libro del doctor Spock. Le enseñó el libro a Mitch y él había sonreído, pero no le mostró la prueba de embarazo.

—Es algo completamente normal —murmuró mientras Mitch roncaba suavemente—. Lo que hacemos es natural y normal, por favor, Dios.

72. Seattle, Washington / Washington, D.C.

14 DE MAYO

Kaye condujo hasta Portland mientras Mitch dormía. Cruzaron el puente que señalaba la entrada del estado de Washington, atravesaron una pequeña tormenta y volvieron a salir al sol. Kaye eligió un área de descanso y comieron algo en un restaurante mexicano lejos de cualquier lugar conocido. Las carreteras estaban tranquilas; era domingo.

Hicieron una pausa para descansar unos minutos en el aparcamiento, y Kaye apoyó la cabeza sobre el hombro de Mitch. Había una ligera brisa, y el sol le calentaba la cara y el pelo. Se oían algunos pájaros. Las nubes se movían en ordenadas hileras desde el sur y en poco tiempo cubrieron el cielo, pero el aire seguía siendo cálido.

Después de la siesta, Kaye llevó el coche hasta Tacoma y, a continuación, Mitch se puso al volante y siguieron hasta Seattle. Una vez en el centro, cuando pasaban bajo el centro de congresos construido sobre la autopista, Mitch empezó a ponerse nervioso por la idea de llevarla directamente a su apartamento.

—Tal vez te gustaría conocer un poco la ciudad antes de deshacer las maletas —le dijo.

Kaye sonrió.

—¿Qué pasa? ¿Tu apartamento está hecho un desastre?

—Está limpio —dijo Mitch—. Es sólo que puede que no sea... —Sacudió la cabeza.

—No te preocupes. No estoy de humor para ponerme a criticar. Pero me encantaría dar una vuelta.

—Hay un lugar que solía visitar con frecuencia cuando no tenía ninguna excavación...

El parque Gasworks se extendía junto a un promontorio cubierto de hierba con vistas al lago Union. Los restos de una antigua planta de gas y otras fábricas se habían limpiado, pintado de colores brillantes y transformado en un parque público. Los tanques verticales y las viejas pasarelas y tuberías no se habían pintado, sino que las vallaron y dejaron que se oxidasen.

Mitch la tomó de la mano y la guió desde el aparcamiento. Kaye pensó que el parque era algo feo y que la hierba no estaba muy cuidada, pero no dijo nada para no molestar a Mitch.

Se sentaron sobre el césped junto a la verja y contemplaron los hidroaviones de pasajeros que amerizaban sobre el lago Union. Unos cuantos hombres y mujeres solos, o mujeres con niños, paseaban por la zona de juegos que estaba junto a los edificios de las fábricas. Mitch comentó que había poca gente para ser un domingo soleado.

—La gente no quiere amontonarse —dijo Kaye, pero mientras hablaba, entraron varios autobuses en el aparcamiento, estacionando en zonas delimitadas con cuerdas.

—Sucede algo —dijo Mitch, estirando el cuello.

—¿No es nada que hayas planeado para mí?

—No —contestó Mitch con una sonrisa—. Pero puede que no lo recuerde, después de lo de ayer por la noche.

—Dices eso cada noche —le dijo Kaye. Bostezó, poniendo la mano sobre la boca, y siguió con la vista a un velero que cruzaba el lago y luego a un windsurfista con traje de goma.

—Ocho autobuses —dijo Mitch—. Es curioso.

Kaye tenía un retraso de tres días, y había sido regular desde que había dejado la píldora, después de morir Saul. Eso hacía que sintiese una punzada de preocupación. Cuando pensaba en lo que podían haber iniciado, se le tensaba la mandíbula. Tan rápido. Romance a la antigua. Rodando por la pendiente, aumentando de velocidad.

Todavía no se lo había dicho a Mitch, por si era una falsa alarma.

Kaye se sentía separada de su cuerpo cuando pensaba demasiado en el embarazo. Si apartaba la preocupación y exploraba sus sensaciones, el estado natural de sus tejidos, células y emociones, se sentía perfectamente; era el contexto, las implicaciones, el conocimiento lo que interfería con el sentirse simplemente bien y enamorada.

Saber demasiado y nunca lo suficiente era el problema.

Normal.

—Diez autobuses, no, once —dijo Mitch—. Se está juntando mucha gente. —Se frotó un lado del cuello—. No estoy seguro de que esto me guste.

—Es tu parque. Quiero quedarme un rato —dijo Kaye—. Es agradable. —El sol dibujaba manchas de luz sobre el parque. Los tanques oxidados brillaban en naranja.

Docenas de hombres y mujeres vestidos con ropa de colores terrosos caminaban en pequeños grupos desde los autobuses hacia la colina. No parecían tener prisa. Cuatro mujeres llevaban un anillo de madera de un metro de ancho, y varios hombres ayudaban a transportar un gran poste en una carretilla.

Kaye frunció el ceño y luego se rió.

—Están haciendo algo con un
yoni
y un
lingam
—dijo.

Mitch miró fijamente a la procesión.

—Puede que sea algún tipo de juego con un aro gigante —dijo—. La herradura, o algo así.

—¿Tu crees? —comentó Kaye con ese tono familiar que Mitch reconoció instantáneamente como completo desacuerdo.

—No —contestó, dándose una palmada en la frente—. ¿Cómo pude no darme cuenta inmediatamente? Se trata de un
yoni
y un
lingam.

—Y tú eres el antropólogo —dijo Kaye, alargando ligeramente las sílabas. Se levantó y se cubrió los ojos con la mano para ver mejor—. Vayamos a ver qué pasa.

—¿Y si no estamos invitados?

—Dudo que se trate de una fiesta privada.

Dicken pasó el control de seguridad, cacheo, detección de metales, rastreo químico, y entró en la Casa Blanca por la denominada entrada diplomática. Un joven escolta de los marines lo llevó de inmediato al piso inferior, hasta una gran sala de reuniones situada en el sótano. El aire acondicionado funcionaba a toda potencia y la habitación parecía una nevera comparada con los treinta grados de temperatura y la humedad del exterior.

Dicken era el primero en llegar. Aparte del marine y de un auxiliar que estaba preparando la gran mesa de conferencias, colocando botellas de agua Evian, cuadernos de notas y bolígrafos, se encontraba solo en la habitación. Se sentó en una de las sillas reservadas para los subalternos en la parte de atrás. El auxiliar le preguntó si le gustaría beber algo, una Coca-Cola o un vaso de zumo.

—En unos minutos traerán el café.

—Una Coca-Cola sería fantástico —contestó Dicken.

—¿Acaba de aterrizar?

—He venido en coche desde Bethesda —dijo Dicken.

—Va a hacer un tiempo horrible esta tarde —dijo el auxiliar—. Alrededor de las cinco empezará la tormenta, o eso dicen los chicos del tiempo de Andrews. Nuestra información meteorológica es la mejor. —Le sonrió, salió de la habitación y volvió tras un par de minutos con una Coca-Cola y un vaso con hielo.

Diez minutos después empezó a llegar más gente. Dicken reconoció a los gobernadores de Nuevo México, Alabama y Maryland; les acompañaba un pequeño grupo de ayudantes. En poco rato la sala contendría al núcleo de la llamada «Revuelta de los Gobernadores», que estaban armando un buen follón con el Equipo Especial por todo el país.

Augustine iba a tener su gran momento, aquí mismo, en los sótanos de la Casa Blanca. Iba a tratar de convencer a diez gobernadores, siete de ellos de los estados más conservadores, de que permitir el acceso a las mujeres a todo el abanico de medidas abortivas era la única vía de acción.

Dicken dudaba que la moción fuese a ser acogida con agrado, ni siquiera con un desacuerdo educado o correcto.

Augustine entró unos minutos después, acompañado por el enlace entre la Casa Blanca y el Equipo Especial y el jefe de Personal. Puso su maletín sobre la mesa y se acercó a Dicken, haciendo ruido con los zapatos sobre el suelo de baldosas.

—¿Alguna munición? —le preguntó.

—Una derrota absoluta. Ninguna de las agencias sanitarias piensa que tengamos ninguna oportunidad de retomar el control. Opinan que el presidente ha perdido también el mando de la situación.

La mirada de Augustine pareció cansada. Sus arrugas se habían vuelto claramente más profundas en el último año, y su cabello había encanecido.

—Supongo que piensan continuar con sus soluciones tradicionales.

—Eso es todo lo que ven. La Asociación Médica Americana y la mayoría de las divisiones del INS nos han retirado su apoyo, tácitamente, al menos.

—Bien —dijo Augustine en voz baja—. Desde luego no tenemos nada que ofrecerles para recuperarlo... al menos de momento. —Aceptó la taza de café que le ofrecía un auxiliar—. Tal vez debiéramos irnos a casa y dejar que otros se hiciesen cargo.

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