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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (35 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Se pararon frente a la puerta y escucharon a los grillos.

A su espalda, en el zoo, chilló un guacamayo. El sonido atravesó todo el parque Balboa.

—Diversidad —murmuró Kaye—. Demasiado estrés puede ser una señal de una catástrofe inminente. Todo el siglo veinte ha sido una enorme, frenética y extensa catástrofe. Desatemos un cambio importante, algo almacenado en el genoma, antes de que la raza humana fracase.

—No se trata de una enfermedad, sino de una actualización —dijo Mitch.

Kaye volvió a mirarle, sintiendo otro escalofrío de emoción.

—Exactamente —dijo—. Todo el mundo viaja a cualquier lugar en cuestión de horas o días. Lo que se inicia en un vecindario se extiende de inmediato por todo el planeta. El Genio está saturado de señales. —Volvió a extender los brazos, reprimiéndose más esta vez, pero apenas sobria. Sabía que Mitch la estaba observando, y que Dicken les observaba a ambos.

Dicken ojeó la carretera que estaba junto al amplio aparcamiento del zoo, intentando encontrar un taxi. Vio uno girando en redondo varias decenas de metros más allá y extendió la mano. El taxi se acercó a la zona de recogida.

Se subieron en él. Dicken iba delante. Mientras se alejaban del zoo, se volvió para decir:

—De acuerdo, así que alguna porción del ADN de nuestro genoma está construyendo pacientemente un modelo del nuevo tipo de humano. ¿De dónde obtiene las ideas, las sugerencias? ¿Quién le está susurrando «piernas más largas, cráneo más grande, los ojos marrones son mejores esta temporada»? ¿Quién nos dice lo que es atractivo y lo que no?

Kaye contestó rápidamente.

—Los cromosomas emplean una gramática biológica, integrada en el ADN, algo así como una plantilla sofisticada de las especies. El Genio sabe qué cosas puede decir que tengan sentido para el fenotipo de un organismo. El Genio incluye un editor genético, un corrector gramatical. Filtra la mayor parte de las mutaciones sin sentido antes de que lleguen a incluirse.

—Con esto nos metemos en terreno salvaje —dijo Mitch—, y no tardarán ni un minuto en derribarnos de un disparo. —Agitó las manos por el aire como si fuesen dos aeroplanos, poniendo nervioso al taxista, y luego precipitó con dramatismo la mano izquierda hasta golpear la rodilla, doblándose los dedos—. Aplastados —dijo.

El taxista los miraba con curiosidad.

—¿Son ustedes biólogos? —preguntó.

—Licenciados en la universidad de la vida —dijo Dicken.

—Ya lo pillo —comentó el taxista solemne.

—Hoy hemos ganado esto. —Dicken sacó la tercera botella de vino de la bolsa y su navaja suiza.

—Eh, en el taxi no —dijo el taxista serio—. No a menos que termine el turno y la compartamos.

Se rieron.

—Entonces en el hotel —dijo Dicken.

—Me emborracharé —dijo Kaye, y agitó el pelo ante los ojos.

—Montaremos una orgía —dijo Dicken, y se ruborizó intensamente—. Una orgía intelectual —añadió avergonzado.

—Estoy agotado —dijo Mitch—. Y Kaye tiene laringitis.

Kaye dio un gritito y sonrió.

El taxi paró delante del Hotel Serrano, justo al sur del centro de la convención, y les dejó salir.

—Yo me encargo —dijo Dicken. Pagó el trayecto—. Igual que del vino.

—Está bien —dijo Mitch—. Gracias.

—Necesitamos algún tipo de conclusión —dijo Kaye—. Una predicción.

Mitch bostezó y se estiró.

—Lo siento. No puedo seguir pensando.

Kaye le miró a través del pelo: las esbeltas caderas, los vaqueros ceñidos alrededor de los muslos, el rostro fuerte y cuadrado con las cejas formando una línea continua. No era realmente guapo, pero ella escuchaba a su propia química, un escalofrío que le recorría la espalda y que no prestaba atención a esos detalles. El primer signo del final del invierno.

—Hablo en serio —dijo—. ¿Christopher?

—Es obvio, ¿no? —dijo Dicken—. Lo que decimos es que las hijas intermedias no están enfermas, son una etapa de un proceso que nunca habíamos visto.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Kaye.

—Significa que los bebés de la segunda fase estarán sanos, serán viables. Y diferentes, puede que sólo un poco —dijo Dicken.

—Eso sería fantástico —dijo Kaye—. ¿Qué más?

—Eso es suficiente, por favor. ¿No podemos dar por terminada la velada? —dijo Mitch.

—Es una pena —dijo Kaye.

Mitch le sonrió. Kaye le ofreció la mano y se las estrecharon. La palma de Mitch estaba seca como el cuero y endurecida por los años de excavaciones. Los orificios de su nariz se ensancharon al acercarse a ella, y podría haber jurado que también había visto como sus pupilas se dilataban.

El rostro de Dicken seguía ruborizado. Habló arrastrando un poco las palabras.

—No tenemos un plan de acción —dijo—. Si vamos a hacer un informe, tenemos que reunir todas las pruebas, y quiero decir todas.

—Cuenta con ello —dijo Mitch—. Tienes mi número de teléfono.

—Yo no lo tengo —dijo Kaye.

—Christopher te lo dará —dijo Mitch—. Me quedaré por aquí unos días más. Avisadme cuando estéis libres.

—Lo haremos —dijo Dicken.

—Llamaremos —dijo Kaye, mientras ella y Dicken se dirigían hacia las puertas de cristal.

—Un tipo interesante —comentó Dicken en el ascensor.

Kaye asintió con una breve inclinación de cabeza. Dicken la estaba observando con cierta preocupación.

—Parece brillante —añadió Dicken—. ¿Cómo demonios se habrá metido en tantos líos?

En su habitación, Kaye se dio una ducha caliente y se metió en la cama, agotada y algo más que ligeramente borracha. Su cuerpo se sentía bien. Se cubrió hasta la cabeza con las sábanas y la manta, se volvió hacia un lado y se quedó dormida de inmediato.

44. San Diego, California

1 DE ABRIL

Kaye estaba lavándose la cara, justo surgiendo de entre los chorros de agua, cuando sonó el teléfono.

Se secó el rostro y respondió.

—¿Kaye? Soy Mitch.

—Te recuerdo —dijo contenta, esperando no sonar demasiado alegre.

—Mañana regreso al norte. Pensé que podrías tener un rato esta mañana para vernos.

Había estado tan ocupada dando conferencias y asistiendo a mesas redondas en el congreso que no había tenido tiempo ni para pensar en la tarde del zoo. Se había metido en la cama cada noche completamente exhausta. Judith Kushner tenía razón: Marge Cross absorbía cada segundo de su vida.

—Me encantaría —dijo cautelosa. Él no había mencionado a Christopher—. ¿Dónde?

—Estoy en el Holiday Inn. El Serrano tiene una cafetería agradable. Podría acercarme y verte allí.

—Tengo una hora libre antes de tener que estar en ningún sitio —dijo Kaye—. ¿Quedamos abajo en diez minutos?

—Iré corriendo —dijo Mitch—. Te veo en el vestíbulo.

Sacó la ropa que iba a ponerse ese día, un traje de rayas de lino azul, de la siempre elegante colección de Marge Cross, y estaba decidiendo si cortar un ligero dolor de cabeza con un par de aspirinas cuando oyó gritos fuera, amortiguados por el doble cristal de la ventana. Los ignoró durante unos segundos y se acercó a la cama para volver la página del programa del congreso. Mientras ponía el programa en la mesa y rebuscaba la identificación en su bolso, se cansó de silbar sin melodía. Dio otra vuelta a la cama para agarrar el mando a distancia del televisor y presionó el botón de encendido.

El pequeño televisor del hotel produjo el indispensable ruido de fondo. Anuncios de tampones, suavizantes para el cabello. Su mente estaba ocupada en otras cosas; la ceremonia de clausura, su presencia en el pódium junto a Marge Cross y Mark Augustine.

Mitch.

Mientras buscaba unas medias en buen estado oyó como la mujer decía:

—... el primer bebé llegado a término. Recordamos a nuestros oyentes que esta mañana, una mujer no identificada de Ciudad de México, dio a luz al primer bebé científicamente reconocido de la segunda fase de la Herodes. Informando en directo desde...

Kaye se sobresaltó ante los sonidos del metal aplastándose y los cristales rompiéndose. Apartó los visillos de la ventana y miró en dirección al norte. West Harbor Drive, en el exterior del Serrano y del Centro de Convenciones, estaba ocupado por una densa multitud, una masa compacta y fluida que cubría los arcenes, el césped y los estacionamientos, absorbiendo los coches, las furgonetas del hotel y los autobuses. El ruido que producían era extraordinario, incluso a través del doble cristal: un rugido ronco y fuerte, como un terremoto. Sobre la masa flotaban recuadros blancos, y se agitaban y ondeaban bandas de color verde: pancartas y estandartes. Desde ese ángulo, diez pisos más arriba, Kaye no podía leer los mensajes.

—... aparentemente ha nacido muerto —continuaba la locutora de televisión—. Intentamos conseguir información de última hora de...

El teléfono volvió a sonar. Levantó el receptor y estiró el cordón para acercarse a la ventana. No podía dejar de mirar el río viviente que discurría bajo su ventana. Veía cómo balanceaban los coches y los volcaban a medida que avanzaba la multitud, los ruidos de cristales rotos aumentaban.

—Señora Lang, soy Stan Thorne, el jefe de seguridad de Marge Cross. Queremos que suba al piso veinte, al ático.

La masa que se retorcía abajo gritó con un sonido animal.

—Tome el ascensor rápido —dijo Thorne—. Si está bloqueado, suba por las escaleras. Pero suba ya.

—Ahora mismo voy —contestó Kaye.

Se puso los zapatos.

—Esta mañana, en Ciudad de México...

El estómago le dio un vuelco incluso antes de entrar en el ascensor.

Mitch se encontraba al otro lado de la calle frente al Centro de Convenciones, con los hombros encorvados y las manos en los bolsillos, fingiendo el aspecto más ajeno y anónimo que podía.

La multitud buscaba científicos, representantes oficiales, cualquiera que tuviese algo que ver con el congreso, y se dirigía hacia ellos, agitando carteles y gritándoles.

Se había quitado la identificación que Dicken le había proporcionado, y con sus vaqueros desteñidos, el rostro bronceado y el pelo color arena despeinado, no se parecía en absoluto a los desventurados científicos y representantes farmacéuticos de piel pálida.

Los manifestantes eran en su mayoría mujeres, de todos los colores y todos los tamaños, pero casi todas jóvenes, de edades comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta. Parecían haber perdido todo sentido de disciplina. La ira se estaba apoderando de ellas con rapidez.

Mitch estaba aterrorizado, pero por ahora la multitud se dirigía hacia el sur, y él se encontraba libre. Se alejó con pasos rápidos y rígidos de Harbor Drive, bajó corriendo por la rampa de un aparcamiento, saltó un muro y se encontró en una zona ajardinada entre hoteles de muchos pisos.

Sin aliento, más por la ansiedad que por el ejercicio —siempre había odiado las multitudes—, cruzó la zona con dificultad, trepó por otro muro y descendió sobre el suelo de cemento de un aparcamiento. Unas cuantas mujeres con aspecto aturdido corrían torpemente hacia sus coches. Una de ellas llevaba una pancarta rota y abollada. Mitch leyó las palabras al pasar frente a ellas: NUESTROS CUERPOS, NUESTRO DESTINO.

El agudo sonido de las sirenas resonó a través del aparcamiento. Mitch empujó la puerta que conducía al ascensor justo cuando tres guardas de seguridad aparecieron por las escaleras. Dieron la vuelta a la esquina, con las pistolas levantadas, y le miraron.

Mitch levantó las manos y confió en que tuviese aspecto de ser inocente. Maldijeron y cerraron las puertas de cristal.

—¡Suba! —le gritó uno de ellos.

Subió las escaleras con los guardas a su espalda.

Desde el vestíbulo, mirando hacia West Harbor Drive, vio vehículos antidisturbios rodeando a la multitud, forzando lenta y firmemente a las mujeres a retirarse. Las mujeres coreaban consignas, voces enfadadas y compactas, como una onda de choque. Sobre uno de los camiones, las mangueras de agua se retorcían como las antenas de un insecto.

Las puertas de cristal del vestíbulo se abrían y cerraban a medida que los huéspedes mostraban las llaves al personal y se les permitía entrar. Mitch se dirigió al centro del vestíbulo y se detuvo en un patio interior, sintiendo la corriente del aire que entraba. Percibió un olor penetrante: miedo, ira y algo más, acre, como la orina de perro sobre una acera caliente.

Hizo que se le erizase el pelo. El olor de la violencia.

Dicken se encontró con Kaye en la planta superior. Un hombre con traje azul oscuro sostenía abierta la puerta de acceso al ático y examinaba sus identificaciones. Podían oírse débiles voces a través del auricular que llevaba en la oreja.

—Ya están abajo en el vestíbulo —le dijo Dicken—. Están enloqueciendo ahí fuera.

—¿Por qué? —preguntó Kaye, confusa.

—Ciudad de México —contestó Dicken.

—Pero ¿por qué disturbios?

—¿Dónde está Kaye Lang? —preguntó a gritos un hombre.

—¡Aquí! —Kaye levantó la mano.

Atravesaron una cola de hombres y mujeres aturdidos y locuaces. Kaye vio a una mujer en traje de baño riéndose, agitando la cabeza, sujetando una gran toalla de felpa blanca. Un hombre vestido con un albornoz del hotel estaba sentado sobre una silla con las piernas encogidas y ojos enloquecidos. Tras ellos el guarda gritó:

—¿Es la última?

—Compruébalo —respondió otro. Kaye nunca había supuesto que Marge tuviese tanto personal de seguridad en el hotel... unos veinte, pensó. Algunos iban armados.

En ese momento oyó el bramido agudo de Cross.

—¡Por el amor de Dios! ¡Si sólo se trata de un puñado de mujeres! ¡Son sólo un puñado de mujeres asustadas!

Dicken sujetó a Kaye por el brazo. Bob Cavanaugh, el secretario personal de Cross, un hombre esbelto de treinta y cinco o cuarenta años con pelo rubio y calvicie incipiente, les agarró a ambos y los pasó por el último control hasta el dormitorio de Cross. Se encontraba tumbada sobre la cama gigante, todavía vestida con el pijama de seda, observando el circuito cerrado de televisión. Cavanaugh le puso una bata de algodón ribeteada sobre los hombros. La imagen de la pantalla se movía hacia delante y hacia atrás. Kaye supuso que la cámara estaba en la tercera o cuarta planta.

Los vehículos antidisturbios lanzaron varios chorros de agua con las mangueras y obligaron a la masa de mujeres a retirarse, alejándolas de la entrada del centro de convenciones.

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