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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (28 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—¿Por qué no nos vemos en el SeaTac? Es por donde llega, ¿no?

Merton hizo sonar los labios.

—Señor Rafelson. No creo que rechace la oportunidad de oler la tierra y sentarse bajo una tienda de lona. La oportunidad de hablar de la más importante historia arqueológica de nuestra época.

Mitch encontró su reloj y miró la fecha.

—De acuerdo —dijo—. Si Eileen me invita.

Después de colgar el teléfono, fue al baño, se lavó los dientes y se miró al espejo.

Había pasado varios días dando vueltas abatido por el apartamento, incapaz de decidir qué hacer a continuación. Había conseguido la dirección de correo electrónico y el número de teléfono de Christopher Dicken, pero todavía no había reunido el valor necesario para llamarle. Estaba quedándose sin dinero antes de lo que había esperado. Estaba posponiendo pedir un préstamo a sus padres.

Mientras preparaba el desayuno volvió a sonar el teléfono. Era Eileen Ripper.

Cuando terminó de hablar con ella, Mitch se sentó un momento en la destartalada silla del salón, a continuación se puso en pie y miró por la ventana que daba a Broadway. Fuera se estaba haciendo de día. Abrió la ventana y se asomó. La gente iba y venía por la calle, y había coches parados ante el semáforo en rojo en Denny.

Llamó por teléfono a su casa. Le respondió su madre.

35. Instituto Nacional de la Salud, Bethesda

—Ya ha sucedido con anterioridad —dijo Dicken. Partió un bollo por la mitad y lo introdujo en la superficie espumosa de su café expresso con leche. La enorme y moderna cafetería del edificio Natcher estaba casi vacía a esas horas de la mañana, y servían mejor comida que la cafetería del Edificio 10. Estaban sentados junto a los altos ventanales de cristal ahumado, lejos del resto de escasos clientes—. Concretamente, sucedió en Georgia, en Gordi, o cerca de allí.

La boca de Kaye formó una O.

—Dios mío. La masacre...

Fuera, el sol se filtraba a través de las nubes bajas de la mañana, extendiendo juegos de luz y sombras sobre el campus y el interior de la cafetería.

—Todos sus tejidos tienen SHEVA. Sólo conseguí muestras de tres o cuatro, pero está en todos.

—¿Y no se lo has dicho a Augustine?

—Me he estado apoyando en evidencias clínicas, informes recientes de los hospitales... ¿Qué diferencia habría si digo que el SHEVA se remonta a hace unos cuantos años, una década como mucho? Pero hace dos días conseguí unos expedientes de un hospital de Tbilisi. Ayudé a un interno de allí a conseguir unos contactos en Atlanta. Me habló de una gente que vive en las montañas. Supervivientes de otra masacre, ésta de hace unos sesenta años. Durante la guerra.

—Los alemanes no entraron en Georgia —dijo Kaye.

Dicken asintió.

—Las tropas de Stalin. Exterminaron a casi toda la población de un pueblo aislado, cerca del Monte Kazbeg. Hace dos años encontraron a algunos supervivientes. El gobierno de Tbilisi les protegió. Tal vez estaban hartos de purgas, o tal vez... Puede que no supiesen nada de Gordi, o de los otros pueblos.

—¿Cuantos supervivientes?

—Un médico llamado Leonid Sugashvili convirtió la investigación de lo sucedido en su cruzada personal. Lo que el interno me envió fue su informe, un informe que nunca llegó a ser publicado. Es muy minucioso. Estima que entre 1943 y 1991 unos trece mil hombres, mujeres e incluso niños fueron asesinados en Georgia, Armenia, Abjasia y Chechenia. Los asesinaron porque se pensaba que extendían una enfermedad que provocaba que las mujeres embarazadas abortasen. Los que sobrevivieron a las primeras purgas fueron perseguidos después... porque las mujeres estaban dando a luz a niños mutantes. Niños con manchas por todo el rostro, con ojos extraños, niños que podían hablar desde el momento en que nacían. En algunos pueblos, la policía local fue la que cometió los asesinatos. La superstición es difícil de erradicar. Los hombres y mujeres... madres y padres, eran acusados de acostarse con el diablo. No fueron demasiados, en cuatro décadas. Pero... Sugashvili piensa que podrían haberse producido sucesos de este tipo desde hace cientos de años. Decenas de miles de asesinatos. Culpa, vergüenza, ignorancia y silencio.

—¿Crees que el SHEVA provocó las mutaciones de los niños?

—El informe del médico dice que muchas de las mujeres asesinadas aseguraron que habían dejado de mantener relaciones sexuales con sus maridos y parejas. No querían tener hijos del diablo. Habían oído hablar de los niños mutantes de otros pueblos, y cuando tuvieron la fiebre y abortaron, intentaron evitar quedarse embarazadas. Casi todas las mujeres que habían abortado volvían a estar embarazadas treinta días después, no importaba lo que hicieran o dejaran de hacer. La misma información que empezamos a recibir de algunos de nuestros hospitales.

Kaye sacudió la cabeza.

—¡Es completamente increíble!

Dicken se encogió de hombros.

—No va a volverse más creíble ni más fácil —dijo—. Hace ya tiempo que dudo que el SHEVA se parezca a ningún tipo de enfermedad que conozcamos.

La boca de Kaye se tensó. Dejó la taza de café y cruzó los brazos recordando la conversación con Drew Miller, en el restaurante italiano de Boston, y a Saul diciendo que había llegado el momento de que abordasen el problema de la evolución.

—Puede que sea una señal —dijo.

—¿Qué tipo de señal?

—Una llave-código que libere una reserva genética, instrucciones para un nuevo fenotipo.

—No estoy seguro de entenderlo —dijo Dicken, frunciendo el ceño.

—Algo formado durante miles de años, decenas de miles de años. Suposiciones, hipótesis relacionadas con uno u otro rasgo, elaboraciones sobre un plan bastante rígido.

—¿Con qué fin?

—Evolución.

Dicken echó atrás la silla y puso las manos sobre las piernas.

—Guau.

—Fuiste tú el que dijo que no se trataba de una enfermedad —le recordó Kaye.

—Dije que no se parecía a ninguna enfermedad que hubiese visto. Sigue siendo un retrovirus.

—Leíste mis artículos, ¿verdad?

—Sí.

—Dejé escapar alguna insinuación.

Dicken reflexionó sobre eso.

—Un catalizador.

—Vosotros lo fabricáis, nosotras lo pillamos y lo sufrimos —dijo Kaye.

Las mejillas de Dicken enrojecieron.

—Intento que esto no se convierta en un conflicto entre hombre y mujer —dijo—. Ya hay bastantes problemas de ese tipo por ahí.

—Lo siento —dijo Kaye—. Puede que sólo esté intentando evitar el problema real.

Dicken pareció tomar una decisión.

—Me estoy extralimitando al mostrarte esto. —Buscó en su maletín y sacó un folio impreso con un mensaje de correo electrónico de Atlanta. Había cuatro pequeñas imágenes en la parte inferior del mensaje.

—Una mujer falleció en un accidente de tráfico en las afueras de Atlanta. Se le realizó una autopsia en el Hospital Northside y uno de los patólogos descubrió que estaba en el primer trimestre de embarazo. Examinó el feto, que era claramente uno de los de la Herodes. Después examinó el útero de la mujer. Encontró un segundo embarazo, muy reciente, el feto estaba en la parte inferior de la placenta, protegido por una fina capa de tejido laminar. La placenta ya había empezado a desprenderse, pero el segundo óvulo se encontraba a salvo. Habría sobrevivido al aborto. Un mes después...

—Un nieto —dijo Kaye— producido por...

—Una hija intermediaria. Que en realidad no es más que un ovario especializado. Que crea un segundo óvulo. Y ese óvulo se adhiere a la pared del útero de la madre.

—¿Y si sus óvulos, los de la hija, son diferentes?

Dicken sentía la garganta seca y comenzó a toser.

—Perdona. —Se levantó para servirse un vaso de agua y volvió caminando entre las mesas a sentarse junto a Kaye.

Siguió hablando, despacio.

—El SHEVA provoca la liberación de un complejo de poliproteínas. Se descomponen en el citosol que rodea al núcleo. LH, FSH, prostaglandinas.

—Lo sé. Judith Kushner me lo comentó —dijo Kaye, con voz apenas audible—. Unas provocan los abortos. Otras podrían alterar considerablemente un óvulo.

—¿Mutarlo? —preguntó Dicken, ciñéndose todavía al antiguo paradigma.

—No estoy segura de que ésa sea la palabra adecuada —dijo Kaye—. Suena a algo nocivo y aleatorio. No. Podemos estar hablando de un tipo diferente de reproducción.

Dicken terminó su vaso de agua.

—Esto no es exactamente algo del todo nuevo para mí —musitó Kaye para sí. Cerró los puños con fuerza y luego golpeó ligeramente la mesa con los nudillos, nerviosa—. ¿Estás dispuesto a defender que el SHEVA forma parte de la evolución humana? ¿Que estamos a punto de crear un nuevo tipo de humano?

Dicken examinó el rostro de Kaye, la mezcla de maravilla y nerviosismo, el terror peculiar de acercarse al equivalente intelectual de un tigre furioso.

—No me atrevería a exponerlo con tanta crudeza. Pero puede que sea un cobarde. Puede que se trate exactamente de eso. Valoro tu opinión. Y Dios sabe que necesito un aliado en este asunto.

El corazón de Kaye resonaba con fuerza en su pecho. Alzó la taza de café y el líquido frío se derramó.

—Dios mío, Christopher —emitió una risa de impotencia—. ¿Y si es cierto? ¿Y si todos estamos embarazados? Toda la especie humana.

SEGUNDA PARTE
LA PRIMAVERA DE SHEVA
36. Zona este del estado de Washington

Ancho y lento, el río Columbia se deslizaba como jade pulido entre muros de basalto negro.

Mitch salió de la carretera estatal 14, condujo durante unos ochocientos metros por un camino de tierra y grava entre matorrales y arbustos y giró junto a un viejo indicador metálico, abollado y oxidado, en el que se leía: Cueva del Hierro.

Dos viejas caravanas Airstream brillaban bajo el sol a unos cuantos metros del borde de la garganta. Alrededor de las caravanas había bancos de madera y mesas llenas de sacos de arpillera y herramientas para las excavaciones. Aparcó el coche a un lado del camino.

Una brisa fría le arrancó el sombrero de fieltro. Lo sujetó con una mano mientras caminaba desde el coche hasta el borde y se asomaba para observar el campamento de Eileen Ripper, unos quince metros más abajo.

Una joven rubia y baja, con vaqueros raídos y descoloridos y una chaqueta de piel marrón salía por la puerta de la caravana más cercana. Percibió de inmediato el perfume de la mujer en el aire húmedo procedente del río: Opium o Trouble o algún perfume similar. Se parecía mucho a Tilde.

La mujer se detuvo un momento bajo el toldo extendido y luego salió y se protegió los ojos del sol con la mano.

—¿Mitch Rafelson? —preguntó.

—El mismo —dijo—. ¿Está Eileen ahí abajo?

—Sí. Las cosas se están desmoronando.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace tres días. Eileen realizó grandes esfuerzos para defender su posición. Aunque, a la larga, no ha servido de mucho.

Mitch hizo un gesto comprensivo.

—Sé lo que se siente —dijo.

—La mujer de las Cinco Tribus se fue hace dos días. Por ese motivo Eileen pensó que sería oportuno que viniese usted en este momento. Ahora nadie se enfadará por su presencia.

—Es agradable ser popular —comentó Mitch, y saludó tocándose el sombrero.

La mujer sonrió.

—Eileen no se siente muy bien. Anímela un poco. Personalmente, yo opino que es usted un héroe. Excepto tal vez por lo de esas momias.

—¿Dónde está?

—Justo bajo la Cueva.

Oliver Merton estaba sentado en una silla plegable a la sombra del toldo más amplio. De unos treinta años, con el pelo rojo fuego, rostro ancho y pálido, y nariz respingona, tenía aspecto de estar profunda y casi ferozmente concentrado, con los labios retraídos mientras pulsaba el teclado de un ordenador portátil con sus dedos índices.

«A dos dedos —pensó Mitch—. Un mecanógrafo autodidacta.» Examinó la ropa del hombre, claramente fuera de lugar en una excavación arqueológica: pantalones de tweed, tirantes rojos, una camisa blanca de vestir con el cuello duro.

Merton no alzó la vista hasta que Mitch llegó junto al toldo.

—¡Mitch Rafelson! ¡Encantado! —Merton dejó el ordenador en la mesa, se puso en pie de un salto y le ofreció la mano—. Esto está muy triste. Eileen está en lo alto de la pendiente, junto a la excavación. Seguro que está deseando verte. ¿Vamos hasta allí?

Los otros seis trabajadores del enclave, todos jóvenes en prácticas o estudiantes recién licenciados, les miraron con curiosidad al pasar. Merton caminaba delante de Mitch y subió por unos peldaños naturales esculpidos por la erosión del río durante siglos. Se detuvieron a unos seis metros por debajo del acantilado, donde una cueva vieja y con marcas de óxido se adentraba en una veta de basalto. Por encima y al este de la veta, se había derrumbado parte de un saliente de piedra erosionada, esparciendo grandes bloques por la pendiente, que descendía hasta la orilla.

Eileen Ripper estaba de pie junto a una valla que rodeaba una serie de hoyos cuadrados cuidadosamente excavados y marcados con rejillas topométricas, alambre y cuerda, en la parte oeste de la pendiente. Cerca de los cincuenta años, menuda y morena, con ojos oscuros hundidos y nariz fina, su rasgo más destacado eran unos labios generosos, que contrastaban de forma atractiva con un casquete de pelo oscuro, corto e ingobernable.

Se volvió al oír el saludo de Merton. No sonrió ni gritó. En su lugar, hizo un gesto de determinación, bajó con cuidado del talud y le ofreció la mano a Mitch. Se saludaron con un apretón firme.

—Ayer por la mañana recibimos los resultados de los análisis de radiocarbono —dijo—. Tienen más de trece mil años, quinientos arriba o abajo... y si comían mucho salmón, entonces tienen doce mil quinientos años. Pero los tipos de las Cinco Tribus dicen que la ciencia occidental intenta despojarles de la dignidad que les queda. Pensaba que podría razonar con ellos.

—Al menos lo intentaste —dijo Mitch.

—Siento haberte juzgado con tanta dureza, Mitch. Mantuve la calma durante mucho tiempo, a pesar de los indicios de problemas, y entonces esa mujer, Sue Champion... Pensaba que éramos amigas. Se encarga de asesorar a las tribus. Volvió ayer, con dos hombres. Los hombres fueron... tan chulos, Mitch. Como chiquillos demostrando que pueden mear por encima de la puerta del establo. Me acusaron de estar fabricando pruebas para apoyar mis mentiras. Dijeron que tenían al gobierno y la ley de su parte. La misma Némesis de siempre, la ARPTNA. —Se refería al Acta de Repatriación y Protección de las Tumbas de los Nativos Americanos. Mitch conocía perfectamente los detalles de esa norma.

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