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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (15 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—No blasfeme. Yo soy cristiano renacido —dijo Voight, con gesto de disgusto.

—Lo lamento —dijo Dicken.

Voight sonrió como disculpándose a medias.

—Luego viene su «viejo» y nos cuenta la verdadera historia. Al parecer está muy preocupado por ella, quiere que sepamos la verdad para que podamos tratarla. Ella ha estado dejándole acostarse en la misma cama y frotarse contra ella... Por cariño, ya sabes. Así es cómo se quedó embarazada la primera vez.

Dicken asintió. Eso no era demasiado sorprendente, la versatilidad de la vida y del amor.

Voight continuó.

—Tiene un aborto. Pero tres meses después vuelve, está embarazada de nuevo. De dos meses. Su anciano amigo viene con ella, dice que esta vez no ha estado frotándose contra ella ni nada, y que sabe que ella no ha estado saliendo con otros hombres. ¿Le creemos?

Dicken ladeó la cabeza y arqueó las cejas.

—Están sucediendo todo tipo de cosas extrañas —dijo Voight suavemente—. En mi opinión, más de lo habitual.

—¿Se quejan de enfermedades?

—Lo habitual. Resfriados, fiebre, malestar general. Creo que todavía debemos de tener un par de muestras en el laboratorio, si quiere echarles un vistazo. ¿Ha estado en el Northside?

—Todavía no —respondió Dicken.

—¿Por qué no va al hospital del centro? Allí tendrán muchos más cultivos que enseñarle.

Dicken sacudió la cabeza.

—¿Cuántas mujeres jóvenes con fiebre sin motivo o infecciones no bacterianas?

—Docenas. Eso tampoco es raro. No guardamos los análisis más de una semana; si dan negativo en infección bacteriana los tiramos.

—Bien. Veamos los cultivos.

Dicken se llevó el café y siguió a Voight hasta el ascensor. El laboratorio de biopsia y análisis estaba en el sótano, dos puertas más allá del depósito de cadáveres.

—Los técnicos del laboratorio se van a casa a las nueve. —Voight encendió las luces y buscó brevemente en un pequeño archivador de acero.

Dicken recorrió el laboratorio con la mirada: tres largas mesas blancas, equipadas con piletas, dos cabinas de aspiración de gases, incubadoras, armarios con botellas bien alineadas de cristal oscuro y claro, llenas de reactivos, montones ordenados de pruebas habituales dentro de cajas de cartón ligeras de color naranja y verde, dos neveras de acero inoxidable y un viejo congelador blanco, un ordenador conectado a una impresora de chorro de tinta con una nota pegada que decía NO FUNCIONA, y amontonadas en un cuarto trasero tras una puerta dividida horizontalmente, armarios de almacenamiento correderos, de acero, del habitual color gris.

—Todavía no los han metido en el ordenador; nos lleva unas tres semanas. Parece que falta una... Es el procedimiento actual del hospital, les damos la opción a las madres, pueden hacer que una funeraria se lleve los restos y organizar un funeral. Es mejor zanjarlo así. Pero teníamos un caso de indigencia por aquí, sin dinero ni familia... Aquí está. —Sacó una carpeta, entró en el cuarto de atrás, giró una rueda y encontró el estante con el número que figuraba en la carpeta.

Dicken esperó junto a la puerta. Voight salió con un frasco pequeño, lo sostuvo en alto, a la luz del laboratorio.

—No es el número, pero es del mismo tipo. Éste es de hace seis meses. Creo que el que estoy buscando todavía debe de estar en suero frío. —Le tendió el frasco a Dicken y se acercó a la primera nevera.

Dicken observó el feto: de doce semanas, aproximadamente del tamaño de su pulgar, enroscado sobre sí mismo, un diminuto extraterrestre pálido que había fracasado en su intento de adaptarse a la vida en la Tierra. Detectó las anomalías de inmediato. Las extremidades eran meros muñones, y había unas protuberancias en torno al hinchado abdomen que nunca había visto antes, ni siquiera en fetos con graves malformaciones.

El diminuto rostro parecía extrañamente vacío.

—Hay algo mal en su estructura ósea —dijo Dicken, mientras Voight cerraba la nevera. El médico sostenía otro feto en un frasco de cristal lleno de vaho, cubierto por un plástico sujeto con una goma elástica y marcado con una etiqueta adhesiva.

—Muchos problemas, sin duda —dijo Voight, intercambiando los frascos y observando el espécimen más antiguo—. Dios pone pequeños puntos de control en cada embarazo. Estos dos no superaron el examen. —Le miró expresivamente—. De vuelta a la guardería celestial.

Dicken no sabía si Voight estaba expresando lo que realmente pensaba o era el típico cinismo médico. Comparó el recipiente helado con el frasco que estaba a temperatura ambiente. Ambos fetos tenían doce semanas, eran muy similares.

—¿Puedo llevarme éste? —preguntó, tomando el recipiente frío.

—¿Y robárselo a nuestros estudiantes de medicina? —Voight se encogió de hombros—. Claro, digamos que es un préstamo al CCE, no debería ser un problema. —Miró el frasco de nuevo—. ¿Algo importante?

—Es posible —dijo Dicken. Sentía una punzada de tristeza y emoción. Voight le dio un recipiente más seguro y una pequeña caja de cartón, algodón y unos trozos de hielo en una bolsa de plástico sellada, para mantener el espécimen frío. Lo transfirieron con rapidez, utilizando dos depresores linguales de madera, y Dicken cerró la caja con cinta de embalar.

—Si aparecen más de éstos, comuníquenmelo de inmediato, ¿vale? —solicitó Dicken.

—Claro.

En el ascensor, Voight le preguntó:

—Parece preocupado. ¿Hay algo que sería preferible que supiese cuanto antes? ¿Algún dato que pueda ayudarme a atender mejor a mis pacientes?

Dicken sabía que había mantenido el rostro inexpresivo, así que sonrió a Voight y negó con la cabeza.

—Haga un seguimiento de todos los abortos —le dijo—. Especialmente los de este tipo. Cualquier correlación con la gripe de Herodes sería sólo una presunción.

Voight torció la boca, decepcionado.

—¿Todavía no hay nada oficial?

—Aún no —dijo Dicken—. Estoy basándome en una suposición muy arriesgada.

15. Boston

La cena de espagueti y pizza con los colegas de Saul del MIT estaba yendo muy bien. Saul había volado a Boston esa tarde y habían quedado en el Pagliaci. La conversación al comienzo de la noche en el oscuro restaurante italiano abarcaba desde el análisis matemático del genoma humano hasta un indicador caótico para el flujo de datos sistólico y diastólico en Internet.

Kaye se atiborró de palitos de pan y pimientos verdes antes de que llegase su lasaña. Saul picoteó algún trozo de pan con mantequilla.

Una de las celebridades del MIT, el doctor Drew Miller, apareció a las nueve en punto, imprevisible como siempre, para escuchar e interponer algún comentario sobre el candente tema de la actividad colectiva de las bacterias. Saul escuchaba con atención al legendario investigador, un experto en inteligencia artificial y sistemas autoorganizados. Miller se cambió de asiento varias veces y finalmente dio un golpecito en el hombro del antiguo compañero de cuarto de Saul, Derry Jacobs. Jacobs sonrió, se levantó para sentarse en otro sitio y Miller se acomodó junto a Kaye. Tomó un palito de pan del plato de Jacobs y contempló a Kaye con ojos grandes e infantiles. Frunció los labios y dijo:

—Ha conseguido molestar de verdad a los viejos gradualistas.

—¿Yo? —preguntó Kaye, riendo—. ¿Por qué?

—Los chicos de Ernst Mayr estarán sudando cubitos de hielo, si es que son lo bastante inteligentes. Dawkins está nervioso. He estado diciéndoles durante meses que todo lo que hacía falta era otro eslabón en la cadena y tendríamos un bucle de retroalimentación.

El gradualismo era la creencia de que la evolución actuaba mediante pequeños cambios, las mutaciones se acumulaban durante decenas de miles o incluso millones de años, normalmente perjudiciales para el individuo. Las mutaciones beneficiosas resultaban seleccionadas al conferir alguna ventaja y aumentar las posibilidades de obtener recursos y de reproducirse con éxito. Ernst Mayr había sido un brillante defensor de esta teoría. Richard Dawkins la había defendido elocuentemente para la síntesis moderna del darwinismo, a la vez que había descrito el llamado gen egoísta.

Saul lo oyó y se levantó para situarse junto a Kaye, inclinándose sobre la mesa para escuchar lo que Miller tenía que decir.

—¿Piensa usted que el SHEVA es un bucle? —preguntó.

—Sí. Un círculo cerrado de comunicación entre los individuos de una población, aparte del sexo. Nuestro equivalente de los plásmidos en las bacterias, pero, por supuesto, más parecido a los fagos.

—Drew, el SHEVA sólo tiene ochenta kb y treinta genes —dijo Saul—. No puede transportar mucha información.

Ella y Saul ya habían repasado todos los detalles antes de publicar el artículo en
Virology
. No habían hablado con nadie de sus teorías personales. A Kaye le sorprendió ligeramente que Miller sacase el tema. No se le conocía por ser un progresista.

—No es necesario que lleven toda la información —dijo Miller—. Sólo tienen que llevar un código de autorización. Una llave. Todavía no sabemos todo lo que hace el SHEVA.

Kaye miró a Saul y luego dijo:

—Díganos qué ha estado pensando, doctor Miller.

—Por favor, llámame Drew. En realidad no es mi área de trabajo, Kaye.

—No es propio de ti ser reservado, Drew —dijo Saul—. Y ya sabemos que no eres humilde.

Miller sonrió de oreja a oreja.

—Bien, creo que ya sospecháis algo. Estoy seguro de que tu mujer sospecha. He leído tus artículos sobre los transposones.

Kaye bebió el último sorbo de agua que le quedaba en el vaso.

—Nunca estamos seguros de qué decir y a quién —murmuró—, podríamos escandalizar o bien revelar demasiado.

—No deberías preocuparte por las teorías originales —dijo Miller—. Siempre hay alguien ahí fuera que va por delante de ti, pero normalmente no han hecho el trabajo. Es el que trabaja continuamente el que acaba haciendo el descubrimiento. Haces un buen trabajo y escribes buenos artículos, y esto es una gran oportunidad.

—Pero no estamos seguros de que sea la gran oportunidad —dijo Kaye—, podría tratarse simplemente de una anomalía.

—No pretendo obligar a nadie a ganar un premio Nobel —dijo Miller—, pero el SHEVA no es realmente un organismo que produzca una enfermedad. No tendría sentido desde una perspectiva evolutiva que algo se ocultase durante tanto tiempo en el genoma humano y luego acabase expresándose para provocar simplemente una gripe suave. El SHEVA es en realidad algún tipo de elemento genético móvil, ¿verdad? ¿Un promotor?

Kaye recordó la conversación con Judith sobre los síntomas que podría provocar el SHEVA.

Miller no tenía ningún problema en seguir hablando durante sus silencios.

—Todos piensan que los virus, y en particular los retrovirus, podrían ser mensajeros o disparadores evolutivos, o simplemente estímulos aleatorios —dijo Miller—. Desde que se descubrió que algunos virus transportaban fragmentos de material genético de un anfitrión a otro. Creo que hay un par de preguntas que deberíais formularos, si no lo habéis hecho ya. ¿Qué es lo que activa el SHEVA? Digamos que el gradualismo ha muerto. Tenemos estallidos de especiación adaptativa cada vez que se abre un nuevo nicho, nuevos continentes, un meteoro eliminando las especies antiguas... Sucede con rapidez, en menos de diez mil años; el habitual equilibrio puntuado. Pero hay un verdadero problema. ¿Dónde se almacenan todas estas propuestas de cambios evolutivos?

—Una pregunta excelente —dijo Kaye.

Miller la miró con ojos chispeantes.

—¿Ha pensado en eso?

—¿Y quién no? —dijo Kaye—. He estado dándole vueltas a lo de los virus y retrovirus como contribuyentes a la innovación genética. Pero siempre vuelvo a lo mismo. Puede que exista un ordenador biológico principal en cada especie, un procesador de algún tipo que acumula posibles mutaciones beneficiosas. Toma decisiones sobre qué, dónde y cuándo cambiará algo... Hace conjeturas, si lo prefiere así, basadas en índices de éxito de la experiencia evolutiva anterior.

—¿Qué activa un cambio?

—Sabemos que las hormonas vinculadas al nivel de estrés pueden afectar a la expresión de algunos genes. Esta biblioteca evolutiva de posibles nuevas formas...

Miller sonrió ampliamente.

—Sigue —la animó.

—Responde ante hormonas liberadas por el estrés —continuó Kaye—. Si un número suficiente de organismos se encuentran bajo condiciones de estrés, intercambian señales, alcanzan algún tipo de quórum y eso activa un algoritmo genético que compara las fuentes de estrés con una lista de adaptaciones, respuestas evolutivas.

—La evolución evolucionando —dijo Saul—. Las especies con un ordenador adaptativo pueden cambiar con mayor rapidez y eficacia que las viejas especies trilladas que no controlan ni seleccionan sus mutaciones, que dependen de la aleatoriedad.

Miller asintió.

—Eso está bien. Mucho más eficaz que el permitir simplemente que cualquier mutación antigua se exprese y probablemente destruya a un individuo o dañe una población. Digamos que el ordenador genético adaptativo, este procesador evolutivo, sólo permite que se utilicen cierta clase de mutaciones. Los individuos almacenan los resultados del trabajo del procesador, que serían, asumo... —Miró a Kaye en busca de ayuda, moviendo la mano.

—Las mutaciones que son gramaticalmente correctas —dijo ella—. Enunciados fisiológicos que no violan ninguna regla estructural importante en un organismo.

Miller sonrió beatíficamente, se agarró la rodilla y comenzó a balancearse suavemente adelante y atrás. Su gran cráneo cuadrado brillaba reflejando el rayo rojizo de una luz indirecta.

Estaba divirtiéndose.

—¿Dónde se almacenaría la información evolutiva? ¿Por todo el genoma, holográficamente, en sitios diferentes en diferentes individuos, sólo en las células germinales, o... en otro lugar?

—Identificadores almacenados en una sección de reserva del genoma en cada uno de los individuos —dijo Kaye, mordiéndose la lengua de inmediato. Miller, y Saul también, consideraban una idea como una especie de alimento que había que compartir y masticar bien para obtener algo útil de ella. Kaye prefería asegurarse antes de hablar. Buscó un ejemplo cercano—. Como la respuesta al calor en las bacterias, o la adaptación climática en una sola generación en las moscas de la fruta.

—Pero una reserva humana tiene que ser enorme. Somos mucho más complejos que las moscas de la fruta —dijo Miller—. ¿Puede que lo hayamos encontrado ya y no sepamos qué es?

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