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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (11 page)

Kaye se metió en la cama y se tapó hasta el cuello con el edredón.

—Al menos ya no me compadezco de mí misma —dijo con voz decidida. Crickson se colocó junto a ella, moviendo su esponjosa cola naranja sobre la cama. Temin se subió también de un salto, con mayor dignidad, aunque algo mojado. Condescendió a dejarse secar con la toalla.

Por primera vez desde que estuvo en el Monte Kazbeg, se sentía segura y equilibrada. «Pobrecita niña —se burló—, esperando a que vuelva su esposo. Esperando a que vuelva su verdadero esposo.»

9. Nueva York

Mark Augustine estaba de pie ante la ventana de la minúscula habitación del hotel, sosteniendo un tardío bourbon con hielo y escuchando el informe de Dicken.

Augustine era un hombre conciso y eficiente, con risueños ojos castaños, una cabeza firme con abundante pelo gris, una nariz pequeña y puntiaguda y labios expresivos. Su piel estaba permanentemente bronceada por los años pasados en África ecuatorial y en Atlanta, tenía una voz suave y melodiosa. Era un hombre duro y con recursos, aficionado al politiqueo, como correspondía a un director, y corría el rumor por el CCE de que tenía posibilidades de convertirse en el próximo Director de Servicios de Salud.

Cuando Dicken terminó, Augustine posó el vaso.

—Muy interesante —dijo, imitando la voz de Artie Johnson—. Un trabajo asombroso, Christopher.

Christopher sonrió, pero esperó la evaluación completa.

—Encaja con la mayor parte de lo que sabemos. He hablado con la Directora de Servicios de Salud —continuó Augustine—. Opina que tendremos que hacerlo público poco a poco, y pronto. Yo estoy de acuerdo. Primero dejaremos que los científicos se diviertan un poquito, dándole un aire romántico. Ya sabes, minúsculos invasores del interior de nuestros propios cuerpos... ¡Caray!, ¿no es fascinante? No sabemos qué pueden hacer. Ese tipo de historias. Doel y Davidson, de California, pueden exponer brevemente sus descubrimientos y realizar esa labor por nosotros. Han trabajado mucho. Se merecen algo de gloria. —Augustine volvió a levantar el vaso de whisky y agitó el hielo y el agua con un suave tintineo—. ¿Te dijo el doctor Mahy cuándo tendrán los resultados de tus muestras?

—No —dijo Dicken.

Augustine sonrió comprensivo.

—Preferirías haberlas seguido hasta Atlanta.

—Preferiría haberlas llevado yo y haber terminado el trabajo —dijo Dicken.

—Voy a Washington el jueves —comentó Augustine—, a respaldar a la directora de Servicios de Salud ante el Congreso. El representante del Instituto Nacional de la Salud podría estar allí. Todavía no hemos llamado al secretario de los SSA. Quiero que vengas conmigo. Les diré a Francis y a Jon que publiquen su nota de prensa mañana por la mañana. Hace una semana que está lista.

Dicken mostró su admiración con una sonrisa privada, ligeramente irónica. Los SSA, Servicios de Salud y Ayuda, eran la enorme sección del Gobierno que supervisaba al INS, Instituto Nacional de la Salud, y al CCE, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta, Georgia.

—Una máquina bien engrasada —dijo.

Augustine se lo tomó como un cumplido.

—Todavía estamos en el punto de mira. Hemos irritado al Congreso con nuestras posturas sobre el tabaco y las armas de fuego. Los bastardos de Washington han decidido que somos un buen blanco. Han recortado nuestro presupuesto un tercio para compensar otro descenso de impuestos. Ahora se acerca algo importante y no viene de África ni de la selva tropical; no tiene nada que ver con nuestros saqueos a la madre Naturaleza. Es una casualidad y viene del interior de nuestros benditos cuerpos. —Augustine sonrió como un lobo—. Se me eriza el pelo, Christopher. Esto es una señal de Dios. Tenemos que anunciarlo en el momento adecuado y con cierto sentido dramático. Si no lo hacemos bien, corremos el peligro real de que nadie en Washington le preste atención hasta que hayamos perdido toda una generación de bebés.

Dicken se preguntó qué podría aportar a ese tren imparable. Tenía que haber alguna forma en que pudiese promocionar su trabajo de campo, todos esos años persiguiendo
boojums
.

—He estado pensando en la posibilidad de mutaciones —dijo, con la boca seca. Expuso las historias sobre bebés mutantes que había escuchado en Ucrania y resumió alguna de sus teorías de activación de HERV inducida por radiación.

Augustine entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.

—Sabemos lo de los defectos de nacimiento provocados por Chernobyl. No es nada nuevo —murmuró—. Pero aquí no hay radiación. No encaja, Christopher.

Abrió las ventanas de la habitación y el ruido del tráfico, diez pisos más abajo, aumentó. La brisa hacía ondular los visillos blancos.

Dicken insistió, tratando de defender su argumento, consciente al mismo tiempo de que su declaración era deplorablemente inadecuada.

—Hay una importante posibilidad de que Herodes haga algo más que provocar abortos. Parece surgir en poblaciones relativamente aisladas. Ha estado activo al menos desde la década de los sesenta. La respuesta política ha sido en ocasiones extrema. Nadie arrasaría todo un pueblo o mataría a docenas de madres y padres y a sus hijos aún no nacidos sólo por un aumento local de abortos.

Augustine se encogió de hombros.

—Demasiado vago —dijo, contemplando la calle abajo.

—Suficiente para una investigación —sugirió Dicken.

Augustine frunció el ceño.

—Estamos hablando de vientres vacíos, Christopher —dijo con calma—. Tenemos que jugar con una idea aterradora, no con rumores y ciencia ficción.

10. Long Island, Nueva York

Kaye oyó pasos subiendo las escaleras, se sentó en la cama y se apartó el pelo de los ojos a tiempo de ver a Saul. Se adentró de puntillas en el dormitorio, caminando sobre la alfombra, llevando un pequeño paquete envuelto en papel de regalo rojo y atado con un lazo, y un ramo de rosas y clavellinas.

—Maldición —dijo, al ver que estaba despierta. Dejó las rosas a un lado con un movimiento elegante y se inclinó para besarla. Entreabrió los labios, ligeramente húmedos sin resultar agresivos. Ésa era su señal para indicar que anteponía los deseos de ella, pero que él estaba interesado, mucho.

—Bienvenida a casa. Te he echado de menos,
Mädchen
.

—Gracias. Me alegro de estar aquí.

Saul se sentó en el borde de la cama, contemplando las rosas.

—Estoy de buen humor. Mi dama está en casa. —Sonrió ampliamente y se tendió junto a ella, alzando las piernas y colocando los pies con calcetines sobre la cama. Kaye podía oler las rosas, el aroma intenso y dulce, casi demasiado para esa hora de la mañana. Él le ofreció el regalo.

—Para mi brillante amiga.

Kaye se sentó mientras Saul le ahuecaba la almohada para que se apoyase. Ver a Saul en buena forma le provocaba el mismo efecto de siempre: esperanza y alegría de estar en casa, y la sensación de encontrarse un poco más centrada. Le pasó los brazos sobre los hombros, abrazándole con torpeza y escondiendo la cabeza en su cuello.

—Ah —dijo—, abre la caja.

Ella alzó las cejas, frunció los labios y deshizo el lazo.

—¿Qué he hecho para merecer esto? —preguntó.

—Nunca has comprendido realmente lo valiosa y maravillosa que eres —dijo Saul—. Tal vez es sólo porque te quiero. Tal vez es para celebrar que has vuelto. O... tal vez estamos celebrando otra cosa.

—¿Qué?

—Ábrelo.

Fue dándose cuenta, con creciente intensidad, de que llevaba semanas fuera. Apartó el papel rojo y le besó la mano despacio, con los ojos fijos en su rostro. Bajó la mirada hacia la caja. Dentro había un gran medallón con el conocido perfil de un famoso fabricante de municiones. Era un premio Nobel, hecho con chocolate.

Kaye se rió en alto.

—¿De dónde... lo has sacado?

—Stan me prestó el suyo e hice un molde —dijo Saul.

—¿Y no vas a decirme qué es lo que sucede? —preguntó Kaye, acariciándole la cadera.

—No durante un rato —dijo Saul. Bajó las rosas, se quitó el jersey y ella empezó a desabrocharle la camisa.

Las cortinas estaban cerradas todavía y la habitación no había recibido su ración de sol matinal. Estaban en la cama, con las sábanas, mantas y edredón revueltos a su alrededor. Kaye veía montañas en los pliegues, y avanzó con cuidado con los dedos sobre un pico floreado. Saul arqueó la espalda, haciendo sonar los cartílagos y aspiró una bocanada de aire.

—Estoy en baja forma —dijo—. Me estoy convirtiendo en un jockey de despacho. Tengo que hacer unas cuantas flexiones más.

Kaye separó el índice y el pulgar un par de centímetros, y luego los abrió y cerró rítmicamente.

—Ejercicios con tubos de ensayo —dijo.

—Cerebro izquierdo, cerebro derecho —se le unió Saul, sujetando sus sienes y moviendo la cabeza de un lado a otro—. Tienes que ponerte al día de tres semanas de chistes sacados de Internet.

—¡Pobre de mí! —dijo Kaye.

—¡El desayuno! —gritó Saul y saltó de la cama—. Abajo, recién hecho, esperando que lo recalentemos.

Kaye le siguió en bata. «Saul ha regresado —trataba de convencerse—. Mi verdadero Saul ha regresado.»

Se había detenido en el supermercado local para comprar unos cruasanes rellenos de jamón y queso. Colocó los platos entre tazas de café y zumo de naranja sobre la mesita de la galería posterior. Brillaba el sol, el aire estaba limpio después de la tormenta y hacía un calorcillo agradable. Iba a ser un día encantador.

Para Kaye, con cada hora del verdadero Saul, la atracción de las montañas se desvanecía como un sueño infantil. No necesitaba alejarse. Saul charló sobre lo que había sucedido en EcoBacter, sobre su viaje a California y Utah y luego a Filadelfia para hablar con sus clientes y laboratorios asociados.

—La FDA nos ha pedido otros cuatro ensayos preclínicos —dijo sarcástico—, pero al menos les hemos demostrado que podemos juntar bacterias antagonistas, en lucha por recursos limitados, y forzarlas a fabricar armas químicas. Hemos demostrado que podemos aislar las bacteriocinas, purificarlas, producirlas en masa en forma neutralizada y a continuación activarlas. Inocuas para las ratas, para los hámsteres y para los monos, efectivas contra cepas resistentes de tres patógenos peligrosos. Estamos tan por delante de Merck y Aventis que ni siquiera pueden escupirnos al culo.

Las bacteriocinas eran sustancias químicas producidas por bacterias, capaces de eliminar a otros tipos de bacterias. Eran armas nuevas y prometedoras en un arsenal de antibióticos que se debilitaba con rapidez.

Kaye escuchaba feliz. Todavía no le había contado las noticias que le había prometido; estaba acercándose a ese momento a su manera, tomándose su tiempo. Kaye lo conocía y no le dio la satisfacción de mostrarse ansiosa.

—Por si eso no fuese suficiente —continuó, con los ojos brillándole—, Mkebe dice que estamos a punto de encontrar una forma de bloquear toda la red de comunicaciones, control y órdenes del
Staphylococcus aureus
. Atacaremos a los pequeños cabrones desde tres direcciones diferentes a la vez. ¡Bum! —Apartó sus expresivas manos y cruzó los brazos como un niño satisfecho. Luego le cambió el humor—. Bien —dijo, con el rostro repentinamente inexpresivo—, ahora cuéntame claramente lo que ha pasado con Lado y el Eliava.

Kaye le miró durante un momento, con tanta intensidad que casi se le nubla la vista. Después bajó la mirada.

—Creo que se han decidido por otros.

—El señor Bristol-Myers Squibb —dijo Saul, alzando una mano con gesto de rechazo—, estructura corporativa fósil contra sangre nueva y joven. Se equivocan. —Miró al otro lado del jardín, hacia el mar, observando unos veleros que esquivaban las olas en la suave brisa de la mañana. Luego se terminó el zumo de naranja y se lamió los labios teatralmente. Casi se retorció sobre la silla, se inclinó hacia delante, la miró fijamente con sus ojos grises y le agarró las manos.

«Ahora», pensó Kaye.

—Lo lamentarán. En los próximos meses vamos a estar muy ocupados. El CCE ha dado la noticia esta mañana. Han confirmado la existencia del primer retrovirus endógeno humano viable. Han demostrado que puede transmitirse lateralmente entre individuos. Le llaman Activación de Retrovirus Endógenos Humanos Dispersos, SHERVA (Scattered Human Endogenous Retro Virus Activation). Borran la R para darle un efecto dramático. Eso lo deja en SHEVA. Un buen nombre para un virus, ¿no crees?

Kaye le miró interrogante.

—¿No es una broma? —preguntó, con voz débil—. ¿Lo han confirmado?

Saul sonrió y alzó los brazos como Moisés.

—Completamente. La Ciencia se dirige a la Tierra Prometida.

—¿Qué es? ¿Qué tamaño tiene?

—Un retrovirus, un auténtico monstruo de ochenta y dos kilobases, treinta genes. Sus componentes
gag
y
pol
están en el cromosoma 14, y su
env
está en el cromosoma 17. El CCE dice que debe ser un patógeno moderado, y los humanos muestran poca o ninguna resistencia ante él, así que debe de llevar mucho tiempo oculto.

Puso su mano sobre la de ella y la apretó suavemente.

—Tú lo predijiste, Kaye. Describiste los genes. Apuntan a tu candidato principal, un HERV-DL3 roto, y están usando tu nombre. Han citado tus artículos.

—¡Vaya! —dijo Kaye, palideciendo. Se inclinó sobre el plato, con la cabeza latiéndole.

—¿Te encuentras bien?

—Estoy bien —dijo, mareada.

—Disfrutemos de la intimidad mientras podamos —dijo Saul, triunfalmente—. Van a empezar a llamar todos los periodistas científicos. Les doy dos minutos hasta que revisen sus agendas y busquen en MedLine. Saldrás por el televisor, CNN,
Good Morning America
.

Kaye todavía no podía asumir el giro de los acontecimientos.

—¿Qué tipo de enfermedad causa? —consiguió preguntar.

—Nadie parece tenerlo claro.

La mente de Kaye zumbaba con posibilidades. Si llamaba a Lado al instituto y se lo contaba a Tamara y Zamphyra... podrían cambiar de opinión, elegir a EcoBacter. Saul seguiría siendo el verdadero Saul, feliz y productivo.

—Dios, somos sensacionales —dijo Kaye, sintiéndose todavía algo mareada. Estiró los dedos con afectación.

—Tú eres la sensacional, cariño. Es tu trabajo, y es genial.

Sonó el teléfono en la cocina.

—Debe de ser la Academia sueca —dijo Saul, asintiendo con solemnidad. Levantó el medallón y Kaye le dio un mordisco.

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