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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (55 page)

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
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Salté hacia la terminal del operario y el monitor de vigilancia que había justo encima, los activé y esperé a que la imagen del interior terminara de oscilar y se solidificara en la pantalla. Los hombres del Capitán disparaban contra las escotillas abiertas de la Estación Intermedia y la lanzadera; no se daban cuenta de que podían haberlos reducido sin preocupaciones. A la larga, el farol de Ofelia no funcionaría con Kusaka... pero hasta el momento funcionaba con sus hombres.

Amplifiqué la imagen y busqué entre los rostros ansiosos que miraban desde las portillas de la Estación y la lanzadera, rezando por el bien de Cuervo que Bisbita estuviera entre ellos. No la vi, aunque puede que estuviera entre los tripulantes en traje de exploración que se refugiaban entre los dos vehículos.

—¿Qué hay de las madres?

—Las liberaron. Han muerto dos tripulantes más... Grulla y Escribano.

Ambos eran amigos de Cuervo.

—¿Y Gavia?

A Cuervo parecía que se le iba a quebrar la voz.

—Es uno de los que robaron un traje de exploración.

En la cubierta hangar, un hombre del Capitán intentaba manipular frenéticamente el panel de control del compartimento.

—¿Qué ocurrió?

—Ofelia convocó una reunión general. Todo el mundo sabía lo que ocurriría a continuación. —No había necesidad de hablar de ello; Ofelia se habría asegurado de que ningún informador pudiera oírlo e informar al Capitán—. Los hombres del Capitán los siguieron y Ofelia comenzó con el procedimiento de evacuación. Se quedaron atrapados cuando se cerró la escotilla.

—¿Todos ellos?

—No puedo sentir a la tripulación normal. Eso creo.

Operé la terminal, intentando hacer funcionar el sonido de forma que pudiera oír lo que ocurría dentro. Seguía intentando encontrar las conexiones cuando uno de los tripulantes con traje de exploración se derrumbó.

Solté una maldición pero Cuervo me tranquilizó.

—Está bien, le dieron en la junta del hombro.

En la pantalla, varias de las figuras con trajes agarraron a su camarada herido y corrieron hacia la compuerta de la estación. Rezaba para que lo lograron cuando hubo una explosión de sonido procedente del monitor.

—Las escotillas de salida han sido selladas. Tenéis quince segundos para tirar vuestras armas y entrar en la estación...

Era la voz de Ofelia en el intercomunicador de la estación. Los disparos cesaron repentinamente. Varios de los hombres del Capitán salieron corriendo para intentar abrir la escotilla del compartimento manualmente, pero sin éxito.

—... el aire de la cubierta está siendo bombeado, la presión ahora es de cero con sesenta y ocho atmósferas. Sólo tenéis diez segundos...

El sonido se volvió débil en la atmósfera que se atenuaba. Uno de los hombres del Capitán tiró su pistola y corrió hacia la escotilla de la Estación Intermedia. Un segundo después el resto le siguió. Vi a Banquo entre aquellos que desaparecían en la seguridad de la estación justo cuando las escotillas se cerraron tras ellos.

Parecía como si la imagen de la cubierta hangar se hubiera congelado. Ya no oía ningún sonido y por un momento pensé que el altavoz se había estropeado, pero luego me di cuenta de que el aire se había vuelto demasiado tenue para transmitir el sonido. Entonces las pantallas opacadoras se desvanecieron y las enormes compuertas del hangar empezaron a abrirse.

En la pantalla, como una miniatura, la Estación Intermedia se alzó sobre sus propulsores y se deslizó hacia el espacio, seguida de la lanzadera y de varias docenas de diminutas motas que eran tripulantes en trajes de exploración remendados. La tripulación de la
Astron
, a la deriva en la Oscuridad. No quedaba nadie a bordo excepto Kusaka, Cuervo y yo.

Y Zorzal.

—¿C
uánto podrán resistir? —pregunté.

Cuervo estaba absorto en la imagen de la pantalla. No creí que me hubiera oído y volví a repetir la pregunta.

—¿Cuánto, Cuervo?

—Lo que les dure el aire.

Se podían ver una docena de diminutas partículas de luz en la porción del cielo donde normalmente no había nada excepto oscuridad.

—¿Volverán? —Incluso a mí mi propia voz me sonó abatida.

—¿Para qué, Gorrión? ¿Por qué no terminar con todo ahí fuera? No hay futuro; Kusaka lo mató.

Escruté su cara en busca del farol que habría detrás de esas palabras, y no lo vi. Me había olvidado de que eran insectos efímeros, y los últimos de su clase, viviendo de la esperanza generación tras generación hasta ésta.

—Os estáis rindiendo —dijo pausadamente—. Estáis suicidándoos como Judá.

Frunció el ceño, intentando expresar con palabras todo lo que la nueva tripulación aceptaba de manera instintiva.

—Hemos hecho todo lo que hemos podido.

Un farol no sirve de nada si no eres capaz de convencer al contrario de que eres capaz de llevarlo a cabo. Y en cierto modo, yo era parte de los contrarios; me parecía más a Kusaka que a ellos. ¿Lo harían? ¿Preferirían morirse ahora o agonizar lentamente durante los próximos cien años? Durante generaciones, habían acudido a Reducción voluntariamente cuando sus vidas estaban completas, para que la siguiente generación pudiera vivir. Pero ahora habían visto el fin de sus generaciones. Sus vidas carecían de propósito.

Lo que ocurriría ahora dependía de mí. Siempre había dependido de mí, sin importar los planes que se trazaran o qué conspiraciones se tramaran. Yo era el icono, el fénix, el que intentaría salvar a lo que quedaba de la humanidad, aunque ya no fueran del todo humanos.

—Vamos, Cuervo.

Se volvió, sus ojos todavía contemplaban los puntos de luz que disminuían en la pantalla. Bisbita, Gavia y otra docena más... toda la gente a la que había conocido y amado, y que lo habían amado a él, vagaban a la deriva hacia la oscuridad.

—¿Ir a dónde?

Sus ojos ni siquiera se habían centrado en mí.

—A ver a Kusaka.

Recorrimos los pasillos hasta llegar al que contenía mi compartimento. Recogí la pistola de proyectiles y la munición de entre los pliegues de la hamaca donde los había escondido.

Nos lanzamos a través de los pasillos desiertos y me vi asaltado por recuerdos de mi vida como Gorrión según pasábamos por los diferentes compartimentos: Exploración, donde Tibaldo y yo habíamos compartido una docena de veces su pipa y había escuchado extasiado sus historias de alienígenas en los planetas que había explorado; la enfermería y guardería, repleta de los gritos silenciosos de Cuzco, K2 y los demás niños; el compartimento donde Bisbita nos preparaba las comidas y donde había jugado al ajedrez con Noé...

Recuerdos agradables, recuerdos a los que quería aferrarme porque eran los que me hacían ser «Gorrión». No podía imaginarme sin ellos.

El copartimento del Capitán estaba tan desierto como los demás, sin una pantalla de intimidad siquiera para ocultar la escotilla. Vacilé, y luego floté al interior con Cuervo detrás. Sostenía nerviosamente la pistola en mi mano, preguntándome si Kusaka estaría solo o si Cuervo estaría equivocado y algunos de los hombres del Capitán habrían escapado de la trampa del hangar y se encontraban con él en estos momentos.

—Te has tomado tu tiempo —dijo Zorzal.

Estaba sentado detrás del escritorio del Capitán, contemplando las diferentes escenas astronómicas que aparecían en la portilla una a una, cada vista espectacular era reemplazada a los pocos momentos por otra aún más espectacular. La nebulosa Trífida, la Cabeza de Caballo, la nebulosa de la Laguna, la región superiro rosa brillante de Eta Carinae, los filamentos de la supernova Vela y la brillante explosión en rojo de la Rood, los fuegos purpúreos de la Gran Nube de Magallanes...

No había otra fuente de luz en el compartimento, así que quedaba iluminado tenuemente o con una luz brillante, dependiendo de la imagen de la portilla. Las sombras y colores recorrían la pálida cara de Zorzal, su propia falta de color era un fondo perfecto para los colores que destellaban desde la portilla. Pero Zorzal hacía pasar las imágenes por curiosidad, sin la emoción reverencial de Kusaka, no eran más que fantasías anticuadas.

—Catón no vendrá —dije.

Pareció ligeramente interesado.

—¿Te lo quitaste de encima en la Sección Tres? Bien por ti, Gorrión... nunca me cayó muy allá.

—Kusaka —dije con frialdad—, ¿dónde está?

Zorzal hizo un gesto hacia el compartimento posterior.

—El Capitán está ahí dentro. Me imagino que te estará esperando.

—Tú te quedaste —dije.

—No carezco —sonrió con una mueca— completamente de sentimientos filiales. Además, los que se han marchado sólo tienen aire para una hora o así. Tendrán que volver. Ni siquiera era un farol decente.

Estaba muy confiado, muy seguro de sí mismo, pero sus ojos saltaban nerviosamente de mí a Cuervo, que lo miraba con una intensidad terrible. Dudé de que Zorzal hubiera pensado mucho en las diferencias entre la vieja y la nueva tripulación, o quizá ni siquiera sabía que existían.

—No es un farol —dije—. Tú y Kusaka os vais a quedar con la nave para vosotros solitos. Para siempre. Algo agradable de imaginar, Zorzal, aunque acabaréis hartos mutuamente de vuestra compañía a los mil primeros años.

Sus ojos se estrecharon; se preguntaba qué sabía yo que él no.

—No creo en el suicidio —dijo con firmeza—. Volverán. —Pero en su voz había una minúscula sombra de duda.

No tenía armas, al menos ninguna a la vista. Ninguna pistola sobresalía de su faldellín y no había ningún cuchillo o tira de metal afilada pegado a la parte inferior del escritorio. Lo que sólo quería decir que las había escondido bien.

—Has venido a ver al Capitán, Gorrión. Nadie te lo va a impedir.

—¿Ni siquiera tú? ¿Cuando te dé la espalda?

Se apartó de un empujón del escritorio y flotó hacia la escotilla que conducía al compartimento posterior. Se inclinó ligeramente hizo un ademán exagerado con las manos para que siguiera adelante.

—Ni en sueños se me ocurriría tal cosa, Gorrión. Entra. —Su sonrisa era desagradable.

Lo ignoré y me impulsé a través de la escotilla hacia el compartimento posterior. Pude sentir cómo el sudor me empezaba a perlar la espalda. Algo me estaba esperando ahí dentro, algo que Zorzal tenía muchas ganas de que viera.

E
n el compartimento tenuemente iluminado contemplé lo que me habían parecido hileras de armarios de archivadores. Hice un cálculo estimado; quizás unos novecientos en total. Justo más allá, podía ver el otro compartimento que era el dormitorio del Capitán, brillantemente iluminado por tubos luminiscentes aunque no podía ver a Kusaka a través del hueco de la escotilla.

Me impulsé hacia allí de una patada, pistola en mano, y entonces agarré una anilla para detenerme. Volví a mirar los archivadores. Qué cantidad de espacio de almacenamiento... y qué innecesario. La matriz de memoria del ordenador podía contener muchísima más información y la mayor parte del plástico y el papel que había a bordo se había convertido en polvo hacía mucho, de todas formas.

Aun así, algo tendrían que contener.

Me acerqué flotando y por primera vez me percaté de los gruesos tubos y cables que se enrollaban alrededor de los armarios y se conectaban a ellos. No eran armarios, después de todo, eran más bien como... la cámara de Reducción, como ataúdes puestos de pie. Me acerqué aún más a uno y me quedé mirándolo, con el vello de la nuca levantado por un miedo repentino. La grasa y el polvo habían formado una costra en el frontal del aparato y no podía ver nada. Adelanté una mano, limpié una pequeña porción circular con la palma. La retiré completamente sucia de mugre, pero a través del círculo que había limpiado podía ver una hoja de plástico transparente y grueso, y por debajo algo rosado y con la textura de carne.

Limpié más polvo y a los pocos segundos estaba contemplando a una mujer desnuda, de unos treinta años, con los ojos cerrados, pestañas inmóviles contra las mejillas. Yacía inmóvil y serena, sin que aparentemente le molestaran los tubos plateados que ocupaban todo el espacio a su alrededor y que se introducían en sus orificios corporales como dedos obscenos. Era una extraña amalgama de grasa, metal y carne; durante un momento me imaginé que por sus venas fluía aceite y que si abría los ojos vería el destello frío e impersonal de la lente de una cámara en vez de iris y pupila.

Recorrí la hilera flotando lentamente, quitando de cada armario el polvo suficiente para vislumbrar los cuerpos del interior, todos ellos conectados a tubos plateados. Aquella pesadilla que había tenido en la enfermería se había vuelto realidad.

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