—la imaginaba más vieja, dijo Jaime
—o sea que ésta es lady Roskoff… parece más bien una Miss Hutton o Mrs. Parton-Lloyd, o algo así… para qué querrá una cabeza de ciervo?
—no lo sé… falsos trofeos de caza, posiblemente… cacerías imaginarias, documentadas en el Baedeker… se pueden extraer de allí incluso detalles, pero verdaderos «detalles»… ah, por cierto, ¿te has fijado en el sujetador? un detalle ciertamente siniestro
—¿siniestro?
—los dibujos del encaje, dijo Jaime… eran mariposas, pero no mariposas reales, sino mariposas con cuerpo y rostro humanos… ¿comprendes? la exactitud del entomólogo para representar al insecto… ese demente deseo de exactitud en medio de lo monstruoso… la intersección de lo humano con algo que es, definitivamente, no humano
—sí, de acuerdo, dijo Block, también en un susurro, pero ¿es eso algo tan malo?
—me produce escalofríos
—el contacto con nuestra parte no humana es el frote de la percepción, dijo Block, la presencia de la belleza, la develación de un propósito…
volvieron a la sala de los vestidos de seda y los perfumes, la atravesaron y salieron al pasillo… iban caminando por el pasillo, adentrándose más y más en la casa, empujando con cautela las puertas entreabiertas para curiosear en el interior… al asomarse a una de ellas, se encontraron con un espectáculo asombroso: cerca de un ventanal cargado de lujosos visillos que representaban una tormenta y una cacería real, había una mesa con cinco sillas alrededor: la mesa estaba servida, con comida en los platos, rosas en el florero, velas encendidas y una fuente en el centro llena de tibios reflejos dorados y rojizos; las cucharas, los saleros, las servilletas, las manzanas, revoloteaban en el aire por encima de la mesa… parecía imposible pensar en un truco óptico, volaban como pájaros, suavemente, se detenían en el aire, temblaban, descendían de nuevo a la mesa, saltaban de un punto a otro trazando en el aire un arco suave, inteligente, el florero se deslizaba por entre los platos y las fuentes, se apartaban a su paso platitos llenos de ensalada de pepino, redondos panes en forma de corazón, copas llenas de vino balanceante, una de las rosas adquiría vida propia y empezaba a salir, trabajosamente, de la maraña verde en la que todas estaban enredadas… Jaime y Block se apartaron de allí aterrorizados
—¿es una casa encantada? preguntó Block
—no sé lo que es, jadeó Jaime… ¿telequinesia, quizá?
—un Club de Telequinésicos, entonces el resto de las habitaciones eran dormitorios con las persianas bajadas y llenos de camas deshechas y vacías
—el servicio funciona realmente mal en tu Club de Telequinésicos, dijo Jaime
—un Club de Vagos y Desordenados, dijo Block
al fondo del pasillo había una escalera por la que se ascendía al tercer piso… era una escalera trasera, seguramente la escalera de servicio; Jaime y Block fueron caminando por los pasillos del tercer piso, y llegaron así a un salón en sombra en medio del cual resplandecían cuatro enormes peceras llenas de algas y peces tropicales en movimiento… ésta era, sin duda, la Biblioteca del Club de los Vagos y los Desordenados; las paredes estaban cubiertas de libros, y había cómodos sillones tapizados de chintz azul y mesas con lámparas de pantalla… se dejaron caer en un sofá que había al fondo, debajo de los tomos de la enciclopedia Espasa, y estuvieron en silencio durante unos minutos… estaban rodeados de libros por todas partes; Jaime se levantó y se puso a curiosear aquí y allá; se acercaba a los encendidos muros de los libros igual que una mariposa ávida a una pared ondeante de flores de azahar, los abría, los olía, de vez en cuando se acercaba a las peceras del centro de la habitación para leer a su luz un título semiborrado o para hojearlos distraídamente: los peces volaban incansables entre chorros de burbujas de oxígeno, en su día artificial, atravesando ojivas de castillos y acariciando con su cola el pecho de las sirenitas de piedra medio enterradas en la arena, y sus sombras se proyectaban sobre la camiseta blanca de Jaime y sobre las portadas de los libros… estaban los dos en silencio… a lo lejos se oía un rumor de música, voces y risas… los dos levantaron la cabeza
—¿oyes eso? dijo Jaime… ¿de dónde viene?
luego echó a caminar por el salón oscuro
Block se unió a él… disimulada entre el hogar de mármol y una librería acristalada que debía guardar volúmenes raros o valiosos, había una puertecita casi invisible a simple vista
—es por aquí, dijo Block sencillamente, y empujó la puerta secreta
por allí se oían con claridad la música, las risas y las voces, y Jaime y Block se colaron a través de la puertecita y echaron a caminar por el corredor… al fondo había un cortinaje oscuro, por cuyas rendijas se colaba la luz del día… sólo cuando se acercaron hasta allí y miraron a través de las rendijas pudieron darse cuenta de que se trataba en realidad de la luz de los focos de un escenario… estaban en la parte trasera de un escenario, todos los focos vueltos hacia ellos… más allá había filas y filas de butacas llenas de jóvenes que silbaban y gritaban; la luz de la sala estaba encendida, las arañas que colgaban del cielorraso representaban una naumaquia, en la que las cuentas inferiores tenían forma de esbeltos ahogados de vidrio… en el escenario había tan sólo una enorme cama con sábanas entreabiertas, y en ella, recostado sobre gruesos almohadones de satén, un sonriente oso de peluche casi de tamaño natural… y al lado de la cama, moviéndose lentamente, balanceando las caderas al ritmo de la música, con los ojos cerrados y atrapada en una especie de embeleso, estaba Fiona, la de las largas piernas
—es Fiona, dijo Jaime divertido
era como contemplar a una vieja amiga
llevaba unos zapatos de tacón de charol rojo y ropa interior negra, incluyendo un liguero de seda y una especie de canesú transparente; en ese momento acababa de quitarse la camisa, una vulgar camisa tejana de cuadros color café, y jugaba con ella, transformándola en un imaginario
partenaire
de vals, en una esponja de baño, en un gatito y en un látigo de nueve colas, en medio de los aullidos y los silbidos de felicidad de la audiencia; finalmente la hizo girar en el aire, avanzando hacia el borde del escenario, y la lanzó en dirección al público
—me recuerda a esos espectáculos para soldados, dijo Block
—bueno, dijo Jaime, recuerdo lo que ha dicho ese tal Cosmeta hace un rato: «¡somos soldados!»
había algo interminable y sedoso en su forma de desnudarse; algo más que oficio o sabiduría, una cualidad casi musical en la forma en que unas acciones se encadenaban con otras, en la forma en que todo fluía y se iba haciendo realidad sólo un poco más tarde de lo que exigía el deseo, sólo un poco después, pero nunca demasiado tarde, nunca demasiado despacio… a partir de estos momentos, ahora que ya estaba de alguna manera «desnuda», Fiona pareció olvidar al público, y empezó a ofrecer su lenta danza de los siete velos al oso de peluche que sonreía hundido entre las sábanas; para él se desnudaba, a él iban dirigidos sus movimientos lascivos, a él era a quien quería excitar y encender; oh, tú, queridísimo, parecía querer decir Fiona entornando los ojos y mandándole un húmedo e hinchado beso por el aire, queridísimo oso mío, aquí estamos tú y yo solos, y yo dispuesta a hacerte feliz… una obra maestra de la perversidad, pensó Block, aunque en principio este cambio de actitud no fue muy apreciado por el público, que prefería seguramente el gran carnaval a la interpretación refinada… había algo malvado, vagamente malvado, sin embargo, en ese ofrecimiento de una mujer bella y palpitante al dios inanimado, en ese trabajoso intento de una mujer viva por seducir a un muñeco… con morosidad, dejándose llevar a impulsos de perezosos saxos y poliacordes lacios como Ledas y Dánaes, secciones de viento brillando en la oscuridad, notas glissando por la cuerda del contrabajo como en una contracción de placer, se fue librando de sus medias, del liguero y luego del resto de la ropa interior… sus movimientos eran sencillos, alejados de la estudiada artificialidad de las
strip-teasers
clásicas, porque ella no pretendía exhibir su forma de desnudarse, sino celebrar su danza de extraño amor por el oso, su danza de ofrecimiento y seducción, su deseo de caricias, y al mismo tiempo la sumisión de la carne a la vida inanimada: primero caía un tirante del sujetador, luego otro, luego aparecía un pecho, después otro pecho; la presencia de los dos pechos sueltos, vivos, se hacía misteriosa y carnal al lado de la sedosa panza artificial del oso de peluche y sus miembros rígidos, sus orejas siempre erguidas, sus ojos siempre abiertos, y luego sus nalgas temblorosas, los suaves tendones de sus ingles… los espectadores, pasado el primer estupor, habían vuelto a entrar en el juego, y aullaban como locos cuando la última prenda cayó al suelo: ahora que estaba completamente desnuda, Fiona se acercó a la cama y levantó las sábanas una tras otra, los edredones de satén y las interminables sábanas de encaje rosadas y blancas, dejando por fin el cuerpo y las patas del oso al descubierto… en medio de un coro de exclamaciones de sorpresa, todos pudieron comprobar que el oso de peluche estaba provisto de un miembro en erección de tamaño nada despreciable; era una especie de ondulado torreón de plástico rosado, que ella acarició con dos o tres dedos lacios sentándose al borde de la cama: en este momento la música llegó a un clímax lánguido y casi sentimental, y las cortinas empezaron a cerrarse, en medio de gritos de protesta; cuando los dos pliegues de terciopelo rojo se unieron en el centro, Fiona se levantó de la cama, recogió a toda velocidad sus dispersas prendas de ropa, caídas aquí y allá o atrapadas entre el interminable oleaje sedoso de las sábanas, rescató de debajo del edredón el sujetador negro y el canesú, y sosteniendo todo el revoltijo de ropas sobre su pecho en movimiento, salió con paso rápido… todo había sido demasiado fugaz, y los jóvenes seguían chillando y arrojando objetos contra el telón, algunos de los cuales se deslizaban por debajo y rodaban por el escenario, zapatos, latas de cerveza vacías, bolas de billar blancas y rojas, y Jaime y Block se retiraron discretamente y volvieron al salón de las peceras tropicales…
no les quedaba nada que hacer allí, y decidieron volver… no había libros por ningún lado —excepto los que traía o llevaba, o devolvía, Matienka (¿quizá eran esos extraños libros, esos no-libros, precisamente, los que buscaban?)… no había nada allí más que extrañas locuras, enloquecidas palabras… no había allí más que seres extraños, todos atrapados de una manera u otra, aunque era difícil saber cómo o por qué razón… algo estaba sucediendo… Jaime y Block bajaban ahora por la escalera, inmunes en cierto modo, y sabiendo que acababan de atravesar una espesa floresta de símbolos: las mariposas humanas del sujetador de lady Roskoff, los tres lagos de Godawlia brillando a lo lejos, en una región inalcanzable y casi insoportablemente añorada, el extraño temor de Cosmeta a acercarse siquiera a las verjas del parque Servadac, la extraña ceremonia del rey-oso, y muchos otros más… fueran quienes fueran aquellos «agentes», era evidente que se habían olvidado de su propósito y que habían sido corrompidos por este mundo…
al llegar al descansillo del piso de abajo, Jaime colgó el Mickey Mouse-llavero del dedo índice que la Venus de escayola levantaba a los cielos… Fiona, que bajaba por la escalera apresuradamente, huyendo quizá de sus furiosos admiradores o deseosa de olvidar las humillaciones y el grotesco de su pintoresco trabajo, se quedó estupefacta al contemplar al ratón que le saludaba balanceándose en los aires, y miró nerviosa a su alrededor, como si alguien invisible le estuviera gastando una broma —como así era, en efecto…
(Las aventuras de Jaime y Block, 2)
(Martes)Querida Zoé,
El domingo que viene será el último que pase en Otradna, en el Sanatorio. Los médicos aseguran que no hay ninguna necesidad de que siga allí, que me resultaría mucho más beneficioso volver a la vida normal. Espero que no te molestes si en vez de echar esta nota al correo te la dejo encima de tu mesa con tu nombre escrito en el sobre. Es mucho más rápido así, Zoé, y al fin y al cabo no tenemos tiempo que perder.
Me gustaría que asistieras al acontecimiento del domingo. Se trata de una celebración, algo muy íntimo, muy privado, y que por eso mismo exige la presencia de alguien próximo y querido. Me gustaría que ese alguien próximo y querido fueras tú.
Ya te he hablado de la pradera, de mi pradera. La praderabruckner. Me va a resultar difícil no poder volver a entrar en ella. Pero ahora estoy curado, o casi curado, y eso quiere decir que tengo que cerrar mi pradera, cerrarla para siempre y tirar la llave al mar.
¡Cerrar mi pradera! Zoé. Pero entonces, ¿qué sentido tendrá la vida del hombre?
Ya no existe la esperanza, Zoé. La salvación está lejos.
Cerrar mi pradera. ¡Y lo más extraño es que presiento que a pesar de todo, yo podría ser feliz!
Querido Jaime
Me ha dado Zoé tu dirección. El domingo que viene me marcho de Otradna. Como sabes, he estado prácticamente viviendo allí durante siete años. Es una ocasión histórica, y me gustaría que vinieras para compartirla conmigo.
Yo voy a pasar el fin de semana en el sanatorio. Tengo que despedirme de unas cuantas personas y, sobre todo, ordenar mis cosas. Especialmente partituras, kilos y kilos de papel pautado ferozmente pintarrajeado con rotuladores de varios colores, que no valen nada como música, pero que tienen un valor sentimental para mí. Podéis coger el autobús de la costa en dirección a Otradna, y hablar con el conductor para que os deje en la carretera, en la desviación del sanatorio. Desde allí, hay un paseo de unos quince minutos.
La celebración será a primera hora de la tarde, de modo que me gustaría que estuvierais aquí por la mañana temprano.
Me gustaría contar con tu presencia, Jaime. Te lo repito de nuevo: es una ocasión histórica. Ya muchos han intuido antes que la verdadera historia tiene en realidad poco que ver con la supuesta Historia externa que nos enseñan en el colegio, esa mera suma de acontecimientos en la que el Azar campa por sus respetos y en la que, para más escándalo, existe una progresión, o por mejor decir, un «progreso». Pero sólo puede haber progreso, amigo Jaime, cuando hay un avance del espíritu humano. Y en este sentido, me parece que hace mucho, mucho tiempo que no progresamos. Lo único que progresa es nuestra ética, ¿no te parece? Pero nuestro espíritu sigue intacto. Hoy tenemos normas que regulan las barbaridades que se pueden hacer en una guerra: no se puede matar a los prisioneros, ni torturarlos. Progresa la ética, es decir, las leyes, el contrato social. Pero los que están a ambos lados del contrato siguen siendo bestias feroces. Progresan los valores, pero el espíritu humano sigue intacto. Hay algo que nos llama durante toda nuestra vida, desde el momento de nuestro nacimiento hasta el de nuestra muerte. La mayor parte de nosotros se pasa toda la vida sin oírlo, y muere. Nosotros somos el hombre, el camaleón, como decía Pico della Mirandola, el que se transforma. Y tiene que llegar una nueva transformación, Jaime. Suena por todas partes, se acerca, nos canta en el oído.
Seguiremos hablando de todo esto en Otradna, el domingo. Si no puedes venir por alguna razón, te agradecería que me lo hicieras saber, porque la celebración tiene que tener lugar a una hora precisa.