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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (36 page)

BOOK: La muerte del dragón
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Los centinelas dieron la voz de alarma, una mano cubrió de pronto el rostro de Vangerdahast y Tanalasta se encontró sentada en el comedor de los Crownsilver, junto a Owden Foley.

El maestre de agricultura deslizó el símbolo sagrado de Rowen alrededor del cuello de la princesa.

—Es Melineth Turcasson —dijo. Pronunció una plegaria rápida y tocó con su mano el girasol de plata que colgaba de su pecho—. Esto os protegerá a vos y al bebé de la enfermedad.

Tanalasta hizo un gesto de asentimiento, y permitió después que Owden la condujera a su escondite de hierro.

Aún cerraban la puerta cuando las contraventanas de roble reventaron hechas astillas y Melineth Turcasson irrumpió en la estancia. Aterrizó sobre la imponente mesa de banquete, y sus alas negras hicieron pedazos las finas lámparas al frenar la inercia del vuelo. De pronto la estancia se llenó con el canto de las ballestas, y la sorprendida ghazneth encajó unas cuantas saetas. Rugió con furia, extendió su rancio aliento por toda la habitación e intentó volverse para evitar tan inesperado recibimiento.

Otra tempestad de hierro llenó el aire, y Melineth empezó a parecerse a un puerco espín con alas. Cayó de rodillas y empezó a arrancarse las saetas del cuerpo mientras sus heridas se cerraban tan deprisa como las retiraba. Una docena de Dragones Púrpura saltaron sobre la mesa y la emprendieron a golpes de espada con la ghazneth. Rugió, descuidó las saetas de hierro que tenía clavadas, y se volvió dispuesta a defenderse.

Dos hombres murieron antes siquiera de que pudieran gritar, con las cabezas separadas limpiamente del tronco. Otro par de hombres perecieron cuando los arrojó con sus fuertes alas contra la pared opuesta, donde se golpearon la cabeza. Un soldado cayó cuando Melineth le partió el cuello y arrojó su cuerpo inerte a tres de sus compañeros, que cayeron de la mesa. Los últimos cuatro se las apañaron para darle lo suyo, antes de que la ghazneth acabara con ellos a fuerza de codazos y dentelladas.

Melineth se volvió hacia donde se escondía Tanalasta. Su cuerpo hablaba por sí solo de su fortaleza: anchos hombros, brazos desgarbados y una cabeza que parecía una piedra, con un rostro que casi podía calificarse de atractivo.

—Qué lista, querida —dijo expulsando más aliento rancio. Los Dragones Púrpura empezaron a tener arcadas y toser, lo cual llenó el ambiente de un olor nauseabundo. Melineth empujó de una patada el cadáver que había encima de la mesa y después se dirigió hacia Tanalasta—. Qué lista.

Un puñado de Dragones Púrpura apuntaron sus ballestas y dispararon, pero tosían con demasiada virulencia para acertar. Las saetas dieron contra las paredes, se hundieron en las contraventanas y alcanzaron con sonido metálico los restos de la lámpara. Tres soldados temblorosos se dispusieron a bloquear el paso a Melineth. Sudaban profusamente y estaban tan débiles que apenas podían empuñar sus alabardas, y menos aún utilizarlas como era debido.

—¡Ha llegado el momento de marcharse de aquí! —susurró Owden, abriendo la puerta del ataúd.

—No... aún podemos conseguirlo —dijo Tanalasta, que señaló a los tres soldados que habían tomado posiciones para defenderla—. Déles fuerzas.

La ghazneth cogió a dos de los hombres por los brazos y, mirando hacia Tanalasta, los estrujó. Los dos profirieron un grito desgarrador, y sus brazos se volvieron negros como madera podrida.

El tercer soldado hundió la punta de la alabarda bajo la mandíbula del espectro, y le cerró la boca.

Tanalasta ni siquiera vio moverse la pierna de Melineth. El soldado salió despedido a través de la habitación, con el peto abollado allí donde la ghazneth había hundido el pie, expulsando sangre por la boca. La ghazneth soltó a sus otras dos víctimas y trastabilló hasta topar con la mesa de banquetes, mientras hacía lo posible por librarse de la alabarda.

—¡Ahora! —Tanalasta abrió la puerta del ataúd y empujó a Owden a la habitación—. Utilice la magia.

El clérigo levantó ambos brazos y dio un paso al frente, implorando la ayuda de Chauntea para que disipara el mal que destilaba Melineth y fortaleciera a los soldados cormytas. Tanalasta lo siguió y cogió la alabarda de manos de uno de los soldados que seguían vomitando. Estaba a punto de hacer aquello que había prometido a su madre evitar: arriesgar su propia vida y la de su bebé, pero había llegado el momento de ganar la guerra o perderla. Si huía, todos los soldados destacados al sur de Cormyr pondrían en duda su capacidad para detener a las ghazneth. Si destruía a Melineth, nadie en todo el reino cuestionaría sus posibilidades de victoria.

Melineth dejó la alabarda clavada en su mandíbula, pero rompió el poste por la mitad y se arrojó sobre Owden. Tanalasta pasó junto al clérigo y afirmó los pies para aguantar la carga de la ghazneth. Sin embargo, no logró clavar el poste en el suelo antes de que el pecho del espectro se clavara en la punta del arma.

La fuerza del golpe la empujó hacia el ataúd, pero la hoja de hierro abrió el pecho de la ghazneth y se hundió en lo más hondo del hueso amarillo del esternón. Ella cogió con fuerza el poste y asentó bien los pies. Con un rugido de angustia, Melineth se inclinó hacia adelante y atacó con sus largos brazos. La princesa se agachó, pero tuvo que ceder otro paso. El extremo inferior del arma dio contra el ataúd y allí se quedó.

Melineth intentó golpearla de nuevo, inclinándose hacia adelante en un arranque de furia. El rostro de Tanalasta se contrajo cuando dos largas garras arañaron su mejilla. Un estrépito seco reverberó en el comedor. El pecho de la ghazneth se abrió ante su mirada, y de su interior surgieron las asaduras negras que fueron a caer al suelo.

Melineth abrió unos ojos como platos. Quiso abrir la boca para gritar, pero aún tenía clavada la alabarda, y no pudo hacerlo. Cayó hacia atrás, arrancando la alabarda de manos de Tanalasta y resoplando humo negro por las aletas de la nariz. Intentó arrancar el arma del pecho, no lo consiguió y cayó de rodillas.

Los Dragones Púrpura se precipitaron sobre la criatura, atacándola a tajo y estocada con sus armas de hierro, hasta que quedó reducida a poco menos que una masa sanguinolenta. Exhausta y temblorosa, Tanalasta apoyó la espalda en la pared. Se sentía acalorada, como si tuviera un acceso de fiebre, y tenía ganas de vomitar debido a la herida, pero se las apañó para no perder la conciencia.

Una docena de magos guerreros entró apresuradamente con la jaula de hierro de la ghazneth.

—¡Metedla dentro! ¡Traed las monedas! —gritó Owden.

Media docena de Dragones Púrpura cogieron a la ghazneth, provocándoles un acceso de tos y arcadas. Pese a ello, se las apañaron para meter a la ghazneth en la jaula antes de caer al suelo rendidos. Rápidamente los arrastraron a un lado, y otros seis hombres ocuparon su lugar. Cortaron el poste de la alabarda que Tanalasta había clavado en el pecho de la criatura, y esparcieron unas cuantas monedas doradas sobre ella.

—Sé que os sentís mal, pero... —dijo Owden a Tanalasta.

—Puedo hacerlo. —Permitió que Owden la ayudara a acercarse a la prisión de hierro, cogió también un puñado de monedas y las arrojó a la frente de Melineth—. Melineth Turcasson, padre de la reina Daverna y señor alcalde de Suzail y de la Costa Sur, como legítima Obarskyr y heredera del trono dragón, le concedo aquello que más desea, la razón por la que traicionó a su hija y a la sagrada confianza de su rey. Os concedo el oro que os pertenece.

Las fuerzas abandonaron a Melineth de inmediato, y la oscuridad espesa que manaba de su pecho a borbotones se convirtió en sangre. La sombra abandonó su cuerpo, después su rostro se cubrió con una expresión de horrible dolor. Empezó a gritar y moverse espasmódicamente en el interior de su ataúd repleto de monedas de oro, monedas que arrojó en todas direcciones.

Entonces, al recordar lo que Vangerdahast le había dicho hacía escasos minutos, Tanalasta tocó la frente a la ghazneth y pronunció las siguientes palabras:

—Como heredera del trono y descendiente directa del rey Duar, le perdono a usted la traición que cometió contra Cormyr, Melineth Turcasson. Le absuelvo de todos sus crímenes contra la corona.

Apenas había terminado de hablar Tanalasta, los brazos desgarbados de Melineth cayeron inertes. Movió los ojos para observarla. La princesa creyó por un momento que estaba a punto de hablar, pero sus ojos se llenaron de un vapor negro y se disolvieron en la nada.

32

S
ilencio —ordenó Alusair apenas en un susurro, quizá por decimocuarta vez—. Habrá tiempo de sobras si permanecemos ocultos.

Cogió el escudo bajo el cual se agazapaba, recordando a los nerviosos nobles que esperaban tras ella que mantuvieran en alto sus escudos cubiertos por capas, y avanzó en cuclillas unos pasos más.

No era sencillo intentar encontrar al mismo tiempo un camino seguro y discreto entre la maraña de musgo húmedo, barro y ramas caídas, y observar lo que tenía delante por si había trasgos u otras criaturas propias del bosque, osos lechuza, por ejemplo, que pudieran haberse sentido atraídas por el sangriento olor de la batalla. Habían envuelto los escudos en capas para ocultar el reflejo del sol en las hojas desnudas o en los petos y evitar alertar a los orcos. Se trataba de una operación de castigo sorpresa y, por tanto, no convenía que ningún orco advirtiera su presencia.

Ojalá el dragón permaneciera lejos, cuidando de sus heridas, el tiempo suficiente para permitirle flanquear a los orcos. Cormyr atacaría a los marranos por ambos flancos, y con una pizca de la suerte de Tymora acabarían de una vez por todas con el ejército combinado de trasgos y orcos. El reino podría entonces enfrentarse a las ghazneth y al malvado dragón, y quizá toda aquella locura terminaría de una vez por todas.

Su padre se lo merecía. Merecía unos pocos años de paz, o lo que pudiera entenderse como paz en un reino azotado por la intriga como Cormyr, que contaba con un noble de cada tres dispuesto a servir al rey con daga o veneno, antes de que sus viejos huesos flaquearan y pudiera descansar eternamente en aquella tierra a la que durante tanto tiempo había servido.

Dioses, cómo echaría de menos a Azoun el Grande cuando muriera. No sólo como padre, sino como la presencia tan alerta y tan firme que había demostrado tener, sentado en el trono de hierro, después de que un centenar de nobles traidores (por no hablar de Sembia, Zhentil Keep y Colinas Lejanas) llevaran años planeando su caída, aunque en pocas ocasiones se hubieran atrevido a intentar hacer realidad sus sueños más siniestros.

En ningún lugar del rostro de Toril había otro hombre como él sentado en un trono, nadie capaz de dar un paso al frente para enfrentarse a él, que no dispusiera de hechizos crepitando en las yemas de los dedos o centenares de magos dispuestos a respaldarlo, y a despertar al rayo a una orden suya. Ni una mujer, para el caso. Todos ellos se aferraban a los hechizos o estaban ungidos por los dioses, o regidos por mano dura y cruel con hechizos y espadas. Ninguna tierra, a excepción de Cormyr, podía permitirse el lujo de contar con tanto noble intrigante. Ningún reino tenía un rey lo bastante fuerte como para permitirles comportarse así.

Azoun IV era un héroe entre los soberanos. Un hombre, sí, un hombre al que se enorgullecía de servir.

Pero echaría en falta algo más que todo aquello. Sí, Alusair, la princesa de acero, azote de un millar de bandidos y bestias, la guerrera más dura de aquel ejército formado por hombres duros y mujeres duras, la moza salvaje que se acostaba y luchaba y prescindía de cortesías y etiquetas a voluntad, quería a su padre y le echaría de menos cuando se marchara.

Quería conocer otros aspectos de él. No la inflexible y desaprobadora mirada, ni al león de Cormyr que rugía en cualquiera de las batallas, sino al anciano que la observara con el orgullo reflejado en la mirada, con amor. Quería oírle reír y cruzar palabras ingeniosas con el cortesano; quería verle bailar con su madre y hacer que Filfaeril sonriera con esa sonrisa que sólo reservaba para él, esa sonrisa que iluminaba su rostro. Dioses, Alusair Nacacia sorprendería incluso a toda la corte luciendo un vestido, con las uñas pintadas, perfume y domado el cabello. Y no para ver cómo la miraban boquiabiertos, sino para ver la expresión de su padre...

No advirtió que estaba sonriendo y llorando al mismo tiempo hasta que uno de los hombres que esperaban a su espalda, Kortyl Rowanmantle, que todavía suspiraba por sus huesos, ignorante del hecho de que por lo menos había una mujer en el reino que le gustaba, ya fuera princesa o no, que no perdía el norte por sus encantos arteros en cuanto le ponía la mirada encima, le preguntó si había algún problema.

—Nada de lo que deba preocuparse, Kortyl —murmuró—. No tiene importancia.

—Oh —respondió el noble—. Estupendo. Como ya os he dicho en un par de ocasiones, si hay algo que yo pueda...

—Gracias, Kortyl.

—Después de todo, alteza, mi valía... con la
espada
... es de sobra conocida en todo nuestro bello reino, y las tierras y castillos que poseo no son moco de pavo, si...

—¿No, verdad? Lo tendré en cuenta, Kortyl —murmuró la princesa de acero—, cuando no me atosigues de esta manera.

—¿Atosigaros, mi señora? ¿Que yo os atosigo? —repuso Kortyl Rowanmantle tras un breve silencio.

—Pues claro —replicó Alusair, que se volvió hacia él esbozando una sonrisa tensa, dulce y fiera. Se acercó hacia él, tan cerca que el noble abrió los labios de forma tentadora para que ella pudiera besarlos, y le dijo en un susurro—: Me estás atosigando tanto que me pones enferma, idiota, ¡con todo ese ruido que has hecho después de que ordenara guardar silencio! Recuérdalo, o la próxima baja de esta guerra será un tal Kortyl Rowanmantle, degollado por mi espada tras desobedecer una orden real en el campo de batalla.

Dos dedos se cerraron suavemente en la tráquea de Kortyl. Tragar saliva se convirtió en una ardua labor, lo cual no pudo ser más desafortunado, dada la urgente necesidad que tenía de hacerlo.

—Pero... pero... sí, por supuesto, alteza —dijo antes de guardar silencio, como si la espada que lo amenazara hubiera vuelto a su vaina. La princesa le puso un dedo en el labio, después movió el pulgar de un lado a otro de su garganta...

...Y sin previa advertencia, le besó.

Kortyl Rowanmantle seguía sonriendo sorprendido cuando algo ocultó de pronto la luz del sol.

Alusair levantó la mirada.

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