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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (32 page)

BOOK: La muerte del dragón
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—Siempre y cuando se atenga a las decisiones de este consejo —puntualizó Filfaeril—. Veamos, hay otro asunto del que quisiera hablar.

—Si la reina está de acuerdo, preferiría encargarme personalmente de ello. —La princesa cruzó la mirada con su madre e inclinó fugazmente la cabeza en dirección a Orvendel, y al ver que la reina inclinaba gélidamente la cabeza, sintió un nudo en el estómago. La cadena de traiciones pasó como una exhalación por la mente de Tanalasta. Orvendel obtenía la información de su hermano mayor, y después informaba a las ghazneth... pero ¿por qué? A esa pregunta respondería el muchacho antes de morir. Intentó ignorar el mareo que empezaba a afianzarse en su estómago, se volvió hacia Orvendel y dijo—: Joven lord Rallyhorn, usted y yo hablaremos al finalizar el consejo.

Una expresión de inquietud se apoderó del rostro de Orvendel, pero no fue nada comparado con la sorpresa que delataba Korvarr. El capitán de Dragones abrió la boca, se hundió de hombros, y la princesa tuvo entonces la seguridad de que tan sólo su sentido del deber le impedía cerrar los ojos y echarse a llorar. Comprendió que la reina le había advertido de que aquel día descubriría públicamente al traidor, pero no le había dicho quién era.

Sin querer llamar la atención de los presentes sobre el conflicto interno que se debatía en el interior del capitán, Tanalasta apartó la mirada y observó a ambos lados de la mesa, procurando observar los rostros de los nobles que se habían decantado por Goldsword en lugar de por ella. Al ver que sólo los nobles leales sostenían su mirada, decidió que había llegado el momento de imitar el ejemplo de su madre y ejercer la autoridad que tenía.

—Por la mañana, la corona recibirá en Horngate, con los brazos abiertos, a la mitad de los soldados de cada familia noble —dijo—. Vendrán pertrechados para una larga marcha, puesto que viajarán al norte para reunirse con el rey Azoun. Al mediodía, la corona aceptará los objetos mágicos de todas las familias nobles, objetos que guardará en el palacio real para su custodia, además de una cuarta parte de las tropas al servicio de las familias, tropas que se pondrán a las órdenes del rey con el propósito de servir de guarnición de las diversas fortalezas que se extienden al sur. La cuarta parte restante de las tropas permanecerán en los terrenos familiares, con el propósito de cuidar de las vidas y propiedades de sus ocupantes. ¿Alguien está dispuesto a discutir mi decisión?

—¿Discutir? —se burló lady Calantar—. ¿De veras pensáis que vamos a aceptar vuestras órdenes de buena gana?

Tanalasta se volvió hacia lady Calantar, pero no la miró a ella sino al Dragón Púrpura que montaba guardia a su espalda.

—Lady Calantar fomenta la traición. Llévela usted afuera y decapítela.

—No podéis... —balbució lady Calantar.

Sus protestas cesaron cuando el Dragón que había recibido la orden cerró su mano enfundada en guantelete sobre su boca y la arrastró del asiento. Miró a Tanalasta y enarcó una ceja interrogativa. Cuando la princesa asintió, apretó los dientes y levantó a la noble de la silla.

Cuando el soldado la arrastró hacia la puerta, Roland Emmarask se volvió a Tanalasta.

—Si permitís a un noble leal haceros una pregunta, ¿de veras pretendéis decapitar a lady Calantar?

—Por supuesto que sí —replicó Tanalasta sin levantar el tono de voz—. ¿Qué creéis vos que haría el rey Azoun con un traidor?

Los rostros de quienes se sentaban en la mesa empezaron a palidecer. Emmarask, que en tiempos pasó algunos meses muy agradables cortejando a lady Calantar, antes de que sus padres decidieran que el enlace no convenía a la familia, insistió en el asunto.

—Ciertamente nadie puede discutir que la ejecución sea un castigo justo para el traidor, pero no podéis considerar a lady Calantar como tal. —Emmarask dirigió una mirada amenazadora a Goldsword—. No cuando quienes han dicho cosas mucho peores se libran del castigo.

—Quizá no ha oído usted bien a la reina Filfaeril —dijo Tanalasta mirando fríamente al noble—. La corona no tiene interés alguno en castigar a quienes se han manifestado contra nosotros por amor a Cormyr. Aunque no respetamos su sabiduría, sí respetamos su coraje. —Dirigió una mirada a Melot Silversword—. Los verdaderos traidores son quienes no arriesgan nada en el asunto, los egoístas que guardan silencio hasta que tienen la completa seguridad de que obtendremos la victoria, y de cómo sacar provecho de ella.

Las papadas de Silversword empezaron a temblar.

—Os aseguro que a los Silversword tan sólo nos interesa el bien de Cormyr.

—Estupendo. —Tanalasta miró a otros nobles para ver si estaban dispuestos a desafiarla. Al no encontrar a nadie, decidió que había llegado el momento de reafirmar su victoria. Miró directamente a Emlar Goldsword y preguntó—: ¿Hay alguna otra cosa de la que quiera discutir?

—Aquí tendréis a mis soldados, tal y como habéis propuesto —sacudió la cabeza el noble—. Y que los dioses bendigan a la corona.

—Me contentaría con que bendijeran a Cormyr, aunque os agradecemos vuestra buena voluntad. —Tanalasta volvió a mirar alrededor de la mesa. Al ver que todos desviaban la mirada, esbozó una sonrisa y añadió—: La corona está muy agradecida por su apoyo. Para demostrar su aprecio, quedan todos ustedes invitados a alojarse en el palacio real hasta el momento en que lleguen sus soldados y se despache a las tropas a sus nuevos puestos. Sus escoltas les acompañarán a sus habitaciones, y les proporcionarán mensajeros para enviar las órdenes que juzguen oportunas. Volveremos a vernos durante la cena.

Si alguno de los nobles consideró aquella invitación como una muestra de desconfianza, se cuidaron muy mucho de manifestarlo. Se limitaron a levantarse y agradecer a la princesa su hospitalidad; después se volvieron para seguir a sus escoltas a la puerta del refectorio.

Orvendel expresó su agradecimiento sin mirar a Tanalasta a la cara, y después se volvió para seguir a los demás... pero se encontró de frente con el pecho de su hermano.

—La princesa Tanalasta te ha pedido que hablaras con ella al finalizar la reunión. —Korvarr empujó al muchacho hasta sentarlo de nuevo en la silla—. ¿O lo has olvidado?

—No, no... yo... —Incapaz de mirar a su hermano, Orvendel se volvió a Tanalasta—. No sé qué hago aquí.

—Creo que sí lo sabes. Y, por favor, deja de mentirme. No hay nada que odie más que un hombre que se crea capaz de tomarme el pelo.

28

M
e estoy cansando de tanto correr —gruñó el rey de Cormyr cuando volvieron a oír aquellos aullidos con los que estaban tan familiarizados. Corrieron colina abajo. Alusair hizo una señal a los arqueros que tenía más cerca para que asentaran los pies y abrieran fuego.

Aquella vez se trataba de los trasgos, que descendían por la colina como un torrente, agitando en el aire las espadas, sedientos de sangre. De sangre humana.

—¿Ha llegado el momento de plantarse y luchar? —preguntó Alusair, que se volvió en la silla para mirar a su padre de una manera que parecía pedir una respuesta positiva.

—Tú lo harías —respondió Azoun, que espoleó su montura—, qué duda cabe, porque sólo piensas en ti misma. Pero si ordeno hacer alto y defender la posición, no haría sino arriesgar todas nuestras vidas, la corona y la estabilidad del reino. Con todos esos nobles resoplando ante el trono como potros salvajes a punto de saltar sobre una yegua, y todos nuestros granjeros y gentes humildes entre este lado y el mar, si caemos, ¿quién impedirá que estos monstruos saqueen todo Cormyr?

—Dioses, ¡con tantas preocupaciones, me pregunto cómo se las apaña tu caballo para soportar tanto peso! —replicó Alusair—. Tienes razón. Pretendía arriesgar mi pellejo y el de los hombres que cabalgan bajo mis órdenes. Los cachorros de esos mismos nobles a los que desprecias por traidores, ¿recuerdas? Qué perdida para el reino si ellos caen.

Azoun se inclinó en la silla hasta que sus rostros estuvieron a un palmo de distancia.

—Si pierdo a mi Alusair —masculló—, perderé la poca esperanza que alberga mi corazón por el futuro de Cormyr, además del mejor general del reino. Y sí, te comparo con Ilnbright, Taroaster y conmigo mismo. Eres el mejor de nosotros, y es más, es a ti a quien se vuelven el pueblo y los Dragones Púrpura con amor y lealtad.

Alusair empalideció.

—¡A ti también te aman, padre!

—Es un amor diferente —asintió Azoun—. Yo soy el presente, con todos los problemas, las disputas y las molestias que ya conoces. Tú eres el futuro que asoma por el horizonte. A ti te seguirían hasta la muerte con el corazón henchido de esperanza. Por mí caerían con pesar, en cumplimiento del deber.

Alusair inclinó la cabeza sobre la silla durante un instante, y después levantó la mirada y observó a su padre de hito en hito.

—Jamás pensé que oiría a un hombre hablar con tanta honestidad —dijo en un hilo de voz—. Me siento más honrada de lo que pueda expresar con palabras por el hecho de que ese hombre sea mi padre, y que se muestre tan honesto conmigo. —Entonces sus ojos captaron un movimiento al sur, miró en esa dirección, cambió la expresión de su rostro, y añadió—: Un jinete... un mensajero.

Levantó la mano para hacer otra señal, pero el comandante de infantería Glammerhand había despachado ya a dos
kadrathen
de Dragones Púrpura que atravesaron las filas de arqueros para acabar con los últimos trasgos y hacer sonar el cuerno que traería de vuelta a los arqueros para reemprender la marcha.

El enviado no era ni un joven soldado ni un mago guerrero arropado por su propia importancia, sino uno de los mensajeros más veteranos del palacio del rey. Era un hombre delgado, Bayruce de nombre, conocido tanto por el rey como por la princesa.

—De parte de la reina Filfaeril, saludos y buenas nuevas —dijo, tras detener el caballo agotado y hacer la reverencia de rigor—. La princesa de la corona se impone en la corte, y nuestros leales nobles aportan muchas espadas que se dirigen al norte para reunirse con vos y luchar a vuestro lado. Tal es mi mensaje.

Azoun inclinó la cabeza para agradecer formalmente el esfuerzo.

—Así que, Bayruce, si no fuéramos más que dos carreteros en una taberna, disfrutando de nuestras respectivas jarras, y te preguntara: «Por favor, ¿cuántos de nuestros nobles son lo suficientemente leales como para aportar espadas para nuestra guerra?», qué me responderías.

El mensajero no se molestó en ocultar su sonrisa.

—Majestad, no sabría deciros. —Su sonrisa desapareció antes de añadir—: Si no os enfrentarais a dragones ni a esas cosas negras que vuelan y se alimentan de magia, los hombres que vi al cabalgar serían más que suficientes... pero claro, el hecho es que os enfrentáis a esos enemigos, y esos trasgos no hubieran llegado a Arabel sin su ayuda, ¿o sí?

—No —admitieron padre e hija, al tiempo que inclinaban la cabeza. El rey siguió hablando—: Señor mensajero, que descanse su caballo. Haremos un alto aquí, mientras la princesa Alusair lleva a cabo un ataque, que planeó anoche, contra quienes nos siguen de cerca.

La princesa de acero volvió la cabeza, boquiabierta por la sorpresa.

—Hazlo —se limitó a decir el rey, guiñando un ojo cuando sus miradas se cruzaron.

Alusair le dio una palmada en el hombro a modo de saludo y espoleó su montura.

—Qué los jinetes de Redhorn traigan el mejor vino, Bayruce —gritó la princesa mientras se alejaba—. Y procura tomar lo tuyo antes de que se te adelante el rey, ¡eso si quieres beber!

—Este
rocío de dragón
es muy bueno —admitió Azoun mientras se secaba los labios—. ¿Cómo habré criado a semejante hija?

—¿Queréis que os responda, inocente, «De la forma habitual», majestad? —preguntó Bayruce mirando el cielo.

Azoun rió a gusto y volvió la cabeza hacia la batalla. Alusair había optado por la elección que él hubiera elegido en su lugar. Dos columnas de hombres extendidas como las patas de un cangrejo, tras las colinas, lanzas al frente y arqueros detrás que dispararían cuando la vanguardia se viera obligada a emprender la retirada. Alusair se había colocado con los hombres más grandullones y fuertes en el centro, para enfrentarse a la compañía principal de trasgos, mientras las dos patas, las columnas, cerrarían por sendos flancos por sorpresa.

Tras un breve combate, los cuernos tocarían a retreta y volverían a retirarse hacia el sur, probablemente a la Laguna de las Estrellas, donde volverían a plantear una defensa. Giogi perdería la cosecha y la uva de un año, y el buen vino que pudiera producir.

Los trasgos remontaron la colina y rugieron excitados de furia cuando vieron al enemigo dispuesto a combatirlos. Emprendieron la carga antes de que ninguno de ellos mirara a los flancos. Sí, los trasgos disfrutaban luchando.


¡Glath!
—chillaban—.
¡Glaaath!

—¡Sangre! —eso significaba, en lengua común. El rey esbozó una leve sonrisa. Que fuera su propia sangre. Los trasgos chocaron con la línea donde luchaba su hija con un estruendo que le hizo torcer el gesto, y el mensajero y él observaron atentos que la carga empujaba a los Dragones Púrpura hacia retaguardia, sin que pudieran hacer nada por remediarlo. En aquel momento, los aceros no podían estar más ocupados.

El pelo de Alusair ondeaba sobre sus hombros.

—Dioses del cielo, muchacha, ¡es que no les importa lo bella que eres! —rugió Azoun, que se irguió sobre los estribos—. ¡Ponte de una condenada vez el yelmo!

Alusair no volvió la cabeza, pero ambos creyeron ver que levantaba la larga espada en su dirección, en un gesto más bien rudo. Los arqueros estaban tumbados boca abajo tras la refriega, disparando flechas a quemarropa a cualquier trasgo que se pusiera a tiro. A tan corta distancia, las saetas atravesaban sin problemas a los trasgos, que de la inercia se elevaban en el aire cayendo sobre sus compañeros.

Vieron que Alusair daba un paso al frente para enfrentarse a un trasgo que sacaba una cabeza a los demás, y que temblaba y trastabillaba al entrechocar el acero. Las chispas cayeron como un torrente sobre ella cuando la princesa de acero retrocedió y sus espadas volvieron a encontrarse. Se echó hacia atrás y hundió su bota en el estómago del trasgo, mientras sus espadas seguían trabadas. La criatura cayó de cabeza y murió atravesada por las dagas de una docena de entusiastas arqueros.

—Bien, ahora —dijo Bayruce, admirado—. Bien, ahora...

Alusair asentó ambos pies y se llevó la mano al cinturón. Un instante después hizo sonar el cuerno, y los cormytas retrocedieron. Aparecieron las columnas de soldados que formaban las patas de cangrejo, y se encargaron de despachar a los últimos trasgos desde la retaguardia, y sus aceros cantaron la mortífera canción.

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