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Authors: Brian Selznick

Tags: #Infantil y Juvenil

La invención de Hugo Cabret (13 page)

Pero también comienza un nuevo relato. Porque todas las historias llevan a otras. Y esta nos lleva muy lejos, tan lejos como la luna.

PARTE
SEGUNDA
1

La firma

H
UGO SE SENTÓ TEMBLOROSO
junto al hombre mecánico. Reconocía la imagen, ¿cómo no iba a reconocerla? Su padre le había hablado de ella: era una escena de su película favorita. De modo que la corazonada de Hugo había dado en el blanco: el autómata le enviaba un mensaje de su padre. Lo que no sabía era lo que quería decir.

Pero el hombre mecánico no había terminado aun. Parecía haberse detenido en mitad de una línea, como si quisiera descansar. Hugo contempló cómo mojaba el plumín una vez más en el tintero, acercaba la mano de nuevo al papel, la posaba en la esquina inferior derecha… y firmaba.

—¡Pero si ese es el nombre de papá Georges! —exclamó Isabelle, atónita—. ¿Cómo es posible que el autómata de tu padre haga la firma de papá Georges?

La niña se volvió hacia Hugo con expresión confusa, pero de pronto su mirada de perplejidad se tiñó de furia.

—Me has vuelto a mentir. No fue tu padre quien construyó esta máquina.

Hugo tenía la mirada perdida en el vacío. Aquello no tenía ni pies ni cabeza.

—¿Me oyes, Hugo? ¡Te estoy diciendo que este autómata no es de tu padre!

Hugo dirigió lentamente la mirada hacia Isabelle y se enjugó las lágrimas.

—Sí que lo es —dijo en un susurro.

—Entonces, ¿por qué ha hecho la firma de papá Georges? ¿Por qué le hemos dado cuerda con mi llave?

—No lo sé —respondió Hugo.

—¡Eres un mentiroso! —chilló Isabelle—. Seguro que robaste el autómata, ¡seguro que se lo robaste a papá Georges! Me apuesto algo a que el cuaderno tampoco es tuyo. Lo has debido de robar en algún sitio.

—¡No lo he robado!

—No eres más que un mentiroso.

—El cuaderno era de mi padre. Él hizo todos los dibujos.

—No me creo ni una palabra de lo que dices, Hugo.

Isabelle agarró la llave que sobresalía de la espalda del hombre mecánico, tiró para sacarla, se pasó la cadena en torno al cuello y agarró el dibujo de la luna y el cohete.

—¿Se puede saber qué haces? —dijo Hugo, intentando arrebatarle el papel—. Devuélveme el dibujo.

—Está firmado con el nombre de mi padrino. Es mío.

Los dos tironearon de la hoja hasta que se rasgó por el medio. Isabelle se quedó anonadada por un momento, pero en seguida se rehízo. Agarró su mitad y echó a andar hacia la puerta.

Hugo se guardó en el bolsillo la otra mitad de la hoja y siguió a Isabelle, dejando al hombre mecánico en mitad del cuarto.

—¿Adónde vas, Isabelle? —chilló.

—Voy a preguntarle a mamá Jeanne qué está pasando aquí. ¡Y no se te ocurra seguirme!

Los dos niños cruzaron corriendo la estación. Era tarde, y no quedaba casi nadie en el edificio. El viejo juguetero aún no había cerrado la tienda, e Isabelle se apresuró para llegar a su casa antes que él.

—¡Déjame en paz, Hugo Cabret! —gritó la niña.

Pero Hugo no se arredró. Sabía que hubiera debido meter de nuevo el hombre mecánico en su escondrijo y que hacía falta revisar los relojes con urgencia, pero no tenía tiempo. Mientras salía tras Isabelle por la puerta de la estación, deseó con todas sus fuerzas que el inspector se hubiera marchado a dormir a su casa aquella noche.

Los dos niños recorrieron a toda prisa las oscuras calles del barrio y cruzaron al trote el cementerio que había frente a la casa de Isabelle.

—¿De dónde sacaste la llave? —dijo Hugo cuando casi habían llegado—. Dime eso, al menos.

—No —respondió ella.

—¿La encontraste? ¿Te la regaló alguien?

Haciendo un esfuerzo, Hugo alcanzó a Isabelle, la agarró del hombro y la obligó a volverse hacia él. Los ojos de los dos niños se encontraron.

—¡Que me dejes en paz, te digo!

Isabelle abrió el portal de su casa y apartó a Hugo con brusquedad. Él agarró el borde de la puerta con una mano para impedir que la cerrara.

—Quita la mano de ahí —masculló Isabelle. Luego cogió impulsó y empujó la puerta con todas sus fuerzas, pillando los dedos de Hugo. Se oyó un crujido siniestro y Hugo chilló de dolor; Isabelle se puso a chillar también y abrió de nuevo la puerta.

—¿Qué pasa ahí abajo? —gritó la madrina de Isabelle por el hueco de la escalera.

—¿Por qué no quitaste la mano? —susurró Isabelle, furiosa.

—¿Qué pasa, Isabelle? ¿Con quién hablas?

La niña intentó sacar a Hugo del portal a empellones; pero cuando advirtió cómo se protegía la mano herida metiéndola bajo el otro brazo, se compadeció y lo dejó subir, cabizbaja. Por la cara de Hugo corrían lágrimas incontenibles. Al llegar a la puerta del apartamento, Isabelle se quitó los zapatos y ayudó a Hugo a quitarse los suyos.

—Mis padrinos no quieren que nadie entre calzado en casa —susurró—. Y no digas nada del hombre mecánico ni de la llave; yo le preguntaré por ellos a mi madrina cuando estemos solas.

La madrina de Isabelle apareció en el umbral, acariciando el broche de plata con el que se cerraba la blusa.

—¿Quién es este niño?

—Se llama Hugo, mamá Jeanne.

—¿Es el que trabajó unos días para papá Georges, el que le robó?

—Se ha pillado los dedos en el portal.

—Ya, ¿pero qué hace aquí?

A pesar de su aparente dureza, antes de que Isabelle pudiera contestar, la vieja señora hizo pasar a Hugo hasta su dormitorio.

—Ven aquí, muchacho. Acércate a la luz para que pueda verte bien la mano —dijo.

La madrina de Isabelle quitó un montón de calcetines a medio zurcir de una silla que había junto a un enorme armario y le indicó a Hugo que se sentara en ella. Luego le cogió la mano e intentó enderezarle los dedos, lo que hizo chillar a Hugo de nuevo.

—Te has machacado la mano, jovencito.

La vieja señora salió de la habitación y volvió al cabo de un momento con unos trozos de hielo envueltos en un trapo.

—Toma, ponte esto en los dedos —le dijo a Hugo, ofreciéndole el trapo. Luego se volvió hacia Isabelle—. Pensé que esta noche ibas a volver con papá Georges.

Hugo seguía furioso con Isabelle por no haberle confesado a su padrino que había sido ella quien había robado el cuaderno. Y ahora, después de lo que le había hecho en la mano, Hugo pensó que la niña debía confesar su culpabilidad ante su madrina, al menos. Sin embargo, Isabelle lo miraba sin decir nada. Hugo hizo una mueca de dolor al posar el hielo sobre sus magullados dedos, que tenía apoyados en el regazo. Con la mano buena se rebuscó en el bolsillo, sacó su mitad del dibujo y carraspeó para llamar la atención de mamá Jeanne.

—Hay algo que queremos preguntarle —dijo.

—¡No, Hugo! ¡Te dije que no le preguntaras nada ahora! —chilló Isabelle, intentando arrebatarle el dibujo antes de que lo cogiera su madrina. Pero ya era tarde: la vieja señora lo tenía agarrado.

—¿De dónde habéis sacado esto? —preguntó en un susurro espantado.

—Dale la otra mitad, Isabelle —le ordenó Hugo.

Isabelle se metió la mano en el bolsillo de mala gana, sacó su trozo de dibujo y se lo ofreció a su madrina.

Mamá Jeanne juntó las dos mitades y miró alternativamente al dibujo y a los dos niños.

—Lo hizo un hombre mecánico —explicó Hugo.

—No puede ser. No lo entiendo —replicó la vieja señora, con los ojos anegados en lágrimas.

—Un hombre mecánico que es mío —añadió Hugo.

—Querrás decir que lo robaste —replicó Isabelle.

—¿Tienes tú el autómata? Pero eso es… es imposible —dijo mamá Jeanne.

—Lo encontré.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Lo encontré tras el incendio del museo —dijo Hugo—. Lo arreglé con piezas que cogí de la juguetería de su marido. Y le di cuerda con la llave de Isabelle.

—¿Qué llave?

Isabelle palideció.

—¿Qué llave, Isabelle? —insistió mamá Jeanne.

Muy lentamente, Isabelle se metió la mano por el cuello del vestido y sacó la cadena de la que pendía la llave.

—¡Mi llave! —gritó su madrina—. ¡Creí que la había perdido!

—Lo… lo siento, yo creí… —balbuceó Isabelle con la voz rota.

—¿Entonces, la robaste? —exclamó Hugo, asombrado.

—Nunca te he cogido ninguna otra cosa, te lo juro, mamá Jeanne —dijo Isabelle—. Es que la llave me pareció tan bonita… Por favor, no te enfades conmigo. Pensé que no te darías cuenta.

—¡Virgen santa! —exclamó la vieja señora, apartándose un mechón de pelo de la cara—. ¡Estoy rodeada de ladrones!

Al fin, mamá Jeanne logró reponerse, se secó los ojos y dejó en una mesita las dos mitades del dibujo; al verlas, Hugo alargó rápidamente la mano sana y las cogió.

—Llévate ese dibujo y no lo traigas más —dijo mamá Jeanne con gesto repentinamente severo, alisándose el mandil—. No pienso ponerme a escarbar en el pasado. Y pase lo que pase, no se os ocurra enseñárselo a papá Georges. Isabelle, vuelve a meterte la llave dentro del vestido; no quisiera que la perdieras por nada del mundo.

La vieja señora se secó los ojos una vez más e Isabelle ocultó la llave, con los labios curvados en una levísima sonrisa.

—Por favor, díganos qué es lo que pasa —le rogó Hugo.

—No. Solo te diré que debo proteger a mi marido, y la mejor forma de hacerlo es que los tres nos olvidemos de todo esto. Hazme caso: no podemos volver hablar de esto nunca más.

2

El armario

E
N AQUEL MOMENTO SE OYÓ EL RUIDO
de la puerta de entrada. El viejo juguetero tosió unas cuantas veces en el recibidor, y su mujer se volvió rápidamente hacia Hugo:

—No quiero que se entere de que estás aquí. Quédate quieto, deja que cene en paz y luego te ayudaré a salir por la ventana del baño. Y ahora, por favor, estaos callados.

La mirada de mamá Jeanne se posó por un instante en el armario. No fue más que un segundo, pero tanto Hugo como Isabelle se dieron cuenta perfectamente y se miraron con expresión cómplice mientras la madrina de la niña salía de la habitación.

Al cabo de un momento, Hugo rompió el silencio.

—Tu madrina ha mirado el armario —susurró—. Debe de guardar algo importante dentro.

—Ya lo registré mientras buscaba el cuaderno y no encontré nada —respondió Isabelle.

—¿Por qué no vuelves a mirar?

—No me digas lo que tengo que hacer, ¿quieres? —repuso ella. Sin embargo, pareció pensarlo mejor y en seguida se sacó una horquilla del bolsillo. En un abrir y cerrar de ojos, la puerta del armario estaba abierta.

Isabelle examinó los abrigos que había colgados y las sábanas y mantas que reposaban pulcramente dobladas en los estantes inferiores. Luego cogió la silla en la que había estado sentado Hugo, la acercó al armario y se subió encima para examinar los estantes de arriba, sin ningún resultado. Mientras Hugo la observaba, se dio cuenta de algo extraño: en la parte superior del armario había un friso decorativo que tenía dos finas rendijas a los lados. Se lo dijo a Isabelle, y ella estiró el brazo y golpeó el friso con los nudillos. Sonaba a hueco. La niña se puso de puntillas, agarró la moldura que recorría el friso por la parte superior y tiró hasta desprender toda la pieza.

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