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Authors: Brian Selznick

Tags: #Infantil y Juvenil

La invención de Hugo Cabret (12 page)

Hugo introdujo la llave en el agujero con forma de corazón. Sus sospechas se confirmaron: encajaba perfectamente. Los pensamientos de Hugo empezaron a dar vueltas como un torbellino. Al fin podría recibir el mensaje que tanto anhelaba.

Pero justo cuando iba a dar el primer giro a la llave, se oyó un ruido y la puerta de su cuarto se abrió violentamente sin que Hugo tuviera tiempo de ocultar el autómata. Una silueta oscura se abalanzó sobre él y lo derribó antes de que pudiera chillar siquiera. Al caer, su cabeza golpeó el suelo con dureza.

—¡Me robaste la llave!

—¿Qué haces aquí? ¡No puedes entrar en mi cuarto! —chilló Hugo.

—¿Por qué me robaste la llave, después de todo lo que hice para ayudarte? Conseguí tu cuaderno, ¡te lo iba a dar! Lo único que pensaba pedirte a cambio era que me contaras para qué lo necesitabas. Debería quemarlo, ¿sabes?

—¡Fuera de aquí! —siseó Hugo, acercando su cara a la de Isabelle—. ¡Lo estás echando todo a perder! ¡Déjame en paz!

Recurriendo a todas las fuerzas que le quedaban, Hugo apartó a la niña, se puso en pie y la empujó hacia la puerta para obligarla a salir.

Pero ella le plantó cara y pronto volvió a derribar a Hugo, le aprisionó el tronco entre las rodillas y apretó tanto que él gritó de dolor. Luego le agarró las muñecas con las manos. Los dos niños estaban jadeantes.

—¿Dónde estamos? —preguntó Isabelle—. ¿Quién eres?

La luz de las velas se reflejaba en sus fieros ojos negros.

—¡Es un secreto! No puedo decirte nada.

—¡Ya no es ningún secreto! ¿No ves que estoy aquí? Y ahora, dime dónde estamos. ¿Qué es este lugar?

Isabelle apretó las rodillas un poco más y Hugo se estremeció por el dolor.

—Es mi casa —dijo al fin, mirando a la niña con desprecio. Ella no se inmutó—. ¿No era eso lo que querías saber? Bueno, pues ahora ya te lo he dicho.

—¿Por qué voy a creerte? —repuso ella en voz muy baja—. No haces más que mentir y robar. ¿Dónde está mi llave?

La luz de las velas era tan tenue que Isabelle aún no había advertido al hombre mecánico que había al lado. Hugo se debatió en un último intento de liberarse, pero no le sirvió de nada.

Isabelle miró a su alrededor por primera vez y al fin vio el autómata. Se levantó para acercarse un poco a él, sin soltar una de las muñecas de Hugo.

—¡Es lo que había dibujado en tu cuaderno! —exclamó, volviéndose hacia el niño—. ¿Qué pasa aquí?

Los engranajes imaginarios de la cabeza de Hugo empezaron a girar.

—Lo construyó mi padre antes de morir —dijo, sin saber bien por qué mentía.

—¿Cómo es posible que mi llave sirva para dar cuerda a un muñeco que construyó tu padre? No, eso es absurdo.

A Hugo no se le había ocurrido pensar en aquello.

—No lo sé —respondió—. Pero supe que tu llave encajaría en cuanto la vi.

—Y me la robaste.

—No se me ocurrió ningún otro modo de conseguirla.

—¡Podrías habérmela pedido! —dijo Isabelle, apartándose el pelo de la cara con la mano libre—. ¿Y qué ocurre cuando le das cuerda al hombre?

—No sé. Nunca había podido darle cuerda hasta hoy.

—Bueno, y entonces, ¿qué haces ahí plantado? ¡Venga, ponlo en marcha!

—No —dijo Hugo.

—¿Cómo que no?

—Quiero… quiero estar solo cuando lo haga.

Isabelle miró a Hugo, todavía muy enfadada. De pronto le soltó la muñeca, lo apartó de un empujón, agarró la llave y empezó a dar vueltas.

Hugo gritó para impedírselo, pero ya era demasiado tarde.

—¡Necesita tinta! —dijo el niño, resignado. Agarró un frasco lleno de tinta qué había en una caja y echó unas gotas en el pequeño tintero que el autómata tenía en la mano.

Los dos observaron cómo empezaban a moverse los engranajes de relojería del autómata, sus palancas y sus bielas. Los mecanismos zumbaban, rotaban, giraban, y el corazón de Hugo latía cada vez más fuerte. Le daba igual que Isabelle estuviera a su lado; lo único que le importaba ahora era el mensaje que estaba apunto de recibir.

Una cascada de movimientos perfectos, con cientos de pequeñas acciones de brillante precisión, recorrió el interior del hombre mecánico. La llave servía para apretar un muelle de espiral; este, a su vez, accionaba una serie de engranajes que se extendían hasta la base de la figura. El último de ellos hacía girar varios discos de metal cuyos bordes troquelados mostraban unas intrincadas melladuras; y, pegados a los discos, había dos artilugios parecidos a martillos diminutos que subían y bajaban siguiendo sus accidentados contornos. Los silenciosos movimientos de aquellos martillitos se transmitían a una serie de varillas que se internaban en el torso del hombre mecánico y accionaban los complicados mecanismos del hombro y el cuello. Estos movían los engranajes del codo, cuyos giros desembocaban en la muñeca y, por último, en la mano del autómata. Hugo e Isabelle observaron boquiabiertos cómo, muy lentamente, la cabecita del hombre mecánico bajaba para mirar el papel…

Los niños contuvieron el aliento. El hombrecillo metió el plumín en el tintero y comenzó a escribir.

Hugo e Isabelle intentaron desesperadamente leer el mensaje, pero el autómata no trazaba letras, palabras ni frases. Lo único que aparecía bajo el plumín eran líneas confusas a inconexas. El hombre mecánico no escribía nada inteligible.

A Hugo le invadió una furia tal que a punto estuvo de arrebatarle la pluma. «No he conseguido arreglarlo», pensó. Había pasado algo por alto, algo que lo había hecho fracasar.

—Devuélveme el cuaderno —le dijo a Isabelle.

Sorprendida por la ira reconcentrada que parecía dominarlo, la niña se metió la mano en el bolsillo, sacó el cuaderno y se lo ofreció. Hugo lo agarró y lo abrió con ansia. Al fin podía comparar su trabajo con los esquemas que había dibujado su padre.

Miró alternativamente el cuaderno y el autómata: no parecía haber fallado en nada. El autómata tenía que funcionar, debía funcionar.

De pronto, Hugo se sintió estúpido por haber pensado que iba a ser capaz de arreglarlo y, sobre todo, por haber creído que el autómata iba a transmitirle un mensaje de su padre.

Todos sus esfuerzos habían sido en vano.

Hugo sintió como si él también fuera un mecanismo estropeado.

Se retiró a un rincón oscuro del cuarto, dejó el cuaderno sobre un estante y se tapó la cara con las manos.

Pero el hombre mecánico seguía moviéndose.

De cuando en cuando mojaba el plumín en el tintero y seguía trazando líneas. Isabelle lo observaba sin moverse, contemplando cómo los trazos se acumulaban uno tras otro en la hoja de papel. Los movimientos del hombre mecánico eran tan naturales que incluso volvía la cabeza hacia el tintero cada vez que reponía la tinta del plumín.

Y entonces sucedió algo increíble.

Isabelle sofocó un grito. Hugo se dio la vuelta para mirarla y luego se ácercó corriendo a ella.

Se dio cuenta de inmediato. El hombre mecánico no se limitaba a garrapatear: las líneas que había trazado, vistas en conjunto, estaban empezando a cobrar sentido, como una imagen distante que se hiciera cada vez más clara.

El autómata no escribía…: ¡dibujaba!

Hugo reconoció a primera vista la imagen que estaba apareciendo bajo el plumín y sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

E
STO DEBERÍA SER EL FIN DE NUESTRA HISTORIA
. Ahora ya saben cómo Hugo llegó a descubrir el misterioso dibujo del que les hablé al principio de este libro: estaba escondido en el interior de una máquina muy valiosa para él, esperando a que lo liberara con una llave robada. En este punto se cierran el telón y la historia, y aparece un fundido en negro.

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