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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (58 page)

—Sólo tengo lo que llevo puesto —dijo el periodista miope—. Al volver de Canudos encontré que la dueña de la casa había rematado todas mis cosas para pagarse los alquileres. El
Jornal de Noticias
no quiso asumir los gastos. —Hizo una pausa y añadió —: Vendió también mis libros. A veces reconozco alguno, en el Mercado de Santa Bárbara.

El Barón pensó que la pérdida de sus libros debía haber herido mucho a ese hombre que hacía diez o doce años le había dicho que algún día sería el Osear Wilde del Brasil.

—Está bien —dijo—. Puede volver al
Diario de Bahía.
Después de todo, usted no era un mal redactor.

El periodista miope se sacó los anteojos y movió varias veces la cabeza, muy pálido, incapaz de agradecer de otro modo. «Qué importa —pensó el Barón—. ¿Acaso lo hago por él o por ese enano? Lo hago por el camaleón.» Miró por la ventana, buscándolo, y se sintió defraudado: ya no estaba allí o, intuyendo que lo espiaban, se había disfrazado perfectamente con los colores del contorno.

—Es un hombre que tiene un gran terror a la muerte —murmuró el periodista miope, calzándose de nuevo los lentes—. No es amor a la vida, entiéndame. Su vida ha sido siempre abyecta. Fue vendido de niño a un gitano para que fuera curiosidad de circo, monstruo público. Pero su miedo a la muerte es tan grande, tan fabuloso, que lo ha hecho sobrevivir. Y a mí, de paso.

El Barón se arrepintió de pronto de haberle dado trabajo, porque esto establecía de algún modo un vínculo entre él y ese sujeto. Y no quería tener vínculos con alguien que se asociara tanto al recuerdo de Canudos. Pero en vez de hacer saber al visitante que la entrevista había terminado, dijo, sin pensarlo:

—Debe haber visto usted cosas terribles. —Carraspeó, incómodo de haber cedido a esa curiosidad y, sin embargo, añadió —: Allí, mientras estuvo en Canudos.

—En realidad, no vi nada —contestó en el acto el esquelético personaje, doblándose y enderezándose—. Se me rompieron los anteojos el día que deshicieron al Séptimo Regimiento. Estuve allí cuatro meses viendo sombras, bultos, fantasmas.

Su voz era tan irónica que el Barón se preguntó si decía eso para irritarlo o porque era su manera cruda, antipática, de hacerle saber que no quería hablar.

—No sé por qué no se ha reído —lo oyó decir, aguzando el tonito provocador—. Todos se ríen cuando les digo que no vi lo que pasó en Canudos porque se me rompieron los anteojos. No hay duda que es cómico.

—Sí, lo es —dijo el Barón, poniéndose de pie—. Pero el tema no me interesa. Así que...

—Pero aunque no las vi, sentí, oí, palpé, olí las cosas que pasaron —dijo el periodista, siguiéndolo desde detrás de sus gafas—. Y, el resto, lo adiviné.

El Barón lo vio reírse de nuevo, ahora con una especie de picardía, mirándolo impávidamente a los ojos. Se sentó de nuevo.

—¿De veras ha venido a pedirme trabajo y a hablarme de ese enano? —dijo—. ¿Existe ese enano tuberculoso?

—Está escupiendo sangre y yo quiero ayudarlo —dijo el visitante—. Pero he venido también por otra cosa.

Bajó la cabeza y el Barón, mientras miraba la mata de pelos alborotados y entrecanos, espolvoreados de caspa, imaginó los ojos acuosos clavados en el suelo. Tuvo la fantástica sospecha que el visitante le traía un recado de Galileo Gall.

—Se están olvidando de Canudos —dijo el periodista miope, con voz que parecía eco—. Los últimos recuerdos de lo sucedido se evaporarán con el éter y la música de los próximos Carnavales, en el Teatro Politeama.

—¿Canudos? —murmuró el Barón—. Epaminondas hace bien en querer que no se hable de esa historia. Olvidémosla, es lo mejor. Es un episodio desgraciado, turbio, confuso. No sirve. La historia debe ser instructiva, ejemplar. En esa guerra nadie se cubrió de gloria. Y nadie entiende lo que pasó. Las gentes han decidido bajar una cortina. Es sabio, es saludable.

—No permitiré que se olviden —dijo el periodista, mirándolo con la dudosa fijeza de su mirada—. Es una promesa que he hecho.

El Barón sonrió. No por la súbita solemnidad del visitante, sino porque el camaleón acababa de materializarse, detrás del escritorio y las cortinas, en el verde brillante de las yerbas del jardín, bajo las nudosas ramas de la pitanga. Largo, inmóvil, verdoso, con su orografía de cumbres puntiagudas, casi transparente, relucía como una piedra preciosa. «Bienvenido, amigo», pensó.

—¿Como? —dijo, porque sí, para llenar el vacío.

—De la única manera que se conservan las cosas —oyó gruñir al visitante—. Escribiéndolas.

—También me acuerdo de eso —asintió el Barón—. Usted quería ser poeta, dramaturgo. ¿Va a escribir esa historia de Canudos que no vio?

«¿Qué culpa tiene el pobre diablo de que Estela no sea ya ese ser lúcido, la clara inteligencia que era?», pensó.

—Desde que pude sacarme de encima a los impertinentes y a los curiosos, he estado yendo al Gabinete de Lectura de la Academia Histórica —dijo el miope—. A revisar los periódicos, todas las noticias de Canudos. El
Jornal de Noticias,
el
Diario de Bahía,
el
Republicano.
He leído todo lo que se escribió, lo que escribí. Es algo... difícil de expresar. Demasiado irreal, ¿ve usted? Parece una conspiración de la que todo el mundo participara, un malentendido generalizado, total.

—No entiendo. —El Barón había olvidado al camaleón e incluso a Estela y observaba intrigado al personaje que, encogido, parecía pujar: su mentón rozaba su rodilla.

—Hordas de fanáticos, sanguinarios abyectos, caníbales del sertón, degenerados de la raza, monstruos despreciables, escoria humana, infames lunáticos, filicidas, tarados del alma —recitó el visitante, deteniéndose en cada sílaba—. Algunos de esos adjetivos eran míos. No sólo los escribí. Los creía, también.

—¿Va a hacer una apología de Canudos? —preguntó el Barón—. Siempre me pareció un poco chiflado. Pero me cuesta creer que lo sea tanto como para pedirme que lo ayude en eso. ¿Sabe lo que me costó Canudos, no es cierto? ¿Que perdí la mitad de mis bienes? Que por Canudos me ocurrió la peor desgracia, pues, Estela...

Sintió que su voz vacilaba y calló. Miró a la ventana, pidiendo ayuda. Y la encontró: seguía allí, quieto, hermoso, prehistórico, eterno, a medio camino entre los reinos animal y vegetal, sereno en la resplandeciente mañana.

—Pero esos adjetivos eran preferibles, al menos la gente pensaba en eso —dijo el periodista, como si no lo hubiera oído—. Ahora, ni una palabra. ¿Se habla de Canudos en los cafés de la rua de Chile, en los mercados, en las tabernas? Se habla de las huérfanas desvirginadas por el Director del Hospicio Santa Rita de Cassia, más bien. O de la píldora antisifilítica del Dr. Silva Lima o de la última remesa de jabones rusos y calzados ingleses que han recibido los Almacenes Clarks. —Miró al Barón a los ojos y éste vio que en las bolas miopes había furia y pánico—. La última noticia sobre Canudos apareció en los diarios hace doce días. ¿Sabe cuál era?

—Desde que dejé la política no leo periódicos —dijo el Barón—. Ni siquiera el mío.

—El retorno a Río de Janeiro de la Comisión que mandó el Centro Espiritista de la capital a fin de que, valiéndose de sus poderes meddiúmnicos, ayudaran a las fuerzas del orden a acabar con los yagunzos. Pues bien, ya volvieron a Río, en el barco
Río Vermelho,
con sus mesas de tres patas y sus bolas de vidrio y lo que sea. Desde entonces, ni una línea. Y no han pasado ni tres meses.

—No quiero seguir oyéndolo —dijo el Barón—. Ya le he dicho que Canudos es un tema doloroso para mí.

—Necesito saber lo que usted sabe —lo cortó el periodista en voz rápida, conspiratoria—. Usted sabe muchas cosas, usted les mandó varias cargas de farinha y también ganado. Tuvo contactos con ellos, habló con Pajeú.

¿Un chantaje? ¿Venía a amenazarlo, a sacarle dinero? El Barón se sintió decepcionado de que la explicación de tanto misterio y tanta palabrería fuera algo tan vulgar.

—¿De verdad le dio a Antonio Vilanova ese recado para mí? —dice João Abade, despertando de la sensación cálida en que lo sumen los dedos delgadísimos de Catarina cuando se hunden en sus crenchas, a la caza de liendres.

—No sé qué recado le dio Antonio Vilanova —responde Catarina, sin dejar de explorar su cabeza.

«Está contenta», piensa João Abade. La conoce lo bastante para percibir, por furtivas inflexiones en su voz o chispas en sus ojos pardos, cuándo lo está. Sabe que la gente habla de la tristeza mortal de Catarina, a la que nadie ha visto reír y muy pocos hablar. ¿Para qué sacarlos de su error? Él sí la ha visto sonreír y hablar, aunque siempre como un secreto.

—Que si yo me condeno, usted también quiere condenarse —murmura.

Los dedos de su mujer se inmovilizan, igual que cada vez que encuentran un piojo anidado entre sus crenchas y sus uñas van a triturarlo. Luego de un momento, reanudan su labor y João vuelve a sumirse en la placidez bienhechora que es estar así, sin zapatos, con el torso desnudo, en el camastro de varas de la minúscula casita de tablas y barro de la calle del Niño Jesús, con su mujer arrodillada a su espalda, despiojándolo. Siente pena por la ceguera de la gente. Sin necesidad de hablarse, Catarina y él dicen más cosas que las cotorras más deslenguadas de Canudos. Es media mañana y el sol alardea el único cuarto de la cabaña, por las ranuras de la puerta de tablas y los huececillos del trapo azulado que cubre la única ventana. Afuera, se oyen voces, chiquillos correteando, ruido de seres atareados, como si éste fuera un mundo de paz, como si no acabara de morir tanta gente que Canudos ha tardado una semana en enterrar a sus muertos y en arrastrar a las afueras los cadáveres de los soldados para que se los coman los urubús.

—Es verdad. —Catarina le habla al oído, su aliento lo cosquillea—. Si se va al infierno, quiero irme con usted.

João alarga el brazo, toma a Catarina de la cintura y la sienta en sus rodillas. Lo hace con la mayor delicadeza, como cada vez que la toca, pues por su extrema flacura o por los remordimientos, siempre tiene la angustiosa sensación de hacerle daño, y pensando que ahora mismo deberá soltarla pues encontrará esa resistencia que aparece siempre que intenta incluso cogerla del brazo. Él sabe que el contacto físico le es insoportable y ha aprendido a respetarla, violentándose a sí mismo, porque la ama. Pese a vivir ya tantos años juntos, han hecho el amor pocas veces, por lo menos el amor completo, piensa João Abade, sin esas interrupciones que lo dejan acezante, sudoroso, con el corazón alborotado. Pero esta mañana, ante su sorpresa, Catarina no lo rechaza. Por el contrario, se encoge en sus rodillas y él siente su cuerpo frágil, de costillas salientes, casi sin pechos, apretándose contra el suyo.

—En la Casa de Salud, tenía miedo por usted —dice Catarina—. Mientras cuidábamos a los heridos, mientras veíamos pasar a los soldados, disparando y tirando antorchas. Tenía miedo. Por usted.

No lo dice de manera febril, apasionada, sino impersonal, en todo caso fría, como si hablara de otros. Pero João Abade siente una emoción profunda y, de pronto, deseo. Su mano se introduce bajo el batín de Catarina y le acaricia la espalda, los costados, los pezones pequeñitos, mientras su boca sin dientes delanteros baja por su cuello, por su mejilla, buscándole los labios. Catarina deja que la bese, pero no abre su boca y cuando João intenta echarla en el camastro, se pone rígida. En el acto, la suelta, respirando hondo, cerrando los ojos. Catarina se pone
de
pie, se acomoda el batín, se coloca en la cabeza el pañuelo azul que ha caído al suelo. El techo de la cabaña es tan bajo que debe mantenerse inclinada, en el rincón donde se guardan (cuando las hay) las provisiones: el charqui, la farinha, el fréjol, la rapadura. João la mira preparar la comida y calcula cuántos días —¿o semanas? — no tenía la fortuna de hallarse así, a solas con ella, olvidados ambos de la guerra y del Anticristo. Al poco rato, Catarina viene a sentarse a su lado en el camastro, con un cazo de madera lleno de fréjol rociado de farinha. Tiene en la mano una cuchara de palo. Comen pasándose la cuchara, dos o tres bocados él por cada bocado de ella.

—¿Es verdad que Belo Monte se salvó del Cortapescuezos gracias a los indios de Mirandela? —susurra Catarina—. Joaquim Macambira lo dijo.

—Y también gracias a los morenos del Mocambo y a los demás —dice João Abade—, Pero es cierto, fueron bravos. Los indios de Mirandela no tenían carabinas ni fusiles.

No habían querido tenerlos por capricho, superstición, desconfianza o lo que fuera. Él, los Vilanova, Pedrão, João Grande, los Macambira habían intentado varias veces darles armas de fuego, petardos, explosivos. El cacique movía la cabeza enérgicamente, estirando las manos con una especie de asco. Él mismo se había ofrecido, poco antes de la llegada del Cortapescuezos, a enseñarles cómo cargar, limpiar y disparar las escopetas, las espingardas, los fusiles. La respuesta había sido no. João Abade concluyó que los kariris tampoco pelearían esta vez. Ellos no habían ido a enfrentarse con los perros a Uauá y cuando la expedición que entró por el Cambiao ni siquiera abandonaron sus chozas, como si esa guerra no hubiera sido también suya. «Por ese lado Belo Monte no está defendido», había dicho João Abade. «Pidamos al Buen Jesús que no vengan por ahí.» Pero habían venido también por ahí. «El único lado por el que no pudieron entrar», piensa João Abade. Habían sido esas criaturas hoscas, distantes, incomprensibles, luchando sólo con arcos y flechas, lanzas y cuchillos, quienes se lo habían impedido. ¿Un milagro, acaso? Buscando los ojos de su mujer, João pregunta:

—¿Se acuerda cuando entramos a Mirandela por primera vez, con e! Consejero?

Ella asiente. Han terminado de comer y Catarina lleva la escudilla y la cuchara hasta la esquina del fogón. Luego João la ve venir hacia él —delgadita, seria, descalza, su cabeza rozando el techo lleno de tizne — y echarse a su lado en el camastro. Le pasa el brazo bajo la espalda y la acomoda, con precaución. Permanecen quietos, oyendo los ruidos de Canudos, próximos y lejanísimos. Así pueden permanecer horas y ésos son tal vez los momentos más profundos de la vida que comparten.

—En ese tiempo yo lo odiaba a usted tanto como usted había odiado a Custodia —susurra Catarina.

Mirandela, aldea de indios agrupados allí en el siglo XVIII por los misioneros capuchinos de la Misión de Massacará, era un extraño enclave del sertón de Canudos, separado de Pombal por cuatro leguas de terreno arenoso, caatinga espesa y espinosa, a ratos impenetrable, y de una atmósfera tan ardiente que cortaba los labios y apergaminaba la piel. El pueblo de indios kariris, erigido en lo alto de una montaña, en medio de un paisaje bravío, era desde tiempos inmemoriales escenario de sangrientas disputas, y a veces carnicerías, entre los indígenas y los blancos de la comarca por la posesión de las mejores tierras. Los indios vivían reconcentrados en el pueblo, en cabañas desperdigadas en torno a la Iglesia del Señor de la Ascensión, una construcción de piedra de dos siglos de antigüedad, con techo de paja y puerta y ventanas azules y al descampado terroso que era la Plaza, en la que sólo había un puñado de cocoteros y una cruz de madera. Los blancos permanecían en sus haciendas del rededor y esa cercanía no era coexistencia sino guerra sorda que periódicamente estallaba en recíprocas incursiones, incidentes, saqueos y asesinatos. Los pocos centenares de indios de Mirandela vivían semidesnudos, hablando una lengua vernácula aderezada de escupitajos y cazando con dardos y flechas envenenadas. Eran una humanidad hosca y miserable, que permanecía acuartelada dentro de su ronda de cabañas techadas con hojas de icó y sus sembríos de maíz, y tan pobre que ni los bandidos ni las volantes entraban a saquear Mirandela. Se habían vuelto otra vez herejes. Hacía años que los padres capuchinos y lazaristas no conseguían celebrar en el pueblo una Santa Misión, pues, apenas aparecían los misioneros por la vecindad, los indios, con sus mujeres y sus criaturas, se desvanecían en la caatinga hasta que aquéllos, resignados, daban la Misión sólo para los blancos. João Abade no recuerda cuándo decidió el consejero ir a Mirandela. El tiempo de la peregrinación no es para él lineal, un antes y un después, sino circular, una repetición de días y hechos equivalentes. Recuerda, en cambio, cómo sucedió. Luego de haber restaurado la capilla de Pombal, una madrugada el Consejero enfiló hacia el Norte, por una sucesión de lomas filudas y compactas que conducían derechamente a ese reducto de indios donde acababa de ser masacrada una familia de blancos. Nadie le dijo una palabra, pues nunca, nadie, lo interrogaba acerca de sus decisiones. Pero muchos pensaron, como João Abade, durante la ardiente jornada en la que el sol parecía trepanarle el cráneo, que los recibiría una aldea desierta o una lluvia de flechas.

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