Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Tras levantarse, el elfo oscuro pronunció una palabra mágica y el hechizo de luz perpetua en que había sumido una bola de cristal, colocada en el escritorio de la biblioteca del archimago, se desvaneció. No ardía ninguna fogata en la chimenea, la noche primaveral en Palanthas era tan benigna y agradable, que el aprendiz incluso se había atrevido a entreabrir el ventanal.
La salud de Raistlin era frágil hasta en los mejores momentos. No toleraba la más mínima brizna de aire fresco, prefería sentarse en su estudio arropado por el calor del fuego y los aromas de rosas, especies y podredumbre. En general, a su acólito no le importaba, pero cuando llegaba la primavera su alma elfa solía añorar el hogar boscoso que había abandonado para siempre.
Erguido junto al batiente, aspiró el perfume de vida renovada que ni siquiera los horrores del Robledal de Shoikan lograban alejar de la Torre y se concedió a sí mismo la licencia de pensar en Silvanesti.
Un elfo oscuro, un ser a quien le ha sido negada la luz. Eso representaba él para su pueblo. Al sorprenderlo investido de la Túnica Negra, un hábito que ningún miembro de su raza podía mirar sin estremecerse, al descubrir que practicaba las artes prohibidas a los de su condición inferior, los mandatarios le ataron los pies y las manos, amordazaron su boca y vendaron sus ojos. En tan triste estado, lo arrojaron a una carreta y lo condujeron a las fronteras de su territorio.
Privado como se hallaba de la visión, sólo guardaba en su memoria la fragancia de los álamos, de los brotes florales y de la rica tierra. Lo desterraron en la misma estación que ahora renacía.
¿Regresaría, si pudiera hacerlo? ¿Renunciaría a lo que ahora tenía a cambio de volver? ¿Sentía remordimientos, pesadumbre acaso? Sin proponérselo, Dalamar se llevó la mano al pecho y, debajo de sus ropajes, tanteó sus heridas. Aunque hacía ya una semana desde que el archimago le imprimiera su huella en la carne en forma de cinco abrasadoras llagas, no se había iniciado el proceso de cicatrización. Nunca lo haría, reflexionó resignado.
El dolor le hostigaría durante el resto de su vida. Siempre que se desnudara, vería aquellos estigmas, surcos que la piel no había de cubrir. Era el castigo que debía sufrir por traicionar al
Shalafi
.
Merecía su suerte, como le dijera a Par-Salian, máximo dignatario de la Orden, señor de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth y, en cierto modo, también de su persona, puesto que había aceptado convertirse en el espía de aquel grupo de magos que temían a Raistlin y desconfiaban de él más que de cualquier mortal.
¿Dejaría este peligroso lugar? ¿Deseaba reencontrarse con su hogar de Silvanesti?
Se asomó al exterior con una sonrisa sombría, reminiscente de la mueca de su maestro arcano, y, sin darse cuenta, desvió la mirada del pacífico, estrellado cielo hacia la estancia, hacia las interminables hileras de volúmenes encuadernados de azul que atestaban los anaqueles de la biblioteca. Visualizó, en una secuencia retrospectiva, las maravillosas, espeluznantes escenas a las que tuviera el privilegio de asistir en su calidad de aprendiz del archimago. Sintió el influjo devastador del poder en sus entrañas, un placer que se sobreponía al dolor.
No, nunca regresaría.
Interrumpió su ensoñación el repicar de una campana de plata. Sólo tañió una vez, con un sonido quedo y armonioso; sin embargo para quienes habitaban la Torre —tanto los que vivían en este plano como los que pululaban en el de ultratumba—, produjo el efecto de un gong que rasgase el aire. ¡Alguien pretendía entrar! Una criatura había sorteado los riesgos de la arboleda y había llegado a las puertas de la mole.
Presente en su imaginación la efigie de Par-Salian, que había rememorado minutos antes, el elfo quedó convencido de que el poderoso hechicero de Túnica Blanca aguardaba en su umbral. En su mente resonó la sentencia que profiriera frente al cónclave unas noches atrás: «Si alguno de vosotros intentara penetrar en la Torre durante su ausencia, le mataría sin vacilar.»
Formuló presto un encantamiento que lo transportó, en un abrir y cerrar de ojos, a la entrada principal del edificio.
Cuando se hubo materializado no se enfrentó, como intuía, a un grupo de ancianos de virtudes sobrenaturales. Se recortaba frente a él una figura ataviada con una armadura de escamas reptilianas, cubierta la cabeza mediante un espantoso yelmo que lo identificaba como Señor del Dragón. En su mano enguantada, el visitante sostenía una joya negra, un talismán que Dalamar no halló dificultad en reconocer, y detrás de su espalda sintió, aunque no podía distinguir sus rasgos, la presencia de un ser dotado de terrible fuerza: un Caballero de la Muerte.
El Señor del Dragón utilizaba la ominosa alhaja para mantener a raya a los guardianes, cuyos pálidos rostros refulgían en su aureola maléfica, sedientos de sangre. El aparecido, que no mostraba su semblante, dimanaba sin dejar lugar a equívocos una cólera desbordada.
—Te pido disculpas por tan descortés acogida —dijo el elfo, a la vez que se inclinaba en una reverencia—. Si nos hubieras mandado aviso de tu venida, Kitiara...
La Dama Oscura, pues no era otra la que allí se personaba en medio de la noche, se quitó el yelmo antes de que concluyera su saludo y clavó en él sus ojos pardos, poseedores de una gélida expresión que la emparentaban con su hermanastro, el
Shalafi
.
—Me habrías preparado una recepción más interesante, estoy segura —espetó la mujer al discípulo, con un brusco ademán que hizo revolotear su rizada melena—. No soy tan previsora, viajo a mi antojo de un lado a otro y creo tener derecho a presentarme cuando me apetezca en casa de mi hermano —protestó, trémula la voz a causa de la ira—. Me he abierto camino en ese malhadado bosque vuestro para ser luego atacada en el acceso al edificio. —Desenvainada su arma, dio un paso al frente—. Por los dioses, abyecta lombriz, debería darte una lección.
—Reitero mis excusas —contestó Dalamar, sereno, si bien en sus almendradas pupilas prendió un destello que detuvo el ímpetu de la dama.
Como la mayoría de los guerreros, Kitiara consideraba a los magos un hatajo de inútiles que malgastaban su tiempo leyendo libros y podrían rendir mejor servicio si esgrimieran el frío acero. Era cierto que realizaban vistosos trucos, pero en una situación apurada antes confiaría en su espada y experiencia que en alambicadas palabras o heces de murciélago.
Así juzgaba a Raistlin en su fuero interno, y el aprendiz que ahora estudiaba le merecía idéntica opinión. O quizás aún más desfavorable, ya que pertenecía a una raza célebre por su incapacidad para la lucha.
No obstante, en una faceta de su carácter, Kit difería de los combatientes comunes. Tenía una especial habilidad para reducir a sus adversarios, un don innato que se había acrecentado al sobrevivir a todos aquellos que habían osado oponérsele. Un breve escrutinio a la sosegada postura de Dalamar, a su imperturbable aplomo, la hicieron sospechar que quizá se había tropezado con un enemigo digno de ella.
No le comprendía, había algo en aquel elfo que escapaba a su observación. Era consciente del peligro que irradiaba y, aunque se exhortó a la cautela, hubo de confesarse que la atraía la proximidad de una criatura tan seductora —incluso le pareció que sus facciones eran más hermosas que las de otros representantes de su raza—, provista de un cuerpo musculoso y bien proporcionado. De pronto se le ocurrió que sacaría más partido de una conducta amistosa que de la intimidación, pese a que no dudaría en utilizar al discípulo si se ofrecía la oportunidad. «Desde luego —recapacitó con la vista prendida en el pecho masculino, en la broncínea piel que se insinuaba en el punto donde se marcaba la abertura—, así será mucho más entretenido.»
Tras guardar de nuevo la espada en su vaina, Kitiara avanzó hacia el pórtico. La luz que había reverberado en el filo se desplazó hasta sus ojos.
—Perdóname, Dalamar. Ése es tu nombre, ¿verdad? —Sus labios, comprimidos aún por la furia, se ensancharon en la irresistible sonrisa a la que tantos hombres habían sucumbido—. El dichoso Robledal me crispa los nervios. Tienes razón, debería haber notificado a Raistlin que vendría, pero he actuado movida por un impulso. —Se hallaba muy cerca del acólito y, espiando su faz semioculta en la capucha, añadió—: Es uno de mis defectos; suelo dejarme llevar por arranques irreflexivos.
El elfo oscuro despachó a los centinelas con un escueto gesto y, ya solos, admiró a la dama esbozando una embrujadora sonrisa que nada tenía que envidiar a la de ella.
Al percibirla, Kitiara le tendió su mano.
—¿Olvidamos el percance?
—Quítate el guante, señora —le indicó Dalamar sin mudar su gentil actitud.
La mujer se sobresaltó. Por unos instantes, sus pardos iris se dilataron peligrosamente. El discípulo, impasible pero sin perder su afabilidad, aguardó. Al fin, Kit se encogió de hombros y tiró, de las fundas de sus dedos hasta desnudar su mano.
—Habrás constatado que no escondo ninguna arma secreta en mi palma —comentó, socarrona.
—Lo sabía de antemano —respondió el aludido, a la vez que se llevaba el dorso descubierto a los labios y le imprimía un prolongado beso—. Pero no podías negarme este placer.
Su ósculo fue cálido, sus manos transmitían fuerza y la Señora del Dragón sintió bajo su contacto que la sangre bullía en sus venas. Leyó en sus ojos que aquel elfo conocía su juego, que también él lo practicaba. Creció su respeto, al unísono con su resquemor, ante un rival que demostraba hallarse a su altura. Le dedicaría toda su atención, en exclusiva.
Retirando su mano de la garra viril, Kitiara la posó detrás de su espalda con una sutil coquetería que desmentían el imponente efecto de la armadura y su porte de luchadora. Era éste un ademán destinado a atraer y confundir, y el tenue rubor de su interlocutor le confirmó que había logrado su propósito.
—Quizás he camuflado armas debajo de mi pectoral. ¿Deseas registrarme? —inquirió con una mueca burlona.
—No es necesaria tal medida —rehusó Dalamar, enlazadas las manos sobre su negro atavío—, tus armas están en la superficie. Si ahondase en tu persona, señora, iría en busca de aquello que guarda el metal y que, aunque muchos han penetrado, nadie ha conseguido tocar.
Kitiara contuvo el resuello. Hipnotizada por esta sentencia, recordando aún la ardiente textura de sus labios, dio un nuevo paso al frente con el rostro ladeado hacia el de su anfitrión.
Fríamente, como por instinto, Dalamar se apartó con un grácil movimiento. La dama, convencida de que su oponente iba a estrecharla en sus brazos, perdió el equilibrio y tropezó hacia adelante.
Tras enderezarse merced a su felina agilidad, la Señora del Dragón se encaró con el esquivo elfo ignorante del sonrojo que teñía sus pómulos. Era presa de una rabia indescriptible, a más de uno había matado por afrentas menores a la que él le infligía. Sin embargo, la desconcertó el hecho de que, al parecer, Dalamar no había actuado de manera premeditada. ¿O sí? La ausencia de emociones en su faz, tan perfecta, no dejaba de resultar acusadora. En un mar de dudas, decidió que lo averiguaría y, si la había humillado a conciencia, pagaría caro su agravio.
A pesar de su incertidumbre, de desconocer los designios secretos de su rival, Kitiara tuvo que admitir su astucia. En una actitud muy propia de ella, no perdió tiempo en amonestarse por su error. Se había expuesto a un golpe y lo había recibido; ahora estaba herida, pero alerta.
—Lamento de verdad que el
Shalafi
no esté en la Torre —dijo Dalamar, transcurridos unos segundos de silencio en los que ambos se estudiaron sin pestañear—. Estoy persuadido de que también él sentirá no haber podido recibirte.
—¿Que no está? —repitió la mujer, descartando sus cábalas ante tan inesperada nueva—. ¿Adonde ha ido?
—Me extraña sobremanera que no te relatara sus proyectos —apuntó el elfo con fingida sorpresa—. Ha viajado al pasado para adquirir la sapiencia de Fistandantilus y, así pertrechado, atravesar el Portal donde anida...
—¿Significa eso que no ha desistido de su absurdo plan, a pesar de no acompañarle la sacerdotisa? —interrumpió la dama.
Antes de terminar su pregunta, Kit comprendió que se había puesto en evidencia. Nadie debía enterarse de que había ordenado al caballero Soth que asesinara a Crysania a fin de detener a Raistlin en su absurdo empeño de desafiar a la Reina de la Oscuridad. Mordiéndose el labio, volvió el semblante hacia su fantasmal esbirro.
Dalamar la imitó, con una sonrisa de satisfacción por haber capturado los pensamientos que se agitaban bajo aquella crespa, bella melena negra.
—¿Tenías noticia del ataque a la Hija Venerable? —indagó, tan ingenuo su acento que provocó la indignación de su interlocutora.
—¡No disimules conmigo! —le recriminó la Señora del Dragón—. Sabes de sobra que estoy al corriente, y también mi hermano. Quizá se haya vuelto loco, pero nunca fue un necio. —Se volvió para increpar a su acompañante—. Me aseguraste que estaba muerta.
—Y lo estaba —declaró Soth, el caballero espectral, saliendo de los vapores que le envolvían para plantarse ante la dama. Sus proverbiales llamas anaranjadas centelleaban en las invisibles cuencas oculares—. Ningún ser humano sobreviviría a mi asalto. Ni tu maestro —se dirigía a Dalamar— podría haberla salvado.
—No —concedió el elfo—, pero el dios de la sacerdotisa sí ostentaba ese poder. Y lo ejerció. Paladine hechizó a su servidora y atrajo su alma hacia él, aunque dejó su carcasa en la tierra. El gemelo del Shafali y hermanastro tuyo, señora —se inclinó respetuoso ante la exasperada Kitiara—, llevó a la mujer a la Torre de la Alta Hechicería, desde donde los magos del cónclave la catapultaron a la presencia del único clérigo capaz de reanimarla: el Príncipe de los Sacerdotes de Istar.
— ¡Imbéciles! —renegó la Dama Oscura, lívida su tez—. ¡La enviaron donde Raistlin quería que estuviese!
—Con pleno conocimiento de causa —apostilló Dalamar—. Yo mismo les informé.
—¿Tú? —Kit no daba crédito a sus oídos.
—Hay asuntos sobre los que debo ilustrarte —susurró el discípulo—. Nos llevará algún tiempo. Te suplico que me sigas hasta mis aposentos, donde nos instalaremos cómodamente.
Estiró el brazo y ella, tras un corto titubeo, aceptó la invitación. Una vez hubo asido su mano, el imprevisible acólito rodeó su cintura y la aproximó a su cuerpo. Kit intentó desembarazarse, pero, a decir verdad, no puso excesivo afán; así que Dalamar imprimió mayor firmeza a su abrazo.