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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (35 page)

—Michael, señor —repuso el centinela—. No te preocupes, gran mago; si tal es tu mandato, yo me ocuparé de que se cumpla al pie de la letra.

—Estupendo —se congratuló el hechicero.

Se encerró unos instantes en su mutismo, en el que levantó los ojos hacia la bóveda celeste, que iluminaban, indiferentes al frío, Lunitari y las diversas constelaciones de estrellas. Solinari languidecía cual una cicatriz de plata en el manto nocturno y, no muy lejos, se recortaba la luna más importante, la que sólo él distinguía. Nuitari, el satélite negro, era un disco redondo, perfectamente cincelado, un agujero de negrura en los planos astrales.

Dio un paso hacia el soldado, retirando el embozo de su faz, para permitir que sus pupilas capturasen los haces rojizos del disco dominante. Michael, espantado, retrocedió de manera involuntaria, aunque su estricta formación como caballero de Solamnia le obligó a refrenarse y guardar la compostura.

El cuerpo del joven se puso rígido y su tensión no pasó inadvertida al nigromante, quien, de nuevo, sonrió. Acto seguido, como si pretendiera imprimir mayor firmeza a sus palabras, el arcano personaje posó la mano en el protegido pecho del centinela mientras impartía sus instrucciones.

—Nadie debe entrar en mi tienda, bajo ningún pretexto —repitió en aquel sibilino murmullo al que tanto partido solía sacar—. No importa lo que ocurra, ¡respeta mi decisión a rajatabla! Y, cuando digo «nadie», me refiero tanto a Crysania como a Caramon o a ti mismo. ¡Nadie en absoluto! —exclamó vehemente.

—C... comprendido, señor —tartamudeó Michael.

—Es posible que veas u oigas cosas extrañas —previno Raistlin a su subordinado, atrapándole en su hipnótica mirada—. No les prestes atención. Tan sólo graba esta sentencia en tu memoria: Aquel que traspase el acceso de mi tienda esta noche lo hará a riesgo de su vida... y de la mía.

—Sí, gran maestro, descuida. Nadie se acercará a este paraje —insistió el muchacho, a la vez que tragaba saliva y un hilillo de sudor, que contrastaba con el ambiente invernal, se deslizaba por su pómulo.

—Eres, o has sido, un caballero de Solamnia. ¿Me equivoco? —inquirió el hechicero de forma abrupta.

Se produjo un corto silencio, durante el cual el guardián desvió el rostro en una evidente evasiva y el nigromante, al comprobar su zozobra, le dio una palmada casi de afecto.

—No deseo incomodarte, no es necesario que contestes —apaciguó al muchacho—. De todos modos, aunque te hayas rasurado el mostacho no es difícil adivinar tu procedencia y menos aún yo, que tuve ocasión de conocer a un miembro de tu Orden. Así pues, júrame por el Código y la ancestral Medida de los Caballeros que harás lo que te he indicado.

—Lo juro por el Código y la Medida —proclamó, sumiso, Michael.

Aparentemente satisfecho, el archimago dio media vuelta para refugiarse en su tienda mientras el centinela, libre de aquellas pupilas en las que no vislumbraba sino su propio reflejo, regresaba a su puesto con un escalofrío perceptible incluso bajo su gruesa capa de lana. En el último momento, sin embargo, Raistlin se detuvo en medio del enigmático crujir de su túnica.

—Caballero —dijo.

—¿Sí, señor? —La voz del guardián era apenas un titubeo.

—Si alguien penetra esta urdimbre e interrumpe el encantamiento que me dispongo a formular, y si yo sobrevivo al desastre, espero descubrir tu cadáver yaciendo en el suelo. Es ésta la única excusa que aceptaré por tu fracaso.

—No pases cuidado, así será —respondió, ya más firme, el joven, aunque mantuvo quedo su tono—. Est Sularas oth Mithas, en mi honor empeño la vida.

—Sí —apostilló el hechicero encogiéndose de hombros—, en general sucede de este modo. Ambos conceptos son indisociables.

Desapareció al fin y Michael, solo en la oscuridad, se preguntó expectante qué fenómenos iban a obrarse en el interior de la residencia arcana plantada a su espalda. Añoró la compañía de Garic, su primo, que de estar en el campamento compartiría los avatares de su peculiar misión. Pero Garic había partido junto a Caramon, de manera que se arrebujó en la capa y escudriñó, ansioso, la explanada donde ardían las acogedoras fogatas, corría el vino especiado y las estentóreas risas daban fe de la camaradería reinante. Tal escena le hizo sentir todavía más la negrura que lo rodeaba, teñida de encarnado y envuelta en un silencio que únicamente rompía el repiqueteo de su armadura, intensificado por sus temblores.

Tras recorrer la estancia que configuraba su hogar de campaña, Raistlin se inclinó sobre un enorme baúl de madera que se alzaba junto al lecho. Tallado con runas mágicas, aquel objeto era la única de sus pertenencias, además del bastón, que no permitía tocar a nadie. Tampoco lo intentaban, sobre todo después de oír el informe de uno de los guardianes que, por error, había tratado de levantarlo. El nigromante no había proferido una palabra, se limitó a contemplar al temerario soldado mientras éste lo soltaba entre ahogados jadeos.

Tan frío al tacto era aquel cofre, explicó el infortunado con acento entrecortado a sus contertulios, que helaba la sangre en las venas. Y, aún peor, al rozarlo le había atenazado un intenso pánico. Era un milagro que no hubiese perdido el juicio.

Desde el incidente, sólo Raistlin lo había manejado, aunque nadie imaginaba cómo. No era su peso el problema, sino un hecho más singular: se hallaba siempre presente en su tienda, pero nadie recordaba haberlo visto entre la carga que transportaban los caballos en los desplazamientos.

Levantando la tapa, el hechicero estudió su contenido con detenimiento. Estaba atestado de volúmenes encuadernados en tela azul, tarros y bolsas de ingredientes arcanos, otros libros de cubierta negra donde el mago anotaba sus propios experimentos, una vasta colección de pergaminos y en el fondo, cuidadosamente dobladas, algunas de sus túnicas. No había en aquella amalgama anillos ni colgantes de esotéricas virtudes, posesiones frecuentes de los nigromantes de inferior categoría. Raistlin desdeñaba estos talismanes por considerarlos propios de los débiles e ineptos.

Pasó revista a todos los objetos, incluido un opúsculo de páginas amarillentas que habría sombrado a un observador casual, incitándole a preguntarse qué hacía un artículo tan ordinario entre aquellos valiosos tesoros. El título, escrito en llamativos caracteres góticos a fin de atraer al comprador, era: Técnicas de la prestidigitación para pasmar y deleitar, y debajo, a guisa de reclamo, figuraban las exclamaciones «¡Deje perplejos a sus amigos! ¡Engañe a los crédulos!» y otras de similar calibre, que apenas podían leerse por haberlas manoseado tiempo atrás manos jóvenes, vehementes.

Tras dejar a un lado aquella guía de ilusionismo que, incluso ahora, arrancó una leve sonrisa de sus labios, Raistlin rebuscó entre las mudas de su atuendo, puso al descubierto una pequeña caja y la levantó. Guardaban su superficie, al igual que la del cofre, unas runas de portento mágico, por lo que hubo de recitar un versículo para neutralizar sus efectos. La abrió con suma delicadeza y apareció ante su vista un adornado pedestal de plata, que, también amorosamente, desprendió de su ajuste y llevó hasta la mesa que había colocado en el centro del recinto.

Acomodóse el hechicero en una silla, hundió la mano en uno de los bolsillos secretos de su atavío y sacó una bola de cristal. Animado su núcleo por un remolino multicolor, no se asemejaba en un primer examen sino a una canica. No obstante, un escrutinio más concienzudo revelaba que las volutas allí atrapadas estaban dotadas de vida, ya que se agitaban y estiraban sin tregua, como si buscasen una vía de escape.

Raistlin depositó el globo sobre el pedestal que, debido a su superior tamaño, le confería un aspecto ridículo. De pronto, como siempre ocurría, se armonizaron las proporciones. La bola creció, el pie pareció encogerse y, acaso por efecto de estas mutaciones, el propio nigromante tuvo la impresión de haberse reducido. Era él quien se sentía insignificante.

Se trataba de una sensación corriente, a la que estaba avezado, sabedor de que el Orbe de los Dragones —tal era la vibrante, abigarrada esfera— intentaba poner en desventaja a quien lo utilizaba. El nigromante había aprendido a dominarlo mucho tiempo atrás, o cabría decir en un remoto futuro, y conocía el método para controlar la quintaesencia de las razas reptilianas que lo habitaban.

Relajándose, cerró los ojos y se abandonó a su magia. Transcurridos unos segundos, posó los dedos en la fría superficie del Orbe y pronunció unas antiguas fórmulas:


Ast bilak moiparalan. Suh akvlar tantangusar
.

El arco iris cesó en sus lánguidas dimanaciones y comenzó a girar desenfrenadamente. El archimago clavó su mirada en el epicentro de aquellas órbitas, a fin de luchar contra el mareo que le producían, firmes las manos sobre el cristal. Despacio, repitió las frases arcanas.

Se apaciguaron las revoluciones y una luz surgió del núcleo. Raistlin pestañeó, antes de fruncir el entrecejo. El destello no debía ser blanco ni negro, había de encerrar todos los colores y ninguno como símbolo de la mescolanza del Bien, el Mal y la Neutralidad que gobernaba la esencia de los dragones. Así fue siempre, desde la primera vez que se asomó al interior y se debatió para alcanzar la absoluta supremacía.

El fulgor que ahora observaba, aunque similar a los que percibiera en anteriores circunstancias, estaba circundado por oscuras sombras. Lo estudió de cerca, fríamente, deseoso de descartar los posibles delirios de su imaginación. No era una falacia. Con la faz contraída, reconoció los imprecisos contornos que revoloteaban en torno a la luz: ¡perfiles de alas!

De la luminosidad brotaron dos manos. El hechicero las agarró y quedó sin resuello.

Aquellas manos tiraban de él con tanta fuerza que, desprevenido por completo, Raistlin casi perdió el control. Sólo cuando sintió que el Orbe iba a absorberlo a través de los miembros que se dibujaban en el engañoso resplandor atinó a invocar la energía de su propia voluntad para, sin vacilar, ejercer idéntica presión y atraer las manos hacia su persona.

—¿Qué significa esto? —se encolerizó—. ¿Por qué me desafías? Me convertí en tu dueño hace ya muchos años.

—Ella me llama y yo debo obedecer —respondió una voz en los recovecos de su cerebro.

—¿Quién es tan importante que osa invocarte por encima de mí mismo? —indagó el nigromante con una sonrisa desdeñosa, aunque su piel se tornó más fría que la textura del globo.

—¡Nuestra Reina! Su mera voz distorsiona nuestro sueño, perturba nuestro descanso. Ven, maestro, te llevaremos. ¡Síguenos!

¡La Reina! El archimago se estremeció, incapaz de refrenar sus emociones. Las manos, intuyendo su flaqueza, reanudaron la pugna para arrastrarle, mas él apretó la garra e hizo una breve pausa. Necesitaba ordenar sus ideas, que se agitaban en su mente tan enloquecidas como el abigarrado torbellino de la esfera.

Se reprendió por no haber previsto la interferencia de la soberana, que había penetrado parcialmente en el mundo y, ahora, se movía entre los dragones perversos. Desterrados de Krynn por el sacrificio de Huma, el Gran Caballero, los reptiles del Bien y del Mal dormían en simas profundas, ocultas.

Takhisis, la Reina de la Oscuridad, había decidido respetar el conveniente letargo de los animales bondadosos y, en su encarnación de Dragón de Cinco Cabezas, despertaba a sus aliados, los unía a su causa mientras se esforzaba en apoderarse del mundo.

El Orbe, aunque compuesto de las esencias de todos los reptiles —benignos, malévolos y neutrales—, reaccionaba presto al mandato de su Reina especialmente en la época actual, cuando predominaba la malignidad. Y, debía admitirlo, su naturaleza de nigromante no hacía sino fortalecer la faceta negativa del ingenio.

«¿Son estas sombras alas de dragones, o acaso reflejos de mi alma?», dudó Raistlin al contemplar la arcana bola.

No era momento para reflexiones. Todos estos pensamientos surcaron su mente con tanta rapidez que, entre una inhalación de aire y otra, el hechicero tomó conciencia del grave peligro que corría. Si cometía el menor descuido, Takhisis lo reclamaría como su siervo.

—No, mi Reina —murmuró, sin soltar las manos que lo seducían desde el corazón del Orbe—. No ha de resultarte tan fácil.

Habló entonces a la mágica esfera, en tono más perentorio.

—Sigo siendo tu señor. Fui yo quien te rescató de Silvanesti y de Lorac, el demente soberano elfo. Fui yo quien te salvó de la hecatombe en el Mar Sangriento de Istar, pues yo soy Rais... —Titubeó, tragó su repentinamente amarga saliva y continuó con los dientes apretados—: Fistandantilus, el Amo del Pasado y del Presente. Como tal, exijo vuestra obediencia.

La luz parpadeó hasta oscurecerse, los dedos que se entrelazaban con los suyos comenzaron a deslizarse. Un espasmo de ira y temor atenazó sus vísceras, mas dominó al instante sus emociones y retuvo aquellos resbaladizos dedos, que, conscientes de su superioridad, se relajaron.

—Acataremos tu voluntad —prometió la voz de las tinieblas.

—Eso está mejor.

Aunque se había tranquilizado, el nigromante no osó emitir un suspiro de alivio. Sin permitirse ningún quiebro en su inflexión, como el padre que tras reprender a su hijo sabe que no debe permitirse vacilaciones para no perder la autoridad, manifestó su deseo.

—He de ponerme en contacto con mi aprendiz en la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas. Atended a mi mandato, transportad mis ecos a través de las órbitas del tiempo. Dalamar escuchará así mis palabras.

—Di esas palabras, amo. Él las oirá como el palpito de su propio corazón, y en tus tímpanos vibrará su respuesta.

Raistlin asintió.

2

Escarceos amorosos y conspiraciones

Dalamar cerró el libro de hechicería y, frustrado, descargó el puño sobre la mesa. Estaba seguro de haber cumplido con todos los requisitos, de haber recitado los versículos sin el más mínimo error en su énfasis ni, tampoco, en el número de veces que debía repetir el cántico. Los ingredientes eran los adecuados, había visto cómo Raistlin los manipulaba en infinidad de ocasiones. Sin embargo, no logró el efecto deseado.

Enterrando la cabeza entre las palmas, entornó los ojos y evocó el recuerdo de su
Shalafi
hasta que pudo oír su voz susurrante. Intentó recordar el tono, el ritmo exacto, revisó todas las fases al objeto de detectar su fallo.

De nada le sirvió; cada detalle se le antojó idéntico. «Bien —se dio por vencido—, tendré que aguardar su regreso.»

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